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Inicio » 2011 » Septiembre » 5 » ES PINTURA, PERO A LA VEZ POEMA Y FILOSOFÍA
13.04
ES PINTURA, PERO A LA VEZ POEMA Y FILOSOFÍA
Picasso, La lógica de la libertad no es como la pintan

Por: Rafael LLano



«Yo no lo digo todo, pero lo pienso todo».
Pablo Picasso, en Hélène Parmelin, Picasso dit; Gonthier, París, 1966.
 


Autodidactas, casi habría que decir: pintores primitivos, eso tendrían que ser por necesidad, según Picasso, quienes se dedicaran a pintar después de haberlo hecho el loco de Van Gogh. Él, que era hijo de un profesor de dibujo de academia, don José Ruiz; él, un muchacho precoz que había superado todas las etapas de formación académica a velocidad de vértigo, tenía ante sí esta disyuntiva: o acomodarse a la pintura anterior a la de aquellos innovadores absolutos que eran Van Gogh y Cézanne, y hundirse junto con la tradición en un academicismo orgulloso pero huero; u olvidarse de todo lo aprendido, de las reglas, de los cánones, de las academias y crear, también él, su propio lenguaje. 

Con apenas diecinueve años, y ya consagrado en su país, Picasso había llegado a la Exposition Universelle de París aquel año, 1900, porque uno de sus lienzos se exhibiría en el pabellón de España. De allí en adelante, podría él consagrarse a los partenones, a las venus, a las ninfas, a los narcisos y a toda la caterva de «bellezas» acrisoladas por la tradición y que descubría colgadas de las paredes del Louvre, por primera vez; podía hacer eso, y seguir viviendo del éxito, o bien escoger como punto de partida la galería del viejo Tanguy, donde los parisinos, hacía todavía pocos años, iban a burlarse de las bañistas de Cézanne y de los girasoles de Van Gogh. Para reírse, sí, de aquel hombre solitario y atormentado, que había dado un carpetazo a todas las herencias de la pintura y creado él solo un lenguaje enterito, desde la A hasta la Z; para burlarse, sí, de ese, como le llamaría Matisse, Dios bondadoso de la pintura, que era Cézanne, y a quien la pintura debía tantos caminos, tantas posibilidades nuevas, que hacía falta ser un Hércules para ponerse a transitar cualquiera de esas sendas. 

Era sin duda una encrucijada la de París, 1900: el orden del canon, de la academia, del gusto que se vende al público en estuches; o la libertad de los colosos. O la plétora «du charme», de las obras «bonitas», «encantadoras», que llenaban el Louvre; o trabajar dando libre curso a las propias emociones, y disponerse a sufrir el escarnio. O trabajar con aquel: «Le suplico, distinguido amigo, acepte la expresión de mi consideración más distinguida», inciso en cada cuadro, mostrando sumisión a todos los gustos; o disponerse a abrazar el exilio a cuenta de su obra, como Voltaire lo hizo a cuenta de la suya. Como pintores primitivos y autodidactas... pues si los hombres habían llegado a fijar imágenes en las paredes de las cuevas, en las astas, en un pedazo de madera, fue porque sus ojos las descubrían allí casi por azar, prefiguradas en las realidades de su entorno, casi al alcance de la mano: una forma le sugería a uno una mujer, otra un bisonte, otra, aún, la cabeza de un monstruo... que pintaban o tallaban, sin pedir permiso a nadie, sin echar mano a recetas. 

Ni los espíritus cobardes que se apegan a los mitos enterrados de los museos, ni las imposturas de los charlatanes que han hecho de la pintura un modo lucrativo de vida, nos pueden hacer olvidar lo único importante, según Picasso: sentir la vida interior de los hombres grandes. Porque lo significativo no es tanto lo que el artista hace, como lo que el artista es. Cézanne nos interesaría un comino si hubiera vivido y pensado como un Jacques Émile Blanche, incluso si sus manzanas hubiesen llegado a ser diez veces más bonitas que las que realmente pintó. Lo que nos fuerza a interesarnos por Cézanne es su ansiedad: esa es su lección, eso lo que podemos aprender de él, según Picasso. Y lo que nos empuja a interesarnos por Van Gogh, es el drama actual de ese hombre, su soledad —una vida miserable, que ha llegado a ser el arquetipo de la aventura moderna de la creación—. Todo lo demás, es prescindible; de todo lo demás, podemos avergonzarnos. 

El artista adolescente quiere ser original, y tiene una manera segura de conseguirlo: olvidarse de la pintura cuando pinta. Para medrar, la pintura tiene que ignorar, o mejor dicho, olvidar todas las reglas aprendidas. Formas bonitas, armonías de colores... se pueden encontrar en cada esquina, pero un artista con personalidad, ay amigo, eso es otra cosa. Ni siquiera la personalidad debe buscarla el artista, porque o se lleva dentro o es que simplemente no se tiene. Ni siquiera va a emanar del deseo de ser original. El individuo que insiste en serlo pierde el tiempo y se engaña a sí mismo. 

Basta ya de hacer arte, se dice Picasso; basta ya de ofrecer belleza. Nadie quiere pintar, sólo se busca hacer arte. La gente demanda arte, y nosotros le proporcionamos «bellas armonías» y «colores mágicos». Basta ya; dejémos de hacer arte, y conformémonos con hacer pintura. 

Y Picasso partió de cero, y se puso a hacer pintura y sólo pintura. El joven artista rechazó todo lo que no estuviera directamente relacionado con las cualidades sensibles de su oficio. Inició su propia comprensión del dibujo, de la composición, de la forma y del color, olvidándose de fórmulas caducas sobre su corrección o incorrección, sobre su belleza o fealdad. En adelante, se atendría a su significación plástica, tal y como se revelara en cada caso ante sus ojos. Ser un pintor de la realidad, para renovar la comprensión y la práctica de su oficio: eso se proponía. Mantener los ojos y el cerebro abiertos a la realidad, como los primitivos pintores tenían los suyos, junto al fuego y en las cavernas, para gozar del placer de hacer descubrimientos. Pocos o muchos, se dijo Picasso; pero los nuestros. 

El arte abstracto no existe para Picasso; él siempre parte de alguna figura de la realidad: el cielo, la tierra, un trozo de papel, una figura que pasa, una tela de araña... No importa qué cosa vea y a partir de qué empiece a trabajar, todo se le aparece invariablemente como una «figura». Incluso las ideas metafísicas hay que expresarlas por medio de «figuras» simbólicas (recordemos Ciencia y caridad, 1890). Por eso no habla de arte figurativo frente a arte abstracto. Una persona, un objeto, un círculo, todos ellos son figuras, que le afectan más o menos intensamente; algunas están más próximas a sus sentimientos y remueven sus facultades afectivas; otras se dirigen más particularmente a su inteligencia; pero cualquier forma encuentra su lugar en el espíritu del artista. Para él, pues, no tiene sentido hablar de su pintura como de algo abstracto, ajeno a la «figuración». 

El pintor no hace distinción de clases entre las realidades capaces de ponerle en marcha. Un vaso junto a un paquete de pitillos es un tema tan bueno, y tan difícil de realizar para él, como un Juicio Final. Picasso es un animal omnívoro de emociones e ideas que le llegan Dios sabe de dónde. Él sólo se ha señalado una excepción: no copiarse a sí mismo, se tiene prohibido copiarse a sí mismo. Le tiene horror a repetirse, aunque no duda en coger una carpeta de dibujos antiguos, extraer los que más le gusten y empezar a trabajar a partir de ellos. Picasso reconoce que, para bien o para mal, las cosas que, en particular, aparecen en sus cuadros son las realidades que él ama: —En mis cuadros, pongo todas las cosas que me son queridas. Para mí, es muy triste que un pintor al que le gustan las mujeres rubias no se decida a meterlas en su cuadro ¡porque no le hacen juego con el frutero! ¡Y qué miseria la de un pintor que odiase las manzanas, pero que se sirviera de ellas con profusión, porque le hacen juego con la alfombra que está pintando! ¿Puede una mujer que no fuma pintar una pipa? ¡Sería monstruoso! En mis cuadros, aparecen las cosas que yo amo. Y cómo luego ellas casan entre sí, es su problema; allá ellas, que se las arreglen como puedan.

No hay extravagancias entre los objetos que aparecen en los lienzos de Picasso, al revés: él está por los cotidianos, los sencillos, los miserables. Nunca nadie ha hecho el retrato del Partenón, sostiene, ni jamás nadie ha pintado un sillón Luis XV, sino que se hace un cuadro con una aldea del Midi —así Cézanne—, con una silla vieja —así Van Gogh— o con un paquete de tabaco —así él mismo—. 

Picasso ama los desechos: los cabos de cuerda, los alambres, la chamarilería en general, de la que es infatigable coleccionista. Esos objetos empezaron a aparecer en las composiciones de antes de la primera gran guerra, en los papier collé con retales de saco, trozos de cuerda de atar carne, chinchetas, hojas de periódico con azarosos derramamientos de café, etc. De entre todos los trabajos de la época del cubismo, esas composiciones son las que más le satisfacen por su escamoteo de lo encantador, de lo bello: por su honradez plástica, vaya. 

Ya antes había introducido guitarras, cántaros, jarras de cerveza, pipas, rábanos, evitando todo rastro de «charme». Luego fueron las casetas de bañistas, con sus llaves puestas en los ojos de las cerraduras, en sus puertas, o calaveras junto a puerros y espejos, pero habitualmente objetos corrientes y molientes. Picasso se preciaba de distinguirse en ello de Matisse, que con frecuencia admitía en sus cuadros objetos elegantes, inhabituales o preciosos, de los que la gente corriente no había oído hablar: sillas venecianas con forma de ostras, camisas tradicionales multicolores procedentes de Rumanía, plantas exóticas, etc. 

Para ponerse en marcha y pintar, Picasso no precisaba nada de eso, él era más tipo Van Gogh, que había hecho cuadros a partir de unas botas o, mejor aún, de un par de patatones, inmensos y deformes. También a Cézanne le habían bastado unas manzanicas para ser el más grande. Picasso observa que los cuadros se pueden hacer como las princesas hacían sus hijos, con los pastores. 

Luego, los seres vivos, la vida... Picasso ama los animales; en realidad, los adora. En Bateau-Lavoir tuvo tres gatos siameses, un perro, un macaco y una tortuga; en el cajón de la mesa habitaba un ratón blanco domesticado. Le gustaba el burro de Frédé, que un día coceó su paquete de tabaco; le encantaba el cuerpo amaestrado de un conejo llamado Agile y lo pintó (en La mujer con cuervo) con la hija de Frédé, que se había casado con Mac Orlan. En el estudio de Vallauris tenía una cabra; en el de Cannes, un mono. En cuanto a perros, ni un día vivió privado de su compañía. Ya de joven se presentaba habitualmente paseándose con un can. En Montrouge, tenía dos molosos; luego se hizo con un fox terrier. Sus perros se llamaron Frika, Elft, Kazbek. Siempre deseó tener un gallo en casa y una cabra; soñó con disponer de un tigre. Si dependiera sólo de él, estaría rodeado siempre de una verdadera arca de Noé. 

Picasso pintó no pocos gatos, pero no animales de lujo, de esos que ronronean sobre el sofá de un salón, sino felinos callejeros, felinos pendencieros con los pelos erizados mientras cazan pájaros, mientras vagabundean y corren por las calles como demonios... —Te miran con ojos indómitos —comentaba—, dispuestos a saltar sobre uno. ¿Y no es verdad que las gatas en libertad están siempre preñadas? Se ve que no piensan más que en el amor. 

Por encima de cualquier otra realidad viva, sin embargo, a Picasso le interesó siempre la figura humana. Gertrude Stein, testigo excepcional de los primeros años de Picasso en París, recuerda que el cubismo empezó con paisajes —el verano de 1908, Picasso viajó a España, permaneció varios meses entre Barcelona y Horta del Ebro, y volvió a París con tres paisajes, que supusieron el verdadero comienzo del cubismo— pero fue un movimiento efímero. Paisajes y bodegones dejaron paso casi inmediatamente a la figura humana. La seducción de las flores y los paisajes inevitablemente atraían más a los franceses, según Stein, y Picasso se aplicó de inmediato a dar expresión cubista a las personas. 

Hay críticos de arte que no se han decidido a incluir a Picasso entre los retratistas. Galienne y Pierre Francastel, por ejemplo, aducen que «la figura humana no es para Picasso más que el soporte para una especulación plástica», y le niegan el título de retratista (a Matisse también). En el extremo opuesto, nos encontramos con Jean Clair, uno de los grandes especialistas sobre el pintor malagueño, que afirma taxativamente: «Picasso será siempre el mayor retratista del siglo. Incluso llega a imponerse por sí solo la siguiente evidencia: el siglo xx es el siglo del retrato o autorretrato y no el de la abstracción. Y en este arte del retrato, Picasso es el maestro». 

Una orquilla de afirmaciones no sólo alejadas, sino contradictorias entre sí, que pone de manifiesto cómo, al igual que con cualesquiera otros aspectos de la pintura, cuando se trata de Picasso hay que reconocer que le hicieron a él y luego rompieron el molde. Tienen razón Galienne y Pierre cuando afirman que Picasso no fue un retratista, al modo como lo habían sido antes de él los retratistas —al modo, en todo caso, como la historia del arte entiende que eran los retratistas anteriores a Picasso—. Al mismo tiempo, sin embargo, hay que reconocer que la historia del arte la hacen los pintores con más razón que los historiadores, pues los primeros suplen la materia primera o sustancia a los segundos. Así que le reconocemos a Picasso el derecho a renovar el género de la pintura del retrato, como le pareciera más oportuno. 

De nuevo las observaciones de la señora Stein nos ponen en buena pista, cuando observa que al malagueño no le interesa «el alma» de las personas, como se decía entonces para referirse al logro de un retrato. Un día, paseando ambos por París, vieron a un hombre «de aspecto distinguido sentando en un banco»; y vuelto hacia ella, Picasso comentó: —Mira esa cara; es tan vieja como el mundo; todas las caras son tan viejas como el mundo. 

Para el pintor, recuerda la escritora, toda la realidad de la vida se hallaba en la cabeza, en el rostro y en el cuerpo de un individuo. Eran para él elementos tan importantes, persistentes y completos que no necesitaba pensar en ninguna otra cosa —en el alma, en la psique o en la personalidad— cuando realizaba un retrato. Para Picasso, cualquier rostro humano era como el de una madre para su hijo —la observación es de nuevo de Stein—. Antes de memorizar los rasgos faciales de su progenitora, antes de habituarse a ellos, el niño los ve como elementos de una forma gigantesca, sin proporción y sin analogías con el resto; cada uno, una realidad singular y desconectada de las otras. El niño ve la parte frontal del rostro y luego la lateral, y no las conecta imaginativamente; cada ojo es para él una entidad singular, no la repetición de una unidad que se reparte a pares por los rostros; la carnosidad de los labios, vistos de cerca, tienen una realidad individual, lo mismo que el caballete de esa nariz, la pupila de ese ojo y ese lagrimal... 

A su modo, Picasso conocía el rostro, la cabeza y el cuerpo humanos igual que un niño. Él veía cada una de las cosas reales, las observaba y como que las tocaba como si aún no las pudiera reconocer, como si aposta no las quisiera recordar, sino simplemente verlas. Y desde el punto de vista de la visión, Picasso estaba más que acertado que nosotros, adultos, pues la mayoría de las veces nosotros propiamente sólo vemos un rasgo parcial de la persona que observamos; el resto queda cubierto por un sombrero, la luz, la ropa, o cualquier otro accidente. Es sólo por costumbre (Stein no cita la psicología de la gestalt, pero podría haberlo hecho), que completamos habitualmente la totalidad de esa imagen con nuestros conocimientos adquiridos, con la información que retiene nuestra memoria sobre ese personaje individual o los de su género. Pero cuando el pintor Picasso veía un ojo, el otro no existía todavía para él. Él, más que nosotros, sabía ver, y su quehacer iba a consistir en gran parte en reeducarnos a los adultos para que llegáramos a saber ver. 

Pero primero tuvo que aprenderlo él mismo. Picasso, que aseguraba haber superado precozmente el periodo infantil del dibujo, tuvo que luchar para descubrir esa conciencia infantil, o mejor dicho, esa inconsciencia infantil; y para ser capaz de expresarse sin afectación, una vez instalado en el origen. 

Una conciencia original la conquistaría en primer lugar mediante la representación de la singularidad o unicidad de cada individuo real. Según Picasso, es preciso encontrar un signo singular para cada realidad individual. Él quería ser realista, y si una pierna no es un brazo, el dibujo de una pierna no podía ser el dibujo de un brazo. O ponte un árbol, por ejemplo. Y al lado de ese árbol, pon que hay una cabra. Y junto a la cabra, pon que hay una niñita que está cuidando la cabra. Pues bien, el pintor debe emplear un dibujo diferente para cada uno de esos elementos, porque la cabra es redonda, la niña cuadrada y el árbol, pues es como un árbol; pero si los dibujara de la misma manera, sería una falsedad. A cada realidad le corresponde un tipo de dibujo. 

Ello es una cosa endiabladamente difícil, no menos que endiabladamente importante. Joan Miró, que conoció los dibujos infantiles de Picasso a los que me he referido, dijo de ellos: «Son diabólicos. Diabólicamente precoces». Pero según Picasso, la verdad es lo contrario: que lo diabólicamente difícil es dibujar con la simplicidad de un niño. «Toda una vida me ha costado —aseguraba Picasso— aprender a dibujar como los niños, porque yo a su edad dibujaba con un virtuosismo académico, completamente impropio de mi edad». Quizá lo aprendiera de su padre, que era profesor de dibujo; pero de mayor, ya digo, Picasso quería dibujar como los niños, y lo consiguió. 

El dibujo no es ninguna broma, según Picasso. El que un simple trazo pueda representar a un ser vivo resulta magnífico, más aún: esconde algo muy, muy misterioso. Picasso lo decía no sólo porque un trazo puede representar la imagen de algo real, sino que se refería a su sustancia, a lo que las cosas son verdaderamente, más allá de sus apariencias. Rendir las cosas, cada cosa, mediante el dibujo; rendir su idea, su núcleo, mediante el dibujo, sobre el lienzo: eso es un prodigio mucho mayor que todas las prestidigitaciones, que todos los azares que ocurren en el mundo y que tanto asombran a muchos, según Picasso. 

De ahí que no haya nada más difícil que trazar correctamente una línea. Todo está en juego, cuando vamos a trazar una sola línea. Nadie sabe cuánto hay que calcular para poder trazar una línea que esté viva, nadie sabe cuánto cuesta definir con un trazo, de un solo trazo, la sustancia de una cosa, dice Picasso. En un documental sobre pintores contemporáneos que la televisión francesa realizó en 1946 sobre, entre otros, Matisse, hay una escena que ilustra a cámara lenta la angustia del pintor ante la inevitable y fatal primera línea. Picasso conoce ese documental y comenta cómo la escena en que el pincel de Matisse «planea» sobre el lienzo, sin decidirse a empezar por ningún lado, muestra hasta qué punto la mano y la mente calculan veloz, vertiginosamente, cuando se pinta. Picasso encontraba el mismo problema pero ya resuelto mucho antes, en el arte primitivo, con total sencillez. Le parecía a él que las líneas grabadas en las cavernas, que él conocía por reproducciones, tenían una pureza, es decir, una precisión incomparables, lo mismo que los bajorrelieves asirios, que también pudo estudiar en el Louvre. En el arte griego, por ejemplo, ya no había la misma pureza, según él. En el arte griego, según Picasso, había ya un elemento estetizante, hubo canon y reglas que había que imitar, a las que tenían que sujetarse. Entre los egipcios y los romanos también los hubo, pero estos últimos, gracias a su utilitarismo, embellecieron menos sus edificios y sus obras; en su simplicidad genuina fueron más sinceros que los griegos, más realistas que los esteticistas griegos. 

Pero a la sencillez de las cavernas están obligados los pintores que, como él, han sido hechos primitivos por los impresionistas. Picasso y su generación venían obligados a una operación, tan simple como difícil a la hora de dibujar: nombrar las cosas. Saber nombrar cada cosa por su nombre, dibujándola: eso era todo. Pintar para dar nombre preciso, exacto a cada cosa: con eso bastaba. Como Adán en el paraíso, cuando Dios le iba presentando las cosas por primera vez, antes de que existiera la mujer, el tenía que nombrar todas las cosas.

Si el pintor hace un desnudo, debe poder decir: desnudo. No el desnudo de la señora Miriam Fernanda, sino simplemente: desnudo. No imitar un pecho, sino decir: pecho. No imitar un pie, sino decir: pie. Decir mano, decir cintura, sin imitar una mano, sin imitar una cintura. Un solo trazo habrá de bastar para decirlo, como basta una palabra para nombrar cualquier cosa, sin circunloquios. Desnudo: encontrar el signo que diga «desnudo» al primer golpe de vista, como un contundente fonema plástico.

Sólo así el observador podrá ser un creador. Bastará que sus ojos recorran la línea que dice: desnudo, para crear él mismo un desnudo, junto al pintor. Nombrará el pintor el ojo, y lo crearán él y su observador. Nombrará el pintor el pie, y lo crearán él y su observador. Al ver sus dibujos, no podrá evitar quien los observe la palabra «ojo», ni ahuyentar de su cabeza la palabra «pie». Nombrará la cabeza de un perro, cuando una línea le imponga ese nombre; nombrará la rodilla de alguien, cuando una línea se la nombre. En dibujo, eso es todo. Con eso basta, según Picasso. 

Pero el observador tiene todavía mucho que aprender. La gente considera que si el pintor quiere dibujar un perro, pensará por ejemplo en Kazbek —así se llamaba uno de los perros de Picasso— para imitar su apariencia. Pero no ocurre así. El dibujo de un perro tiene que parecerse tanto a un perro concreto como el fonema «perro» tiene que parecerse a un can concreto. ¿Que analogía guarda la palabra «perro» con el cuadrúpedo que ladra? ¿Por qué el signo de un perro sobre el lienzo habría de parecerse entonces a un perro empírico? A un trazo dibujado sobre un lienzo, sostiene Picasso, no hay que pedirle que copie la forma externa de un perro, sino solamente que diga: perro. 

Un pintor debe observar la naturaleza, pero nunca puede confundirla con sus obras. Dibujar es encontrar el modo de traducir la naturaleza mediante un signo, que trasladamos al lienzo o al papel. 

Los signos guardan semejanza con el referente del que son dibujo, pero no son ni calcos, ni emulsiones de luz impresas en una banda de filme, ni reflejos sobre un espejo. Dibujar es crear vínculos visibles entre lo natural y su representación, pero vínculos que no son de identidad, sino de semejanza. Los filósofos hubieran dicho: de analogía. El dibujo no es idéntico a la cosa que representa, pero tampoco le es completamente extraño, por eso se dice: es análogo. El sonido de una flauta es análogo al del viento: se parecen en que se transmiten por el aire, pero se diferencian en que uno es producido por un individuo, que lo hace aposta, mientras que el otro lo viene produciendo la naturaleza. Un dibujo de un búho que hace Picasso es análogo a un búho real, cuando la línea que traza Picasso es capaz de evocar, en quien conoce ese tipo de animales, uno de esa especie, aunque estrictamente el dibujo de Picasso no copie a ninguno en particular. 

Ni el dibujo ni la pintura crean las cosas ni las hacen presentes, en el mismo sentido en que la naturaleza las crea o las hace presentes. Para Picasso, la naturaleza y el dibujo pertenecen a dos órdenes distintos, entre los que no hay posible acoplamiento. Cabe hablar de realidades naturales, por una lado, y de dibujos o de pinturas como referencias o signos a esas realidades; pero no cabe hablar, según Picasso, de pinturas naturales. Picasso no le daba la razón a sus críticos, cuando querían contraponer la pintura cubista a la pintura natural: tampoco antes que él hiciera cubismo, respondía Picasso, los pintores pintaban para representar o imitar la naturaleza. Más bien sucedía lo contrario. 

Si los seres humanos han dibujado y pintado en todos los tiempos ha sido precisamente para expresar su concepción de lo que la naturaleza no es, sostiene Picasso. Tratándose de los pintores primitivos a los que hemos hecho referencia, sus pinturas no eran la naturaleza ni pretendían imitarla, según toda evidencia, sostiene Picasso. Pero ni siquiera en pintores como David, Ingres o el mismo Bourguereau, que creían pintar la naturaleza tal como ella es, nada de lo que lograban podía confirmar esa suposición: Ingres dibuja como Ingres, y no como ningún otro; y al resto le ocurría igual. Nadie ha visto nunca una obra de arte «natural» —esa que todos o la mayoría de los hombres hayan dibujado o pintado de la misma manera—. El ejemplo a este respecto de los retratos es incontestable.

Velázquez —sostuvo Picasso— nos legó su visión de las gentes de su tiempo. Es innegable que esas gentes eran diferentes a como aparecen en sus cuadros, pero hoy no podemos imaginarnos a un Felipe IV que no sea el que pintó Velázquez. Rubens, por ejemplo, también hizo el retrato del rey, pero el suyo parece casi otra persona. Y nosotros creemos en el que pintó Velázquez, por la exactitud de la que él hace gala. 

Si podemos pintar cien cuadros sobre un mismo personaje o un mismo tema, ¿cuál de ellos será el verdadero? Cabe plantear incluso qué es más verdadero: si el modelo, o la imagen que el pintor ha creado de él. Porque, a propósito del retrato de Felipe IV, por ejemplo, la imagen de Velázquez hoy nos sigue impresionando más que ninguna otra: por tanto, la «verdad» del retrato de Felipe IV en el siglo XXI es más la del pintor que la del modelo. Arte y verdad son, pues, parámetros heterogéneos. Tratándose de la pintura, la verdad no existe. El arte es una mentira que nos ayuda a ser conscientes de la verdad o, al menos, de esa verdad que nos está permitido comprender, sostiene Picasso. Lo que el pintor ha de saber es de qué medios dispone para convencer a los demás de la veracidad de sus mentiras —para ser capaz de producir en ellos, si no admiración, al menos curiosidad frente a lo que hace—. 

Picasso reivindica para su pintura el mismo estatuto gnoseológico que, veinticinco siglos atrás, se le había concedido a la literatura. A propósito de las creaciones poéticas, la oposición entre lo verdadero y lo poético, entre la realidad natural y la ficción artística, ya había sido disuelta por la Poética de Aristóteles, en el siglo iv a. C. En los libros de la ciencia de la poesía, como luego en todas las poéticas renacentistas y barrocas que la siguieron, se decía que tanto las epopeyas como las comedias, los dramas como las novelas históricas son discursos a propósito de los cuales no cabe hablar de «verdad» o «falsedad» o, al menos, no en el mismo sentido en que se trata de ellas a propósito de la ciencia. 

Decir de una demostración científica que es falsa, es asumir que no se trata propiamente de una demostración y que, por tanto, con ella no hay modo de hacer ciencia —a generar, digamos, conocimiento indubitable—. Tratándose de las ciencias, no hay demostraciones verdaderas y demostraciones falsas, sino sólo demostraciones (porque verdaderamente demuestran), y no demostraciones (porque verdaderamente no demuestran). 

Pero al hablar de la «ficción» trágica, o épica, o cómica, resulta que determinados caracteres o acontecimientos, que son falsos o inexistentes cuando se refieren a determinados sujetos empíricos —cuando en la comedia Las nubes, por ejemplo, Aristófanes dice que a Sócrates le pegaba su mujer— esa atribución «falsa», no demostrada ni demostrable, no sólo no es algo que anule, cancele o invalide la ficción poética, sino que, por el contrario, la constituye. Toda ficción literaria, según se afirma, ya digo, en la Poética, está construida a partir no de acontecimientos o caracteres que ocurrieron u ocurren empíricamente de la manera descrita, sino de aquellos tan sólo que «pudieron» ocurrir de esa manera. Es interesante señalar que la palabra griega que se emplea en esa Poética para referirse a la relación entre la ficción literaria y la realidad histórica o natural —«eikon»—, tiene la misma raíz que la palabra que empleamos en nuestro lenguaje para referirnos a los «iconos». La ficción literaria no es una copia o imagen de la realidad, sino una representación de cómo los hechos podían haber ocurrido «icónicamente», es decir, verosímilmente, con toda la apariencia de la verdad. De manera análoga, una pintura no será una copia o calco de la realidad, sino su «icono»: una imagen que la significa, que la hace aparecer «como verdadera» ante nuestros ojos. Picasso habla de la «semejanza» entre lo dibujado y lo natural, cuando se refiere a una relación que no es ni de identidad total ni de completa alteridad, sino la de una analogía o semejanza por la que se descubre, a través de la diferencias entre el modelo natural y su imagen, su identidad más profunda. Al principio, antes de que los demás lo hicieran, Picasso empleaba la palabra surreal y se refería con ella a esa semejanza más profunda, más allá de las formas y los colores aparentes de las realidades, de los que el pintor partía y los cuales se proponía hacer presentes en el lienzo. 

Lo surreal comparece sobre el lienzo, sostiene Picasso, como una resemblanza o evocación de la realidad natural. Si el dibujo es capaz de evocar las cosas, no es porque represente su apariencia o manifestación natural, sino porque da forma, haciéndola visible, a su realidad más auténtica. Es notable que también en esto el término picassiano de surrealidad recuerda no poco a otro aristotélico, igualmente capital, que es el de la sustancia. Para el pintor y para el filósofo, es posible dejar aparte la apariencia de las cosas, y «leer dentro» de su núcleo, hasta comprender el meollo de su realidad. Aristóteles dirá que eso se puede conseguir por medio de la definición de la sustancia de las cosas, definición que se expresa a través de conceptos generales y diferencias específicas. Por su parte, Picasso sostiene que eso lo consigue él con la definición de la forma de las cosas, definición en la que él no emplea conceptos, sino líneas y colores. Para el filósofo, la sustancia —la surrealidad— de un ser no es lo que éste es según sus apariencias, ante nuestros sentidos, sino lo que la inteligencia ha comprendido de él como aquello a lo que no puede renunciar sin dejar de ser «lo mismo». Para Picasso, la forma dibujada de un objeto o de un cuerpo no es necesariamente una copia de su forma aparente, tal y como aparece ante nuestros sentidos, sino una forma tal que, no obstante su aparente alejamiento del fenómeno de las cosas, las representa mejor o más duraderamente, es decir, más esencialmente. 

Lo que el pintor hace no es copiar apariencias, sino ver y crear formas. La forma es también una apariencia, desde luego, pues los dibujos son realidades visibles. Pero las formas de las cosas que el pintor ve, donde los demás no ven nada, y que reproduce sobre el lienzo, significan con mayor profundidad su realidad. Eso piensa Picasso, al menos. Las formas de las cosas que él dibuja estarán tal vez alejadas de la imagen que la retina, o de la imagen que una cámara fotográfica guardarían de ese objeto; pero es lógico que sea así, porque los ojos del artista, a diferencia del objetivo de la cámara o la superficie del espejo, están abiertos a una realidad superior, sostiene él.

Dibujar la realidad es producir un signo que la evoque en el observador, a través de una semejanza o analogía que éste percibe por medio del dibujo o del color en una superficie. Unas veces, las líneas o formas dibujadas estarán muy próximas a la apariencia natural de la realidad, y cualquiera podrá reconocerla en ellas; otras veces estarán muy alejadas. En unos dibujos, resultará como si el pintor hubiera utilizado la palabra «cosa»; en otros, como si hubiera sustituido el fonema convencional por la expresión correspondiente en el slang: que hubiera dicho «cositinga» en vez de «cosa», pongo por caso, para romper el significado petrificado del signo y alcanzar así sentidos poéticos inusuales. Todo vale, cuando se trata de signos: también la marea sube o baja, sostiene Picasso, pero el mar siempre está ahí. 

Basta un trazo o un par de líneas para significar o evocar una realidad. Dos puntos sobre una superficie pueden transformarse en el signo de unos ojos, porque ellos bastan para evocar un rostro —a pesar de que no lo representen o, mejor dicho: lo evocan precisamente porque no lo representan—. Si no lo evocaran, no serían dibujo —no constituirían un signo—. Eso es lo extraño del dibujo en general, según Picasso: que la evocación de la realidad, desde el lienzo o el papel, pueda hacerse con medios tan sencillos. Dos agujeros o dos puntos son muy abstractos si se piensa en la complejidad del rostro humano; pero lo más abstracto en este sentido es el súmmum de la realidad. 

Sin embargo, el límite de la esencialización del dibujo es que no puede llegar a ser tan simple, tan simple, que deje de referirse a algo concreto; o que, en su indefinición, se refiere a tantas cosas posibles, que deje de referirse a ninguna concreta en particular. Picasso insistía en que, no obstante que algún trazo o algunas pinceladas de sus cuadros le parecieran abstractas al espectador, todas, en cualquiera de sus obras, querrían significar algo: un toro, una plaza de toros, el mar, la montaña, la gente... La dificultad radica en encontrar el medio de hacer comparecer sobre el lienzo cada trozo de la realidad con la misma sencillez con que lo hace la cosa en la naturaleza: la hierba sobre el lienzo como la hierba en la naturaleza, el árbol como el árbol, el desnudo como el desnudo. Sólo si el pintor es capaz de crear una definición gráfica directa, efectiva, sus dibujos operarán como la misma realidad y no como en el arte. Sólo si los signos que construye son capaces de desarrollarse por sí mismos, sin artificios, logrará el pintor una pintura tan inteligente que resulte como la vida. Sólo así sus artificios serán persuasivos, tendrán los mismos efectos intuitivos y emocionales que los reales, aunque estén hechos de pintura. Sólo así se consigue que un cuadro no sea una imitación de la naturaleza, sino una realidad equiparable a la naturaleza. Algo «otro» que la naturaleza, pero de eficacia similar para los espíritus. 

Unir la realidad y su representación pictórica por medio de un signo: dominar la realidad mediante signos, tener capacidad de convocarla, de hacerla presente, mediante signos: o el pintor sabe hacer eso, o no sabe nada. 

Por ello a Picasso no le da miedo hacer actos de poder cuando pinta. Un poder que usurpa a la naturaleza. Su decisión es inapelable: ocupa el trono de la naturaleza y ejerce su dominio, desvinculándose de la información que ella trata de imponerle, si a él no le conviene. 

El primero de los pintores libres fue Van Gogh, sostiene Picasso. El primero que no quiso trabajar imitando a la naturaleza, sino sirviéndose de ella, fue él. Van Gogh no partía de la pintura para llegar a la naturaleza, sino al revés: partía de la naturaleza para llegar a la pintura. Los artistas como él no copian la naturaleza, no la imitan, sino que permiten que los objetos pictóricos se revistan de apariencias reales. No se proponen transformar el sol en un punto amarillo sobre el lienzo, sino transformar, mediante su arte y su inteligencia, un punto amarillo sobre el lienzo en un sol. 

Y como Van Gogh, Matisse y otros más, que pintaron frente a la naturaleza, trabajando como dicen los chinos y los indios mexicanos: no imitando la vida, sino trabajando como ella; no creando lo que ella, sino creando como ella. Precisaban saber cómo forma la naturaleza las ramas y sentir cómo lo hace, no para imitar la forma de las ramas, sino para crearlas ellos mismo. 

El pintor recuerda que, de niño, tenía muchas veces el mismo sueño —una pesadilla—. Se veía a sí mismo con unos brazos y unas piernas enormes, que se le encogían y encogían, hasta hacérsele minúsculas. Con los otros personajes del sueño ocurría lo mismo, también sus brazos y sus cabezas se hacían gigantescas y luego enanas, diminutas. El sueño de las transformaciones le producía siempre mucho miedo. Pero luego, de mayor, cuando pintaba, no le daba miedo formar y deformar él mismo a voluntad las figuras, haciendo de ellas más o menos poderosos signos. Las proporciones naturales de las cosas no le ataban más las manos, y en los dominios de su arte se hacían flexibles y libres, se estiraban o se contraían, como en el sueño infantil, pero felizmente. 

—Uno no sabe habitualmente qué es lo que va a dibujar... —observaba—; pero cuando comienzas, enseguida nace una historia, una idea... y ya lo tienes. La historia crece, como en una obra de teatro, como en la vida... y el dibujo se transforma en otros dibujos, en una auténtica novela. Es muy entretenido, se lo aseguro. Al menos, yo me divierto enormemente inventando esas cosas y me paso horas enteras, dibujándolas, viendo y pensando qué hacen mis personajes. En el fondo, es una manera de escribir historias. 

Veamos cómo empieza su trabajo el pintor. Parte de una imagen más o menos vaga que le proporciona la realidad —no importa que él no sepa exactamente qué es lo que quiere, mientras sepa muy bien qué es lo que no quiere—. Hablando de la propiedad del trazo que le interesa, la palabra que mejor la resume es: «tensión». El trazo que busca Picasso debe vibrar, debe anticiparse el objeto. El pintor no cuenta más que con una línea, así que no importa si tiene que desviarse mucho de la apariencias. 

La cabeza que empieza a dibujar deviene, por ejemplo, un huevo, porque así es como el signo alcanza su mayor resonancia. No es una estilización que él se proponga; lo mismo que él, lo comprendieron los escultores de las Cícladas y no cuando jugaban o se entretenían, sino a la hora de fabricar ídolos [vid. ilustración pág.117]. Las figuras de sus dioses eran como huevos, fijados por un grueso cuello al cuerpo de los mismos. El cuerpo y la planta. Lo mismo que Picasso hace en su Femme au feuillage (1939). ¿Qué importa una cara sea cuadrada, cuando debería ser redonda? Y si provoca desconcierto, pues mejor. Pero este proceso de esencialización de las formas no puede ser ilimitado, si no quiere verse abocado a la abstracción —a la pérdida del referente del signo—. Tratándose, por ejemplo, de hacer un retrato uno busca, por medio de esas eliminaciones sucesivas, llegar a la forma pura, al volumen esencial y sin accidentes, pero uno se verá conducido fatalmente de nuevo a la forma oval. Y lo mismo al revés: si partimos del huevo, y siguiendo el camino y el propósito contrarios, llegaremos al retrato. Pero el artista tiene que evitar un camino tan simplista como ése, yendo de un extremo a otro; el artista ha de saber detenerse a tiempo. 

O más bien, alguien ajeno al arte, un no profesional que está detrás del artista, le dice al oído cuáles son en cada caso las decisiones correctas: que eso que hace está bien, y que eso otro va mal... Una especie de ángel de la guarda, asegura el pintor, que le impide continuar simplificando o, al revés, elaborando una pintura justo en el momento preciso. 

Todo es difícil: dibujar un brazo, una mano, etc. Pero no basta con lograrlo, con haber dibujado una buena cabeza o un buen árbol. Luego hay que adjuntar unos a otros: una cabeza más unos brazos, más un torso, más unas piernas, etc., hasta constituir la figura completa. No es de extrañar que, en el ensamblaje, al pintor le salgan formas en apariencia extrañas: cabezas muy grandes o muy pequeñas, pies colosales, manos-manopla más que manos con dedos... Cuando los elementos singulares se consideran elementos de un todo, cada uno puede sufrir recortes, ajustes, modificaciones. El ensamblaje implica habitualmente la supresión o la modificación de las apariencias naturales, al objeto de satisfacer imperativos plásticos. 

Estos imperativos se refieren, por ejemplo, a la atracción de los elementos de la composición. Ni las líneas ni las formas de una composición coexisten entre sí de modo neutro, plásticamente hablando. En razón de su proximidad o alejamiento, de su dirección y grosor, de su largueza y color, las líneas crean entre sí campos de fuerzas, energías de atracción o de repulsión que es preciso dominar. En cada composición, existe un punto de máxima tensión, hacia el que todas líneas se orientan. El pintor ha de comprender esa dynamis, y no importarle si para hacerla evidente y expresa, tiene que curvar alguna de las líneas o modificar la apariencia de alguna de las formas. 

Estas exigencias compositivas, tal vez difíciles de comprender para quien no las siente, son las que el pintor de ninguna manera puede eludir. Él puede hacer un cuadro entero, pensando en el efecto que logrará en una esquinita, a la que ni el coleccionista ni el connaisseur prestarán seguramente atención. 

Las líneas de un cuadro se cargan como los cables de la luz que, por efecto de una tormenta que se avecina, se polarizan y vibran merced a una brusca, pero invisible ionización; quien no es capaz de distinguir el efecto y el contraefecto, el zumbido y la vibración que las líneas de un cuadro ejercen entre sí, no entenderá muchas de las deformaciones a las que Picasso somete sus figuras, cuando al dibujarlos se anticipa a la tormenta. 

El pintor puede y, según Picasso, debe procurar dar expresión no sólo las fuerzas de atracción, sino también a las de repulsión. Porque sin drama no hay pintura, según Picasso. No hay pintura de Picasso sin drama, al menos. Por su puesto que se pueden realizar cuadros con partes en armonía, todas muy concordadas, muy bellas y tranquilas; pero entonces falta el conflicto. Y los conflictos le parecen esenciales a Picasso. 

Un dibujo, un cuadro, no debe existir sin contrastes: contrastes de dibujo —un ángulo agudo junto a una curva—, contrastes de forma —un círculo junto a un cuadrado—, contrastes de color —el blanco junto al negro—. Superficies completamente orquestadas, que se desarrollan plácidamente, a él no le gustan. O al menos, a él no le interesan: prefiere que en ese océano de beatitud suene un golpe inesperado de címbalos, un gesto de violencia concentrada que despierte al observador de su plácida somnolencia. Al margen de los valores plásticos, el dramatismo puede quedar determinado por el tema, aunque esto es excepcional, tratándose de Picasso. No cualquier tema es dramático por sí mismo, según el pintor de Málaga, aunque en cada tema hay un momento que sí puede ser visto dramáticamente. Un pollo muerto no sería en sí mismo un tema para un cuadro de Picasso, por ejemplo, como lo es para un Soutine; pero Picasso sí lo admitiría justo en un momento particular: cuando al ave le acaban de cortar el cuello y el cuenco lleno de sangre y el cu- chillo del matarife junto a él atestiguan todavía la intensidad de ese momento. 

Hablando del momento y del movimiento, Picasso no opina como Leonardo, ya que al español no le parece que la tarea de la pintura sea representar el movimiento, como sostiene el italiano, sino más bien lo contrario: la pintura ha de detener el movimiento, ha de detener la imagen del movimiento. Se trata según Picasso de ir más allá del movimiento, porque si no, el pintor va corriendo detrás de la realidad, sin alcanzarla nunca. Lo suyo es elegir un momento, para concentrar toda la realidad que le interesa; un punto de equilibrio que, más que como estado de reposo inerte, sea algo que se coge al vuelo, con derroche de reflejos, como un malabarista atrapa los bolos que le caen del cielo. 

Ese punto viene señalado habitualmente por la sorpresa. El sentido de la vista gusta de ser sorprendido, asegura Picasso, y por eso en su pintura él le proporciona sorpresas. El quid está en dar con un momento que contradiga las expectativas del espectador, que arremeta contra su lógica o sus hábitos pero que, al mismo tiempo, logre su acatamiento, su aquiescencia. 

El pintor va transformando los elementos naturales de que parte. Para la manera corriente de ver las cosas, y para los ojos adiestrados en la pintura tradicional, algunos de esos elementos son todavía perfectamente reconocibles: por ejemplo, el sillín de una bicicleta, su manillar... De repente, al artista se le revela una forma de combinarlos o componerlos de un modo tan inusual e inesperado, tan desconcertante y sin embargo, reconocible, que el espectador se verá obligado a inquietarse, a interrogarse emocionado sobre esa asociación inesperada de sillín y manillar de bici que, así compuestos, figuran una... Cabeza de toro. 

—Un día encontré en un montón de objetos revueltos —explicaba Picasso a Brassaï— un sillín viejo de bicicleta justo al lado de un manillar oxidado. Como un rayo asocié los dos. La idea de esta Cabeza de toro me vino sola. No he hecho más que soldarlos. Lo maravilloso del bronce es que puede dar a los objetos más heterogéneos tal unidad que a veces es difícil identificar los elementos de que está compuesto. 

Agnición o reconocimiento llamaba Aristóteles a este momento esencial de toda obra artística. Para que haya drama, el personaje ha de verse sorprendido por el reconocimiento de que su esposa amada es, al mismo tiempo... su progenitora. Estas emociones en conflicto o, más bien, esas emociones contradictorias, reconocidas ambas como existiendo simultáneamente en el mismo sujeto, son las que producen el drama, sea literario o pictórico. Aunque, como perspicazmente admitía Picasso a propósito de su Cabeza de toro, ha de cumplirse una condición: —Lo maravilloso del bronce es que puede dar a los objetos más heterogéneos tal unidad que a veces es difícil identificar los elementos de que está compuesto... Pero también esto es peligroso: si no se viera más que la cabeza del toro, y no el sillín de bicicleta y el manillar, esta escultura perdería todo su interés. 

Ese momento dramático —de aceptación de lo que se tenía por imposible— es el que interesa a Picasso en cada una de sus obras. Cuando crea, trata siempre de dar una imagen que la gente no se espera y que le parezca inicialmente lo bastante abrumadora como para resultar inaceptable. Porque se trata de convencer al espectador de que, aunque parezca inaceptable o imposible, en realidad no lo es. 

Un espectador cree saber lo que tiene delante, lo que se ofrece ante sus ojos, cuando es capaz de asociarlo, más o menos rápidamente, a una idea, a una experiencia, a un concepto. Si uno tiene un fondo referencial donde pueda echar el ancla a sus percepciones, entonces deja de interesarse por lo que tiene delante; psicológicamente, diríamos, deja de verlo cuando puede clasificarlo. 

Por eso, un pintor como Picasso tratará de destruir los malos hábitos intuitivos de los contempladores de sus cuadros; sus hábitos asociativos domésticos, por así decir, que, válidos tal vez en otros terrenos de la vida, y sobre todo en los prácticos, en la experiencia estética son completamente nocivos. Se trata de que el contemplador de sus cuadros vea por primera vez el fenómeno que se le presenta. De ahí que el pintor endilgue en un hermoso rostro una nariz de caballo: sabe que así, y sólo así, el espectador reparará en la nariz como en algo de apariencia monstruoso, caballuno. De esa manera obliga el pintor al espectador a ver una nariz, al objeto de que al final comprenda que la nariz que ve ni siquiera es... monstruosa. 

La lógica de la sorpresa es la misma que gobierna el sentido del humor, pues una estupidez inesperada nos hace reír, observa Picasso. Si el segundo libro de la Poética no permaneciese perdido, como hasta hoy, tal vez comprendiésemos mejor el sentido último del chiste, del gag que tienen éxito en el escenario. En todo caso, cuanto el filósofo dice en el primero de los libros de la Poética —ese que sí ha llegado hasta nuestros días— a propósito de la metáfora, en los textos dramáticos; y cuanto vuelve a tratar sobre esa figura literaria en el tercer libro de la Retórica, confirman plenamente la idea asociativa que, según Picasso, es esencial si no en toda obra de arte en general (Picasso nunca hizo ciencia poética), al menos en toda obra de arte salida de sus manos. 

Cuando Homero, sostiene Aristóteles, habla de «la de rosados dedos» refiriéndose a la aurora, está empleando una metáfora. El poeta logra conjuntar dos realidades heterogéneas, pues ni la mano está en el orden de los sucesos atmosféricos, ni éstos en el orden de la anatomía humana. Si el poeta hubiera dicho: «La aurora es como una mano de rosados dedos», estaría empleando una imagen o «icono» lingüístico, que es lo mismo que la metáfora, pero expresada mediante la palabra «como». En ella se vuelve a repetir el principio de la metáfora. 

La metáfora o la imagen lingüística logran encontrar una relación de semejanza o analogía entre una parte o aspecto de esas realidades heterogéneas, bajo la cual esta vez sí resultan comparables o asociables, en contra de nuestras expectativas iniciales. Por esto son grandes el poeta y el orador y, en general, quien logra persuadir o emocionar usando lenguajes metafóricos: porque son capaces de crear expresiones que, si tomadas aisladamente nada tienen en común, puestas en relación bajo determinado punto de vista nos descubren una convincente o deleitable semejanza. 

Las deformaciones y transformaciones de los objetos naturales que encontramos en los dibujos y en las pinturas de Picasso tienen, a mi juicio, este mismo sentido metafórico. El dibujo inusual nos hace ver la realidad más corriente de un modo inusual. Es preciso deformar, transformar lo que no es real —la pintura— para que la realidad común se nos aparezca, por contraste, en toda su hermosura. Si el poeta no cometiera el disparate lógico de comparar el fenómeno del amanecer con un miembro del organismo, tal vez nunca hubiéramos reparado cabalmente en la belleza natural de ese fenómeno que presenciamos todos los días. La ficción es, pues, un rodeo por la impropiedad, por la falsedad, por la inadecuación, para llegar a una intuición o una emoción superior, o al menos a una conciencia superior, entusiasmante de una vieja, acostumbrada y acaso moribunda percepción de la verdad. 

La sorpresa será tanto mayor cuanto más alejados estén los términos iniciales de la comparación. Una cosa es dibujar una nariz caballuna en un óvalo, otra poner los ojos en las piernas y otra aún dibujar el sexo junto a una oreja. El pintor puede modificar y desplazar a voluntad, nadie le dirá que no es libre para contradecir a la naturaleza, para deformarla cuanto quiera. Puede hacer un rostro de perfil y un rostro de frente, y forzarles a convivir en una misma forma. ¿Y los dos ojos, si no quiere hacerlos iguales? También la naturaleza hace muchas cosas como las hace el pintor, a golpe de patochadas. Y aunque las esconde, el pintor quiere que la naturaleza se confiese. Su pintura va a sacar a la naturaleza de debajo de la cama. 

—¿Desde cuándo un cuadro ha sido una demostración matemática? —se pregunta el pintor—. Nunca han sido creados con objeto de explicar (¿explicar qué, me pregunto?), sino de hacer surgir emociones en el alma de quien los contempla. Lo único que importa es que un hombre no quede indiferente frente a una obra de arte, que pase junto a él echándole simplemente un vistazo... Es necesario que vibre, que se conmueva, que él mismo se transforme en un creador, si no efectivamente al menos por medio de la imaginación... Hay que sacar al espectador de su somnolencia, sacudirle, apretarle la garganta, para que se haga de una vez consciente del mundo en el que vive...

Categoría: Pintura | Visiones: 1600 | Ha añadido: esquimal | Tags: poesia, Picasso, pintura, на которой будет представлен доклад | Ranking: 0.0/0

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