Walter Benjamin
La niebla que cubre los comienzos de la fotografía no
es ni mucho menos tan espesa como la que se cierne sobre los de la
imprenta; resultó más perceptible que había llegado la hora de inventar
la primera y así lo presintieron varios hombres que, independientemente
unos de otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la "camera
obscura" imágenes conocidas por lo menos desde Leonardo. Camera obscura 1820 Cuando tras aproximadamente cinco años de esfuerzos Niepce y Daguerre
lo lograron a un mismo tiempo, el Estado, al socaire de las
dificultades de patentización legal con las que tropezaron los
inventores, se apoderó del invento e hizo de él, previa indemnización,
algo público. Se daban así las condiciones de un desarrollo
progresivamente acelerado que excluyó por mucho tiempo toda
consideración retrospectiva. Por eso ocurre que durante decenios no se
ha prestado atención alguna a las cuestiones históricas o, si se quiere,
filosóficas que plantean el auge y la decadencia de la fotografía.
Joseph Nicéphore Nièpce - Primera fotografía (desde su ventana)1826
Louis Daguerre
Y
si empiezan hoy a penetrar en la consciencia, hay desde luego para ello
una buena razón. Los estudios más recientes se ciñen al hecho
sorprendente de que el esplendor de la fotografía -la actividad de los Hill y los Cameron, de los Hugo y los Nadar-
coincida con su primer decenio. Y este decenio es precisamente el que
precedió a su industrialización. No es que en esta época temprana dejase
de haber charlatanes y mercachifles que acaparasen, por afán de lucro,
la nueva técnica; lo hicieron incluso masivamente. Pero esto es algo que
se acerca, más que a la industria, a las artes de feria, en las cuales
por cierto se ha encontrado hasta hoy la fotografía como en su casa. La
industria conquistó por primera vez terreno con las tarjetas de visita
con retrato, cuyo primer productor se hizo, cosa sintomática,
millonario.
Julia Margaret Cameron
No
sería extraño que las prácticas fotográficas, que comienzan hoy a
dirigir retrospectivamente la mirada a aquel floreciente período
preindustrial, estuviesen en relación soterrada con las conmociones de
la industria capitalista. Nada es más fácil, sin embargo, que utilizar
el encanto de las imágenes que tenemos a mano en las recientes y bellas
publicaciones de fotografía antigua para hacer realmente calas en su
esencia. Las tentativas de dominar teóricamente el asunto son
sobremanera rudimentarias. En el siglo pasado hubo muchos debates al
respecto, pero ninguno de ellos se liberó en el fondo del esquema bufo
con el que un periodicucho chauvinista, Der Leipziger Stadtanzeiger,
creía tener que enfrentarse oportunamente al diabólico arte francés.
"Querer fijar fugaces espejismos, no es sólo una cosa imposible, tal y
como ha quedado probado tras una investigación alemana concienzuda, sino
que desearlo meramente es ya una blasfemia. El hombre ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la
imagen divina. A lo sumo podrá el artista divino, entusiasmado por una
inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de
bendición suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda de
maquinaria alguna, los rasgos humano-divinos. Se expresa aquí con toda
su pesadez y tosquedad ese concepto filisteo del arte, al que toda
ponderación técnica es ajena, y que siente que le llega su término al
aparecer provocativamente la técnica nueva. No obstante, los teóricos de
la fotografía procuraron casi a lo largo de un siglo carearse, sin
llegar desde luego al más mínimo resultado, con este concepto fetichista
del arte, concepto radicalmente antitécnico. Ya que no emprendieron
otra acción que la de acreditar al fotógrafo ante el tribunal que éste
derribaba. Un aire muy distinto corre en cambio por el informe con el
que el físico Arago se presentó el 3 de julio de 1839 ante la Cámara de
los Diputados en defensa del invento de Daguerre. Lo hermoso en este
discurso es cómo conecta con todos los lados de una actividad humana. El
panorama que bosqueja es lo bastante amplio para que resulte
irrelevante la dudosa justificación de la fotografía ante la pintura
(justificación que no falta en el discurso) y para que se desarrolle
incluso el presentimiento del verdadero alcance del invento. "Cuando los
inventores de un instrumento nuevo lo aplican a la observación de la
naturaleza, lo que esperaron es siempre poca cosa en comparación con la
serie de descubrimientos consecutivos cuyo origen ha sido dicho
instrumento." A grandes trazos abarca este discurso el campo de la nueva
técnica desde la astrofísica hasta la filología: junto a la perspectiva
de fotografiar los astros se encuentra la idea de hacer fotografías de
un corpus de jeroglíficos egipcios.
David Octavius Hill, Girl in Straw Hat, 1845
Las
fotografías de Daguerre eran placas de plata iodada y expuestas a la
luz en la cámara oscura; debían ser sometidas a vaivén hasta que, bajo
una iluminación adecuada, dejasen percibir una imagen de un gris claro.
Eran únicas, y en el año 1839 lo corriente era pagar por una placa 25
francos oro. Con frecuencia se las guardaba en estuches como si fuesen
joyas. Pero en manos de no pocos pintores se transformaban en medios
técnicos auxiliares. Igual que setenta años después Utrillo
confeccionaba sus vistas fascinantes de las casas de las afueras de
París, no tomándolas del natural, sino de tarjetas postales, así el
retratista inglés, tan estimado, David Octavius Hill, tomó como base
para su fresco del primer sínodo general de la Iglesia escocesa en 1843
una gran serie de retratos fotográficos. Pero las fotos las había hecho
él mismo. Y son éstas, adminículos sin pretensión alguna destinados al
uso interno, las que han dado a su nombre un puesto histórico, mientras
que como pintor ha caído en el olvido. Claro que algunos estudios,
imágenes humanas anónimas, no retratos, introducen en la nueva técnica
con más hondura que esa serie de cabezas. Estas las había, pintadas,
hacía tiempo. En tanto que seguían siendo propiedad de una familia,
surgía a veces la pregunta por la identidad de los retratados. Pero tras
dos o tres generaciones enmudecía ese interés: las imágenes que
perduran, perduran sólo como testimonio del arte de quien las pintó. En
la fotografía en cambio nos sale al encuentro algo nuevo y especial: en
cada pescadora de New Haven que baja los ojos con un pudor tan seductor,
tan indolente, queda algo que no se consume en el testimonio del arte
del fotógrafo Hill, algo que no puede silenciarse, que es indomable y
reclama el nombre de la que vivió aquí y está aquí todavía realmente,
sin querer jamás entrar en el arte del todo. "Y
me pregunto: ¿cómo el adorno de esos cabellos y de esa mirada ha
enmarcado a seres de antes?; ¿cómo esa boca besada aquí en la cual el
deseo se enreda locamente tal un humo sin llama?" (1). 0
echémosle una ojeada a la imagen de el fotógrafo, el padre del poeta,
en tiempos de su matrimonio con aquella mujer a la que un día, poco
después del nacimiento de su sexto hijo, encontró en el dormitorio de su
casa de Moscú con las venas abiertas. La vemos junto a él que parece
sostenerla; pero su mirada pasa por encima de él y se clava, como
absorbiéndola, en una lejanía plagada de desgracias. Si hemos ahondado
lo bastante en una de estas fotografías, nos percataremos de lo mucho
que también en ellas se tocan los extremos: la técnica más exacta puede
dar a sus productos un valor mágico que una imagen pintada ya nunca
poseerá para nosotros.
Karl Dauthendey y su mujer Mlle Friedrich
A
pesar de toda la habilidad del fotógrafo y por muy calculada que esté
la actitud de su modelo, el espectador se siente irresistiblemente
forzado a buscar en la fotografía la chispita minúscula de azar, de aquí
y ahora, con que la realidad ha chamuscado por así decirlo su carácter
de imagen, a encontrar el lugar inaparente en el cual, en una
determinada manera de ser de ese minuto que pasó hace ya tiempo, anida
hoy el futuro y tan elocuentemente que, mirando hacia atrás, podremos
descubrirlo" La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que
habla a los ojos; distinta sobre todo porque un espacio elaborado
inconscientemente aparece en lugar de un espacio que el hombre ha
elaborado con consciencia. Es corriente, por ejemplo, que alguien se dé
cuenta, aunque sólo sea a grandes rasgos, de la manera de andar de las
gentes, pero seguro que no sabe nada de su actitud en esa fracción de
segundo en que se alarga el paso. La fotografía en cambio la hace
patente con sus medios auxiliares, con el retardador, con los aumentos.
Sólo gracias a ella percibimos ese inconsciente óptico, igual que sólo
gracias al psicoanálisis percibimos el inconsciente pulsional.
Dotaciones estructurales, texturas celulares, con las que acostumbran a
contar la técnica, la medicina, tienen una afinidad más original con la
cámara que un paisaje sentimentalizado o un retrato lleno de
espiritualidad. A la vez que la fotografía abre en ese material los
aspectos fisiognómicos de mundos de imágenes que habitan en lo
minúsculo, suficientemente ocultos e interpretables para haber hallado
cobijo en los sueños en vigilia, pero que ahora, al hacerse grandes y
formulables, revelan que la diferencia entre técnica y magia es desde
luego una variable histórica. Así es como con sus sorprendentes fotos de
plantas ha puesto de manifiesto en los tallos de colas de caballo
antiquísimas formas de columnas, báculos episcopales en los manojos de
helechos, árboles totémicos en los brotes de castaños y de arces
aumentados diez veces su tamaño, cruceros góticos en las cardenchas. Por
eso los modelos de un Hill no estaban muy lejos de la verdad, cuando el
"fenómeno de la fotografía" significaba para ellos "una vivencia grande
y misteriosa"; quizás no fuese sino la consciencia de "estar ante un
aparato que en un tiempo brevísimo era capaz de producir una imagen del
mundo entorno visible tan viva y veraz como la naturaleza misma". De la
cámara de Hill se ha dicho que guarda una discreta reserva. Pero sus
modelos por su parte no son menos reservados; mantienen un cierto recelo
ante el aparato, y el precepto de un fotógrafo posterior, del tiempo
del esplendor, "¡no mires nunca a la cámara!", bien pudiera derivarse de
su comportamiento. No se trata desde luego de ese "te están mirando" de
animales, personas o bebés, que tan suciamente se entromete entre los
compradores y al cual nada mejor hay que oponer que la frase con la que
el viejo Dauthendey habla de la daguerrotipia: "No nos atrevíamos por de
pronto a contemplar largo tiempo las primeras imágenes que confeccionó.
Recelábamos ante la nitidez de esos personajes y creíamos que sus
pequeños, minúsculos rostros podían, desde la imagen, mirarnos a
nosotros: tan desconcertante era el efecto de la nitidez insólita y de
la insólita fidelidad a la naturaleza de las primeras daguerrotipias". David Octavius Hill
Las
primeras personas reproducidas penetraron íntegras, o mejor dicho, sin
que se las identificase, en el campo visual de la fotografía. Los
periódicos eran todavía objetos de lujo que rara vez se compraban y que
más bien se hojeaban en los cafés; tampoco había llegado el
procedimiento fotográfico a ser su instrumento; y eran los menos quienes
veían sus nombres impresos. El rostro humano tenía a su alrededor un
silencio en el que reposaba la vista. En una palabra: todas las
posibilidades de este arte del retrato consisten en que el contacto
entre actualidad y fotografía no ha aparecido todavía. Muchos de los
retratos de Hill surgieron en el cementerio de los Greyfriars de
Edimburgo -y nada es más significativo para aquella época temprana como
que los modelos se sintiesen allí como en su casa. Y verdaderamente este
cementerio es, según una fotografía que hizo de él Hill, como un
interior, un espacio retirado, cercado, en el que del césped, apoyándose
en muros cortafuegos, emergen los monumentos funerarios que, huecos
como las chimeneas, muestran dentro inscripciones en lugar de lenguas
llameantes. Este lugar jamás hubiese podido alcanzar eficacia tan grande
si su elección no se fundamentase técnicamente. La escasa sensibilidad a
la luz de las primeras placas exigía una larga exposición al aire
libre. Esta a su vez parecía hacer deseable instalar al modelo en el
mayor retiro posible, en un lugar en el que nada impidiese un tranquilo
recogimiento. De las primeras fotografías dice Orlik: "La síntesis de la
expresión que engendra la larga inmovilidad del modelo es la razón
capital de que estos clichés, junto a su sobriedad pareja a la de
retratos bien diseñados o pintados, ejerzan sobre el espectador un
efecto más duradero y penetrante que el de las fotografías más
recientes". El procedimiento mismo inducía a los modelos a vivir no
fuera, sino dentro del instante; mientras posaban largamente crecían,
por así decirlo, dentro de la imagen misma y se ponían por tanto en
decisivo contraste con los fenómenos de una instantánea, la cual
corresponde a un mundo entorno modificado en el que, como advierte
certeramente Kracauer, de la mismísima fracción de segundo que dura la
exposición depende "que un deportista se haga tan famoso que los
fotógrafos, por encargo de las revistas ilustradas, dispararán sobre él
sus cámaras". Todo estaba dispuesto para durar en estas fotografías
tempranas; no sólo los grupos incomparables en que se reunían las gentes
(y cuya desaparición ha sido sin duda uno de los síntomas más precisos
de lo que ocurrió en la sociedad en la segunda mitad del siglo); incluso
se mantienen más tiempo los pliegues en que cae un traje en estas
fotos. Bastará con considerar la levita de Schelling; podrá con toda
confianza acompañarle a la inmortalidad; las formas que adopta en su
portador no valen menos que las arrugas en su rostro. Esto es que todo
habla en favor de que Bernhard von Brentano tenía razón al presumir "que
un fotógrafo de 1850 se encontraba, por vez primera y durante largo
tiempo por vez última a la altura de su instrumento". Por
lo demás, para tener de veras presente la poderosa influencia de la
daguerrotipia en la época de su invención, habrá que considerar que la
pintura al aire libre comenzaba entonces a descubrir perspectivas
enteramente nuevas a los pintores más avanzados. Consciente de que en
este asunto la fotografía tiene que tomar el relevo de la pintura, dice
Arago explícitamente en una retrospectiva histórica de las primeras
tentativas de : "En cuanto al efecto propio de la transparencia
imperfecta de nuestra atmósfera (y que se ha caracterizado de manera
inadecuada como perspectiva aérea), ni siquiera los pintores expertos
esperan que la cámara oscura (quiero decir la copia de las imágenes que
aparecen en ella) pueda ayudarles a reproducirlo con exactitud ". En el
preciso instante en que Daguerre logró fijar las imágenes de la cámara
oscura, el técnico despidió en ese punto a los pintores. Pero la
auténtica víctima de la fotografía no fue la pintura de paisajes, sino
el retrato en miniatura. Las cosas se desarrollaron tan aprisa que ya
hacia 1840 la mayoría de los innumerables miniaturistas se habían hecho
fotógrafos profesionales, por de pronto sólo ocasionalmente, pero
enseguida de manera exclusiva. Las experiencias de su ganapán original
les beneficiaron, y es a su previa instrucción artesana, no a la
artística, a la que hay que agradecer el alto nivel de sus logros
fotográficos. Esta generación de transición desapareció muy
paulatinamente; porque sí que parece que una especie de bendición
bíblica reposa sobre estos primeros fotógrafos: los Nadar, Stelzner,
Pierson, Bayard se acercaron todos a los noventa o cien años. Por último
los comerciantes se precipitaron de todas partes sobre los fotógrafos
profesionales, y cuando más tarde se generalizó el uso del retoque del
negativo (con el que el mal pintor se vengaba de la fotografía), decayó
el gusto repentinamente. Era el tiempo en que empezaban a llenarse los
álbumes de fotos. Se encontraban con preferencia en los sitios más
gélidos de la casa, obre consolas o taburetes en los recibimientos: las
cubiertas de piel con horrendas guarniciones metálicas, y las hojas de
un dedo de espesor y con los cantos dorados; en ellas se distribuían
figuras bufamente vestidas o envaradas: el tío Alex o la tita Rita,
Margaritina cuando era pequeña, papá en su primer año de Facultad, y,
por fin, para consumar la ignominia, nosotros mismos como tiroleses de
salón, lanzando gorgoritos, agitando el sombrero sobre un fondo pintado
de ventisqueros, o como aguerridos marinos, una pierna recta y la otra
doblada, como es debido, sobre la primera, apoyados en un poste bien
pulido. Con sus pedestales, sus balaustradas y sus mesitas ovales,
recuerda el andamiaje de estos retratos el tiempo en que, a causa de lo
mucho que duraba la exposición, había que dar a los modelos puntos de
apoyo para que quedasen quietos. Si en los comienzos bastó con apoyos
para la cabeza o para las rodillas, pronto vinieron otros accesorios,
como ocurrió en cuadros famosos, y que por tanto debían ser artísticos.
Primero fue la columna o la cortina. Ya en los años sesenta se
levantaron hombres más capaces contra semejante desmán. En una
publicación inglesa de entonces, especializada, se dice: "En los cuadros
la columna tiene una apariencia de posibilidad, pero es absurdo el modo
como se emplea en la fotografía, ya que normalmente está en esta sobre
una alfombra. Y cualquiera quedará convencido de que las columnas de
mármol o de piedra no se levantan sobre la base de una alfombra". Fue
entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y sus
palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la
ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del
trono, de los cuales aporta un testimonio conmovedor una foto temprana
de Kafka. En una especie de paisaje de jardín invernal está en ella un
muchacho de aproximadamente seis años de edad embutido en un traje
infantil, diríamos que humillante, sobrecargado de pasamanerías. Colas
de palmeras se alzan pasmadas en el fondo. Y como si se tratase de hacer
aún más sofocantes, más bochornosos esos trópicos almohadonados, lleva
el modelo en la mano izquierda un sombrero sobremanera grande, con ala
ancha, tal el de los españoles. Desde luego que Kafka desaparecería en
semejante escenificación, si sus ojos inconmensurablemente tristes no
dominasen ese paisaje que de antemano les ha sido determinado.
Franz Kafka
En
su tristeza sin riberas es esta imagen un contraste respecto de las
fotografías primeras, en la que los hombres todavía no miraban el mundo,
como nuestro muchachito, de manera tan desarraigada, tan dejada de la
mano de Dios. Había en torno a ellos un aura, un medium que daba
seguridad y plenitud a la mirada que lo penetraba. Y de nuevo disponemos
del equivalente técnico de todo esto; consiste en el continuum absoluto
de la más clara luz hasta la sombra más oscura. También aquí se
comprueba además la ley de la anunciación de nuevos logros en técnicas
antiguas, puesto que la pintura de retrato de antaño había producido,
antes de su decadencia, un esplendor singular de la media tinta. Claro
que en dicho procedimiento se trataba de una técnica de reproducción que
sólo más tarde se asociaría con la nueva técnica fotográfica. Igual que
en los trabajos a media tinta, la luz lucha esforzadamente en un Hill
por salir de lo oscuro. Orlik habla del "tratamiento coherente de la
luz" que, motivado por lo mucho que dura la exposición, es el que "da su
grandeza a esos primeros clichés". Y entre los contemporáneos del
invento advertía ya Delaroche una impresión general "preciosa, jamás
alcanzada anteriormente y que en nada perturba la quietud de los
volúmenes". Pero ya hemos dicho bastante del condicionamiento técnico
del fenómeno aurático. Son ciertas fotografías de grupo las que todavía
mantienen de manera especialmente firme un alado sentido del conjunto,
tal y como por breve plazo aparece en la placa antes de que se vaya a
pique en la fotografía original. Se trata de esa aureola a veces
delimitada tan hermosa como significativamente por la forma oval, ahora
ya pasada de moda, en que se recortaba entonces la fotografía. Por eso
se malentienden esos incunables de la fotografía, cuando se subraya en
ellos la perfección artística o el gusto. Esas imágenes surgieron en un
ámbito en el que al cliente le salía al paso en cada fotógrafo sobre
todo un técnico de la escuela más nueva y al fotógrafo en cada cliente
un miembro de una clase ascendente, dotada de un aura que anidaba
incluso en los pliegues de la levita o de la lavalliére. Porque ese aura
no es el mero producto de una cámara primitiva. Más bien ocurre que en
ese período temprano el objeto y la técnica se corresponden tan
nítidamente como nítidamente divergen en el siguiente tiempo de
decadencia. Una óptica avanzada dispuso pronto de instrumentos que
superaron lo oscuro y que perfilaron la imagen como en un espejo. Los
fotógrafos sin embargo consideraron tras 1880 como cometido suyo el
recrear la ilusión de ese aura por medio de todos los artificios del
retoque y sobre todo por medio de las aguatintas. Un aura que desde el
principio fue desalojada de la imagen, a la par que lo oscuro, por
objetivos más luminosos, igual que la degeneración de la burguesía
imperialista la desalojó de la realidad. Y así es como se puso de moda,
sobre todo en el "Jugendstil", un tono crepuscular interrumpido por
reflejos artificiales; pero en perjuicio de la penumbra se perfilaba
cada vez más claramente una postura cuya rigidez delataba la impotencia
de aquella generación cara al progreso técnico.
Eugene Atget – L’enfer
Y,
sin embargo, lo que decide siempre sobre la fotografía es la relación
del fotógrafo para con su técnica. Camille Recht la ha caracterizado en
una bonita imagen: "El violinista debe por de pronto producir el sonido,
tiene que buscarlo, encontrarlo con la rapidez del rayo; el pianista
pulsa una tecla: el sonido resulta. El instrumento está a disposición
tanto del pintor como del fotógrafo. El dibujo y la coloración del
pintor corresponden a la producción del sonido del violinista; como el
pianista, el fotógrafo tiene delante una maquinaria sometida a leyes
limitadoras que ni con mucho se imponen con la misma coacción al
violinista. Ningún Paderewski cosechará jamás la fama, ejercerá nunca el
hechizo casi fabuloso, que cosechó y ejerció un Paganini". Pero hay,
para seguir en la misma imagen, un Busoni de la fotografía que es Atget.
Ambos eran virtuosos a la par que precursores. A los dos les es común
una capacidad incomparable, unida a la suma precisión, de abandonarse a
la cosa. Incluso en sus rasgos se da el parentesco. Atget fue un actor
que, asqueado de su oficio, lavó su máscara y se puso luego a
desmaquillar también la realidad. Vivió en París, pobre e ignorado;
malvendió sus fotografías a aficionados que apenas podían ser menos
excéntricos que él, y hace poco ha muerto, dejando una obra de más de
cuatro mil fotos. Berenice Abbot, de Nueva York, las ha recogido, y
enseguida aparecerá una selección en un volumen que destaca por su
belleza y que ha estado al cuidado de Camille Recht. Los publicistas
contemporáneos "nada sabían de este hombre que iba y venía por los
estudios con sus fotografías, que las malvendía por cuatro perras, a
menudo no más que al precio de aquellas tarjetas que, hacia 1900,
mostraban imágenes embellecidas de ciudades sumergidas en una noche azul
con una luna retocada. Alcanzó el polo de la suprema maestría; pero en
la maestría enconada de un gran hombre que vivió siempre en la sombra,
omitió plantar su bandera. Así no pocos creerán haber descubierto el
polo que Atget
pisó antes que ellos". De hecho, las fotos de París de Atget son
precursoras de la fotografía surrealista, tropas de avanzada de la única
columna realmente importante que el surrealismo pudo poner en
movimiento. El fue el primero que desinfectó la atmósfera sofocante que
había esparcido el convencionalismo de la fotografía de retrato en la
época de la decadencia. Saneó esa atmósfera, la purificó incluso:
introdujo la liberación del objeto del aura, mérito éste el más
indudable de la escuela de fotógrafos más reciente. Si Bifur o Variété,
revistas de vanguardia, no presentan, bajo el título de "Westminster",
"Lille", "Amberes" o "Breslau", sino detalles, ya sea un trozo de una
balaustrada, o la copa pelada de un árbol, cuyas ramas se entre-cruzan
en direcciones varias con las farolas de gas, o un muro de defensa, o un
candelabro con un cinturón salvavidas que lleva el nombre de la ciudad,
se trata siempre de matizaciones literarias de temas que ya había
descubierto Atget. Este buscó lo desaparecido y apartado, y por eso se
levantan dichas imágenes contra la resonancia exótica, esplendorosa,
romántica de los nombres de las ciudades; aspiran el aura de la realidad
como agua de un navío que se va a pique.
Eugene Atget - Rue des Ursins, 1900
¿Pero
qué es propiamente el aura? Una trama muy particular de espacio y
tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda
estar. Seguir con toda calma en el horizonte, en un mediodía de verano,
la línea de una cordillera o una rama que arroja su sombra sobre quien
la contempla hasta que el instante o la hora participan de su aparición,
eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. Hacer las cosas
más próximas a nosotros mismos, acercarlas más bien a las masas, es una
inclinación actual tan apasionada como la de superar lo irrepetible en
cualquier coyuntura por medio de su reproducción. Día a día cobra una
vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto en la
proximidad más cercana, en la imagen o más bien en la copia. Y resulta
innegable que la copia, tal y como la disponen las revistas ilustradas y
los noticiarios, se distingue de la imagen. La singularidad y la
duración están tan estrechamente imbricadas en esta como la fugacidad y
la posible repetición lo están en aquélla. Quitarle su envoltura a cada
objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido
para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la
reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Atget casi siempre pasó
de largo "ante las grandes vistas y antes las que se llaman señales
características"; no así ante una larga fila de hormas de zapatos; ni
tampoco ante los patios parisinos en los que desde la noche hasta la
mañana se enfilan los carros de mano; ni ante las mesas todavía
empantanadas y platos sin ordenar que están allí por cientos a la misma
hora; ni ante el borde. de la calle ..., número 5, cifra ésta que
aparece gigantesca en cuatro sitios diversos de la fachada. Pero es
curioso que casi todas estas imágenes estén vacías. Vacía la Porte
d'Arcueil de los paseos de ronda, vacías las fastuosas escaleras, vacíos
los patios, vacías las terrazas de los cafés, vacía, como es debido, la
Place du Tertre. No es que estén esos lugares solitarios, sino que
carecen de animación; en tales fotos la ciudad está desamueblada como un
piso que no hubiese todavía encontrado inquilino. En estos logros
prepara la fotografía surrealista un extrañamiento salutífero entre
hombre y mundo entorno. A la mirada políticamente educada le deja libre
el campo en que todas las intimidades favorecen la clarificación del
detalle.
August Sander - Blinde Kinder
Es
obvio que esta mirada nueva poco tendrá que cosechar donde por otra
parte se ha procedido con mayor negligencia: en el retrato pagadero y
representativo. Pero además, para la fotografía, la renuncia al hombre
es la más irrealizable de todas. Y a quien no lo sabía, las mejores
películas rusas le han enseñado que el medio ambiente y el paisaje sólo
se abren a los fotógrafos que son capaces de captarlos en la
manifestación innominada que cobran en un rostro. La posibilidad de lo
cual está desde luego condicionada a su vez, y en alto grado, por lo que
se representa. La generación que no estaba empeñada en pasar con sus
fotografías a la posteridad, sino que más bien se retiraba frente a
semejantes disposiciones un tanto pudorosamente a su espacio vital (como
Schopenhauer en la fotografía de Frankfurt hacia 1850 se retira al
fondo del sillón), y que por eso mismo permitía que dicho espacio vital
llegase a la placa, esa generación no ha transmitido en herencia sus
virtudes. Por primera vez desde decenios ha dado cl cine ruso ocasión a
que aparezcan ante la cámara hombres que no utilizan de ninguna manera
su fotografía. E instantáneamente apareció en la película el rostro
humano con una significación nueva, inconmensurable. Claro que ya no se
trataba de un retrato. ¿Qué era entonces? Es mérito eminente de un
fotógrafo alemán haber respondido a esta pregunta August Sander
ha reunido una serie de testas que no le van a la zaga a la poderosa
galería fisionómica que inauguraron Eisenstein o Pudowkin. Y además lo
hizo bajo un punto de vista científico. "Toda su obra está edificada en
siete grupos, que corresponden al" orden social existente, y será
publicada en unas cuarenta y cinco carpetas con doce clichés cada una".
Por ahora disponemos de una selección en un volumen con sesenta
reproducciones que ofrecen un material inagotable para la reflexión.
"Sander parte del campesino, del hombre ligado a la tierra, y lleva al
espectador por todas las capas sociales y todos los oficios hasta los
representantes de la civilización más encumbrada, descendiendo también
hasta el idiota." El autor no se ha acercado a este cometido como
erudito, aconsejado por los teóricos de la raza o por los investigadores
sociales, sino "desde una observación inmediata". Sin duda que fue ésta
una observación sin prejuicios, incluso audaz, pero delicada al mismo
tiempo, esto es en el sentido de la frase goethiana: "Hay una
experiencia delicada, identificada tan íntimamente con el objeto que se
convierte por ello en teoría." Por consiguiente es del todo normal que
un observador como Doblin de con los momentos científicos de esta obra y
advierta: "Igual que existe una anatomía comparada, única desde la que
se llega a captar la naturaleza y la historia de los órganos, ha
practicado este fotógrafo una fotografía comparada y ha ganado con ella
un punto de mira científico que está por encima del que es propio del
fotógrafo de detalles. Sería una desgracia que las condiciones
económicas estorbasen la publicación subsiguiente de este corpus
extraordinario. Pero, además de este estímulo fundamental, podríamos
darle al editor otro más preciso. Quizás, de la noche a la mañana,
crezca la insospechada actualidad de obras como la de Sander.
Desplazamientos del poder, tan inminentes entre nosotros, suelen hacer
una necesidad vital de la educación, del afinamiento de las percepciones
fisionómicas. Ya vengamos de la derecha o de la izquierda, tendremos
que habituarnos a ser considerados en cuanto a nuestra procedencia.
También nosotros tendremos que mirar a los demás. La obra de Sander es
más que un libro de fotografías: es un atlas que ejercita.
Nadar – Catacumbas de París
"Ninguna
obra de arte es considerada en nuestra época con tanta atención como la
propia fotografía, la de los parientes y amigos más próximos, la de la
mujer amada." Así escribió Lichtwark en el año 1907, desplazando la
investigación desde el ámbito de las distinciones estéticas al de las
funciones sociales. Y es de esta guisa como podrá seguir avanzando.
Resulta significativo que a menudo se torne el debate rígido, cuando se
ventila la estética de la fotografía como arte, mientras que apenas se
concedía una ojeada al hecho social, mucho menos cuestionable, del arte
como fotografía. Y sin embargo, la repercusión de la reproducción
fotográfica de obras de arte es mucho más importante que la elaboración
más o menos artística de una fotografía para la cual la vivencia es sólo
el botín de la cámara. De hecho, el aficionado que vuelve a casa con su
inmensa cantidad de clichés artísticos no ofrece un aspecto más
alentador que el cazador que vuelve del tiradero con montones de caza
que sólo el comerciante hará útil. Y en realidad parece que estamos a
las puertas del día en que habrá más periódicos ilustrados que comercios
de aves y de venados. Pero ya hemos hablado bastante de los flashes. Los
acentos cambian por completo si de la fotografía como arte nos volvemos
al arte como fotografía. Cada quisque podrá observar cuánto más fácil
es captar un cuadro, y sobre todo una escultura, y hasta una obra
arquitectónica, en foto que en la realidad. Está cerca la tentación de
echarle la culpa de esto a una decadencia de la sensibilidad artística, a
un fracaso de nuestros contemporáneos. Pero surge entonces como
obstáculo la transformación que, aproximadamente al mismo tiempo y por
medio de la elaboración de las técnicas reproductivas, experimenta la
percepción de grandes obras. Ya no podemos considerarlas como productos
individuales; se han convertido en hechuras colectivas, y por cierto de
modo tan potente que para asimilarlas no hay más remedio que pasar por
la condición de reducirlas. Los métodos mecánicos de reproducción son,
en su efecto final, una técnica reductiva, y ayudan al hombre a alcanzar
ese grado de dominio sobre las obras sin el cual no sabría utilizarlas.
Si algo caracteriza hoy las relaciones entre
arte y fotografía, ese algo será la tensión sin dirimir que aparece
entre ambos a causa de la fotografía de las obras artísticas. Muchos de
los que como fotógrafos determinan el rostro actual de esta técnica,
proceden de la pintura. Le dieron a ésta la espalda tras intentar poner
sus medios expresivos en una correlación viva, inequívoca, con la vida
presente. Cuanto más despierto era su sentido para la signatura del
tiempo, tanto más problemático se les iba haciendo su punto de partida.
Ya que una vez más, igual que hace ochenta años, la fotografía ha cogido
el relevo de la pintura. Moholy-Nagy dice: "La mayoría de las veces las
posibilidades de lo nuevo quedan lentamente al descubierto por medio de
formas antiguas, de antiguos instrumentos y sectores expresivos, que
están en el fondo arruinados cuando lo nuevo aparece, pero que, bajo la
presión de la novedad inminente, cobran una floración eufórica. Así por
ejemplo, la pintura futurista (estática) proporcionó la problemática,
sólidamente perfilada y que la destruiría más tarde, de la simultaneidad
del movimiento, esto es la configuración del momento temporal; y además
en un período en que el cine ya era conocido, pero ni mucho menos
comprendido... Del mismo modo podemos considerar -con cautela- a algunos
de los pintores que hoy trabajan con medios figurativo-representativos
(neoclasicistas y veristas) como precursores de una nueva configuración
óptica, representativa, que muy pronto se servirá solo de medios
técnico-mecánicos." Y en 1922 escribe Tristan Tzara: "Cuando todo lo que
se llamaba arte quedó paralítico, encendió el fotógrafo su lámpara de
mil bujías, y poco a poco el papel sensible absorbió la negrura de
algunos objetos de uso. Había descubierto el alcance de un relámpago
virgen y delicado, más importante que todas las constelaciones que se
ofrecen al solaz de nuestros ojos." Los fotógrafos que no han pasado por
comodidad, por ponderaciones oportunistas, por casualidad, del arte
pictórico a la fotografía, son los que forman hoy la vanguardia entre
sus colegas, ya que de alguna manera están asegurados por la marcha de
su evolución contra el mayor peligro de la fotografía actual, contra el
impacto de las artes industrializadas. "La fotografía como arte", dice
Sasha Stone, "es un terreno muy peligroso". Karl Blossfeldt
La fotografía se hace creadora, si sale de los contextos en que la colocan un Sander, una Germaine Krull, un Blossfeldt,
si se emancipa del interés fisionómico, político, científico. La visión
global es asunto del objetivo; entra en escena el fotógrafo desalmado.
"El espíritu, superando la mecánica, interpreta sus resultados exactos
como metáforas de la vida." Cuanto más honda se hace la crisis del
actual orden social, cuanto más rígidamente se enfrentan cada uno de sus
momentos entre sí en una contraposición muerta, tanto más se convierte
lo creativo -variante según su más profunda esencia, cuyo padre es la
contradicción y la imitación su madre- en un fetiche cuyos rasgos sólo
deben su vida al cambio de iluminación de la moda. Lo creativo en la
fotografía es su sumisión a la moda. Él mundo es hermoso -ésta es
"precisamente su divisa. En ella se desenmascara la actitud de una
fotografía que es capaz de montar cualquier bote de conservas en el todo
cósmico, pero que en cambio no puede captar ni uno de los contextos
humanos en que aparece, y que por tanto hasta en los temas más gratuitos
es más precursora de su venalidad que de su conocimiento. Y puesto que
el verdadero rostro de esta creatividad fotográfica es el anuncio o la
asociación, por eso mismo es el desenmascaramiento o la construcción su
legítima contrapartida. La situación, dice Brecht, se hace "aún más
compleja, porque una simple réplica de la realidad nos dice sobre la
realidad menos que nunca. Una foto de las fábricas de Krupp apenas nos
instruye sobre tales instituciones. La realidad propiamente dicha ha
derivado a ser funcional. La cosificación de las relaciones humanas, por
ejemplo la fábrica, no revela ya las últimas de entre ellas. Es por lo
tanto un hecho que hay que construir algo, algo artificial, fabricado".
Un mérito de los surrealistas reside en haber formado algunos
precursores de dicha construcción fotográfica. El cine ruso designa una
etapa ulterior en el careo entre fotografía creadora y fotografía
constructiva. No es decir demasiado: los
grandes logros de sus directores eran sólo posibles en un país en el que
la fotografía no busca atractivo y sugestión, sino experimento y
enseñanzas. En esta dirección, y sólo en ella, puede hoy sacarse todavía
un sentido a la salutación imponente con la que el descomunal pintor de
ideas Antoine Wiertz salió en el año 1855 al paso de la fotografía.
"Hace algunos años nació una máquina, gloria de nuestra época, que día
tras día constituye pasmo para nuestro pensamiento y terror para
nuestros ojos. Antes de que haya pasado un siglo será esta máquina el
pincel, la paleta, los colores, la destreza, la agilidad, la
experiencia, la paciencia, la precisión, el tinte, el esmalte, el
modelo, el cumplimiento, el extracto de la pintura... Que no se piense
que la daguerrotipia mata al arte... Cuando la daguerrotipia, criatura
colosal, crezca, cuando todo su arte y toda su fuerza se hayan
desarrollado, entonces la cogerá súbitamente el genio por el cogote y
gritará muy alto: ¡Ven aquí!, ¡me perteneces! Ahora trabajaremos
juntos." Sobrias en cambio, incluso pesimistas, son las palabras con las
que dos años más tarde anuncia Baudelaire a sus lectores la nueva
técnica en cl Salón de 1859. Igual que las que acabamos de citar,
tampoco éstas pueden leerse sin un ligero desplazamiento de acentos.
Pero en tanto que son la contrapartida de aquéllas, guardan todo su
sentido como la más afilada defensa contra todas las usurpaciones de la
fotografía artística. "En estos días deplorables se ha producido una
nueva industria que ha contribuido no poco a confirmar la estupidez por
su fe... en que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta
de la naturaleza... Un dios vengativo ha dado escucha a los votos de
esta multitud. Daguerre fue su Mesías... Si se permite que la fotografía
supla al arte en algunas de sus funciones, pronto le habrá suplantado o
corrompido por completo gracias a la alianza natural que encontrará en
la estupidez de la multitud. Es pues preciso que vuelva a su verdadero
deber, que es el de servir como criada a las ciencias y a las artes." Julia Margaret Cameron - Julia Jackson, (1867) Pero
ninguno de los dos -ni Wiertz, ni Baudelaire- comprendieron entonces
las indicaciones implícitas en la autenticidad de la fotografía. No
siempre se conseguirá eludirlas con un reportaje cuyos clichés no tienen
otro efecto que el dc asociarse en el espectador a indicaciones
lingüísticas. La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez está más
dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende en
quien las contempla el mecanismo de asociación. En este momento debe
intervenir la leyenda, que incorpora a la fotografía en la
literaturización de todas las relaciones de la vida, y sin la cual toda
construcción fotográfica se queda en aproximaciones. No en balde se ha
comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero
no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un
criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo -descendiente del augur y
del arúspice- descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?
"No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía", se
ha dicho, "será el analfabeto del futuro". ¿Pero es que no es menos
analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se
convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos?
Son estas cuestiones en las que la distancia de noventa años que nos
separan de la daguerrotipia se descarga de sus tensiones históricas. En
la reverberación de estas chispas emergen las primeras fotografías, tan
bellas, tan intangibles, desde la oscuridad de los días de nuestros
abuelos. (1) Estos versos son de ELISABETH LASKE-SCHULER, poetisa amiga personal de Benjamin (N. del T.). Discursos interrumpidos I Prólogo, traducción y notas de Jesús Aguirre Editorial Taurus
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