Bertold Brecht, «A los
que nazcan
después»
1. Qué tiempos
éstos.-- ¡Qué tiempos
éstos, sí! Tiempos de profunda transformación -y dejémoslo
en ello. Tiempos de incertidumbre y cambios tremendos, inmensurables,
tiempos
de desplazamientos globales, masivos, como si se corrieran las grandes
placas tectónicas que sustentan desde lo más profundo nuestro
mundo. Tiempos en los que incluso hablar de globalización, de
mundialización
de la economía o de homogeneización cultural, -es seguramente
quedarse corto, muy corto. Tiempos en que pensar todas esas
transformaciones
reclama por encima de todo percibir una que se refiere a nuestro propio
lugar frent a ellas: uno que vuelve a ser pasivo e inercial. Como si de
todos esos procesos -que se refieren a la transformación estructural
en profundidad de todos los órdenes de nuestro existir, en las
sociedades
contemporáneas- nuestro lugar como protagonistas activos y responsables
estuviera excluido. Como si, dicho de otra forma, todo respondiera a
procesos
inerciales de evolución sistémica, como si en ellos no nos
pudiera corresponder ya más papel que el de espectadores pasivos,
acaso y como mucho el de analistas, el de tristes escribanos
levantadores
de actas -patéticas actas. Como si la responsabilidad moral, política,
del hombre sobre su propio destino hubiera quedado, de nuevo, en
suspenso.
Como si no tuviera la acción combinada de pensamiento y voluntad,
de razón especulativa y práctica, de teoría y praxis,
potencial alguno para otorgarle al hombre el poder -y la
responsabilidad-
de conducir la evolución de su mundo, de sus mundos, el poder y
la responsabilidad de decidir sobre su vida, sobre la forma de su
existencia
-privada y colectiva, social e histórica.
Más que nunca es
preciso resistir a la presión de ese
espejismo, desembarazarse de la hipnosis con que nos embauca su espectro
-que ahora recorre el mundo amparado en los taimados disfraces del
pensamiento
único, el fin de la historia o la decepción instruida. Que
todo está ya decidido, que no puede pensarse -sino after the
facts-, que en nada nos es dado intervenir para construir la
historia,
nuestro lugar en los hechos, a la medida de nuestros objetivos morales
o políticos; que nada puede ser decidido fuera de las complejas
lógicas de un mundo que ha predispuesto que la totalidad de los
dispositivos decisorios sean absorbidos por un orden único: el
económico;
y que cualesquiera movimientos en la propia esfera del pensamiento o la
voluntad deben o someterse a su dictado -o caer en la fantasía
inoperante
y vacía de la mera especulación abstracta, consoladora, productora
de mitos analgésicos, meros placebos de autocomplacencia,... todo
ello prefigura el signo más terrible -pero a la vez más preciso,
más genuino e irrevocable- de nuestro tiempo. La evanescencia en
él del orden de lo político, la desactivación profunda
-que no podría nunca producirse sin una simultánea disposición
de la pura representación vacía de ese orden en el centro
mismo de todo el dominio del espectáculo que organiza toda posibilidad
de pensar nuestro mundo, nuestro presente, nuestra actualidad- de toda
convicción de que, por encima de todo, la dignidad de la condición
humana atraviesa la posibilidad de pensarse desde ese sesgo, bajo esa
perspectiva
-radicalmente política. No hay condición humana -allí
donde esa perspectiva ha sido saboteada, tornada estéril.
Es por lo tanto
preciso, más preciso que nunca lo ha sido -y
desde la urgencia de un proceso en curso que, a poco que se indague,
aparece
como una maquinaria demasiado compleja y efectiva, desoladoramente
eficaz-
resistir, rebelarse contra ese signo -el de la evanescencia de lo
político.
Es preciso, más allá incluso de ello, restituir su escenario,
recomponer su teatro -como real: en lo real. Restablecer los poderes
combinados
de pensamiento y voluntad para devolverle al hombre la convicción
de que su destino -es materia indecidida, sobre la que a él propio
le cabe toda responsabilidad. Es preciso restaurar el orden de lo
político,
repotenciar su registro en el dominio de lo público, para incluso,
y a partir de ello, repolitizar la totalidad de las esferas de la
existencia,
proceder a una politización radical -porque ello no significa nada
más que reconocernos libres y responsables- de nuestras relaciones
con todos y cada uno de los escenarios en que nuestra vida se
desenvuelve.
Para devolverle al ululante fantasma del completo desarme moral, que nos
viene entregando los envenenados regalos de una historia concluida o un
pensamiento unificado -el desdén de un «para nada».
Lejos de pensar así, lejos de creer que todo está concluido
-y que aquí no pasa nada: miseria de un pensamiento estratégicamente
anulado en su permanente escamoteo-, lejos de admitir que todo stá
en exclusiva sometido a la lógica de las instituciones, a las
determinaciones
de una complejización estructural de los mundos de vida que dispone
como única centralidad decisoria la negociación de los intereses
tejida bajo la presión exhaustiva del orden económico-productivo,
es preciso pensar que todavía queda tarea, misión. Mucha
tarea todavía, mucha misión. Y que ésta pasa en estos
momentos e inevitablemente, por la repotenciación política
de toda actividad -y muy particularmente de toda actividad en el orden
de las prácticas culturales. Porque son ellas, por entero, las que
han asumir la responsabilidad de disolver la fantasmagoría paralizadora
que la instrumentación interesada de una cultura axiológicamente
neutra, o cuando menos apolitizada, predispone. En efecto: ellas -las
prácticas
culturales, las vinculadas en última instancia al ejercicio del
pensamiento- tienen una responsabilidad última de la que nunca podrían
abdicar.
Tanto menos cuanto
mayor es la tentación -la evidencia- del
abandono,
de la retirada de toda escena del compromiso. Esa tentación tiene
su mejor coartada en la efectiva desactivación del propio orden
de lo político -devenido esfera sistémica integrada y fuertemente
sometida a las lógicas del espectáculo, en cuya servidumbre
mediática se disuelve como un teatrillo ridículo, irrisorio.
Para quienes él fuera depositario de toda esperanza, eje de una
concepción misma de lo antropológico organizadora de todo
un sistema de comprensión del mundo, esa transformación no
puede resultar sino desalentadora. La expresión de su desesperanza
parasitada en boca de un vendedor de automóviles -«I dont
beleive in ..., I just beleive in ...»- da la medida de nuestros
tiempos.
2. Máquinas de
guerra -para una política radical.--
Acaso sea preciso leer a contrapelo ese escenario de los síntomas.
Acaso en ese desvanecimiento de la escena central de lo político,
o más bien de lo político como escena centralizadora de un
modo de comprender e interpretar el mundo -y quizás todavía
transformarlo-, no deba reconocerse sino lo inadecuado de toda
pretensión
de globalizar y hacer confluir en un dominio exclusivo la diseminación
fractal de las estrategias de contestación, la multiplicación
proliferada de los movimientos de la resistencia, la dispersión
difusa de los escenarios mismos de lo político -en un sin fin de
heterotopías deslocalizadas, nómadas e infijables. Acaso
en efecto aquellas concepciones del poder que lo pensaron
primordialmente
en términos de soberanía -y afrontaron la consecución
de un orden justo de su administración bajo una prefiguración
consecuentemente monolítica- descuidaban la misma naturaleza
capilarizada
de los modos de su ejercicio. Si toda la reflexión postsesentayochista
de la filosofía francesa -Foucault y Deleuze, muy especialmente-
nos ha preparado para pensar adecuadamente en esos términos de
micropolítica,
a partir del análisis de las propias microfísicas del poder,
parecería ahora inocente -o interesadamente ingenuo- perseverar
en la construcción de una escena unidimensionada de lo político.
Como en tiempos en efecto pudo decirse del sexo, puede ahora decirse de
lo político: que está en todas partes -menos, acaso, en sí
mismo.
Pero no se trata
tanto de hacer epigramas, cuanto de articular
proyectos,
estrategias efectivas. De diseñar modelos de intervención
-máquinas de guerra, dispositivos activistas y agenciamientos efectivos-
que nos permitan saltar por encima de la apatía y el inmovilismo
generalizado, interesadamente alimentado. Parece preciso acaso partir de
esa constatación -la del desvanecimiento de lo político,
la de su ausencia de sí en su propio lugar- aunque sólo sea
para exigir una toma de conciencia de que su escena, donde quiera que
ella
habite, está ahora y totalmente por construir, es tarea.
Como Habermas mostrara hace ya tiempo del dominio específico de
lo público -y aquí hay algo más que un puro paralelismo:
hay seguramente una relación de contigüidad- es preciso ser
consciente de su desvancimiento estructural -de su desmantelamiento casi
programado- en las sociedades del capitalismo avanzado. Aunque sólo
sea para nunca olvidar que su producción -la del escenario de lo
público, pero también y por ello mismo la del de lo político-
es un trabajo pendiente, ahora más que nunca pendiente.
Acaso, además, la
posibilidad de cualquier contemporánea
definición de una política radical atraviese justamente el
trabajo de producir el programa o la estrategia -sólo ella supondría
un efectivo retorno de lo político- capaz de hacer converger,
en una política capilarizada de vasos comunicantes, la dispersión
de los movimientos sociales, las micropolíticas de insumisión
varia y las prácticas críticas y de resistencia allí
donde ellas se planteen. Importa seguramente menos garantizar la
convergencia
instrumental de todos esos momentos tensionales -la confluencia de todos
esos flujos dispersos- que asegurar la dinámica browniana
de su propia dispersión: es en ella donde reside toda su eficacia.
Cualquiera que sea la definición del módulo que las interconecte,
la efectividad de cualquier proyecto político radical, hoy,
necesariamente
habrá de respetar y aún programar esa misma dispersión
de las luchas multiplicadas y los escenarios micropolíticos, para
desde ella aplicarse a revocar las también diseminadas prácticas
del poder, los ejercicios de la dominación -y el sometimiento del
hombre por el hombre- irreductibles a la formulación de un panorama
unívoco o bipolar, o que únicamente explicite la cuestión
de la soberanía (sobre la que el horizonte de las democracias
parlamentarias
y el estado de derecho se autopresume perfil máximo, definitivo
y aún, desde la perspectiva del «pensamiento» que en
ello se da coartada, «único»). Si el poder es ante todo
una práctica -y no una estructura- y se produce y reproduce
infinitesimalmente
en cada uno de los escenarios en que día a día se desenvuelve
la existencia real, la vida cotidiana, no parece que ninguna orientación
política radical pueda conducir a lugar alguno si pierde de vista
esta óptica multi- y microperspectiva -y toda la retórica
de los nuevos «intelectuales orgánicos» empeñados
en abanderar la necesidad de relacionarse con las instituciones que,
desde
arriba, deciden las políticas globales que orientan, o creen orientar,
las «grandes tendencias» de nuestro cambiante mundo contemporáneo
queda, a partir de ello, desenmascarada y al desnudo. Quizás en
efecto uno de los momentos más interesantes de la conversación
entre Haacke y Bordieu que reproducimos en este número sea precisamente
ése en el que ambos ironizan sobre la supuesta estrategia de
«infiltración»
que ha llevado en tiempos recientes a tantos intelectuales
«comprometidos»
a integrarse activamente en el dominio de las instituciones, incapaces
de subvertirlas o meramente transformarlas y sirviendo en cambio su
entrada
únicamente para darles la cobertura y legitimidad moral -que ellas
pretendían.
3. Activismo -en
los márgenes de la institución-Arte.--
Cabe en todo caso pensar que uno de los diseños estratégicos
que mejores oportunidades prepara para esta concepción de la praxis
política entendida como co-disposición táctica de
un activismo diseminado en escenarios múltiples, abordados en su
autonomía molecular pero reconocidos en su mutua capilaridad, sea
la que abandera el apelativo de una democracia radical. Su
perspectiva
sin duda puede ofrecernos excelentes pistas para comprender en qué
sentido el mejor de los objetivos funcionales que una práctica política
contemporánea puede otorgarse pasa por esa multiplicación
de los escenarios de la intervención, tanto en los términos
de una politización directa de todo el campo de nuestras actuaciones
prácticas, -empezando por el propio de las intensidades y los afectos,
redefinido a partir de una concepción antiesencialista y posicional
de las subjetividades-, como en los de una ampliación sistemática
y estratégica de los territorios en los que extender como hegemónico
-desde la aplicacin de una concepción plural-agonística siempre
atenta a los derechos del disentimiento y la diferencia- un punto de
vista
favorable a la profundización radical de las formas de la participación
democrática.
Consideremos entre
esos territorios el de las instituciones
artísticas
y tendremos entonces un primer nivel en el que las problemáticas
del arte y la política se cruzan, necesariamente. «Hoy más
que nunca -escribía Derrida- nuestro trabajo es inseparable de una
reflexión acerca de las condiciones político institucionales
en que él se desarrolla». Si esto era indudablemente verosímil
en el campo específico a cuyo propósito fuera escrito -el
universitario, por cierto- es difícil pensar alguno que haga más
verdadera la afirmación -que el artístico, el de las prácticas
visual-comunicativas. En él en efecto, el trabajo de la producción
y el del cuestionamiento de la institución en cuyo seno ese trabajo
se produce -son inseparables, si es que no coinciden por entero. Más
que en ningún otro juego o práctica de comunicación
social, en el del arte cada actuación se reserva el derecho -si
es que no la obligación- a alterar con su tirada las reglas. Sometida
en efecto a la tensión de una dialéctica negativa, la del
arte es una práctica por fuerza enfrentada al autocuestionamiento
crítico y la revisión constante -y en ello comparece quizás
su estatura política más profunda- de su propia dimensión
institucional, socialmente cristalizada.
A ello se añade un
argumento más: si cualesquiera territorios
son legítimamente objeto de la reivindicación participativa
de la sociedad civil en su diseño y transformación estructural,
cuánto más cabe afirmar esto de un campo que en su especificidad
gestiona y modula -en el orden de lo simbólico- el registro por
excelencia constitutivo de socialidad: el de los imaginarios colectivos.
Se entiende bien entonces no sólo el espontáneo reclamo de
participación y opinión que en el tejido civil suscita cualquier
actuación institucional en este territorio específico -sino
la misma convicción de las propias comunidades especializadas de
que su asunto es competencia universalmente compartida por el total (por
el cualsea, digamos con Agamben) de la ciudadanía, de los
miembros de la comunidad. Que ello perfila una problemática singular
y específica del propio dominio «especializado» de lo
artístico -sumergido por fuerza en la paradoja a que le obliga su
tensión de dejar de serlo, de abandonar su existir «como separado»,
autónomo- es algo evidente, y sobre lo que en todo caso habremos
todavía de volver. Lo que de cualquier forma se impone ahora reseñar
como evidencia más patente frente a la constatación de este
reclamo de profundización de las formas de la participación
democrática de los ciudadanos en la definición -y transformación
estructural, donde sea necesario- de sus instituciones artísticas
y las políticas que ellas administran -es la brutal y reaccionaria
opacidad con que las administraciones públicas de nuestro país
vienen por norma actuando, no sólo no fomentando esos procesos de
participación ciudadana, sino al contrario debilitándola
y sometiéndola en exclusiva al imperativo verticalizado de los intereses
«políticos» -quiero decir, proyectados desde la esfera
hipostatizada de «lo político». Apenas una consulta
dirigida a los entornos de la comunidad especializada, muy calculada
siempre
además en función de las posiciones de fuerza de cada cual
en relación al «cuarto poder», y siempre en todo caso
realizada con un propósito meramente legitimante. Para cuándo
habrá de esperar en nuestro país un debate público
y abierto sobre modelos de políticas artísticas o museísticas.
Para cuándo ese debate en el que la discusión y el derecho
al disentimiento no se recubra con la mera organización formal de
la componenda de los intereses gremiales o corporativos. Para cuándo
una discusión pública y abierta que no se instrumente partidariamente
en beneficio de uno u otro círculo clientlar. Para cuándo
un «concurso de las ideas» públicamente dirimido y participado
que no personalice las dinámicas sucesorias al frente de las
instituciones
-sino la remita al contraste discursivo, público y racional de los
modelos y los programas. Para cuándo una tematización del
problema de las políticas artísticas en las sociedades actuales
que no se salde en oscura negociación a puerta cerrada de los intereses
particulares de unos cuantos presuntos representantes de los agentes
sociales,
resuelta, como siempre, en promesas confidenciales acerca de los tipos
del IVA aplicable, reformas fiscales en las leyes del mecenazgo,
promesas
genéricas sobre políticas de subvenciones y ayudas públicas,
o garantías de que se instrumentarán los medios para que
los museos mantengan políticas de compras «satisfactorias
para todos» -o cuando menos para los reunidos alrededor la mesa.
Para cuándo.
Pero no es cuestión
aquí de plantear todos estos temas
exhaustivamente -ni tampoco hemos en ningún momento buscado plantearlos
en el conjunto de este número de la revista. Baste con dejar sentado
aquí que lo muy reaccionario de las políticas artísticas
que actualmente se están planteando en nuestro país no se
percibe sólo en el irrespirable aire casposo y vetusto que las
caracteriza
-sino también y sobre todo en la total y sistemática desactivación
de cualesquiera mecanismos de participación ciudadana en su diseño
y transformación. Valgan estas líneas acaso para exigir que
se instrumenten cuanto antes esos mecanismos -y acaso también para
honrar los esfuerzos que autónomamente se vienen produciendo desde
las periferias mismas de las propias comunidades especializadas, gracias
a la aparición en ellas de movimientos asociativos e independientes
empeñados en exigir de manera constante y activa la apertura de
esos espacios en que hacer posible y efectivo el diálogo público,
la pública expresión del pensamiento. Es en esos entornos
-y en el contexto de una convocatoria al debate abierta a la plena
participación
ciudadana- donde nos parece que esta discusión cobraría sentido
pleno y efecto, y es por ello que el objeto de los textos aquí reunidos
es obligadamente bien distinto.
Continua......