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Inicio » 2010 » Julio » 18 » POLITICAS DEL ARTE I (s.21)
17.59
POLITICAS DEL ARTE I (s.21)

José Luis Brea


 

Bill Viola


«Se ha llegado al punto en que la mentira suena como verdad, y la verdad como mentira. Cada pronunciamiento, cada noticia, cada pensamiento, están preformados por la industria cultural. Lo que no lleva el sello de tal preformación carece de antemano de todo crédito, y más todavía desde que las instituciones de la opinión pública acompañan a cuanto sale de ellas de mil comprobantes fácticos, de todas las pruebas que la manipulación total puede recabar». 

Theodor W. Adorno, Minima moralia. 

«No cabe la vida justa en la vida falsa» 

Theodor W. Adorno, Minima moralia. 

«El arte no es una hermosa morada, sino una tarea para estar tratando siempre de solucionarla, tanto en su producción como en su recepción». 

Theodor W. Adorno, Teoría Estética. 

«¡Qué tiempos éstos, en que incluso hablar de árboles puede ser delito -pues significa callar acerca de tantas cosas ...!» 

Bertold Brecht, «A los que nazcan después»

1. Qué tiempos éstos.-- ¡Qué tiempos éstos, sí! Tiempos de profunda transformación -y dejémoslo en ello. Tiempos de incertidumbre y cambios tremendos, inmensurables, tiempos de desplazamientos globales, masivos, como si se corrieran las grandes placas tectónicas que sustentan desde lo más profundo nuestro mundo. Tiempos en los que incluso hablar de globalización, de mundialización de la economía o de homogeneización cultural, -es seguramente quedarse corto, muy corto. Tiempos en que pensar todas esas transformaciones reclama por encima de todo percibir una que se refiere a nuestro propio lugar frent a ellas: uno que vuelve a ser pasivo e inercial. Como si de todos esos procesos -que se refieren a la transformación estructural en profundidad de todos los órdenes de nuestro existir, en las sociedades contemporáneas- nuestro lugar como protagonistas activos y responsables estuviera excluido. Como si, dicho de otra forma, todo respondiera a procesos inerciales de evolución sistémica, como si en ellos no nos pudiera corresponder ya más papel que el de espectadores pasivos, acaso y como mucho el de analistas, el de tristes escribanos levantadores de actas -patéticas actas. Como si la responsabilidad moral, política, del hombre sobre su propio destino hubiera quedado, de nuevo, en suspenso. Como si no tuviera la acción combinada de pensamiento y voluntad, de razón especulativa y práctica, de teoría y praxis, potencial alguno para otorgarle al hombre el poder -y la responsabilidad- de conducir la evolución de su mundo, de sus mundos, el poder y la responsabilidad de decidir sobre su vida, sobre la forma de su existencia -privada y colectiva, social e histórica. 

Más que nunca es preciso resistir a la presión de ese espejismo, desembarazarse de la hipnosis con que nos embauca su espectro -que ahora recorre el mundo amparado en los taimados disfraces del pensamiento único, el fin de la historia o la decepción instruida. Que todo está ya decidido, que no puede pensarse -sino after the facts-, que en nada nos es dado intervenir para construir la historia, nuestro lugar en los hechos, a la medida de nuestros objetivos morales o políticos; que nada puede ser decidido fuera de las complejas lógicas de un mundo que ha predispuesto que la totalidad de los dispositivos decisorios sean absorbidos por un orden único: el económico; y que cualesquiera movimientos en la propia esfera del pensamiento o la voluntad deben o someterse a su dictado -o caer en la fantasía inoperante y vacía de la mera especulación abstracta, consoladora, productora de mitos analgésicos, meros placebos de autocomplacencia,... todo ello prefigura el signo más terrible -pero a la vez más preciso, más genuino e irrevocable- de nuestro tiempo. La evanescencia en él del orden de lo político, la desactivación profunda -que no podría nunca producirse sin una simultánea disposición de la pura representación vacía de ese orden en el centro mismo de todo el dominio del espectáculo que organiza toda posibilidad de pensar nuestro mundo, nuestro presente, nuestra actualidad- de toda convicción de que, por encima de todo, la dignidad de la condición humana atraviesa la posibilidad de pensarse desde ese sesgo, bajo esa perspectiva -radicalmente política. No hay condición humana -allí donde esa perspectiva ha sido saboteada, tornada estéril. 

Es por lo tanto preciso, más preciso que nunca lo ha sido -y desde la urgencia de un proceso en curso que, a poco que se indague, aparece como una maquinaria demasiado compleja y efectiva, desoladoramente eficaz- resistir, rebelarse contra ese signo -el de la evanescencia de lo político. Es preciso, más allá incluso de ello, restituir su escenario, recomponer su teatro -como real: en lo real. Restablecer los poderes combinados de pensamiento y voluntad para devolverle al hombre la convicción de que su destino -es materia indecidida, sobre la que a él propio le cabe toda responsabilidad. Es preciso restaurar el orden de lo político, repotenciar su registro en el dominio de lo público, para incluso, y a partir de ello, repolitizar la totalidad de las esferas de la existencia, proceder a una politización radical -porque ello no significa nada más que reconocernos libres y responsables- de nuestras relaciones con todos y cada uno de los escenarios en que nuestra vida se desenvuelve. Para devolverle al ululante fantasma del completo desarme moral, que nos viene entregando los envenenados regalos de una historia concluida o un pensamiento unificado -el desdén de un «para nada». Lejos de pensar así, lejos de creer que todo está concluido -y que aquí no pasa nada: miseria de un pensamiento estratégicamente anulado en su permanente escamoteo-, lejos de admitir que todo stá en exclusiva sometido a la lógica de las instituciones, a las determinaciones de una complejización estructural de los mundos de vida que dispone como única centralidad decisoria la negociación de los intereses tejida bajo la presión exhaustiva del orden económico-productivo, es preciso pensar que todavía queda tarea, misión. Mucha tarea todavía, mucha misión. Y que ésta pasa en estos momentos e inevitablemente, por la repotenciación política de toda actividad -y muy particularmente de toda actividad en el orden de las prácticas culturales. Porque son ellas, por entero, las que han asumir la responsabilidad de disolver la fantasmagoría paralizadora que la instrumentación interesada de una cultura axiológicamente neutra, o cuando menos apolitizada, predispone. En efecto: ellas -las prácticas culturales, las vinculadas en última instancia al ejercicio del pensamiento- tienen una responsabilidad última de la que nunca podrían abdicar. 

Tanto menos cuanto mayor es la tentación -la evidencia- del abandono, de la retirada de toda escena del compromiso. Esa tentación tiene su mejor coartada en la efectiva desactivación del propio orden de lo político -devenido esfera sistémica integrada y fuertemente sometida a las lógicas del espectáculo, en cuya servidumbre mediática se disuelve como un teatrillo ridículo, irrisorio. Para quienes él fuera depositario de toda esperanza, eje de una concepción misma de lo antropológico organizadora de todo un sistema de comprensión del mundo, esa transformación no puede resultar sino desalentadora. La expresión de su desesperanza parasitada en boca de un vendedor de automóviles -«I dont beleive in ..., I just beleive in ...»- da la medida de nuestros tiempos.

 

2. Máquinas de guerra -para una política radical.-- Acaso sea preciso leer a contrapelo ese escenario de los síntomas. Acaso en ese desvanecimiento de la escena central de lo político, o más bien de lo político como escena centralizadora de un modo de comprender e interpretar el mundo -y quizás todavía transformarlo-, no deba reconocerse sino lo inadecuado de toda pretensión de globalizar y hacer confluir en un dominio exclusivo la diseminación fractal de las estrategias de contestación, la multiplicación proliferada de los movimientos de la resistencia, la dispersión difusa de los escenarios mismos de lo político -en un sin fin de heterotopías deslocalizadas, nómadas e infijables. Acaso en efecto aquellas concepciones del poder que lo pensaron primordialmente en términos de soberanía -y afrontaron la consecución de un orden justo de su administración bajo una prefiguración consecuentemente monolítica- descuidaban la misma naturaleza capilarizada de los modos de su ejercicio. Si toda la reflexión postsesentayochista de la filosofía francesa -Foucault y Deleuze, muy especialmente- nos ha preparado para pensar adecuadamente en esos términos de micropolítica, a partir del análisis de las propias microfísicas del poder, parecería ahora inocente -o interesadamente ingenuo- perseverar en la construcción de una escena unidimensionada de lo político. Como en tiempos en efecto pudo decirse del sexo, puede ahora decirse de lo político: que está en todas partes -menos, acaso, en sí mismo. 

Pero no se trata tanto de hacer epigramas, cuanto de articular proyectos, estrategias efectivas. De diseñar modelos de intervención -máquinas de guerra, dispositivos activistas y agenciamientos efectivos- que nos permitan saltar por encima de la apatía y el inmovilismo generalizado, interesadamente alimentado. Parece preciso acaso partir de esa constatación -la del desvanecimiento de lo político, la de su ausencia de sí en su propio lugar- aunque sólo sea para exigir una toma de conciencia de que su escena, donde quiera que ella habite, está ahora y totalmente por construir, es tarea. Como Habermas mostrara hace ya tiempo del dominio específico de lo público -y aquí hay algo más que un puro paralelismo: hay seguramente una relación de contigüidad- es preciso ser consciente de su desvancimiento estructural -de su desmantelamiento casi programado- en las sociedades del capitalismo avanzado. Aunque sólo sea para nunca olvidar que su producción -la del escenario de lo público, pero también y por ello mismo la del de lo político- es un trabajo pendiente, ahora más que nunca pendiente. 

Acaso, además, la posibilidad de cualquier contemporánea definición de una política radical atraviese justamente el trabajo de producir el programa o la estrategia -sólo ella supondría un efectivo retorno de lo político- capaz de hacer converger, en una política capilarizada de vasos comunicantes, la dispersión de los movimientos sociales, las micropolíticas de insumisión varia y las prácticas críticas y de resistencia allí donde ellas se planteen. Importa seguramente menos garantizar la convergencia instrumental de todos esos momentos tensionales -la confluencia de todos esos flujos dispersos- que asegurar la dinámica browniana de su propia dispersión: es en ella donde reside toda su eficacia. Cualquiera que sea la definición del módulo que las interconecte, la efectividad de cualquier proyecto político radical, hoy, necesariamente habrá de respetar y aún programar esa misma dispersión de las luchas multiplicadas y los escenarios micropolíticos, para desde ella aplicarse a revocar las también diseminadas prácticas del poder, los ejercicios de la dominación -y el sometimiento del hombre por el hombre- irreductibles a la formulación de un panorama unívoco o bipolar, o que únicamente explicite la cuestión de la soberanía (sobre la que el horizonte de las democracias parlamentarias y el estado de derecho se autopresume perfil máximo, definitivo y aún, desde la perspectiva del «pensamiento» que en ello se da coartada, «único»). Si el poder es ante todo una práctica -y no una estructura- y se produce y reproduce infinitesimalmente en cada uno de los escenarios en que día a día se desenvuelve la existencia real, la vida cotidiana, no parece que ninguna orientación política radical pueda conducir a lugar alguno si pierde de vista esta óptica multi- y microperspectiva -y toda la retórica de los nuevos «intelectuales orgánicos» empeñados en abanderar la necesidad de relacionarse con las instituciones que, desde arriba, deciden las políticas globales que orientan, o creen orientar, las «grandes tendencias» de nuestro cambiante mundo contemporáneo queda, a partir de ello, desenmascarada y al desnudo. Quizás en efecto uno de los momentos más interesantes de la conversación entre Haacke y Bordieu que reproducimos en este número sea precisamente ése en el que ambos ironizan sobre la supuesta estrategia de «infiltración» que ha llevado en tiempos recientes a tantos intelectuales «comprometidos» a integrarse activamente en el dominio de las instituciones, incapaces de subvertirlas o meramente transformarlas y sirviendo en cambio su entrada únicamente para darles la cobertura y legitimidad moral -que ellas pretendían.

 

3. Activismo -en los márgenes de la institución-Arte.-- Cabe en todo caso pensar que uno de los diseños estratégicos que mejores oportunidades prepara para esta concepción de la praxis política entendida como co-disposición táctica de un activismo diseminado en escenarios múltiples, abordados en su autonomía molecular pero reconocidos en su mutua capilaridad, sea la que abandera el apelativo de una democracia radical. Su perspectiva sin duda puede ofrecernos excelentes pistas para comprender en qué sentido el mejor de los objetivos funcionales que una práctica política contemporánea puede otorgarse pasa por esa multiplicación de los escenarios de la intervención, tanto en los términos de una politización directa de todo el campo de nuestras actuaciones prácticas, -empezando por el propio de las intensidades y los afectos, redefinido a partir de una concepción antiesencialista y posicional de las subjetividades-, como en los de una ampliación sistemática y estratégica de los territorios en los que extender como hegemónico -desde la aplicacin de una concepción plural-agonística siempre atenta a los derechos del disentimiento y la diferencia- un punto de vista favorable a la profundización radical de las formas de la participación democrática. 

Consideremos entre esos territorios el de las instituciones artísticas y tendremos entonces un primer nivel en el que las problemáticas del arte y la política se cruzan, necesariamente. «Hoy más que nunca -escribía Derrida- nuestro trabajo es inseparable de una reflexión acerca de las condiciones político institucionales en que él se desarrolla». Si esto era indudablemente verosímil en el campo específico a cuyo propósito fuera escrito -el universitario, por cierto- es difícil pensar alguno que haga más verdadera la afirmación -que el artístico, el de las prácticas visual-comunicativas. En él en efecto, el trabajo de la producción y el del cuestionamiento de la institución en cuyo seno ese trabajo se produce -son inseparables, si es que no coinciden por entero. Más que en ningún otro juego o práctica de comunicación social, en el del arte cada actuación se reserva el derecho -si es que no la obligación- a alterar con su tirada las reglas. Sometida en efecto a la tensión de una dialéctica negativa, la del arte es una práctica por fuerza enfrentada al autocuestionamiento crítico y la revisión constante -y en ello comparece quizás su estatura política más profunda- de su propia dimensión institucional, socialmente cristalizada. 

A ello se añade un argumento más: si cualesquiera territorios son legítimamente objeto de la reivindicación participativa de la sociedad civil en su diseño y transformación estructural, cuánto más cabe afirmar esto de un campo que en su especificidad gestiona y modula -en el orden de lo simbólico- el registro por excelencia constitutivo de socialidad: el de los imaginarios colectivos. Se entiende bien entonces no sólo el espontáneo reclamo de participación y opinión que en el tejido civil suscita cualquier actuación institucional en este territorio específico -sino la misma convicción de las propias comunidades especializadas de que su asunto es competencia universalmente compartida por el total (por el cualsea, digamos con Agamben) de la ciudadanía, de los miembros de la comunidad. Que ello perfila una problemática singular y específica del propio dominio «especializado» de lo artístico -sumergido por fuerza en la paradoja a que le obliga su tensión de dejar de serlo, de abandonar su existir «como separado», autónomo- es algo evidente, y sobre lo que en todo caso habremos todavía de volver. Lo que de cualquier forma se impone ahora reseñar como evidencia más patente frente a la constatación de este reclamo de profundización de las formas de la participación democrática de los ciudadanos en la definición -y transformación estructural, donde sea necesario- de sus instituciones artísticas y las políticas que ellas administran -es la brutal y reaccionaria opacidad con que las administraciones públicas de nuestro país vienen por norma actuando, no sólo no fomentando esos procesos de participación ciudadana, sino al contrario debilitándola y sometiéndola en exclusiva al imperativo verticalizado de los intereses «políticos» -quiero decir, proyectados desde la esfera hipostatizada de «lo político». Apenas una consulta dirigida a los entornos de la comunidad especializada, muy calculada siempre además en función de las posiciones de fuerza de cada cual en relación al «cuarto poder», y siempre en todo caso realizada con un propósito meramente legitimante. Para cuándo habrá de esperar en nuestro país un debate público y abierto sobre modelos de políticas artísticas o museísticas. Para cuándo ese debate en el que la discusión y el derecho al disentimiento no se recubra con la mera organización formal de la componenda de los intereses gremiales o corporativos. Para cuándo una discusión pública y abierta que no se instrumente partidariamente en beneficio de uno u otro círculo clientlar. Para cuándo un «concurso de las ideas» públicamente dirimido y participado que no personalice las dinámicas sucesorias al frente de las instituciones -sino la remita al contraste discursivo, público y racional de los modelos y los programas. Para cuándo una tematización del problema de las políticas artísticas en las sociedades actuales que no se salde en oscura negociación a puerta cerrada de los intereses particulares de unos cuantos presuntos representantes de los agentes sociales, resuelta, como siempre, en promesas confidenciales acerca de los tipos del IVA aplicable, reformas fiscales en las leyes del mecenazgo, promesas genéricas sobre políticas de subvenciones y ayudas públicas, o garantías de que se instrumentarán los medios para que los museos mantengan políticas de compras «satisfactorias para todos» -o cuando menos para los reunidos alrededor la mesa. Para cuándo. 

Pero no es cuestión aquí de plantear todos estos temas exhaustivamente -ni tampoco hemos en ningún momento buscado plantearlos en el conjunto de este número de la revista. Baste con dejar sentado aquí que lo muy reaccionario de las políticas artísticas que actualmente se están planteando en nuestro país no se percibe sólo en el irrespirable aire casposo y vetusto que las caracteriza -sino también y sobre todo en la total y sistemática desactivación de cualesquiera mecanismos de participación ciudadana en su diseño y transformación. Valgan estas líneas acaso para exigir que se instrumenten cuanto antes esos mecanismos -y acaso también para honrar los esfuerzos que autónomamente se vienen produciendo desde las periferias mismas de las propias comunidades especializadas, gracias a la aparición en ellas de movimientos asociativos e independientes empeñados en exigir de manera constante y activa la apertura de esos espacios en que hacer posible y efectivo el diálogo público, la pública expresión del pensamiento. Es en esos entornos -y en el contexto de una convocatoria al debate abierta a la plena participación ciudadana- donde nos parece que esta discusión cobraría sentido pleno y efecto, y es por ello que el objeto de los textos aquí reunidos es obligadamente bien distinto.


Continua......

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