Luis Gerardo Morales(1)
INTRODUCCIÓN
En este ensayo he tenido la pretensión de
juntar varias cosas a la vez: la primera es de orden
teórico-metodológica y consiste en hacer un planteamiento museológico
sobre la significación de la costumbre de visitar el museo; la segunda
es de orden histórico, cómo en el Museo Nacional Mexicano de 1825 a 1925
se construyó una determinada idea de la Nación desde la praxis cultural
de la exhibición museográfica. Por último, también pretendo una
interpretación global sobre la importancia de la cultura museográfica en
la construcción de una determinada ideología de la identidad nacional.
1. EL PENSAMIENTO VISUAL DEL MUSEO
La transmisión occidentalizadora del museo
atañe no únicamente a sus modelos teóricos y a sus presupuestos
historiográficos, sino también a sus prácticas sociales más especificas.
La comprensión histórica de la organización y funcionamiento del museo
consiste en descifrar los procesos biofísicos y cognitivos mediante los
que el hombre racionalizó sus sentidos y percepciones. Ese proceso de racionalización supuso
otorgarle al ojo una función específica con respecto al cerebro, órgano
donde confluyen al mismo tiempo el pensamiento y el sentido de la
vista. En el museo occidental, la primacía del sentido de la vista sobre
otros sentidos y percepciones hizo del ojo un órgano todopoderoso. Lo
singular de esta especialización fisiológica es que, desde allí, el
hombre construyó la racionalidad del orden de las palabras y las cosas;
de las comparaciones y las analogías; de las semejanzas y las
diferencias. El museo es, por tanto, un escenario del pensamiento
visual.
Así mismo, en su juego de imitaciones y representaciones de lo real (2) , el
museo desarrolló en el transcurso del tiempo una dialéctica de
diferenciación y complementariedad entre el lenguaje y la mirada. En la
era moderna, esta relación entre objetos "sacados de la circulación” y
personas adquirió la modalidad clásica de la prohibición del contacto
físico con los objetos (para conservarlos mejor); así como, en favor de
la concentración individual, promovió la censura del habla en el
interior de las salas de exhibición En su primer reglamento interno de
1826, el Museo Nacional mexicano establecía en sus artículos 5° y 6° que
con excepción de los profesores y bajo ciertos requisitos, "a nadie se permitirá tocar, ni menos remover del lugar que ocupa ninguna de las piezas”; además de que, conforme al articulo 8°, "nada podrá sacarse del edificio sin orden por escrito del Excmo. S. Presidente”. (3)La
prohibición del tacto permitirá desempeñar otras funciones simbólicas
como la preservación de la distancia entre la vida y la muerte; lo que,
por cierto, no es otra cosa que la diferencia objetiva que hay
entre los sudores y ecos de los mortales y la asepsia de la Estética con
el pasado inmaculado, acumulado generación tras generación. (4)
Al disociarse la vista del tacto se ejerció un primer esfuerzo de suplantación que
recuerda en el Génesis del texto bíblico, la expulsión del hombre del
Paraíso ante el pecado del deseo de la carne. En el pensamiento
freudiano, la "hoja de parra” de Adán y Eva simboliza el nacimiento de la cultura que convierte al deseo en un objeto oculto.(5)
Extrapolando esa alegoría del Edén, en el museo los objetos exhibidos
adquieren una aparente sensualidad frente a la razón fría que inhibe los
apetitos táctiles de los visitantes. El atractivo de mirar los objetos es provocado, en realidad, por el maquillaje intocable, pudoroso, de la museografía. Esta preestablece el sentido de como vamos a mirar los
objetos sin despojarlos de su hoja de parra. Por ello, se trata de una
sensualidad limitada; el orden moral y taxonómico impuesto por el museo
fomenta también una pedagogía memorista y enciclopédica. La rigidez
cadavérica del objeto imaginario del pasado se hace patente a través de
una lógica represiva de los sentidos. En el mismo reglamento de 1826 del
Museo Nacional se establecen como obligaciones de los profesores
"conservar bajo responsabilidad los objetos de su ramo”; "clasificarlos y
arreglarlos, adquiriendo el conocimiento necesario de ellos para dar
oportunamente su explicación” y, por ultimo, "mantenerlos con aseo”. (6) El museo patentiza la objetivación del sujeto mediante la racionalización científica. (7)
Por lo tanto, la combinación de dos objetos
primarios, el objeto oculto y el objeto imaginario, funda la
racionalidad visual del museo moderno o, mejor dicho, legítima el
pensamiento visual del museo cuya característica sensorial se expresa
mediante la curiosidad. Durante el siglo XVIII
los gabinetes de curiosidades italianos, alemanes e ingleses comienzan a
despojarse de sus características cortesanas para fomentar la mirada
individual pública. En ese ambiente de fomento del ojo curioso, ávido de
conocimiento, se comprende la convocatoria de Clavijero para fundar "un
museo” que guarde "los restos de las antigüedades de nuestra patria”. (8)
Ese mismo espíritu priva en la primera página del primer catálogo del Museo Nacional, publicado en 1827, donde se afirma que "la
curiosidad universal por las antigüedades mexicanas se ha aumentado
mucho en todo el mundo después que los heroicos esfuerzos de la nación
la colocaron en el rango que le corresponde.” (9) En
los museos, la curiosidad pertenece al terreno de la sociabilidad libre
del intelecto y hace eficiente una formula prescriptiva: "prohibido tocar (solo mirar)”. El
habito de la curiosidad museográfica establece, además, una diferencia
importante con la mirada devota o propia del culto religioso y parece
convertirse, en pleno siglo XIX, en la
esencia de la mirada científica. De ahí que en el catálogo de 1827 se
insistía en la objetividad irrefutable de la investigación por las
antigüedades porque ellas "solas pueden conducirnos a conocer un pueblo cuya historia envolvieron en tinieblas casi impenetrables la ignorancia y el fanatismo.(10) El Museo Nacional comienza a reunir "la
apreciable colección que, expuesta al publico en la Universidad, es
visitada con manifiesta complacencia por toda clase de personas”.(11) El
museo reduce el conocimiento del pasado no tanto a una variable
dependiente del conocimiento transmitido por otros, sino ante todo a un objeto despojado
del lenguaje de su tiempo. Ese objeto adquiere el lenguaje de lo que se
dice en el presente a partir de la museografía. Por supuesto, lo que no
se ve en la exhibición museográfica son los procedimientos mediante los
que profesores y científicos "despojan” de su lenguaje originario a los
objetos: se exhibe solo aquello que se dice de ellos en el presente. La
síntesis pensamiento visual del museo se condensa en un gesto museográfico que consiste en exhibir ocultando, permitir prohibiendo.
Por otra parte, no olvidemos que la
exhibición es sobre todo interpretación, más aún, representación. La
convocatoria museográfica de Clavijero tiene como finalidad conservar
las "antigüedades de nuestra patria”, porque presupone que
ellas otorgan representatividad a los novohispanos frente a los europeos
dentro del gran esquema buffoniano de los cuadros comparativos entre
pueblos salvajes y pueblos civilizados. En la denominación representación museográfica no debemos soslayar el sentido litúrgico de la palabra representación que,
entre sus usos primarios más comunes, denotaba un féretro vacío sobre
el que se extendía un palo mortuorio para una ceremonia fúnebre. La
figura pintada que representaba al difunto durante sus funerales, en los
tiempos medievales europeos, ilustra la fundación de la política
patrimonial: ese arte de utilizar la memoria de los muertos en beneficio
propio. (12)
Todavía en fecha reciente, durante las manifestaciones de protesta que algunos periodistas calificaron como "el mayo indonesio”, en
Yakarta, y que precedieron a la caída del presidente dictador Suharto
observamos la emergencia de la representación simbólica funeraria. Los
reporteros al describir el estado de ánimo de los jóvenes manifestantes
escribieron: " Los grupos que habían pasado la noche eran
constantemente reforzados por otros que llegaban con canciones,
pancartas, muñecos y féretros simulados. Un espantajo vestido de negro
con una caricatura de Suharto llevaba al cuello una corona fúnebre”,(13)
Tanto en la Europa medieval como en la Indonesia de hoy, la imagen del
difunto no es una simple simulación porque en el primer caso la imagen
era el cadáver y un cuerpo público; mientras que en el segundo, la
imagen era un mensaje público de un conflicto político.(14) Analógicamente, la representación museográfica
es el maniquí, el sustituto vivo del muerto. En sentido filosófico
llano, constituye la presentación intencional de un objeto y, desde la
psicología, una reactualización de datos sensoriales que combinados
libremente resultan imágenes de la memoria o de la fantasía.
Así vemos que en la génesis del museo moderno
se implanta la omnipotencia del ojo que no ve a los objetos desnudos,
sino a las representaciones, es decir, las intencionalidades.
2. EXHIBIR OCULTANDO
Desde el último tercio del siglo XVIII,
en Europa, Norteamérica y México la vertiginosa institucionalización
del museo implantó el patrón que combina el orden taxonómico, el
silencio público y el dominio completo de la mirada sobre el tacto.(15)
A las prácticas del orden racional y el silencio en el espacio
museográfico podemos agregar otra premisa: los museos no solamente
conservan, exhiben y representan determinadas clases de contenidos sean
estos de naturaleza científica, estética o épica. Sino que adquieren su
propia corporeidad en su continente arquitectónico y en sus
públicos; porque están dotados de un espacio, mantienen una volumetría
con su entorno y desarrollan un sutil código sensorial. La
clave de este código radica en la capacidad de los museos para
desarrollar una misma práctica cultural de largo plazo. Este es
probablemente la razón por la que la historiografía funcionalista y
romántica confunde el museion con cualquier gabinete de curiosidades. Parece como si el concepto holístico de museo autoriza a presuponer que el culto racional de
las imágenes ha sido siempre de la misma manera y que por lo tanto
hablar del Museo Nacional mexicano, por ejemplo, consiste en describir
meramente una teleología.
Esa historiografía olvida que la práctica cultural del museo moderno se distingue
sobre todo porque desarrolla su sentido organizadamente haciendo
interactuar, mediante la museografía, a cosas y personas. Al mismo
tiempo, lo peculiar de su actividad intelectual fluctúa entre una
biblioteca, un laboratorio, un teatro y un templo religioso.(16)
En sentido estricto no se constriñe a ninguno de esos espacios, aunque
utiliza elementos de todos ellos: la lectura, el silencio, la mirada
curiosa, la mimesis, la metonimia y el culto sacro a los objetos, entre
los más significativos. La especificidad histórica del museo público
exige la combinación simultánea de tres elementos fuertemente
entrelazados: en primer término, una colección significativa que supone
la combinación simultánea de un conjunto selecto de objetos y un
discurso científico argumentado -la tesis de la "antigüedad de México”,
por ejemplo; en segundo lugar, una disposición determinada de los
objetos en un espacio delimitado geométricamente que traduzca sus
valores culturales y haga accesible el discurso científico. Me refiero a
la museografía convertida en discurso que se encarga de enunciar la
acción misma de exhibir ocultando (permitir prohibiendo) y mostrar representando. En tercer lugar, no podemos soslayar que el objeto existe en tanto hay un ojo que lo mira en
razón de que la museografía mantiene una relación dialógica con una
cierta comunidad interpretativa. Es decir, los objetos de los museos
nunca hablan por sí mismos, aunque en buena lógica se debe reconocer que
sin objetos, tampoco habría museo. De ahí que, un museo sin público
asemeja un gabinete de estudio para especialistas; más aún, un museo sin
museografía carece de lenguaje convirtiéndose de inmediato en una bodega de lo raro (autismo del sujeto). En esas condiciones, solo existirá para sí mismo a manera de monólogo interior.(17) En las corrientes contemporáneas de la "nueva museología”, un
museo sin una amplia estrategia comunicativa solo existirá para su
tradición elitista y la reproducción simbólica asociada a ella.(18) Si lo que el museo contemporáneo actualiza del antiguo museion o museum grecolatino son " los privilegios de la vista”, una
conclusión medular a la que llego es al reconocimiento de la
importancia crucial que tiene el análisis de la función semiótica del
museo.(19) En este sentido, son los gestos
museográficos los que dan cuenta de la historicidad de las operaciones
museográficas como metalenguaje de las actitudes hacia el saber, la
cultura y la ciencia.
Metodológicamente, aquí se finca la
historicidad de mi estudio del Museo Nacional. Lo hago desde la
recuperación histórica del gesto museográfico de "exhibir ocultando, mostrar representando”; es
decir, parto del principio de reconocer su mayor o menor capacidad para
comunicarse con los observadores y, por lo tanto, de crear las
condiciones óptimas para el intercambio simbólico entre objetos y
personas. Así se comprende porque los años que van de 1825 a 1887 pueden
considerarse sólo como proto-museográficos pues aun la mirada de los
visitantes no se encuentra durante ese lapso ni organizada, ni
contextualizada. Entre el anhelo patriótico de Clavijero y su cabal
cumplimiento pasará un siglo. Tres testimonios lo comprueban, entre
muchos otros. Uno de ellos es una carta enviada al periódico "El Sol”,
en 1827, por un lector que firma con el nombre de Rosa Isídica para
quien en lo concerniente al museo "hay mucho que decir y remediar en
un establecimiento de donde salen los que lo visitan, con la misma
ignorancia que entraron en él, porque ni las obras de la antigüedad
tienen explicaciones, ni allí hay un inteligente a quien preguntarlas”. Años después, en 1843, Madame Calderón de la Barca observa que en el mismo Museo Nacional "debido
a la falta de orden y de una clasificación de las antigüedades, y el
modo en que yacen amontonadas en los diferentes salones de la
Universidad, no parecen a primera vista, dignas de llamar mucho la
atención...” Por ultimo, el explorador Désiré Charnay afirmaba, en 1884, que el museo de México "propiamente
dicho, no es rico, o a lo menos lo que se ve ni tiene nada de
particular. [...]Verdad es que me han dicho que el museo no está en
orden, que no hay nada clasificado, que falta espacio, y que hay
muchísimas cajas llenas de objetos preciosos que más adelante ofrecerán
sus tesoros a la pública contemplación”.
En consecuencia, durante casi todo el siglo XIX, el museo mexicano fue principalmente una rarotheca, un signo mudo indescifrable por la ausencia de un metalenguaje museográfico. En síntesis, mientras el museion prehispánico
parece una teratología, el Museo Nacional de los años 1825-1885 fue
todavía un misterioso balbuceo sobre los orígenes.
3. LA SECULARIZACIÓN DE LA MIRADA
En relación a la práctica cultural del museo, tampoco podemos dejar de lado su importancia para el estudio histórico del proceso mediante el cual seculariza la mirada aunque ello no significó necesariamente la desaparición de la intencionalidad sacra. Históricamente hablando, tanto en la Europa de los siglos XVI y XIX, como en el mundo hispanoamericano de los siglos XVIII-XX,
la mirada piadosa heredada de los templos religiosos sufrió su primera
gran desacralización en los museos. En ellos no se miraría más para
venerar, sino para conocer. De ahí el diferente sentido que adquirió la
necesidad del silencio junto con la restricción de las emociones. En el
entrecruzamiento entre la mirada devota y la mirada escrutadora se
vislumbra un proceso histórico más complejo como lo fue el choque que se
dio en el siglo pasado entre dos tradiciones intelectuales que, en
apariencia, tenían una naturaleza antagónica: la cultura popular
católica y barroca y la cultura elitista del racionalismo científico
neoclásico que, en el caso mexicano, por razones históricas de su
nacionalismo político se vieron obligadas a sostener una cohabitación
paradójica: entre la curiosidad y la devoción; la indagación y el rito.
A raíz de la Independencia, esa "mirada
profana” del vulgo se constata en el testimonio del viajero, comerciante
y coleccionista ingles William Bullock que, en 1823, tuvo el placer de
contemplar la resurrección de la "horrible diosa” Coatlicue en uno de los corredores de la Universidad de México:
Mientras estuvo expuesta en
el patio de la universidad, se vio este atestado de gente, la mayoría
de la cual puso de manifiesto su más decidido desprecio y cólera. Sin
embargo, no lo expresaron así todos los indios. Con atención observé sus
semblantes; ninguna sonrisa se les escapo ni inclusive una palabra,
todo era silencio y atención. En respuesta a una chanza de alguno de los
estudiantes un anciano expreso: "Es verdad que ahora tenemos tres
dioses españoles muy buenos; pero aun así deberíase habernos permitido
guardar algunos cuantos de los pertenecientes a nuestros antepasados”.
Fui informado que durante la noche habían sido colocadas sobre la figura
algunas coronas de flores que los nativos, sin ser vistos, habían
robado y ofrendado con ese fin a la diosa, lo que prueba que pese a la
extremada diligencia del clero español durante trescientos años, todavía
quedan algunas máculas de superstición pagana entre los descendientes
de los habitantes originales. En una semana el molde estuvo terminado y
la diosa fue depositada en su lugar de enterramiento y escondida así a
la profana mirada del vulgo.
Una vez que Bullock salió de México la
Coatlicue fue ocultada de nuevo, como ya había ocurrido en 1805,
mientras que su copia (molde) fue exhibida en el Egiptian Hall de Picadilly, en Londres, en la primera exposición que hubo en Europa, en 1824, sobre el México antiguo. La exhibición pública de la Coatlicue, en un caso involuntaria, en el patio de la Universidad, y en otro deliberada en el Egiptian Hall, permite
comprender mejor el lugar del museo como regulador de las imágenes. El
contraste con el mundo londinense donde la exhibición sobre el México
antiguo resultó exitosa, deja ver aun la falta de consenso entre las
autoridades civiles y el clero católico sobre el estudio de las
antigüedades. El disenso sobre el pasado prehispánico se expreso en dos
hechos concretos: la falta de recursos para hacer del Museo Nacional una
verdadera institución conservadora de las antigüedades y la persistente
oposición de las autoridades eclesiásticas para desenterrar de nuevo a
la Coatlicue.
En 1826, el explorador y comerciante inglés
George Lyon dejo en su visita al recién creado Museo Nacional un
testimonio elocuente tanto de los artificios museográficos de Bullock,
como de la influencia del clero católico en la regulación de las
imágenes seculares de "la Antigüedad”:
En un rincón del mismo
patio, tras un biombo de tablones, se hallan las estatuas de la diosa de
la guerra y algunos ídolos inferiores, y la celebrada piedra de los
sacrificios [...], presentada en forma embellecida por Mr. Bullock. La
gran piedra del calendario es una pieza de admirable destreza humana, y
esta incrustada en una pared de la Catedral, donde se puede asegurar su
conservación. Tuve la fortuna de hacerme de excelentes modelos en cera
de esta, de la diosa y de la piedra de los sacrificios, y hubiera
también pedido la de la monstruosa diosa serpiente que vi en Picadilly,
con la pobre víctima asomándose por su espaciosa garganta; pero el hecho
es que la estatua original no se encuentra por ninguna parte, excepto
en la exhibición de pinturas de Mr. Bullock.
Por supuesto, aquello que Lyon vio en
Picadilly poco tenía que ver con los objetos reales, lo interesante de
su testimonio radica en que permite confirmar la importancia del
lenguaje museográfico como representación de lo real. Y, en realidad, la
exposición en Londres fue una puerta de entrada para muchos
coleccionistas y curiosos al mundo de las antigüedades mexicanas. La
mirada de Bullock era distinta de la de Lyon, como también lo era la profana mirada del vulgo. El recinto museístico permite la confluencia de miradas diferentes. En efecto, la mirada curiosa pre-establece
el sentido de la distinción entre devoción religiosa y observación
racional. La curiosidad intelectual en el museo significa, sin embargo,
la subordinación de la interpretación visual al discurso racionalista
empirista. Por ello, en su origen moderno los museos hispanoamericanos
arrancan claramente de dos clases de sustituciones: la de los templos
religiosos de la época de la Contrarreforma principalmente (encabezado
por el arte barroco mediterráneo); y la de los recintos universitarios y
las academias de ciencias naturales y exactas (o sociedades
científicas), creados conforme a los preceptos filosóficos del
iluminismo ilustrado y el positivismo comtiano.
En un marco mas general, en su prolongada
transición racionalista del medievo tardío a la era de las revoluciones
burguesas, el museo europeo se había convertido en el escenario de la
construcción de la noción de descubrimiento científico y, por
lo tanto, de la experimentación del saber: al exhibirse públicamente las
colecciones se podía constatar la existencia de los fenómenos físicos o
de los hechos históricos. Y, probablemente, lo más importante podía
ejercerse libremente la crítica pública al contrastarse distintos puntos
de vista.
Erigido sobre la herencia medieval cristiana, el museo decimonónico construye otro sentido de la veracidad basada en leyes. Lo "real histórico” quedará
constituido por el conjunto de evidencias que observamos del pasado; al
mismo tiempo, la conciencia estética se fincara en los cánones clásicos
de " lo bello” y "lo único” según determinados
estilos pictóricos y escultóricos. La participación directa de los
museos de historia natural, historia, etnografía y arqueología en la
construcción del objetivismo científico pertenece a una tradición
intelectual exitosa fuertemente arraigada en la filosofía positivista
misma que, por cierto, nunca rompe con el orden del mito. De acuerdo con mi propia interpretación, el positivismo encontró en los museos históricos y científicos su templo laico. Con los preceptos positivistas pudo emerger realmente el museion mexicano, no antes.
Conforme al fenomenalismo positivista, en la
experimentación del conocimiento no hay mecanismos ocultos; no hay datos
que escapen a una causalidad, a menos que escapen a nuestra experiencia
inmediata. Y menos aún los objetos museográficos escapan del
conocimiento puesto que sirven como el fragmento indispensable desde el
que sostenemos una determinada ley sobre la realidad, o una determinada
teoría del universo. En consecuencia de lo anterior, nuestro saber
nominalista exige el empleo constante de los instrumentos conceptuales
que describen ciertas situaciones ideales, las cuales nunca están
verificadas en el mundo empírico. Es decir, un nombre cualquiera no
tiene necesariamente una relación directa con un objeto concreto, aunque
conceptualmente pueden estar relacionados. Así, por ejemplo, cuatro
vasijas prehispánicas del Altiplano Central mesoamericano son
empíricamente solo cuatro viejas vasijas, aunque para la interpretación
arqueológica pueden significar muchas otras cosas más.
El mundo que conocemos es un conjunto de
hechos individuales observables de los que inferimos mecanismos y
procesos. En el museo, por excelencia, nuestro saber tiende a ordenar
estos hechos y se convierte en un saber verdadero, en algo que puede
utilizarse de modo práctico y que permite prever ciertos hechos en
función de otros. En conclusión, la teoría más representativa de la
racionalidad intelectual del museo contemporáneo la constituyó el
positivismo cuyas prácticas culturales siguen vigentes todavía en muchos
museos del mundo.
La racionalidad del positivismo científico, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX,
colocó al museo en el lugar social de la institución para la enseñanza
objetiva. Así lo expresa con mucho pundonor, Jesús Sánchez, director del
Museo Nacional mexicano, en 1887, para quien la idea dominante en las
reformas museográficas emprendidas en ese momento "ha sido hacer del
Museo Nacional una Escuela popular de enseñanza objetiva, tanto más
útil cuanto que en ella recibirá instrucción principalmente la multitud
de personas que no adquieren en las escuelas los beneficios de la
enseñanza”. Al comienzo del siglo XX,
el museo era una herramienta útil para el racionalismo pedagógico. Así
para el pedagogo Luis E. Ruiz era indispensable la creación de museos
escolares porque no había duda de que "siendo el método objetivo el
principal factor en la enseñanza primaria, natural es que un adecuado
museo forme parte integrante de la escuela. Pero dichos museos no han de
estar constituidos por preciosidades cuidadosamente guardadas tras de
vidrieras, sino por objetos tan variados como de uso común,
constantemente manejados y en una gran parte coleccionados por los
mismos alumnos” Bajo estos principios, el Museo Nacional adquirió lentamente la fisonomía que lo convirtió, a fines del siglo XIX, en un espacio legítimo de la mirada secular y curiosa.
4. LA SACRALIZACION DEL PASADO
¿Qué tan objetivas podían ser la exhibición
de antigüedades y la sala de Historia Patria del Museo Nacional? El
nacionalismo del siglo XX con sus
pedagogías liberales y cívicas, creó una sacralidad del pasado y del
quehacer científico tales que esa racionalidad que se creía ajena a los
sentimientos subjetivos de sus comunidades científicas construyó su
propio mito de la objetividad. Con ello, creyó ahondar mas su
emancipación de las creencias milagrosas y los cultos idolátricos, pero
solo produjo su propia reificación.
Entre 1887 y 1911, el Museo Nacional dejó de ser una bodega de lo raro,
un balbuceo primario sobre los orígenes para operar como el autentico museion prehispánico del liberalismo político. Había quedado convertido en el templo laico de los nuevos saberes.
Años después, en 1925, el régimen de Plutarco
Elías Calles celebró con solemnidad el centenario del Museo Nacional de
Arqueología, Historia y Etnografía fundado por el presidente de la
primera República Federal, el general Guadalupe Victoria. La
conmemoración era congruente con el nuevo estado de cosas emanado de la
guerra civil de 1910-1920. En los años veinte, el nuevo Estado, sus
ideólogos e intelectuales protagonizaron un profundo movimiento
revisionista del pasado histórico de México. El Museo Nacional
simbolizaba fielmente los cien años de búsqueda de una idea de Patria.
Sus muros, vitrinas y salones conservaban y exhibían ya no
"antigüedades”, sino los restos materiales del Origen ancestral de los
mexicanos.
La memoria conmemorativa del gobierno
revolucionario consideró a los primeros evangelizadores franciscanos y a
los criollos ilustrados auténticos 20
imprecaciones”. Según Teja Zabre, en el museo podemos acoger "al más amplio concepto de la historia como arte...”. Poco
después, en 1931, en la era del "Maximato” callista, volvió a
conmemorarse un segundo centenario del Museo Nacional, el de su
fundación legal definitiva por obra del gobierno del general
"centralista” Anastasio Bustamante. Esta vez organizó la conmemoración
el constitucionalista, periodista e historiador Luis Castillo Ledón,
entonces director del museo y lo acompañaron Narciso Bassols, secretario
de Educación y Samuel Ramos, oficial mayor de dicha Secretaría. Ahora
fueron develados retratos y bustos de más personajes como Francisco
Javier Clavijero, Alejandro de Humboldt, Lucas Alamán, Fernando Ramírez,
Justo Sierra y Genaro García, entre otros. Castillo Ledón resalto en su
discurso la obra cultural de Alamán, "fundador innegable del Museo”, su
verdadero autor intelectual. En su reconocimiento a los directores
precedentes a él, Castillo termino haciendo votos para que el Museo
fuera:
no un simple almacén de cosas viejas, no un
cuerpo muerto, sino un organismo viviente, fuente de estudio y
enseñanza, como lo exige el concepto moderno de los museos, y ya que es
éste el santuario de nuestra gloriosa tradición.
Castillo Ledón
procuró deslindar al museo de "su pasado inmediato”, en un sentido
político, al mismo tiempo que refrendó la continuidad conservadora. En
ambos homenajes, de hecho, ni el sectarismo anticlerical sonorense, ni
tampoco la tradición de la Patria museable -en el sentido proclamado por
Clavijero- imponían aún sus dogmas excluyentes. Además, era
incuestionable que Lucas Alamán había sido el más entusiasta promotor de
la conservación de antigüedades mexicanas durante el México
Independiente. Lo más sugerente de la política conservadora de Alamán
fue que su iniciativa mantuvo una continuidad inequívoca con la ya
mencionada convocatoria de Clavijero. De manera irreversible, los
decretos presidenciales de 1825 y 1831 habían comenzado un proceso
museológico inédito: la conversión de los objetos idolátricos en
colecciones de la memoria colectiva. De esta manera, los republicanos
liberales o conservadores, federalistas o centralistas, fundaron una
tradición cultural e ideológica con la que un siglo después, como
acabamos de ver, se identificaron los intelectuales y políticos de la
Revolución.
Esa tradición fundante operó como un
constructo doctrinario e historiográfico que dispuso pensar el Museo
Nacional como dirección ideológica y recreación simbólica. Por otra
parte, con estas mismas premisas arranca también la primera museología
mexicana, brillantemente sistematizada por el médico Alfonso Pruneda y
el ingeniero de minas Jesús Galindo y Villa durante el periodo
1913-1916.
En estos textos es posible constatar el nuevo discurso que viene a
superponer a la mirada de la objetividad, la mirada de la veneración por
la historia patria. Las miradas se entrecruzan ya no afuera del museo o
desde las exhibiciones protomuseográficas del recinto universitario,
como lo pudo atestiguar Bullock, sino desde adentro.
Los textos de Galindo y Pruneda plantearon una aguda crítica de la museografía porfiriana, considerada "almacén de cosas viejas” y propusieron
una conceptualización del museo público a la luz del racionalismo
científico y el difusionismo boasiano. En particular, en las ideas de
Galindo y Villa destaca la insistencia en la aplicación de una pedagogía
patriótica al Museo-Templo de la Nación. De esta manera, la primera
museología que hubo en México crea y justifica el vínculo entre el museo
patria porfirista y el nacionalismo revolucionario en la búsqueda
-desde la hegemonía cultural del liberalismo oligárquico- de una
identidad histórica común.
En las tesis del arqueólogo aficionado,
periodista cultural e historiador autodidacta Galindo y Villa -quien
trabajó para el Museo Nacional de 1887 a 1937- el museo de historia y
etnografía, además de cumplir con las operaciones museográficas
educativas y estéticas, debía promover los sentimientos patrióticos.
Para su generación, el museo no era una simple representación de la
Patria, sino su mimesis. Por último, otra aportación medular de esta
museología es que propuso la contemplación de objetos como acción
estratégica de una nueva educación estética. En la apreciación de las
grandes piezas arqueológicas el museo debía servir para reeducar
nuestros valores "occidentalizados”. En el arte museográfico podían
dirimirse las contradicciones tanto del patriotismo -la disputa entre
hispanistas e indigenistas- como de las metanarrativas científicas -la
etnografía, la arqueología, la historia. En consecuencia, ya no había
motivos para temer más a la exhibición de la imagen-objeto diferente de
la Coatlicue, porque en la Galería de Monolitos solo cabía recuperar su
sentido estético "original”.
Estas tesis permitieron sustentar al museo
como un templo sagrado del pasado (la museopatria). Esto significa, a la
vez, postular la idea de que el espacio museográfico podía ser neutral
en dos sentidos: frente al conocimiento científico y el sentimiento
patriótico, lo cual creaba una contradicción muy sugerente.
Por lo tanto, la existencia del museo-templo
significa la del recinto mitológico puesto que se trataba de una nueva
confluencia donde la veneración por la Patria enceguecía al ojo
omnipotente de la objetividad. La fotógrafa mexicano-norteamericana
Anita Brenner recogió un relato de los años veinte que lo constata:
El director del Museo Nacional relata que
una vez vino un indio a decirle que en un cerro cercano a su pueblo
yacía un valioso tesoro, uno de los muchos que, se dice, fueron
ocultados a los voraces ojos de los españoles. El indio, que era muy
viejo, le dijo que había venido a verlo aconsejado por el cura del
pueblo. Dejo su nombre y dirección y se fue. Cuando el director visito
el pueblo en busca del viejo fue informado de que, en efecto, el hombre
era del lugar pero había muerto dos años antes. La descripción que le
hicieron del difunto correspondía con exactitud a la del hombre que lo
había visitado en el museo. El viejo había sido carbonero. Los cerros en
que solía cortar madera fueron explorados en busca del supuesto
escondrijo, pero nada se hallo. El director contaba esa historia con
verdadera satisfacción.
El ojo de la fotógrafa (a
diferencia del ojo fragmentario del coleccionista de objetos) recoge así
un testimonio que valida la imposibilidad de separar las creencias y
leyendas populares de las propias creencias del director del Museo, el
mito y la historia parecen fusionarse. Las cosas de la realidad podían
mirarse, otra vez, desde diferentes ángulos. Este testimonio devela, a
su vez , en los años veinte la vigencia del proyecto
museográfico porfirista. Al menos el Museo Nacional posrevolucionario
tenía el mismo ropaje ontológico del "estar-ahí” de la memoria ancestral
ahora puesta "al servicio del tiempo nuevo de la Revolución”. El testimonio permite observar algo más. La diferencia entre pasado y presente manifiesta en la escisión entre "mirar y no tocar”, "permitir y prohibir”, en
las salas de exhibición museográfica, afuera del museo es inexistente ,
pues domina la mirada patriótico-conservadora de la Antigüedad en sus
diversas manifestaciones tangibles e intangibles, solemnes y lúdicas.
Con esa misma mirada conservadora se contemplaba el futuro
revolucionario. La mirada patriótica de la Antigüedad es el resultado
principal del coleccionismo anticuario. Así, la memoria mítica, la
memoria histórica y la memoria conmemorativa se entrelazaron.
No las podemos separar unas de otras sin menoscabo de perder de vista
la gran continuidad que hay por conservar el pasado prehispánico
mediante las operaciones museográficas por lo menos desde el periodo
1825 a 1964. Esta gran continuidad abarca las tradiciones
monárquico-constitucionalista, liberal republicana y nacionalista
revolucionaria. Ello no debe impedirnos ver también las rupturas. Un
ejemplo sugerente lo encuentro durante el II Imperio de Maximiliano de
Habsburgo quien, en 1865, le asignó al Museo Nacional un local más
apropiado trasladándolo del recinto de la Universidad a un costado del
Palacio presidencial en el vetusto edificio de la extinta Casa de Moneda
donde habrá de permanecer por casi cien años.
Entre los aspectos particulares que se
mencionan en el decreto de creación del Museo público de Historia
Natural, Arqueología e Historia, a fines de 1865, esta la formación del
Departamento de Arqueología e Historia que debía reunir "todas las
pinturas, pequeños monumentos, y demás datos relativos a esas ciencias,
ya venidos del extranjero ya con especialidad relativos a la historia
del país”. El gobierno monárquico sufragaría "todos los gastos de instalación, conservación y fomento del Museo”. A
diferencia de los gobiernos republicanos, Maximiliano manifestaba su
preocupación no únicamente por el pasado indígena sino también por su
presente puesto que en las leyes del 5 de julio y 15 de septiembre de
1865 había restituido la personalidad jurídica a las comunidades
indígenas y reconocido su derecho a la posesión de las tierras de
comunidad. Además, en la ley del 1 de noviembre de ese mismo año se
concedió la libertad a los peones y, posteriormente, las leyes
del 26 de junio y sobre todo del 15 de septiembre de 1866 otorgaban la
dotación de tierras a comunidades indígenas que carecían de ellas.
Tal y como lo ha sugerido el historiador Jean
Meyer, ese agrarismo indigenista puede explicarse en razón de la
tradición patrimonial de los Habsburgo y la experiencia agraria del
imperio austrohúngaro. Maximiliano hizo suyo el proyecto liberal de una
nación formada por ciudadanos-propietarios.
Por supuesto, su iniciativa estaba respaldada por una importante
tradición cameralista centroeuropea de conservación e investigación de
la historia natural y las antigüedades en los gabinetes de la
aristocracia. El interés del emperador por establecer una visión
ilustrada de lo que ya denomina "arqueología” refleja la adaptación
puntual de esas tradiciones a las necesidades científicas de una
taxonomía rigurosa.
Por otra parte, la continuidad conservadora
de cuño indigenista tampoco debe impedirnos ver las rupturas radicales
como las que se dieron entre el mundo indígena y el mundo mestizo, por
una parte; y , por otra, la que ocurrió entre el régimen
porfirista y los primeros gobiernos de la Revolución. En los ensayos
museológicos y los discursos conmemorativos mencionados se observan
algunas grietas. Por ejemplo, en plena época del nacionalismo populista
de los años treinta, el museo nacional de semblante porfiriano parecía
doblemente antiguo: por sus contenidos arqueológicos y por sus prácticas
elitistas de enseñanza. En el bullicio artístico y educativo del Renacimiento de México, el museo parecía temporalmente "pasado de moda” convirtiéndose en objeto de sarcasmo y parodia de algunos intelectuales.
Este procedimiento histórico mediante el cual el museo queda convertido en "museo de algo” o museo de sí mismo (de
las ideas, de las creencias y las costumbres y, por supuesto, de las
miradas) queda admirablemente plasmado en una película en la que
intervienen los cómicos Manuel Medel y Mario Moreno "Cantinflas” filmada, en 1939, en el mismo año en que el gobierno federal crea el INAH. Se trata de El signo de la muerte, dirigida
por Chano Urueta, con argumento de Salvador Novo y música de Silvestre
Revueltas. En esta película el director del Museo Nacional es
representado como un personaje autoritario con una doble personalidad:
es un científico riguroso y un brujo fanático que encabeza una secta
criminal creyente en el advenimiento mesiánico de la salvación de la
raza azteca.
Cantinflas desempeña el modesto papel de guía de los visitantes en sala y queda convertido en la metáfora gestual de lo que "no está dicho” explícitamente
en el solemne recinto del museo. Es decir, el guía de origen popular
pone en evidencia el chocante contraste que hay entre la ignorancia del
populacho y la erudición de los arqueólogos; instalado en el sentido
común, el papel del "peladito” o del "igualado” Cantinflas representa
una incomoda intromisión en el mundo de los ilustrados y un verdadero
dislate museográfico. Una aguda crítica se deja sentir en esta parodia
cinematográfica del museo representado como un lugar donde asisten
turistas extranjeros que creen entender algo de las cantinfladas de su guía, nuestro Cantinflas; al
mismo tiempo, es un lugar de aspecto siniestro donde les son extirpados
los corazones a hermosas doncellas. El sarcasmo muestra la postura
inclemente de escritores, como Salvador Novo, que vieron con ironía la
búsqueda del mito de los orígenes emprendida por los gobiernos mexicanos
de los años treinta. El racionalismo positivista que había rendido
culto a la búsqueda científica
NOTAS
1 Historiador. Profesor investigador de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.
2 Lo real en los
museos no es otra cosa que la pieza original, el objeto considerado como
auténtico de algo. Desde el punto de vista teórico, sabemos que la
reconstrucción imaginaria de las condiciones originales de un evento, es
cara a la historicidad de nuestro ser precisamente por la naturaleza
irreversible de los eventos históricos y la experiencia de la vida. Ni
la imagen religiosa devuelta de la sala de exposición al templo de su
devoción; ni siquiera el edificio reconstruido en su estado más antiguo,
son lo que fueron. Por lo tanto, en las sociedades industriales y
post-industriales la misión política de muchos museos consiste
esencialmente en el resguardo patrimonialista de las llamadas "obras singulares”, éstas
sirven de muralla cultural contra la estandarización a partir del único
privilegio que preservan: el intercambio entre objetos y personas sin
valores de cambio porque el intercambio tiene una naturaleza simbólica.
La preservación del "pasado real y su intercambio simbólico con el "futuro pasado otorga
un sentido estratégico a la acción de resguardo romántico de la
colección de originales contra el olvido implacable del positivismo
tecnológico de las reproducciones mecánicas.
3 Fuente compilada en Morales, origenes de la museologia..., p. 177.
4 Con relación a la importancia de asumir el concepto de diferencia de
manera abierta en la relación entre la historia y la memoria del museo,
he tornado en cuenta las reflexiones de Michel de Certeau en, "El mito de los orígenes”, en, historia y grafia, num. 7, 1996. La comprensión histórica de cómo el museo participa de actuar como si fuera el pasado, mediante
la objetivación de algunos de sus elementos (la colección exhibida),
marca mi concepción sobre el museo como una mediación investida de ojo
omnipotente. De Certeau dice: "En efecto, nunca se llega a los
hombres del pasado sin pasar por los del presente. Esta vuelta [...]
constituye un grave impedimento, en la medida en que nuestro paisaje
mental queda como el fondo sobre el cual se imprime todo conocimiento
histórico. Pero también es una posibilidad. La mediación de los otros,
hoy, es la condición de un acceso a la alteridad del pasado. Una lectura
de nuestra historia, cuando se lleva a cabo por otros diferentes a nosotros, puede desde luego librarnos de los a priori y de la ideología que defendemos sin saberlo”, p. 18.
5 Sigmund Freud, el malestar
en la cultura. obras completas, Tomo XXI, 1996, y mas alla del principio
de placer. obras completas, Tomo XVIII, 1996.
6 Fuente compilada en Morales, orígenes de la museología..., pp. 177-178.
7 AI
respecto véase el estudio basado en notas escritas de visitantes del
Brittish Museum y del Peabody Museum, entre 1800 y 1850, de Kenneth
Hudson, A social history of museums, 1975. Uno de los relatos
seleccionados nos dice : "No voice was heard but in whispers. If a
man pass two minutes in a room, in which are a thousand things to demand
his attention, he cannot find time to bestow on them a glance each.
When our leader opens the door of another apartment, the silent language
of that action is, come along. [...] In about thirty minutes we
finished our silent journey through this princely mansion, which would
well have taken thirty days. [...]”. p. 9.
8 Clavijero, historia antigua...
9 Fuente compilada en Morales, orígenes de la museolo gía., p. 139.
10 Morales, op. cit.
11 Morales, op. CIT.
12 AI respecto véase la sugerente aproximación sociológica-etimológica de Regis Debray, vida y muerte de la
imagen, 1994.
13 Reportaje de R. Martínez de Rituerto, "El mayo indonesio”, en el país, México, 20 de mayo, 1998, p. 3.
14 En el templo católico " el Sagrado Corazón de Jesús es la imagen de devoción del amor crístico por excelencia ”,
véase a Ana Isabel Pérez Gavilán, "El Sagrado Corazón: apropiaciones
privadas y publicas”, en cuicuilco, num. 8, p. 54. La autora también
dice que: "L os estudios teológicos distinguen tres tipos de
corazones: el de carne, recipiente del amor; el simbólico, aún de carne
pero portador de una idea, emblema del amor; y el metafórico, el amor
significado que contempla a la persona entera en su calidad de amante.
[...] Por eso la devoción popular, dirigida al órgano como símbolo de
toda la persona amante de Cristo, nunca deja el referente inmediato
corporal, aún cuando se le prive de su corporeidad en un acto de
purificación icónica” , p. 54.
15 En el "Reglamento para la
Servidumbre” del Museo Nacional de México, de 1918 en su artículo 12, se
establece como obligación de los "celadores” cuidar que los mozos
"observen la debida corrección y limpieza en sus personas [...] y la
mayor urbanidad en el trato que den a los visitantes [...]”; así mismo
se pide, en el artículo 14, a los mozos " abstenerse de
conversaciones con sus compañeros y con el publico, a quien harán
cortésmente las indicaciones que sean necesarias para el orden durante
la visita, que debe ser siempre siguiendo el lado derecho ”. Citados en Morales, orígenes de la museología..., 1994, p. 214.
16 El templo representa, para
la congregación cristiana, el cuerpo de Cristo. Por ejemplo, el coro
representa la cabeza de Cristo; la nave, el cuerpo propiamente dicho; el
crucero, los brazos; y el altar mayor, el corazón. Además, la
separación de la nave y el santuario divide jerárquicamente a la
congregación: en la parte superior, el santuario, que corresponde a la
cabeza, ocupan su asiento los clérigos, sector intelectual de la
congregación; en la parte inferior, el pueblo, sector actuante. Véase a
Jean Hani, el simbolismo del templo cristiano , 1997.
17 AI respecto véase a Lauro Zavala, "Estrategias de comunicación en la planeación de exposiciones”, en cuicuilco, num. 8, 1996, pp. 9-18.
18 Pierre Bourdieu y Alan
Dardel, l'amour de l'art: les musées européens et leur public, 1969.
Para los autores difícilmente podría ubicarse en un lugar distinto la
condición estética del amor al arte. Sin embargo, debemos aclarar que en
México las museografías históricas o arqueológicas difícilmente están
separadas de otros lenguajes y sociabilidades tradicionales (como el
litúrgico). Por lo que la condición elitista se encuentra matizada o,
mejor dicho, repolitizada.
19 La semiótica cultural del
museo alimenta nuestras mayores inquietudes comparativas entre lo que
somos y no somos. El poeta mexicano Octavio Paz ha escrito que para "ver
de verdad hay que comparar lo que se ve con lo que se ha visto. Por
esto ver es un arte difícil:¿cómo comparar si se vive en una ciudad sin
museos ni colecciones de arte universal?”, en los privilegios de la vista, obras completas 6, 1994, p. 25.
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