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Inicio » 2010 » Julio » 18 » POLITICAS DEL ARTE II (s.21)
17.54
POLITICAS DEL ARTE II (s.21)

José Luis Brea




 



4. Movimientos epocales del espíritu objetivo. La cuestión del arte autónomo y sus antinomias.


Se trata, en todo caso, de pensar desde la estricta perspectiva del hoy, teniendo en cuenta todo el conjunto de desplazamientos epocales que necesariamente afectan a las relaciones entre el arte y lo político. Al respecto, no puede carecer de consecuencias el mismo estado desvaneciente de lo político -del que lo artístico se concebía como laboratorio de pruebas o escenario anticipatorio de representación imaginaria, en un triple sentido que aclararemos- como eje simbólico organizador de todo un modelo de comprensión del mundo, como esfera central de todo un programa civilizatorio -el que identificamos con la modernidad misma. Todas las esferas de los mundos de vida y el conjunto global de las mediaciones discursivas -de lo que fue llamado el espíritu objetivo: las formas jurídicas, las instituciones sociales, las mismas formas culturales o artísticas...- eran y son únicamente pensables para ese programa desde la centralidad que define al sujeto de experiencia primordialmente bajo una perspectiva política -toda vez que la realizabilidad del proyecto expresado en las grandes narrativas de lo moderno se proyecta sobre la acción práctica no exclusivamente en los términos de una ética individual, sino en los puestos por la exigencia histórica de su resolución colectiva, ciudadana, revolucionaria tout court: en los términos más rigurosos de la liquidación concreta y específica de toda forma de dominio impuesta al hombre por el hombre. En lo que aquí nos interesa -es decir, en la medida en que ello se proyecta sobre el registro de las prácticas artísticas como horizonte organizador-, el proyecto de esa liquidación política de toda forma de dominación se aparece bajo una triple perspectiva: mediante la liquidación de la división del rabajo, mediante la liquidación del mercado y mediante la extinción misma -pero todavía política: como si se quiere su fase final- de lo propiamente político: es decir, y en última instancia, del estado mismo. 

No es nuestra pretensión aquí -puesto que no es el propósito de este escrito- hacer ninguna genealogía de la conceptualización política del arte que, según afirmamos, es característica de lo moderno. Para lo que aquí nos interesa bastará con sugerir la forma en que esa triple liquidación se proyectaba como organizadora, como reguladora, en el orden mismo de lo artístico. Por lo que se refiere a la extinción del mercado -de la reducción del mundo a la forma de la mercancía, como patrón único y universal regulador de todos los intercambios-, la función de lo artístico era hacer imaginable el sueño de un objeto no reducido -o fetichizado- según la economía del valor de cambio. Por lo que a la liquidación de la división del trabajo, lo artístico recibía el encargo de hacer pensable un mundo de reapropiación plena de todos los dominios de la experiencia para la totalidad universal de los sujetos de conocimiento. Finalmente, y por lo que al sueño de un dominio de mutuo reconocimiento universal de los sujetos de experiencia no identificable con la forma estado, de nuevo lo artístico hace suyo el encargo de hacer pensable esa posibilidad de producir un dominio de la acción comunicativa (una corporeización del sujeto trascendental, de la «humanidad» como universal absoluto) que no cristalice exclusivamente en los mecanismos de su institucionalización exhaustiva -el «horror de un mundo administrado» a que se refería Weber. Es obvio que la prefiguración de semejante esquematización de su horizonte regulador determinará de modo inexorable la naturaleza aporética de la misma conceptualización moderna de lo artístico -naturaleza bien conocida y estudiada desde Adorno, y en cierta forma bien asumida por todo el arte de vanguardia. Las paradojas de la «mercancía absoluta» -no menos lúcidamente pensadas por Benjamin que hábilmente explotadas por Warhol-, las del «todo hombre artista» expresado por Joseph Beuys -y demagógicamente predicado por la pléyade de sus farisaicos epígonos-, o las de una institución-Arte que de manera sistemática se alimenta de la absorción sucesiva de todo aquello que pretende negarla, son bien conocidas, y resultan precisamente de esta prefiguración política de lo artístico -entendido el horizonte de lo político justamente en los términos de la referida triple extinción. Sin caer en la tentación de pretender una resolución de este esquematismo paradojal, cabría resumir su condición en los términos de una antinomia primordial: la que consituye a lo artístico en el horizonte de una, digamos, «autonomía constantemente autonegada», permanentemente sometida al damocles suicida de una «muerte permanentemente aplazada». Si enuncia esa su muerte como cumplida -y como disuelta entonces la artística en el seno indiferenciado de la totalidad de la prácticas sociales- entonces pierde el lugar desde el que poder prefigurar en el orden del imaginario el conjunto de los horizontes de liquidación -que contemplan y aún hacen posible la suya propia en tanto que dominio separado. Si en cambio asimila y acepta como irrebasable su misma autonomía -en el horizonte proclamado por las concepciones partidarias de un mero arte por el arte-secularizada. Para esta antinomia -que sólo se aparecía en principio resuloble mirando hacia atrás: para aquel «arte del pasado» que enunciara Hegel- no hay salida. Ni siquiera ya esa pasadista -que con tanta frecuencia y desfachatez vemos adoptarse en los tiempos recientes- aunque sólo sea porque, y como sugería Debord, «el arte en su período de desintegración es un arte que es de vanguardia por necesidad, y es un arte que, ya, no es».  

Llegaríamos entonces tarde, -como la misma lechuza hegeliana- aun si consiguiéramos a estas alturas resolver el enigma de ese oscuro corazón antinómico del arte moderno. Y ello por cuanto no la dialéctica del espíritu o alguna misteriosa astucia de la razón, sino la lógica misma de la industrialización de la cultura de masas, en su contemporánea exacerbación, ha venido a dejarla atrás -si es que no lo ha hecho antes ya el propio desvanecerse del orden de lo político como eje organizador de nuestra conceptualización global del mundo -y por tanto también del arte. Cumplido ese desvanecimiento -que es preciso asumir, para desde él abordar ahora la tarea por entero pendiente de una repolitización radical de las prácticas artísticas y culturales realmente existentes- se hace preciso proceder de urgencia al desmantelamiento de una «idea» que ya no tiene la capacidad de operar como horizonte regulador de la dimensión ética de ninguna práctica real y concreta, y que ya sólo funciona como depotenciada abstracción falsificatoria: la misma que alimenta ese retrato fantasioso del artista bohemio, hombre de espíritu incontaminado, sin contacto con los «sucios» mundos de las relaciones mercantiles reales o el universo de las administraciones públicas -retrato que en su condición de fabulación encubridora impide justamente abordar la crítica de las relaciones de trabajo reales, concretas, del «artista como productor», la politización efectiva del trabajo específico de las prácticas artísticas en las sociedades actuales. El relato de que inevitablemente se nutre nuestra propia concepción de lo artístico -la todavía hegemónica en todas las sociedades contemporáneas- depende en efecto e inevitablemente de aquella «leyenda» moderna -y en tanto no se desenmascare la realidad de su condición de «ideal fracasado» en cuanto tal, no podrá ni percibirse su funcionamiento real como puro aparato legitimante y mera cobertura ideológica de las prácticas e instituciones reales y efectivas, ni abordar la efectiva crítica y transformación de éstas -su repolitización concreta y auténtica, que esa especie de mistificada politización simbólica residual impide, obvia.

 

5. Políticas del arte. O mejor: estrategias contemporáneas de politización de las prácticas artísticas.


Se trataría entonces -se trata entonces- de reemplazar y sustituir una conceptualización abstracta, universalizante y vacía del arte como fantasmagoría política -esa que consiente la clásica afirmación de que «todo arte es político»- por una batería efectiva de estrategias de politización concreta de las prácticas culturales y comunicativas que identificamos como artísticas. Se trataría y se trata, entonces, de abandonar los esquemas metafísicos de una supuesta Grandpolitik del arte y reemplazarlos por el desliegue concreto, diversificado y plural de una multiplicidad de políticas irreductible a la modelización globalizadora de un programa único -o unificado. En la medida de nuestras bien modestas posibilidades, el objetivo de este número de la revista es reunir un conjunto significativo de algunos de esos diversificados enfoques, bajo los que hoy se abordan diversas tentativas de politización efectiva y concreta de las prácticas culturales en el campo específico de la comunicación visual, en el ámbito de lo que todavía llamamos las artes plásticas. 

Uno de esos enfoques desarrolla lo que viene siendo descrito como «políticas de la identidad» -y varios de los textos reunidos en este número constituyen alguno de los mejores ejemplos que en esta dirección crítica pueden abordarse. No se trata de un bloque homogéneo y compacto, desde luego, sino más bien de un amplio abanico de prácticas que toman a la actividad creadora y expresiva como ocasión estratégica de activación de dispositivos productores de identidad, partiendo siempre de una perspectiva post-esencialista -e incluso abiertamente crítica con cualesquiera conceptualizaciones esencialistas de la subetividad. No se trata en ellos, por tanto, de afirmar o reivindicar los derechos o las especificidades diferenciales de unas u otras formas de la identidad individual o colectiva presumidas como ya dadas, sino de -y precisamente a partir del ejercicio de la crítica de cualesquiera conceptualizaciones universalizadoras del modelo esencialista de subjetividad- predisponer a la producción efectiva de dispositivos estratégicos capaces de inducir efectos de identidad. Bajo esa perspectiva, la identidad se concibe en los términos de una estricta posicionalidad del sujeto en el discurso como actuación -y aquí la teorización sobre los actos de habla performativos ha venido a aportar una perspectiva analítica singularmente interesante-, en el despliegue efectivo de las diversas prácticas sociales y comunicativas. Es una perspectiva que entonces se nos aparece cercana a la defendida por el comunitarismo político -perspectiva para la cual pensar al individuo fuera de su posicionamiento en una colectividad carecería por completo de sentido. Sin lugar a dudas la efectividad de las prácticas comunicativas visuales, como productoras de aquellos imaginarios colectivos en cuyo seno se reconoce el sujeto como partícipe de la comunidad, señala su enorme competencia y responsabilidad política al respecto -tanto en el sentido de la crítica de cualesquiera conceptualizaciones estabilizadas de la identidad como en el de esa productividad estratégica y pública de imaginarios colectivos. Una competencia política tanto mayor en las sociedades contemporáneas cuanto que en ellas el «condicionamiento de los modos de vida por el media audiovisual» tiende a ser cada vez más absoluto. 

Desde esa perspectiva, estamos ya muy cerca de reconocer la importancia de estas «políticas de la identidad» para todo el campo de los estudios culturales -con lo que nos deslizaríamos de lleno hacia el segundo de los territorios en los que este desarrollo de prácticas artísticas contemporáneas se ejerce con un carácter consciente y expresamente politizado. Si en el primero el objetivo crítico es el desmantelamiento de los modelos esencialistas de subjetividad, aquí se trata más bien de desmantelar el conjunto de presuposiciones mediante las que ese modelo de identidad -y todo un paradigma de comprensión del mundo a su alrededor- se construye a la medida de los intereses de dominación de un grupo étnico y cultural específico, hegemónico. Desde ese punto de vista, el objetivo que las prácticas artísticas vuelve a repetir el esquema: por un lado elevar la crítica contra las pretensiones de universalidad de ese modelo -en una denuncia de su etnocentrismo-, por otro favorecer la producción de imaginarios de reconocimiento diferenciales, bajo una perspectiva radicalmente multicultural. No se trata tanto -de nuevo- de una estrategia de defensa o recuperación de las identidades culturales, cuanto en realidad de una afirmación siempre desplazada de la diferencia. Cualquiera sea el dispositivo de identificación que presupongamos, por debajo de él se libera siempre el flujo de la disidencia, de lo diferencial -y flaco favor haría este modelo crítico si su resistencia sólo se ejerciera frente a una globalidad única, o pensada como tal: se trata de enfrentar cuales quiera flujos de corte, de código, para liberar bajo ellos una infinidad de líneas de deriva moleculares, impredecibles, en fuga. De hecho, se trata entonces de adoptar siempre la posición -a partir de una conciencia asumida de la irresolubilidad final del conflicto de las interpretaciones, de la diversidad insuperable de las concepciones del mundo- más favorable posible a hacer hegemónico únicamente el punto de vista pluralista radical: aquél que, desde dentro del conflicto y sin imaginarlo superado o siquiera superable, toma partido por las posiciones que más puedan favorecer el derecho a la disidencia, a la expresión del desacuerdo en un contexto de diálogo protegido, de derecho a la pública expresión del pensamiento. El retrato del mundo contemporáneo que esta cartografía nos ofrece parece reconocer mejores perspectivas para un resistencia a los protocolos de homologación cultural que se siguen del contemporáneo e irreversible proceso de globalización del mundo, no en una articulación segregatoria regulada por la forma nación. Sino más bien en la efectividad de una dispersión libre de los flujos de expresión diferencial capaz de jugar todas las bazas de sus contaminaciones mutuas: más por tanto en un esquema de fusiones y mestizajes multiculturales y desregulados que en la estructuración de un nuevo orden vigilado, desde una perspectiva indisimuladamente neoglobalizadora, por el acuerdo delegado de los estados-nación. Se trata de asegurar los potenciales de resistencia de la construcción diferencial del discurso -y las prácticas culturales de producción de imaginario poseen de nuevo una incuestionable responsabilidad directa al respecto- frente a los procesos contemporáneos de homologación cultural, de gran envergadura y alcance. 

Esta toma de partido por un pluralismo radical, ocupada en una crítica del etnocentrismo que avala los procesos contemporáneos de homologación cultural -en apuestas que nunca por tanto pueden ser localistas: sino multi y aún transculturales- se compromete a la vez y necesariamente con el desenmascaramiento de aquellos procesos sociales que toda la construcción mediática de la representación -pretende hacer pasar disimulados, encubiertos. Así, toda la retórica de la falsa pacificación del mundo globalizado pretendida en la proclamación de un «fin de la historia», que querría presuponer la culminación de un modelo posthistórico de consenso universal logrado en torno a un modelo «único» de estado y regulación social «civilizada», o la del estándar de las presuntas sociedades del bienestar sostenido -como generalizado. Las nuevas prácticas críticas hacen suya la tarea de evidenciar que por debajo de estas representaciones ideológicas de un mundo feliz y acabado resta mucho que desenmascarar, y que el horizonte de cualquier «idea de la justicia» -incluso aunque se domestique ésta en términos meramente procedimentales- está aún muy lejos de haber sido alcanzado -en un mundo que desplaza a las periferias, tanto geográficas como ciudadanas, todas las penurias de que se alimenta su escena lustrada, la de ese escenario del supuesto bienestar que prepara la coreografía burguesa de un mundo representado a la medida de las escasas y privilegiadas localizaciones geopolíticas en que rigen los valores de una economía suntuaria. 

Si el ánimo es aquí cercano todavía al espíritu del situacionismo -en lo que se dan por objetivo último la crítica misma del espectáculo y su mediación absoluta del dominio de la vida cotidiana- el método generalmente compartido por todo este tipo de prácticas es casi siempre el de la deconstrucción, toda vez que el instrumento para lograr efectuar en acto su crítica no es otro que el desmantelamiento inmanente de las propias estrategias de la representación, la puesta en evidencia de las implicaciones que se proyectan bajo ésta. Hablemos de la crítica a los modelos esencialistas de la subjetividad, de la multicultural del etnocentrismo o de la denuncia de las representaciones ideológicas del mundo contemporáneo, la crítica opera -muy especialmente si hablamos de las prácticas visuales- siempre en el espacio mismo de la representación, como una puesta en evidencia crítica de sus mismas insuficiencias -y complicidades implícitas. Ejerciendo la crítica del espectáculo desde el mismo dominio del espectáculo, la de la representación en el propio espacio de la representación, toda esta batería de alineamientos estratégicos encuentra en el doble gesto de la deconstrucción, por tanto, un dispositivo operacional efectivo para su predisposición crítica. Cualquier ilusión de mirada ingenua, tanto como cualquier presunción de habitar el seno de alguna exterioridad radical, algún horizonte incontaminado y salvífico, cede frente a la evidencia de plena inmersión en el orden de la representación, de las mediaciones -en cuyo seno se producen las prácticas culturles. No hay enunciado ideológicamente neutro, como no hay imagen o representación que no avale un posicionamiento, un sesgo, una construcción específica de la mirada o la visión del mundo. Algo que, de cualquier modo, se mueve en un horizonte que da por cumplido lo que ha sido descrito -véase al respecto la entrevista con Mouffe- como «disolución de los indicadores de certidumbre». 

El mundo para el que toda esta constelación de predisposiciones críticas nos prepara habita entonces de lleno el paradigma de las postestabilidades, un paradigma para el cual se hace buena la célebre tesis nietzscheana -según la cuál no existen los hechos, sino sólo las interpretaciones. Alejándonos progresivamente de cualesquiera pretensiones de estabilidad de las economías del sentido o la representación, este mapa nos prepara no sólo para habitar de facto el mundo del pluralismo consumado (lejos ya toda «loca ilusión de la verdad»), sino también para reconocer frente a él la capacidad de optar y posicionarse políticamente: tomando el partido favorable a esa deconstrucción crítica de cualesquiera pretensiones de estabilidad de las economías del sentido, la posición favorable al cuestionamiento relativizador de cualesquiera pretensiones de validación definitiva y aboluta de las interpretaciones del mundo. Toda visión del mundo está, desde este punto de vista, discursivamente construida, y ninguna representación es inocente o puede pretenderse definitiva y establemente «verdadera». Si ese carácter de «construida» de la representación es ahora plenamente reconocido, ello señala una responsabilidad específica para las prácticas culturales como prácticas de producción de imaginario, de sentido, de representación -que es tanto entonces como decir productoras de realidad. Puesto que no existe otra realidad que la producida, que la que resulta del crisol de las interpretaciones, las prácticas culturales ostentan directamente una responsabilidad política en su ejercicio: son en efecto «constructoras» de realidad, de mundo. Y esa responsabilidad aparece ligada al hecho de que son, en sí mismas, productoras de conocimiento, prácticas cognitivas que introducen y movilizan dispositivos de producción -o desproducción, o derivación- del sentido. Su carácter en tal sentido teorético -en tanto que portadoras de conocimiento, de representación, de «visiones del mundo» teoréticamente enriquecidas-, reestablece su vinculación con las prácticas teóricas, productoras de conocimiento en sentido estricto -también en el sentido deleuziano de una conceptualización política de la filosofía como producción de conceptos. Sin duda, esa conexión reestablecida de teoría y praxis puede por su parte augurar muy buenos tiempos para los potenciales del activismo político en el campo de las prácticas visuales. A reverso, además, garantizar el lazo de la teoría con la práctica, en el curso de un vínculo que, parafraseando a Bhabha, podríamos llamar hoy el compromiso de la teoría -que evidentemente exige, a la vez y en recíproca contaminación, de ellas y por su parte, «el compromiso con la teoría».


 

6. Políticas artísticas, todavía (por un momento).


Bastaría lo hasta aquí señalado para percibir hasta qué punto las políticas artísticas vigentes han quedado ya obsoletas. Toda la discusión sobre modelos de financiación de las instituciones artísticas -financiación pública de los estados o privada de las empresas: es de esto de lo que se habla cuando se habla de «políticas artísticas»- obvia el hecho de que las transformaciones estructurales de las prácticas artísticas reclaman un cambio estructural parejo y urgente en las propias instituciones que administran la distribución social del conocimiento artístico. Su dependencia ya del modelo pasadista -bajo la férula del conservadurismo estético e ideológico-, para el que el arte no puede ser sino «cosa del pasado», dependiente de su absorción tardía de potenciales mágic-religiosos, prepolíticos, ya del ilustrado, para el que la fantasmagoría de una dialéctica antinómica distorsiona y mistifica el carácter de toda actuación «artística», impide tanto avanzar hacia el reconocimiento de la mutación radical del sentido de las prácticas culturales -y muy en particular de aquéllas de la comunicación visual- en las sociedades contemporáneas, cuanto precisamente percibir el grado propio y específico de criticidad de cada práctica concreta. No hay imagen, discurso o práctica cultural neutral, ideológicamente no comprometida -la que no lo asume y declara lo está con las cosas tal y como son: es lo ideológico del «hablar de árboles»- y por esa razón la presunta neutralidad axiológica con la que se plantean hoy las políticas artísticas en su mayoría no hace sino evidenciar su conservadurismo profundo, larvado. 

Es por esto* que a la hora de valorar -políticamente- el trabajo realizado por las instituciones artísticas no puede obviarse el considerar el contenido efectivo de sus programas -de sus programaciones incluso: entrar en el análisis específico de sus contenidos. Sólo hasta cierto punto es posible establecer algunos parámetros de valoración abstracta y genérica de las políticas artísticas y museísticas en función de su «modelo». Pongamos un par de ejemplos: podemos valorar su apertura a la confrontación transcultural de los paradigmas; o su atención al carácter agonístico y refractario a toda estabilización de las economías del sentido en las prácticas visuales críticas -indudablemente también cabe valorar, y en un grado preferente, la especificidad de su interacción con las audiencias, con las comunidades ciudadanas, receptoras: ya hemos hablado de esto más arriba. Pero más allá de ello, es inevitable descender a la valoración específica de las actuaciones concretas, de los propios contenidos programados. No basta, en efecto, con que una programación de actividades sea abierta a la diversidad cultural y al agonismo temporal del valor estético como disentimiento para asegurar su interés -sí basta en cambio lo contrario para tener certeza de su falta de él-. Teniendo en cuenta la obsolescencia estructural de las propias instituciones artísticas, es sólo en la consideración directa de los contenidos mismos de programación, de las propias obras incluso, donde puede asentarse un fundamento de juicio, el objeto que permite valorar -quiero decir: valorar políticamente- las «políticas artísticas». Allí donde ellas -las obras mismas, los contenidos concretos programados- apuntan un grado específico de politización y son capaces de hacerlo pasar a través de la institución -que en realidad no está preparada sino para absorberlo, neutralizarlo, y convertirlo en el falseado espectáculo de una politización subsidiarizada y residual- allí son ellas mismas las que no sólo cualifican o no una política institucional como tal -sino que incluso permiten imaginar el au delá de esa forma institución que como ellas nos recuerdan, si cumplen bien su cometido, no está ahí dada de una vez y para siempre: sino para ser transformada, subvertida, e incluso abolida si fuera necesario. No en vano, en efecto, ése -la prefiguración de formas radicalmente otras de darse la institución-Arte, los instrumentos de distribución y apropiación social del conocimiento artístico- ha sido uno de los objetivos de investigación más tenazmente mantenido por todas las prácticas artísticas radicales, cuando menos en toda la segunda mitad de este tan mal comprendido (e interesante) siglo.

 

y 7. La imagen-movimiento (s.21): más allá de la institución-Arte.


Las transformaciones que en el ámbito de la imagen vienen produciéndose, por efecto de las innovaciones técnicas, son de gran envergadura. La emergencia y asentamiento reciente de todo un ámbito de la imagen-tiempo, de una auténtica imagen-movimiento, conllevará sin duda enormes consecuencias para todo el dominio de la representación. Su misma estructura ontológica habrá de verse variada, toda vez que el espacio en el que ella se constituía lo hacía por relación a una condición específica: la ausencia de dinamicidad temporal explícita en el propio dominio del significante (la imagen lo es siempre de un corte estático, correspondiente a un tiempo-único). Es cierto que para la imagen esta condición estatizada ha actuado siempre como límite, y que -tratado como tal- su desbordamiento (pero un desbordamiento teórico, abstracto, heurístico) ha sido siempre acariciado. En cualquier caso, no estaba dado en las condiciones técnicas de posibilidad de la misma ontología de la imagen, de la representación, el darse como dinámica en el tiempo, cinemáticamente, el darse en tanto que acontecimiento. Cualquiera fuese la mediación técnica bajo la que se produjera, la representación ha ostentado siempre un poder y un límite: darse estáticamente, suspender el tiempo del imaginario, re-presentar lo real como estático, inmóvil, estable y dado de una vez. Pintura o palabra, escritura u objeto, el dominio de la representación se ha consitutido siempre en la pérdida de una dimensión por excelencia constitutiva del ser de lo real, de lo existente: el darse en el tiempo, como acontecimiento, como existencia. Producir en el orden de la representación esa misma dinamicidad, ese carácter móvil, de temporalidad intrínseca al propio dominio del significante -ha sido siempre un desafío: pero hasta ahora jamás había sido una posibilidad técnicamente considerable, de modo pleno. Ni siquiera en su pensamiento -que se postulaba construido en el mismo dominio de la representación: siempre efectuando un corte inmóvil (o sucesivos cortes) en el acontecer del tiempo- al hombre le era fácil representarse el movimiento. La flecha de Zenón, congelada entre los dos frames estáticos de un relato descorazonador por demás, da la medida de una impotencia terrible: la de toda una economía genérica de la representación -para pensar lo real, el dominio del ser en cuanto existir, el orden del acontecimiento. 

Todos los poderes asociados a la imagen, a la representación -esos poderes de lo religioso y mágico, los poderes de la escritura o la palabra, los mismos poderes que asientan la fuerza sobre la que se alza todo el edificio de la metafísica occidental- dependen de este momento de congelación intemporal para el que todo aquello que habita su mundo -promete duración, eternidad. Frente a la irremisible experiencia del pasaje, del todo fluye, frente a la pasmosa evidencia del cambio como único signo mantenido en toda la experiencia de lo real, el hombre ha obtenido siempre del orden de la representación esa pequeña y frágil garantía de estabilidad -que le prometía la imagen, en su asociación mistérica al verbo. Ella, en efecto, venía si no a colmar sí al menos a calmar -su inducido, pero irrenunciable, desir de durer. Frente a la evidencia de la muerte, de lo pasajero de todo existir, el dominio de la representación amparaba un efecto tranquilizador: regulando toda la economía de lo pensable bajo el signo de la identidad, de la representación como ejercicio de reconocimiento de lo igual en lo diferente y cambiante, la asociación de palabra e imagen -como grandes administradoras de las economías de la estabilidad del sentido- ofrecía un asidero cuando menos provisoriamente seguro. No salvaba de la muerte real -pero al menos fundaba los poderes de la fe (y con ellos, por cierto, las estructuras más profundas del propio capitalismo: sobre qué base si no constituir el derecho, la personalidad jurídica o la misma estructura de la propiedad). Quienes consideran que el proceso de secularización de la experiencia de la imagen se ha cumplido suficientemente en las sociedades modernas -con el traslado de «las imágenes» desde las iglesias a los museos: y hacen bien Jauss, Gehlen o Habermas cuando al considerar el proceso de la estética moderna se obligan a retrotraerse hasta los primeros cristianos- ignoran que la lógica profunda, estructural, de la relación con la representación aún permanece poco menos que intocada. 

Qizás deberíamos considerar esta aparición histórica -puesta por el desarrollo de unas posibilidades técnicas hasta ahora radicalmente inéditas- como el más importante de los «avatares» de nuestro tiempo, el realmente capaz de inducir el auténtico desencadenamiento de esa oscura y magnificiente empresa -esa «política mundial», decía Benjamin- «cuyo método llamamos nihilismo». Tanto la subversión de la metafísica occidental postulada por Heidegger, como la inversión del platonismo, pregonada por Nietzsche, pueden encontrar su sueño actualizado en esta rearticulación estructural del propio espacio de la representación, en la capacidad de liberar en él un pensamiento de la diferencia no sometido, como escribiera Deleuze, a las exigencias de la representación. En tanto liberación de un pensamiento del acontecimiento, sus consecuencias nos resultan por completo imponderables. Aquella «loca potencia de la imagen», en efecto, se expresa con toda su desestabilizadora fuerza de subversión -en el dominio de la imagen técnica, donde ella hace posible el acontecimiento histórico, efectivo, de una «imagen-movimiento». 

Puede que muy pronto, en efecto, sólo extrañeza e incomprensión presida el recuerdo de los milenios que la humanidad recorrió cautivada -hundiendo su mirada hipnotizada en esas imágenes quietas, muertas y estáticas, como si más allá de ellas o en ellas escuchara siempre el relato de su propio misterio- por los poderes de la representación, como aseguradores de una economía del sentido estable. En donde ella se apoyara no sólo en todas las estratagemas del logocentrismo, sino también en la alianza que con su economía establecía la fijeza espacializada de la imagen -desposeída en una ritualidad sacrificial y milenaria del poder de transcurrir, de darse en el tiempo- todas las promesas de un proyecto civilizatorio de muy hondo calado quedan definitivamente en suspenso. Pues no se trata sólo de una modificación en profundidad de la propia ontología de la imagen, de la representación, sino también y necesariamente de una transformación estructural de la propia fenomenología de nuestra relación -de percepción y conocimiento- con ellas. Como quiera que sea, lo menos que podemos decir de este advenimiento epocal de las condiciones de posibilidad de una imagen-movimiento es que sus consecuencias nos resultan por ahora incalculables ... 

Pongamos que la historia de las prácticas de producción visual de este siglo han tenido mucho que ver en su desarrollo con la intuición de esta emergencia -que desde luego viene hace ya bastante tiempo anunciándose, culminando con la reciente cinematografización de las «artes plásticas»- y no sólo estaremos en condiciones de releer bajo otras claves todo el despliegue de su crítica inmanente al dominio de la forma, al propio orden de le representación, sino también en condiciones de intuir el enorme desafío al que ahora estas prácticas se enfrentan. Si añadimos además el factor de radical desplazamiento que para la lógica de su distribución social conlleva el hecho de que en el ámbito de la imagen técnica, y definitivamente, la diferencia ontológica entre copia y original queda por completo barrida -y no ignoremos que la preservación de esa diferencia ontológica estaba vinculada al propio condicionamiento espacializado de la representación: la supresión activa de toda la temporalidad de la imagen implicaba necesariamente la fijación inamovible de un aquí y un ahora dado: su remisión a un «origien» irrepetible- y podremos incluso intuir cómo habrán de ser las prácticas artísticas -¿las seguirán llamando todavía así?- del siglo que viene. Quiero decir -de ese siglo que dentro de sólo dos años ya, tendremos ya que empezar a llamar «este siglo». Y mientras tanto -y frente al vértigo del brutal abismo que de todo ello todavía nos separa- ¡tener que soportar esta especie de anegamiento en la tesis de que todo está estancado, que los lenguajes del arte están agotados, que han perdido historicidad, desafío, e que aquí no pasa nada ...! 

¡Cómo no ver incluso que la propia estructuración social de todo el dominio de la institución-Arte (y no me refiero sólo a la institución museística: sino a la misma existencia del arte como tal «institución social») está configurada según el patrón de este condicionamiento espacializado de la representación como estaticidad! La vinculación de los mecanismos de distribución social del conocimiento artístico responden por entero a este condicionamiento de objeto -la remisión «de origen», a un aquí y ahora fijados, estatizados, es también una remisión al «original» frente a la copia, frente a la reproducción. Cualquiera sea el ámbito de alcance que queramos darle a esos procesos de distribución social del conocimiento artístico -sea privado, sea público- el mecanismo efectivo que puede instrumentarse es siempre un mecanismo lastrado por ese peso del objeto en cuanto tal: llámese galería o museo, sea su destino final el coleccionista privado o el público, la condición de la distribución pública del conocimiento artístico -y aquí Benjamin erró al pensar que la «tecnización» de la reproducción bastaría para revocar todo el mecanismo: era necesaria la misma «tecnización» del original, hasta hacerlo indiferenciable de su reproducción- atravesaba siempre esa especificación «objetualizada», materializada, reificada. Y hasta donde ella alcanzara, requería consiguientemente la mediación de una institución específica -museo, mercado- para hacer posible su distribución social. 

Huelga señalar que todo el programa de desmaterialización de objeto -estrechamente vinculado a toda la experimentación subversiva de producción de un efecto-signo que fuese definitivamente equivalente a su copia infinitamente distribuible- marca de nuevo buena parte del proyecto de crítica radical inmanente que caracteriza la investigación más reciente de la vanguardia. Y que esta experimentación obtiene sus mejores resultados allí donde precisamente se genera con la forma de la propia mediación distribuidora -que es el objeto de experimentación más radicalmente abordado por el arte de la segunda mitad de siglo, insisto-. Lo que llamamos media-art -alguno de cuyos primeros y secretos pasos estuvieron en los proyectos para revistas, el mail y el radio arte, el fotoconceptualismo, la videoperformance, el videoactivismo o incluso la propia instalación (en tanto toma la arquitectura interior del museo o la galería como media en sí mismo)- es justamente un trabajo de investigación sobre esos procesos de desmaterialización de la obra, de producción de objetos sutiles, de fisicidad irrelevante, a la vez que un proyecto de intervención radical en la transformación estructural de los mismos dispositivos de distribución social del conocimiento artístico -llamáranse éstos exposición, museo o galería- concebidos todavía bajo el lastre espacializado del objeto. Malamente podían en efecto realizarse en ellos no sólo los ideales de lo moderno -de generalizar dispositivos de difusión universalizada de la experiencia estética- sino incluso las mismas expectativas de las industrias culturales crecidas a la sombra de ellos. No: definitivamente ni el coleccionismo privado ni el público han dado nunca satisfactoria respuesta a esos procesos de conversión de la cultura en cultura de masas -porque ni el museo ni la galería de arte son, lastrados por el peso de la especificidad de objeto (y el valor no sólo simbólico asociado a la mecánica de su distribución social) adecuados dispositivos para asegurar esa idea de una apropiación masiva de la cultura -que pretendía lo moderno. 

Pero todo eso está ahora en trance de cambiar -ciertamente. Y no sólo porque las mismas transformaciones tecnológicas que han permitido la emergencia histórica de una imagen-movimiento en la órbita de la imagen-técnica estén ya en condiciones de permitir también la de un dominio de la representación no objetualmente condicionado -sino total y absolutamente desmaterializado,transformado en mero portador deslocalizado de cantidades específicas de información. No sólo por ello sino también porque junto a ellas se pone a la vez, y de modo consecuente, la posibilidad de generalizar medios de distribución específicos con potencialidad ahora sí de lograr alcance universal, toda vez que el lastre del condicionamiento espacializado -ese que requería que toda la experiencia de la imagen tuviera que darse en espacios «físicos», en edificios, en localizaciones dadas sobre las que fijar el «aquí y ahora» en un origen espaciotemporalmente localizado-, queda en suspenso. Que de ello puede seguirse -que en poco tiempo habrá de seguirse- una transformación «estructural», profunda, del propio dominio de la institución-Arte es algo que, me parece, va ahora ya de suyo. 

Con todo, no cabe -por supuesto- ser ingenuo. Que ese previsible derrumbe -como hegemónicas, en lo que a la carcterización epocal de la forma de la experiencia artística- de las estructuras de distribución social del conocimiento estético y las insituciones vinculadas a esa función esté ciertamente ya a la vista, no quiere decir que ello tenga que necesariamente considerarse un éxito específico del propio programa de autocrítica radical inmanente de la vanguardia tardía. Es obvio, es más, que éste no pasa por buenos momentos -si atendemos a su capacidad actual de producir autorreflexión. Tampoco puede pensarse que ese conjunto de transformaciones estructurales -de muy profundo calado político- pueda verse cumplido sólo por la emergencia de unos desarrollos técnicos -que a la postre no hacen mucho más que poner sus condiciones de posibilidad. Por delante y por encima de todo ello, pesa la propia presión de la expansiva forma de la cultura de masas, que sin duda encontrará en estas nuevas estructuras de distribución de la experiencia artística las mejores ocasiones para organizar, por fin de modo rentable, su industria. 

Eso significa que del sueño político del derrumbe de estas estructuras de la institución-Arte, tal y como la conocemos, vendrá muy poco tiempo más tarde a despertarnos la realidad de una forma renovada y aún más exhaustivamente industrializada, y que aquellos revividos imaginarios de la comunicación directa entre sujetos de conocimiento -en un dominio del que la mercancía, la división del trabajo y la experiencia, y el propio estado como mediador de toda relación en lo público, se hayan desvanecido de nuevo-, se esfumarán rápidamente, como humo en el aire o lágrima en la lluvia. Al contrario, puede que incluso no nos quede otro remedio que reconocer a toda prisa que si en este proceso -en el que ciertamente se cumple un desbordamiento de la lógica de la institución-Arte que conocemos- tiene lugar una cierta disolución del existir separado de lo artístico en las sociedades actuales, su plena e indiferenciada inmersión en el seno del sistema general de la imagen, ella no sucederá sino en beneficio de su integración plena en el seno de las industrias del entretenimiento, en el curso de ese proceso de evolución característico de las sociedades del capitalismo avanzado que ha sido descrito como «estetización del mundo». Que ello sea así, que esa disolución del existir separado de lo artístico se cumpla como plena absorción en las industrias del entretenimiento, o sirva en cambio y todavía a los intereses de generación de plataformas de comunicación directa y no mediada, o a los del mismo desmantelamiento de la representación como instrumentadora de toda nuestra relación con los mundos de vida, señala nuestra responsabilidad -como artistas, como críticos, como agentes sociales implicados en la transformación efectiva de las prácticas visuales concretas. 

Una responsabilidad que, sin duda, es ella misma política -y que es forzoso asumir, dejando atrás el clima de decepción anticipada que delega toda la responsabilidad de la historia en las ciegas manos de los procesos que rigen los sitemas sociales (lo que en última instancia significa abandonarlos al mejor interés e las industrias). Cualquier cosa que ellas, las prácticas visuales, lleguen a ser, nuestra responsabilidad es intervenir para conducir sus procesos de transformación conforme a objetivos éticos, políticos y sociales definidos, voluntaria y racionalmente asumidos. 

Es mucho, en efecto, lo que está en juego. No sólo el futuro de las propias prácticas de la comunicación visual, sino también -y reconociendo la tremenda incidencia de éstas en el mundo contemporáneo, su capacidad casi absoluta de condicionar los mundos de vida actuales- el de la totalidad con la que ellas se relacionan, en el que ellas se inscriben. Como quiera que sea, y sea cual sea la posición que particularmente adoptemos frente a ello, ésa -y es muy grande- es ahora, en efecto y definitivamente, nuestra absoluta y propia responsabilidad -como artífices de un tiempo que ahora ya, ha comenzado.


Tomado de:

www.accpar.org












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