Picasso, La lógica de la libertad no es como la pintan
Por: Rafael LLano
«Yo no lo digo todo, pero lo pienso todo».
Pablo Picasso, en Hélène Parmelin, Picasso dit; Gonthier, París, 1966.
Autodidactas, casi habría que
decir: pintores primitivos, eso tendrían que ser por necesidad, según
Picasso, quienes se dedicaran a pintar después de haberlo hecho el loco
de Van Gogh. Él, que era hijo de un profesor de dibujo de academia, don
José Ruiz; él, un muchacho precoz que había superado todas las etapas de
formación académica a velocidad de vértigo, tenía ante sí esta
disyuntiva: o acomodarse a la pintura anterior a la de aquellos
innovadores absolutos que eran Van Gogh y Cézanne, y hundirse junto con
la tradición en un academicismo orgulloso pero huero; u olvidarse de
todo lo aprendido, de las reglas, de los cánones, de las academias y
crear, también él, su propio lenguaje.
Con apenas diecinueve años, y ya consagrado en su país, Picasso había
llegado a la Exposition Universelle de París aquel año, 1900, porque uno
de sus lienzos se exhibiría en el pabellón de España. De allí en
adelante, podría él consagrarse a los partenones, a las venus, a las
ninfas, a los narcisos y a toda la caterva de «bellezas» acrisoladas por
la tradición y que descubría colgadas de las paredes del Louvre, por
primera vez; podía hacer eso, y seguir viviendo del éxito, o bien
escoger como punto de partida la galería del viejo Tanguy, donde los
parisinos, hacía todavía pocos años, iban a burlarse de las bañistas de
Cézanne y de los girasoles de Van Gogh. Para reírse, sí, de aquel hombre
solitario y atormentado, que había dado un carpetazo a todas las
herencias de la pintura y creado él solo un lenguaje enterito, desde la A
hasta la Z; para burlarse, sí, de ese, como le llamaría Matisse, Dios
bondadoso de la pintura, que era Cézanne, y a quien la pintura debía
tantos caminos, tantas posibilidades nuevas, que hacía falta ser un
Hércules para ponerse a transitar cualquiera de esas sendas.
Era sin duda una encrucijada la de París, 1900: el orden del canon, de
la academia, del gusto que se vende al público en estuches; o la
libertad de los colosos. O la plétora «du charme», de las obras
«bonitas», «encantadoras», que llenaban el Louvre; o trabajar dando
libre curso a las propias emociones, y disponerse a sufrir el escarnio. O
trabajar con aquel: «Le suplico, distinguido amigo, acepte la expresión
de mi consideración más distinguida», inciso en cada cuadro, mostrando
sumisión a todos los gustos; o disponerse a abrazar el exilio a cuenta
de su obra, como Voltaire lo hizo a cuenta de la suya. Como pintores
primitivos y autodidactas... pues si los hombres habían llegado a fijar
imágenes en las paredes de las cuevas, en las astas, en un pedazo de
madera, fue porque sus ojos las descubrían allí casi por azar,
prefiguradas en las realidades de su entorno, casi al alcance de la
mano: una forma le sugería a uno una mujer, otra un bisonte, otra, aún,
la cabeza de un monstruo... que pintaban o tallaban, sin pedir permiso a
nadie, sin echar mano a recetas.
Ni los espíritus cobardes que se apegan a los mitos enterrados de los
museos, ni las imposturas de los charlatanes que han hecho de la pintura
un modo lucrativo de vida, nos pueden hacer olvidar lo único
importante, según Picasso: sentir la vida interior de los hombres
grandes. Porque lo significativo no es tanto lo que el artista hace,
como lo que el artista es. Cézanne nos interesaría un comino si hubiera
vivido y pensado como un Jacques Émile Blanche, incluso si sus manzanas
hubiesen llegado a ser diez veces más bonitas que las que realmente
pintó. Lo que nos fuerza a interesarnos por Cézanne es su ansiedad: esa
es su lección, eso lo que podemos aprender de él, según Picasso. Y lo
que nos empuja a interesarnos por Van Gogh, es el drama actual de ese
hombre, su soledad —una vida miserable, que ha llegado a ser el
arquetipo de la aventura moderna de la creación—. Todo lo demás, es
prescindible; de todo lo demás, podemos avergonzarnos.
El artista adolescente quiere ser original, y tiene una manera segura de
conseguirlo: olvidarse de la pintura cuando pinta. Para medrar, la
pintura tiene que ignorar, o mejor dicho, olvidar todas las reglas
aprendidas. Formas bonitas, armonías de colores... se pueden encontrar
en cada esquina, pero un artista con personalidad, ay amigo, eso es otra
cosa. Ni siquiera la personalidad debe buscarla el artista, porque o se
lleva dentro o es que simplemente no se tiene. Ni siquiera va a emanar
del deseo de ser original. El individuo que insiste en serlo pierde el
tiempo y se engaña a sí mismo.
Basta ya de hacer arte, se dice Picasso; basta ya de ofrecer belleza.
Nadie quiere pintar, sólo se busca hacer arte. La gente demanda arte, y
nosotros le proporcionamos «bellas armonías» y «colores mágicos». Basta
ya; dejémos de hacer arte, y conformémonos con hacer pintura.
Y Picasso partió de cero, y se puso a hacer pintura y sólo pintura. El
joven artista rechazó todo lo que no estuviera directamente relacionado
con las cualidades sensibles de su oficio. Inició su propia comprensión
del dibujo, de la composición, de la forma y del color, olvidándose de
fórmulas caducas sobre su corrección o incorrección, sobre su belleza o
fealdad. En adelante, se atendría a su significación plástica, tal y
como se revelara en cada caso ante sus ojos. Ser un pintor de la
realidad, para renovar la comprensión y la práctica de su oficio: eso se
proponía. Mantener los ojos y el cerebro abiertos a la realidad, como
los primitivos pintores tenían los suyos, junto al fuego y en las
cavernas, para gozar del placer de hacer descubrimientos. Pocos o
muchos, se dijo Picasso; pero los nuestros.
El arte abstracto no existe para Picasso; él siempre parte de alguna
figura de la realidad: el cielo, la tierra, un trozo de papel, una
figura que pasa, una tela de araña... No importa qué cosa vea y a partir
de qué empiece a trabajar, todo se le aparece invariablemente como una
«figura». Incluso las ideas metafísicas hay que expresarlas por medio de
«figuras» simbólicas (recordemos Ciencia y caridad, 1890). Por eso no
habla de arte figurativo frente a arte abstracto. Una persona, un
objeto, un círculo, todos ellos son figuras, que le afectan más o menos
intensamente; algunas están más próximas a sus sentimientos y remueven
sus facultades afectivas; otras se dirigen más particularmente a su
inteligencia; pero cualquier forma encuentra su lugar en el espíritu del
artista. Para él, pues, no tiene sentido hablar de su pintura como de
algo abstracto, ajeno a la «figuración».
El pintor no hace distinción de clases entre las realidades capaces de
ponerle en marcha. Un vaso junto a un paquete de pitillos es un tema tan
bueno, y tan difícil de realizar para él, como un Juicio Final. Picasso
es un animal omnívoro de emociones e ideas que le llegan Dios sabe de
dónde. Él sólo se ha señalado una excepción: no copiarse a sí mismo, se
tiene prohibido copiarse a sí mismo. Le tiene horror a repetirse, aunque
no duda en coger una carpeta de dibujos antiguos, extraer los que más
le gusten y empezar a trabajar a partir de ellos. Picasso reconoce que,
para bien o para mal, las cosas que, en particular, aparecen en sus
cuadros son las realidades que él ama: —En mis cuadros, pongo todas las
cosas que me son queridas. Para mí, es muy triste que un pintor al que
le gustan las mujeres rubias no se decida a meterlas en su cuadro
¡porque no le hacen juego con el frutero! ¡Y qué miseria la de un pintor
que odiase las manzanas, pero que se sirviera de ellas con profusión,
porque le hacen juego con la alfombra que está pintando! ¿Puede una
mujer que no fuma pintar una pipa? ¡Sería monstruoso! En mis cuadros,
aparecen las cosas que yo amo. Y cómo luego ellas casan entre sí, es su
problema; allá ellas, que se las arreglen como puedan.
No hay extravagancias entre los objetos que aparecen en los lienzos de
Picasso, al revés: él está por los cotidianos, los sencillos, los
miserables. Nunca nadie ha hecho el retrato del Partenón, sostiene, ni
jamás nadie ha pintado un sillón Luis XV, sino que se hace un cuadro con
una aldea del Midi —así Cézanne—, con una silla vieja —así Van Gogh— o
con un paquete de tabaco —así él mismo—.
Picasso ama los desechos: los cabos de cuerda, los alambres, la
chamarilería en general, de la que es infatigable coleccionista. Esos
objetos empezaron a aparecer en las composiciones de antes de la primera
gran guerra, en los papier collé con retales de saco, trozos de cuerda
de atar carne, chinchetas, hojas de periódico con azarosos
derramamientos de café, etc. De entre todos los trabajos de la época del
cubismo, esas composiciones son las que más le satisfacen por su
escamoteo de lo encantador, de lo bello: por su honradez plástica,
vaya.
Ya antes había introducido guitarras, cántaros, jarras de cerveza,
pipas, rábanos, evitando todo rastro de «charme». Luego fueron las
casetas de bañistas, con sus llaves puestas en los ojos de las
cerraduras, en sus puertas, o calaveras junto a puerros y espejos, pero
habitualmente objetos corrientes y molientes. Picasso se preciaba de
distinguirse en ello de Matisse, que con frecuencia admitía en sus
cuadros objetos elegantes, inhabituales o preciosos, de los que la gente
corriente no había oído hablar: sillas venecianas con forma de ostras,
camisas tradicionales multicolores procedentes de Rumanía, plantas
exóticas, etc.
Para ponerse en marcha y pintar, Picasso no precisaba nada de eso, él
era más tipo Van Gogh, que había hecho cuadros a partir de unas botas o,
mejor aún, de un par de patatones, inmensos y deformes. También a
Cézanne le habían bastado unas manzanicas para ser el más grande.
Picasso observa que los cuadros se pueden hacer como las princesas
hacían sus hijos, con los pastores.
Luego, los seres vivos, la vida... Picasso ama los animales; en
realidad, los adora. En Bateau-Lavoir tuvo tres gatos siameses, un
perro, un macaco y una tortuga; en el cajón de la mesa habitaba un ratón
blanco domesticado. Le gustaba el burro de Frédé, que un día coceó su
paquete de tabaco; le encantaba el cuerpo amaestrado de un conejo
llamado Agile y lo pintó (en La mujer con cuervo) con la hija de Frédé,
que se había casado con Mac Orlan. En el estudio de Vallauris tenía una
cabra; en el de Cannes, un mono. En cuanto a perros, ni un día vivió
privado de su compañía. Ya de joven se presentaba habitualmente
paseándose con un can. En Montrouge, tenía dos molosos; luego se hizo
con un fox terrier. Sus perros se llamaron Frika, Elft, Kazbek. Siempre
deseó tener un gallo en casa y una cabra; soñó con disponer de un tigre.
Si dependiera sólo de él, estaría rodeado siempre de una verdadera arca
de Noé.
Picasso pintó no pocos gatos, pero no animales de lujo, de esos que
ronronean sobre el sofá de un salón, sino felinos callejeros, felinos
pendencieros con los pelos erizados mientras cazan pájaros, mientras
vagabundean y corren por las calles como demonios... —Te miran con ojos
indómitos —comentaba—, dispuestos a saltar sobre uno. ¿Y no es verdad
que las gatas en libertad están siempre preñadas? Se ve que no piensan
más que en el amor.
Por encima de cualquier otra realidad viva, sin embargo, a Picasso le
interesó siempre la figura humana. Gertrude Stein, testigo excepcional
de los primeros años de Picasso en París, recuerda que el cubismo empezó
con paisajes —el verano de 1908, Picasso viajó a España, permaneció
varios meses entre Barcelona y Horta del Ebro, y volvió a París con tres
paisajes, que supusieron el verdadero comienzo del cubismo— pero fue un
movimiento efímero. Paisajes y bodegones dejaron paso casi
inmediatamente a la figura humana. La seducción de las flores y los
paisajes inevitablemente atraían más a los franceses, según Stein, y
Picasso se aplicó de inmediato a dar expresión cubista a las personas.
Hay críticos de arte que no se han decidido a incluir a Picasso entre
los retratistas. Galienne y Pierre Francastel, por ejemplo, aducen que
«la figura humana no es para Picasso más que el soporte para una
especulación plástica», y le niegan el título de retratista (a Matisse
también). En el extremo opuesto, nos encontramos con Jean Clair, uno de
los grandes especialistas sobre el pintor malagueño, que afirma
taxativamente: «Picasso será siempre el mayor retratista del siglo.
Incluso llega a imponerse por sí solo la siguiente evidencia: el siglo
xx es el siglo del retrato o autorretrato y no el de la abstracción. Y
en este arte del retrato, Picasso es el maestro».
Una orquilla de afirmaciones no sólo alejadas, sino contradictorias
entre sí, que pone de manifiesto cómo, al igual que con cualesquiera
otros aspectos de la pintura, cuando se trata de Picasso hay que
reconocer que le hicieron a él y luego rompieron el molde. Tienen razón
Galienne y Pierre cuando afirman que Picasso no fue un retratista, al
modo como lo habían sido antes de él los retratistas —al modo, en todo
caso, como la historia del arte entiende que eran los retratistas
anteriores a Picasso—. Al mismo tiempo, sin embargo, hay que reconocer
que la historia del arte la hacen los pintores con más razón que los
historiadores, pues los primeros suplen la materia primera o sustancia a
los segundos. Así que le reconocemos a Picasso el derecho a renovar el
género de la pintura del retrato, como le pareciera más oportuno.
De nuevo las observaciones de la señora Stein nos ponen en buena pista,
cuando observa que al malagueño no le interesa «el alma» de las
personas, como se decía entonces para referirse al logro de un retrato.
Un día, paseando ambos por París, vieron a un hombre «de aspecto
distinguido sentando en un banco»; y vuelto hacia ella, Picasso comentó:
—Mira esa cara; es tan vieja como el mundo; todas las caras son tan
viejas como el mundo.
Para el pintor, recuerda la escritora, toda la realidad de la vida se
hallaba en la cabeza, en el rostro y en el cuerpo de un individuo. Eran
para él elementos tan importantes, persistentes y completos que no
necesitaba pensar en ninguna otra cosa —en el alma, en la psique o en la
personalidad— cuando realizaba un retrato. Para Picasso, cualquier
rostro humano era como el de una madre para su hijo —la observación es
de nuevo de Stein—. Antes de memorizar los rasgos faciales de su
progenitora, antes de habituarse a ellos, el niño los ve como elementos
de una forma gigantesca, sin proporción y sin analogías con el resto;
cada uno, una realidad singular y desconectada de las otras. El niño ve
la parte frontal del rostro y luego la lateral, y no las conecta
imaginativamente; cada ojo es para él una entidad singular, no la
repetición de una unidad que se reparte a pares por los rostros; la
carnosidad de los labios, vistos de cerca, tienen una realidad
individual, lo mismo que el caballete de esa nariz, la pupila de ese ojo
y ese lagrimal...
A su modo, Picasso conocía el rostro, la cabeza y el cuerpo humanos
igual que un niño. Él veía cada una de las cosas reales, las observaba y
como que las tocaba como si aún no las pudiera reconocer, como si
aposta no las quisiera recordar, sino simplemente verlas. Y desde el
punto de vista de la visión, Picasso estaba más que acertado que
nosotros, adultos, pues la mayoría de las veces nosotros propiamente
sólo vemos un rasgo parcial de la persona que observamos; el resto queda
cubierto por un sombrero, la luz, la ropa, o cualquier otro accidente.
Es sólo por costumbre (Stein no cita la psicología de la gestalt, pero
podría haberlo hecho), que completamos habitualmente la totalidad de esa
imagen con nuestros conocimientos adquiridos, con la información que
retiene nuestra memoria sobre ese personaje individual o los de su
género. Pero cuando el pintor Picasso veía un ojo, el otro no existía
todavía para él. Él, más que nosotros, sabía ver, y su quehacer iba a
consistir en gran parte en reeducarnos a los adultos para que llegáramos
a saber ver.
Pero primero tuvo que aprenderlo él mismo. Picasso, que aseguraba haber
superado precozmente el periodo infantil del dibujo, tuvo que luchar
para descubrir esa conciencia infantil, o mejor dicho, esa inconsciencia
infantil; y para ser capaz de expresarse sin afectación, una vez
instalado en el origen.
Una conciencia original la conquistaría en primer lugar mediante la
representación de la singularidad o unicidad de cada individuo real.
Según Picasso, es preciso encontrar un signo singular para cada realidad
individual. Él quería ser realista, y si una pierna no es un brazo, el
dibujo de una pierna no podía ser el dibujo de un brazo. O ponte un
árbol, por ejemplo. Y al lado de ese árbol, pon que hay una cabra. Y
junto a la cabra, pon que hay una niñita que está cuidando la cabra.
Pues bien, el pintor debe emplear un dibujo diferente para cada uno de
esos elementos, porque la cabra es redonda, la niña cuadrada y el árbol,
pues es como un árbol; pero si los dibujara de la misma manera, sería
una falsedad. A cada realidad le corresponde un tipo de dibujo.
Ello es una cosa endiabladamente difícil, no menos que endiabladamente
importante. Joan Miró, que conoció los dibujos infantiles de Picasso a
los que me he referido, dijo de ellos: «Son diabólicos. Diabólicamente
precoces». Pero según Picasso, la verdad es lo contrario: que lo
diabólicamente difícil es dibujar con la simplicidad de un niño. «Toda
una vida me ha costado —aseguraba Picasso— aprender a dibujar como los
niños, porque yo a su edad dibujaba con un virtuosismo académico,
completamente impropio de mi edad». Quizá lo aprendiera de su padre, que
era profesor de dibujo; pero de mayor, ya digo, Picasso quería dibujar
como los niños, y lo consiguió.
El dibujo no es ninguna broma, según Picasso. El que un simple trazo
pueda representar a un ser vivo resulta magnífico, más aún: esconde algo
muy, muy misterioso. Picasso lo decía no sólo porque un trazo puede
representar la imagen de algo real, sino que se refería a su sustancia, a
lo que las cosas son verdaderamente, más allá de sus apariencias.
Rendir las cosas, cada cosa, mediante el dibujo; rendir su idea, su
núcleo, mediante el dibujo, sobre el lienzo: eso es un prodigio mucho
mayor que todas las prestidigitaciones, que todos los azares que ocurren
en el mundo y que tanto asombran a muchos, según Picasso.
De ahí que no haya nada más difícil que trazar correctamente una línea.
Todo está en juego, cuando vamos a trazar una sola línea. Nadie sabe
cuánto hay que calcular para poder trazar una línea que esté viva, nadie
sabe cuánto cuesta definir con un trazo, de un solo trazo, la sustancia
de una cosa, dice Picasso. En un documental sobre pintores
contemporáneos que la televisión francesa realizó en 1946 sobre, entre
otros, Matisse, hay una escena que ilustra a cámara lenta la angustia
del pintor ante la inevitable y fatal primera línea. Picasso conoce ese
documental y comenta cómo la escena en que el pincel de Matisse «planea»
sobre el lienzo, sin decidirse a empezar por ningún lado, muestra hasta
qué punto la mano y la mente calculan veloz, vertiginosamente, cuando
se pinta. Picasso encontraba el mismo problema pero ya resuelto mucho
antes, en el arte primitivo, con total sencillez. Le parecía a él que
las líneas grabadas en las cavernas, que él conocía por reproducciones,
tenían una pureza, es decir, una precisión incomparables, lo mismo que
los bajorrelieves asirios, que también pudo estudiar en el Louvre. En el
arte griego, por ejemplo, ya no había la misma pureza, según él. En el
arte griego, según Picasso, había ya un elemento estetizante, hubo canon
y reglas que había que imitar, a las que tenían que sujetarse. Entre
los egipcios y los romanos también los hubo, pero estos últimos, gracias
a su utilitarismo, embellecieron menos sus edificios y sus obras; en su
simplicidad genuina fueron más sinceros que los griegos, más realistas
que los esteticistas griegos.
Pero a la sencillez de las cavernas están obligados los pintores que,
como él, han sido hechos primitivos por los impresionistas. Picasso y su
generación venían obligados a una operación, tan simple como difícil a
la hora de dibujar: nombrar las cosas. Saber nombrar cada cosa por su
nombre, dibujándola: eso era todo. Pintar para dar nombre preciso,
exacto a cada cosa: con eso bastaba. Como Adán en el paraíso, cuando
Dios le iba presentando las cosas por primera vez, antes de que
existiera la mujer, el tenía que nombrar todas las cosas.
Si el pintor hace un desnudo, debe poder decir: desnudo. No el desnudo
de la señora Miriam Fernanda, sino simplemente: desnudo. No imitar un
pecho, sino decir: pecho. No imitar un pie, sino decir: pie. Decir mano,
decir cintura, sin imitar una mano, sin imitar una cintura. Un solo
trazo habrá de bastar para decirlo, como basta una palabra para nombrar
cualquier cosa, sin circunloquios. Desnudo: encontrar el signo que diga
«desnudo» al primer golpe de vista, como un contundente fonema plástico.
Sólo así el observador podrá ser un creador. Bastará que sus ojos
recorran la línea que dice: desnudo, para crear él mismo un desnudo,
junto al pintor. Nombrará el pintor el ojo, y lo crearán él y su
observador. Nombrará el pintor el pie, y lo crearán él y su observador.
Al ver sus dibujos, no podrá evitar quien los observe la palabra «ojo»,
ni ahuyentar de su cabeza la palabra «pie». Nombrará la cabeza de un
perro, cuando una línea le imponga ese nombre; nombrará la rodilla de
alguien, cuando una línea se la nombre. En dibujo, eso es todo. Con eso
basta, según Picasso.
Pero el observador tiene todavía mucho que aprender. La gente considera
que si el pintor quiere dibujar un perro, pensará por ejemplo en Kazbek
—así se llamaba uno de los perros de Picasso— para imitar su apariencia.
Pero no ocurre así. El dibujo de un perro tiene que parecerse tanto a
un perro concreto como el fonema «perro» tiene que parecerse a un can
concreto. ¿Que analogía guarda la palabra «perro» con el cuadrúpedo que
ladra? ¿Por qué el signo de un perro sobre el lienzo habría de parecerse
entonces a un perro empírico? A un trazo dibujado sobre un lienzo,
sostiene Picasso, no hay que pedirle que copie la forma externa de un
perro, sino solamente que diga: perro.
Un pintor debe observar la naturaleza, pero nunca puede confundirla con
sus obras. Dibujar es encontrar el modo de traducir la naturaleza
mediante un signo, que trasladamos al lienzo o al papel.
Los signos guardan semejanza con el referente del que son dibujo, pero
no son ni calcos, ni emulsiones de luz impresas en una banda de filme,
ni reflejos sobre un espejo. Dibujar es crear vínculos visibles entre lo
natural y su representación, pero vínculos que no son de identidad,
sino de semejanza. Los filósofos hubieran dicho: de analogía. El dibujo
no es idéntico a la cosa que representa, pero tampoco le es
completamente extraño, por eso se dice: es análogo. El sonido de una
flauta es análogo al del viento: se parecen en que se transmiten por el
aire, pero se diferencian en que uno es producido por un individuo, que
lo hace aposta, mientras que el otro lo viene produciendo la naturaleza.
Un dibujo de un búho que hace Picasso es análogo a un búho real, cuando
la línea que traza Picasso es capaz de evocar, en quien conoce ese tipo
de animales, uno de esa especie, aunque estrictamente el dibujo de
Picasso no copie a ninguno en particular.
Ni el dibujo ni la pintura crean las cosas ni las hacen presentes, en el
mismo sentido en que la naturaleza las crea o las hace presentes. Para
Picasso, la naturaleza y el dibujo pertenecen a dos órdenes distintos,
entre los que no hay posible acoplamiento. Cabe hablar de realidades
naturales, por una lado, y de dibujos o de pinturas como referencias o
signos a esas realidades; pero no cabe hablar, según Picasso, de
pinturas naturales. Picasso no le daba la razón a sus críticos, cuando
querían contraponer la pintura cubista a la pintura natural: tampoco
antes que él hiciera cubismo, respondía Picasso, los pintores pintaban
para representar o imitar la naturaleza. Más bien sucedía lo contrario.
Si los seres humanos han dibujado y pintado en todos los tiempos ha sido
precisamente para expresar su concepción de lo que la naturaleza no es,
sostiene Picasso. Tratándose de los pintores primitivos a los que hemos
hecho referencia, sus pinturas no eran la naturaleza ni pretendían
imitarla, según toda evidencia, sostiene Picasso. Pero ni siquiera en
pintores como David, Ingres o el mismo Bourguereau, que creían pintar la
naturaleza tal como ella es, nada de lo que lograban podía confirmar
esa suposición: Ingres dibuja como Ingres, y no como ningún otro; y al
resto le ocurría igual. Nadie ha visto nunca una obra de arte «natural»
—esa que todos o la mayoría de los hombres hayan dibujado o pintado de
la misma manera—. El ejemplo a este respecto de los retratos es
incontestable.
Velázquez —sostuvo Picasso— nos legó su visión de las gentes de su
tiempo. Es innegable que esas gentes eran diferentes a como aparecen en
sus cuadros, pero hoy no podemos imaginarnos a un Felipe IV que no sea
el que pintó Velázquez. Rubens, por ejemplo, también hizo el retrato del
rey, pero el suyo parece casi otra persona. Y nosotros creemos en el
que pintó Velázquez, por la exactitud de la que él hace gala.
Si podemos pintar cien cuadros sobre un mismo personaje o un mismo tema,
¿cuál de ellos será el verdadero? Cabe plantear incluso qué es más
verdadero: si el modelo, o la imagen que el pintor ha creado de él.
Porque, a propósito del retrato de Felipe IV, por ejemplo, la imagen de
Velázquez hoy nos sigue impresionando más que ninguna otra: por tanto,
la «verdad» del retrato de Felipe IV en el siglo XXI es más la del
pintor que la del modelo. Arte y verdad son, pues, parámetros
heterogéneos. Tratándose de la pintura, la verdad no existe. El arte es
una mentira que nos ayuda a ser conscientes de la verdad o, al menos, de
esa verdad que nos está permitido comprender, sostiene Picasso. Lo que
el pintor ha de saber es de qué medios dispone para convencer a los
demás de la veracidad de sus mentiras —para ser capaz de producir en
ellos, si no admiración, al menos curiosidad frente a lo que hace—.
Picasso reivindica para su pintura el mismo estatuto gnoseológico que,
veinticinco siglos atrás, se le había concedido a la literatura. A
propósito de las creaciones poéticas, la oposición entre lo verdadero y
lo poético, entre la realidad natural y la ficción artística, ya había
sido disuelta por la Poética de Aristóteles, en el siglo iv a. C. En los
libros de la ciencia de la poesía, como luego en todas las poéticas
renacentistas y barrocas que la siguieron, se decía que tanto las
epopeyas como las comedias, los dramas como las novelas históricas son
discursos a propósito de los cuales no cabe hablar de «verdad» o
«falsedad» o, al menos, no en el mismo sentido en que se trata de ellas a
propósito de la ciencia.
Decir de una demostración científica que es falsa, es asumir que no se
trata propiamente de una demostración y que, por tanto, con ella no hay
modo de hacer ciencia —a generar, digamos, conocimiento indubitable—.
Tratándose de las ciencias, no hay demostraciones verdaderas y
demostraciones falsas, sino sólo demostraciones (porque verdaderamente
demuestran), y no demostraciones (porque verdaderamente no demuestran).
Pero al hablar de la «ficción» trágica, o épica, o cómica, resulta que
determinados caracteres o acontecimientos, que son falsos o inexistentes
cuando se refieren a determinados sujetos empíricos —cuando en la
comedia Las nubes, por ejemplo, Aristófanes dice que a Sócrates le
pegaba su mujer— esa atribución «falsa», no demostrada ni demostrable,
no sólo no es algo que anule, cancele o invalide la ficción poética,
sino que, por el contrario, la constituye. Toda ficción literaria, según
se afirma, ya digo, en la Poética, está construida a partir no de
acontecimientos o caracteres que ocurrieron u ocurren empíricamente de
la manera descrita, sino de aquellos tan sólo que «pudieron» ocurrir de
esa manera. Es interesante señalar que la palabra griega que se emplea
en esa Poética para referirse a la relación entre la ficción literaria y
la realidad histórica o natural —«eikon»—, tiene la misma raíz que la
palabra que empleamos en nuestro lenguaje para referirnos a los
«iconos». La ficción literaria no es una copia o imagen de la realidad,
sino una representación de cómo los hechos podían haber ocurrido
«icónicamente», es decir, verosímilmente, con toda la apariencia de la
verdad. De manera análoga, una pintura no será una copia o calco de la
realidad, sino su «icono»: una imagen que la significa, que la hace
aparecer «como verdadera» ante nuestros ojos. Picasso habla de la
«semejanza» entre lo dibujado y lo natural, cuando se refiere a una
relación que no es ni de identidad total ni de completa alteridad, sino
la de una analogía o semejanza por la que se descubre, a través de la
diferencias entre el modelo natural y su imagen, su identidad más
profunda. Al principio, antes de que los demás lo hicieran, Picasso
empleaba la palabra surreal y se refería con ella a esa semejanza más
profunda, más allá de las formas y los colores aparentes de las
realidades, de los que el pintor partía y los cuales se proponía hacer
presentes en el lienzo.
Lo surreal comparece sobre el lienzo, sostiene Picasso, como una
resemblanza o evocación de la realidad natural. Si el dibujo es capaz de
evocar las cosas, no es porque represente su apariencia o manifestación
natural, sino porque da forma, haciéndola visible, a su realidad más
auténtica. Es notable que también en esto el término picassiano de
surrealidad recuerda no poco a otro aristotélico, igualmente capital,
que es el de la sustancia. Para el pintor y para el filósofo, es posible
dejar aparte la apariencia de las cosas, y «leer dentro» de su núcleo,
hasta comprender el meollo de su realidad. Aristóteles dirá que eso se
puede conseguir por medio de la definición de la sustancia de las cosas,
definición que se expresa a través de conceptos generales y diferencias
específicas. Por su parte, Picasso sostiene que eso lo consigue él con
la definición de la forma de las cosas, definición en la que él no
emplea conceptos, sino líneas y colores. Para el filósofo, la sustancia
—la surrealidad— de un ser no es lo que éste es según sus apariencias,
ante nuestros sentidos, sino lo que la inteligencia ha comprendido de él
como aquello a lo que no puede renunciar sin dejar de ser «lo mismo».
Para Picasso, la forma dibujada de un objeto o de un cuerpo no es
necesariamente una copia de su forma aparente, tal y como aparece ante
nuestros sentidos, sino una forma tal que, no obstante su aparente
alejamiento del fenómeno de las cosas, las representa mejor o más
duraderamente, es decir, más esencialmente.
Lo que el pintor hace no es copiar apariencias, sino ver y crear formas.
La forma es también una apariencia, desde luego, pues los dibujos son
realidades visibles. Pero las formas de las cosas que el pintor ve,
donde los demás no ven nada, y que reproduce sobre el lienzo, significan
con mayor profundidad su realidad. Eso piensa Picasso, al menos. Las
formas de las cosas que él dibuja estarán tal vez alejadas de la imagen
que la retina, o de la imagen que una cámara fotográfica guardarían de
ese objeto; pero es lógico que sea así, porque los ojos del artista, a
diferencia del objetivo de la cámara o la superficie del espejo, están
abiertos a una realidad superior, sostiene él.
Dibujar la realidad es producir un signo que la evoque en el observador,
a través de una semejanza o analogía que éste percibe por medio del
dibujo o del color en una superficie. Unas veces, las líneas o formas
dibujadas estarán muy próximas a la apariencia natural de la realidad, y
cualquiera podrá reconocerla en ellas; otras veces estarán muy
alejadas. En unos dibujos, resultará como si el pintor hubiera utilizado
la palabra «cosa»; en otros, como si hubiera sustituido el fonema
convencional por la expresión correspondiente en el slang: que hubiera
dicho «cositinga» en vez de «cosa», pongo por caso, para romper el
significado petrificado del signo y alcanzar así sentidos poéticos
inusuales. Todo vale, cuando se trata de signos: también la marea sube o
baja, sostiene Picasso, pero el mar siempre está ahí.
Basta un trazo o un par de líneas para significar o evocar una realidad.
Dos puntos sobre una superficie pueden transformarse en el signo de
unos ojos, porque ellos bastan para evocar un rostro —a pesar de que no
lo representen o, mejor dicho: lo evocan precisamente porque no lo
representan—. Si no lo evocaran, no serían dibujo —no constituirían un
signo—. Eso es lo extraño del dibujo en general, según Picasso: que la
evocación de la realidad, desde el lienzo o el papel, pueda hacerse con
medios tan sencillos. Dos agujeros o dos puntos son muy abstractos si se
piensa en la complejidad del rostro humano; pero lo más abstracto en
este sentido es el súmmum de la realidad.
Sin embargo, el límite de la esencialización del dibujo es que no puede
llegar a ser tan simple, tan simple, que deje de referirse a algo
concreto; o que, en su indefinición, se refiere a tantas cosas posibles,
que deje de referirse a ninguna concreta en particular. Picasso
insistía en que, no obstante que algún trazo o algunas pinceladas de sus
cuadros le parecieran abstractas al espectador, todas, en cualquiera de
sus obras, querrían significar algo: un toro, una plaza de toros, el
mar, la montaña, la gente... La dificultad radica en encontrar el medio
de hacer comparecer sobre el lienzo cada trozo de la realidad con la
misma sencillez con que lo hace la cosa en la naturaleza: la hierba
sobre el lienzo como la hierba en la naturaleza, el árbol como el árbol,
el desnudo como el desnudo. Sólo si el pintor es capaz de crear una
definición gráfica directa, efectiva, sus dibujos operarán como la misma
realidad y no como en el arte. Sólo si los signos que construye son
capaces de desarrollarse por sí mismos, sin artificios, logrará el
pintor una pintura tan inteligente que resulte como la vida. Sólo así
sus artificios serán persuasivos, tendrán los mismos efectos intuitivos y
emocionales que los reales, aunque estén hechos de pintura. Sólo así se
consigue que un cuadro no sea una imitación de la naturaleza, sino una
realidad equiparable a la naturaleza. Algo «otro» que la naturaleza,
pero de eficacia similar para los espíritus.
Unir la realidad y su representación pictórica por medio de un signo:
dominar la realidad mediante signos, tener capacidad de convocarla, de
hacerla presente, mediante signos: o el pintor sabe hacer eso, o no sabe
nada.
Por ello a Picasso no le da miedo hacer actos de poder cuando pinta. Un
poder que usurpa a la naturaleza. Su decisión es inapelable: ocupa el
trono de la naturaleza y ejerce su dominio, desvinculándose de la
información que ella trata de imponerle, si a él no le conviene.
El primero de los pintores libres fue Van Gogh, sostiene Picasso. El
primero que no quiso trabajar imitando a la naturaleza, sino sirviéndose
de ella, fue él. Van Gogh no partía de la pintura para llegar a la
naturaleza, sino al revés: partía de la naturaleza para llegar a la
pintura. Los artistas como él no copian la naturaleza, no la imitan,
sino que permiten que los objetos pictóricos se revistan de apariencias
reales. No se proponen transformar el sol en un punto amarillo sobre el
lienzo, sino transformar, mediante su arte y su inteligencia, un punto
amarillo sobre el lienzo en un sol.
Y como Van Gogh, Matisse y otros más, que pintaron frente a la
naturaleza, trabajando como dicen los chinos y los indios mexicanos: no
imitando la vida, sino trabajando como ella; no creando lo que ella,
sino creando como ella. Precisaban saber cómo forma la naturaleza las
ramas y sentir cómo lo hace, no para imitar la forma de las ramas, sino
para crearlas ellos mismo.
El pintor recuerda que, de niño, tenía muchas veces el mismo sueño —una
pesadilla—. Se veía a sí mismo con unos brazos y unas piernas enormes,
que se le encogían y encogían, hasta hacérsele minúsculas. Con los otros
personajes del sueño ocurría lo mismo, también sus brazos y sus cabezas
se hacían gigantescas y luego enanas, diminutas. El sueño de las
transformaciones le producía siempre mucho miedo. Pero luego, de mayor,
cuando pintaba, no le daba miedo formar y deformar él mismo a voluntad
las figuras, haciendo de ellas más o menos poderosos signos. Las
proporciones naturales de las cosas no le ataban más las manos, y en los
dominios de su arte se hacían flexibles y libres, se estiraban o se
contraían, como en el sueño infantil, pero felizmente.
—Uno no sabe habitualmente qué es lo que va a dibujar... —observaba—;
pero cuando comienzas, enseguida nace una historia, una idea... y ya lo
tienes. La historia crece, como en una obra de teatro, como en la
vida... y el dibujo se transforma en otros dibujos, en una auténtica
novela. Es muy entretenido, se lo aseguro. Al menos, yo me divierto
enormemente inventando esas cosas y me paso horas enteras, dibujándolas,
viendo y pensando qué hacen mis personajes. En el fondo, es una manera
de escribir historias.
Veamos cómo empieza su trabajo el pintor. Parte de una imagen más o
menos vaga que le proporciona la realidad —no importa que él no sepa
exactamente qué es lo que quiere, mientras sepa muy bien qué es lo que
no quiere—. Hablando de la propiedad del trazo que le interesa, la
palabra que mejor la resume es: «tensión». El trazo que busca Picasso
debe vibrar, debe anticiparse el objeto. El pintor no cuenta más que con
una línea, así que no importa si tiene que desviarse mucho de la
apariencias.
La cabeza que empieza a dibujar deviene, por ejemplo, un huevo, porque
así es como el signo alcanza su mayor resonancia. No es una estilización
que él se proponga; lo mismo que él, lo comprendieron los escultores de
las Cícladas y no cuando jugaban o se entretenían, sino a la hora de
fabricar ídolos [vid. ilustración pág.117]. Las figuras de sus dioses
eran como huevos, fijados por un grueso cuello al cuerpo de los mismos.
El cuerpo y la planta. Lo mismo que Picasso hace en su Femme au
feuillage (1939). ¿Qué importa una cara sea cuadrada, cuando debería ser
redonda? Y si provoca desconcierto, pues mejor. Pero este proceso de
esencialización de las formas no puede ser ilimitado, si no quiere verse
abocado a la abstracción —a la pérdida del referente del signo—.
Tratándose, por ejemplo, de hacer un retrato uno busca, por medio de
esas eliminaciones sucesivas, llegar a la forma pura, al volumen
esencial y sin accidentes, pero uno se verá conducido fatalmente de
nuevo a la forma oval. Y lo mismo al revés: si partimos del huevo, y
siguiendo el camino y el propósito contrarios, llegaremos al retrato.
Pero el artista tiene que evitar un camino tan simplista como ése, yendo
de un extremo a otro; el artista ha de saber detenerse a tiempo.
O más bien, alguien ajeno al arte, un no profesional que está detrás del
artista, le dice al oído cuáles son en cada caso las decisiones
correctas: que eso que hace está bien, y que eso otro va mal... Una
especie de ángel de la guarda, asegura el pintor, que le impide
continuar simplificando o, al revés, elaborando una pintura justo en el
momento preciso.
Todo es difícil: dibujar un brazo, una mano, etc. Pero no basta con
lograrlo, con haber dibujado una buena cabeza o un buen árbol. Luego hay
que adjuntar unos a otros: una cabeza más unos brazos, más un torso,
más unas piernas, etc., hasta constituir la figura completa. No es de
extrañar que, en el ensamblaje, al pintor le salgan formas en apariencia
extrañas: cabezas muy grandes o muy pequeñas, pies colosales,
manos-manopla más que manos con dedos... Cuando los elementos singulares
se consideran elementos de un todo, cada uno puede sufrir recortes,
ajustes, modificaciones. El ensamblaje implica habitualmente la
supresión o la modificación de las apariencias naturales, al objeto de
satisfacer imperativos plásticos.
Estos imperativos se refieren, por ejemplo, a la atracción de los
elementos de la composición. Ni las líneas ni las formas de una
composición coexisten entre sí de modo neutro, plásticamente hablando.
En razón de su proximidad o alejamiento, de su dirección y grosor, de su
largueza y color, las líneas crean entre sí campos de fuerzas, energías
de atracción o de repulsión que es preciso dominar. En cada
composición, existe un punto de máxima tensión, hacia el que todas
líneas se orientan. El pintor ha de comprender esa dynamis, y no
importarle si para hacerla evidente y expresa, tiene que curvar alguna
de las líneas o modificar la apariencia de alguna de las formas.
Estas exigencias compositivas, tal vez difíciles de comprender para
quien no las siente, son las que el pintor de ninguna manera puede
eludir. Él puede hacer un cuadro entero, pensando en el efecto que
logrará en una esquinita, a la que ni el coleccionista ni el connaisseur
prestarán seguramente atención.
Las líneas de un cuadro se cargan como los cables de la luz que, por
efecto de una tormenta que se avecina, se polarizan y vibran merced a
una brusca, pero invisible ionización; quien no es capaz de distinguir
el efecto y el contraefecto, el zumbido y la vibración que las líneas de
un cuadro ejercen entre sí, no entenderá muchas de las deformaciones a
las que Picasso somete sus figuras, cuando al dibujarlos se anticipa a
la tormenta.
El pintor puede y, según Picasso, debe procurar dar expresión no sólo
las fuerzas de atracción, sino también a las de repulsión. Porque sin
drama no hay pintura, según Picasso. No hay pintura de Picasso sin
drama, al menos. Por su puesto que se pueden realizar cuadros con partes
en armonía, todas muy concordadas, muy bellas y tranquilas; pero
entonces falta el conflicto. Y los conflictos le parecen esenciales a
Picasso.
Un dibujo, un cuadro, no debe existir sin contrastes: contrastes de
dibujo —un ángulo agudo junto a una curva—, contrastes de forma —un
círculo junto a un cuadrado—, contrastes de color —el blanco junto al
negro—. Superficies completamente orquestadas, que se desarrollan
plácidamente, a él no le gustan. O al menos, a él no le interesan:
prefiere que en ese océano de beatitud suene un golpe inesperado de
címbalos, un gesto de violencia concentrada que despierte al observador
de su plácida somnolencia. Al margen de los valores plásticos, el
dramatismo puede quedar determinado por el tema, aunque esto es
excepcional, tratándose de Picasso. No cualquier tema es dramático por
sí mismo, según el pintor de Málaga, aunque en cada tema hay un momento
que sí puede ser visto dramáticamente. Un pollo muerto no sería en sí
mismo un tema para un cuadro de Picasso, por ejemplo, como lo es para un
Soutine; pero Picasso sí lo admitiría justo en un momento particular:
cuando al ave le acaban de cortar el cuello y el cuenco lleno de sangre y
el cu- chillo del matarife junto a él atestiguan todavía la intensidad
de ese momento.
Hablando del momento y del movimiento, Picasso no opina como Leonardo,
ya que al español no le parece que la tarea de la pintura sea
representar el movimiento, como sostiene el italiano, sino más bien lo
contrario: la pintura ha de detener el movimiento, ha de detener la
imagen del movimiento. Se trata según Picasso de ir más allá del
movimiento, porque si no, el pintor va corriendo detrás de la realidad,
sin alcanzarla nunca. Lo suyo es elegir un momento, para concentrar toda
la realidad que le interesa; un punto de equilibrio que, más que como
estado de reposo inerte, sea algo que se coge al vuelo, con derroche de
reflejos, como un malabarista atrapa los bolos que le caen del cielo.
Ese punto viene señalado habitualmente por la sorpresa. El sentido de la
vista gusta de ser sorprendido, asegura Picasso, y por eso en su
pintura él le proporciona sorpresas. El quid está en dar con un momento
que contradiga las expectativas del espectador, que arremeta contra su
lógica o sus hábitos pero que, al mismo tiempo, logre su acatamiento, su
aquiescencia.
El pintor va transformando los elementos naturales de que parte. Para la
manera corriente de ver las cosas, y para los ojos adiestrados en la
pintura tradicional, algunos de esos elementos son todavía perfectamente
reconocibles: por ejemplo, el sillín de una bicicleta, su manillar...
De repente, al artista se le revela una forma de combinarlos o
componerlos de un modo tan inusual e inesperado, tan desconcertante y
sin embargo, reconocible, que el espectador se verá obligado a
inquietarse, a interrogarse emocionado sobre esa asociación inesperada
de sillín y manillar de bici que, así compuestos, figuran una... Cabeza
de toro.
—Un día encontré en un montón de objetos revueltos —explicaba Picasso a
Brassaï— un sillín viejo de bicicleta justo al lado de un manillar
oxidado. Como un rayo asocié los dos. La idea de esta Cabeza de toro me
vino sola. No he hecho más que soldarlos. Lo maravilloso del bronce es
que puede dar a los objetos más heterogéneos tal unidad que a veces es
difícil identificar los elementos de que está compuesto.
Agnición o reconocimiento llamaba Aristóteles a este momento esencial de
toda obra artística. Para que haya drama, el personaje ha de verse
sorprendido por el reconocimiento de que su esposa amada es, al mismo
tiempo... su progenitora. Estas emociones en conflicto o, más bien, esas
emociones contradictorias, reconocidas ambas como existiendo
simultáneamente en el mismo sujeto, son las que producen el drama, sea
literario o pictórico. Aunque, como perspicazmente admitía Picasso a
propósito de su Cabeza de toro, ha de cumplirse una condición: —Lo
maravilloso del bronce es que puede dar a los objetos más heterogéneos
tal unidad que a veces es difícil identificar los elementos de que está
compuesto... Pero también esto es peligroso: si no se viera más que la
cabeza del toro, y no el sillín de bicicleta y el manillar, esta
escultura perdería todo su interés.
Ese momento dramático —de aceptación de lo que se tenía por imposible—
es el que interesa a Picasso en cada una de sus obras. Cuando crea,
trata siempre de dar una imagen que la gente no se espera y que le
parezca inicialmente lo bastante abrumadora como para resultar
inaceptable. Porque se trata de convencer al espectador de que, aunque
parezca inaceptable o imposible, en realidad no lo es.
Un espectador cree saber lo que tiene delante, lo que se ofrece ante sus
ojos, cuando es capaz de asociarlo, más o menos rápidamente, a una
idea, a una experiencia, a un concepto. Si uno tiene un fondo
referencial donde pueda echar el ancla a sus percepciones, entonces deja
de interesarse por lo que tiene delante; psicológicamente, diríamos,
deja de verlo cuando puede clasificarlo.
Por eso, un pintor como Picasso tratará de destruir los malos hábitos
intuitivos de los contempladores de sus cuadros; sus hábitos asociativos
domésticos, por así decir, que, válidos tal vez en otros terrenos de la
vida, y sobre todo en los prácticos, en la experiencia estética son
completamente nocivos. Se trata de que el contemplador de sus cuadros
vea por primera vez el fenómeno que se le presenta. De ahí que el pintor
endilgue en un hermoso rostro una nariz de caballo: sabe que así, y
sólo así, el espectador reparará en la nariz como en algo de apariencia
monstruoso, caballuno. De esa manera obliga el pintor al espectador a
ver una nariz, al objeto de que al final comprenda que la nariz que ve
ni siquiera es... monstruosa.
La lógica de la sorpresa es la misma que gobierna el sentido del humor,
pues una estupidez inesperada nos hace reír, observa Picasso. Si el
segundo libro de la Poética no permaneciese perdido, como hasta hoy, tal
vez comprendiésemos mejor el sentido último del chiste, del gag que
tienen éxito en el escenario. En todo caso, cuanto el filósofo dice en
el primero de los libros de la Poética —ese que sí ha llegado hasta
nuestros días— a propósito de la metáfora, en los textos dramáticos; y
cuanto vuelve a tratar sobre esa figura literaria en el tercer libro de
la Retórica, confirman plenamente la idea asociativa que, según Picasso,
es esencial si no en toda obra de arte en general (Picasso nunca hizo
ciencia poética), al menos en toda obra de arte salida de sus manos.
Cuando Homero, sostiene Aristóteles, habla de «la de rosados dedos»
refiriéndose a la aurora, está empleando una metáfora. El poeta logra
conjuntar dos realidades heterogéneas, pues ni la mano está en el orden
de los sucesos atmosféricos, ni éstos en el orden de la anatomía humana.
Si el poeta hubiera dicho: «La aurora es como una mano de rosados
dedos», estaría empleando una imagen o «icono» lingüístico, que es lo
mismo que la metáfora, pero expresada mediante la palabra «como». En
ella se vuelve a repetir el principio de la metáfora.
La metáfora o la imagen lingüística logran encontrar una relación de
semejanza o analogía entre una parte o aspecto de esas realidades
heterogéneas, bajo la cual esta vez sí resultan comparables o
asociables, en contra de nuestras expectativas iniciales. Por esto son
grandes el poeta y el orador y, en general, quien logra persuadir o
emocionar usando lenguajes metafóricos: porque son capaces de crear
expresiones que, si tomadas aisladamente nada tienen en común, puestas
en relación bajo determinado punto de vista nos descubren una
convincente o deleitable semejanza.
Las deformaciones y transformaciones de los objetos naturales que
encontramos en los dibujos y en las pinturas de Picasso tienen, a mi
juicio, este mismo sentido metafórico. El dibujo inusual nos hace ver la
realidad más corriente de un modo inusual. Es preciso deformar,
transformar lo que no es real —la pintura— para que la realidad común se
nos aparezca, por contraste, en toda su hermosura. Si el poeta no
cometiera el disparate lógico de comparar el fenómeno del amanecer con
un miembro del organismo, tal vez nunca hubiéramos reparado cabalmente
en la belleza natural de ese fenómeno que presenciamos todos los días.
La ficción es, pues, un rodeo por la impropiedad, por la falsedad, por
la inadecuación, para llegar a una intuición o una emoción superior, o
al menos a una conciencia superior, entusiasmante de una vieja,
acostumbrada y acaso moribunda percepción de la verdad.
La sorpresa será tanto mayor cuanto más alejados estén los términos
iniciales de la comparación. Una cosa es dibujar una nariz caballuna en
un óvalo, otra poner los ojos en las piernas y otra aún dibujar el sexo
junto a una oreja. El pintor puede modificar y desplazar a voluntad,
nadie le dirá que no es libre para contradecir a la naturaleza, para
deformarla cuanto quiera. Puede hacer un rostro de perfil y un rostro de
frente, y forzarles a convivir en una misma forma. ¿Y los dos ojos, si
no quiere hacerlos iguales? También la naturaleza hace muchas cosas como
las hace el pintor, a golpe de patochadas. Y aunque las esconde, el
pintor quiere que la naturaleza se confiese. Su pintura va a sacar a la
naturaleza de debajo de la cama.
—¿Desde cuándo un cuadro ha sido una demostración matemática? —se
pregunta el pintor—. Nunca han sido creados con objeto de explicar
(¿explicar qué, me pregunto?), sino de hacer surgir emociones en el alma
de quien los contempla. Lo único que importa es que un hombre no quede
indiferente frente a una obra de arte, que pase junto a él echándole
simplemente un vistazo... Es necesario que vibre, que se conmueva, que
él mismo se transforme en un creador, si no efectivamente al menos por
medio de la imaginación... Hay que sacar al espectador de su
somnolencia, sacudirle, apretarle la garganta, para que se haga de una
vez consciente del mundo en el que vive...