4. Movimientos epocales del espíritu objetivo. La
cuestión
del arte autónomo y sus antinomias.
Se trata, en todo caso,
de pensar desde la estricta perspectiva del hoy, teniendo en cuenta todo
el conjunto de desplazamientos epocales que necesariamente afectan a las
relaciones entre el arte y lo político. Al respecto, no puede carecer
de consecuencias el mismo estado desvaneciente de lo político -del
que lo artístico se concebía como laboratorio de pruebas
o escenario anticipatorio de representación imaginaria, en un triple
sentido que aclararemos- como eje simbólico organizador de todo
un modelo de comprensión del mundo, como esfera central de todo
un programa civilizatorio -el que identificamos con la modernidad misma.
Todas las esferas de los mundos de vida y el conjunto global de las
mediaciones
discursivas -de lo que fue llamado el espíritu objetivo:
las formas jurídicas, las instituciones sociales, las mismas formas
culturales o artísticas...- eran y son únicamente pensables
para ese programa desde la centralidad que define al sujeto de
experiencia
primordialmente bajo una perspectiva política -toda vez que la
realizabilidad
del proyecto expresado en las grandes narrativas de lo moderno se
proyecta
sobre la acción práctica no exclusivamente en los términos
de una ética individual, sino en los puestos por la exigencia histórica
de su resolución colectiva, ciudadana, revolucionaria tout court:
en los términos más rigurosos de la liquidación concreta
y específica de toda forma de dominio impuesta al hombre por el
hombre. En lo que aquí nos interesa -es decir, en la medida en que
ello se proyecta sobre el registro de las prácticas artísticas
como horizonte organizador-, el proyecto de esa liquidación política
de toda forma de dominación se aparece bajo una triple perspectiva:
mediante la liquidación de la división del rabajo, mediante
la liquidación del mercado y mediante la extinción misma
-pero todavía política: como si se quiere su fase final-
de lo propiamente político: es decir, y en última instancia,
del estado mismo.
No es nuestra pretensión aquí -puesto que no es el propósito
de este escrito- hacer ninguna genealogía de la conceptualización
política del arte que, según afirmamos, es característica
de lo moderno. Para lo que aquí nos interesa bastará con
sugerir la forma en que esa triple liquidación se proyectaba como
organizadora, como reguladora, en el orden mismo de lo artístico.
Por lo que se refiere a la extinción del mercado -de la reducción
del mundo a la forma de la mercancía, como patrón único
y universal regulador de todos los intercambios-, la función de
lo artístico era hacer imaginable el sueño de un objeto no
reducido -o fetichizado- según la economía del valor de cambio.
Por lo que a la liquidación de la división del trabajo, lo
artístico recibía el encargo de hacer pensable un mundo de
reapropiación plena de todos los dominios de la experiencia para
la totalidad universal de los sujetos de conocimiento. Finalmente, y por
lo que al sueño de un dominio de mutuo reconocimiento universal
de los sujetos de experiencia no identificable con la forma estado, de
nuevo lo artístico hace suyo el encargo de hacer pensable esa
posibilidad
de producir un dominio de la acción comunicativa (una corporeización
del sujeto trascendental, de la «humanidad» como universal
absoluto) que no cristalice exclusivamente en los mecanismos de su
institucionalización
exhaustiva -el «horror de un mundo administrado» a que se refería
Weber. Es obvio que la prefiguración de semejante esquematización
de su horizonte regulador determinará de modo inexorable la naturaleza
aporética de la misma conceptualización moderna de lo artístico
-naturaleza bien conocida y estudiada desde Adorno, y en cierta forma
bien
asumida por todo el arte de vanguardia. Las paradojas de la «mercancía
absoluta» -no menos lúcidamente pensadas por Benjamin que
hábilmente explotadas por Warhol-, las del «todo hombre artista»
expresado por Joseph Beuys -y demagógicamente predicado por la pléyade
de sus farisaicos epígonos-, o las de una institución-Arte
que de manera sistemática se alimenta de la absorción sucesiva
de todo aquello que pretende negarla, son bien conocidas, y resultan
precisamente
de esta prefiguración política de lo artístico -entendido
el horizonte de lo político justamente en los términos
de la referida triple extinción. Sin caer en la tentación
de pretender una resolución de este esquematismo paradojal, cabría
resumir su condición en los términos de una antinomia primordial:
la que consituye a lo artístico en el horizonte de una, digamos,
«autonomía constantemente autonegada», permanentemente
sometida al damocles suicida de una «muerte permanentemente aplazada».
Si enuncia esa su muerte como cumplida -y como disuelta entonces la
artística
en el seno indiferenciado de la totalidad de la prácticas sociales-
entonces pierde el lugar desde el que poder prefigurar en el orden del
imaginario el conjunto de los horizontes de liquidación -que contemplan
y aún hacen posible la suya propia en tanto que dominio separado.
Si en cambio asimila y acepta como irrebasable su misma autonomía
-en el horizonte proclamado por las concepciones partidarias de un mero
arte por el arte-secularizada. Para esta antinomia -que
sólo se aparecía en principio resuloble mirando hacia atrás:
para aquel «arte del pasado» que enunciara Hegel- no hay salida.
Ni siquiera ya esa pasadista -que con tanta frecuencia y
desfachatez
vemos adoptarse en los tiempos recientes- aunque sólo sea porque,
y como sugería Debord, «el arte en su período de desintegración
es un arte que es de vanguardia por necesidad, y es un arte que, ya, no
es».
Llegaríamos entonces tarde, -como la misma lechuza hegeliana-
aun si consiguiéramos a estas alturas resolver el enigma de ese
oscuro corazón antinómico del arte moderno. Y ello por cuanto
no la dialéctica del espíritu o alguna misteriosa astucia
de la razón, sino la lógica misma de la industrialización
de la cultura de masas, en su contemporánea exacerbación,
ha venido a dejarla atrás -si es que no lo ha hecho antes ya el
propio desvanecerse del orden de lo político como eje organizador
de nuestra conceptualización global del mundo -y por tanto también
del arte. Cumplido ese desvanecimiento -que es preciso asumir, para
desde
él abordar ahora la tarea por entero pendiente de una repolitización
radical de las prácticas artísticas y culturales realmente
existentes- se hace preciso proceder de urgencia al desmantelamiento de
una «idea» que ya no tiene la capacidad de operar como horizonte
regulador de la dimensión ética de ninguna práctica
real y concreta, y que ya sólo funciona como depotenciada abstracción
falsificatoria: la misma que alimenta ese retrato fantasioso del artista
bohemio, hombre de espíritu incontaminado, sin contacto con los
«sucios» mundos de las relaciones mercantiles reales o el universo
de las administraciones públicas -retrato que en su condición
de fabulación encubridora impide justamente abordar la crítica
de las relaciones de trabajo reales, concretas, del «artista como
productor», la politización efectiva del trabajo específico
de las prácticas artísticas en las sociedades actuales. El
relato de que inevitablemente se nutre nuestra propia concepción
de lo artístico -la todavía hegemónica en todas las
sociedades contemporáneas- depende en efecto e inevitablemente de
aquella «leyenda» moderna -y en tanto no se desenmascare la
realidad de su condición de «ideal fracasado» en cuanto
tal, no podrá ni percibirse su funcionamiento real como puro aparato
legitimante y mera cobertura ideológica de las prácticas
e instituciones reales y efectivas, ni abordar la efectiva crítica
y transformación de éstas -su repolitización concreta
y auténtica, que esa especie de mistificada politización
simbólica residual impide, obvia.
5. Políticas del arte. O mejor: estrategias contemporáneas
de politización de las prácticas artísticas.
Se trataría entonces -se trata entonces- de reemplazar y sustituir
una conceptualización abstracta, universalizante y vacía
del arte como fantasmagoría política -esa que consiente la
clásica afirmación de que «todo arte es político»-
por una batería efectiva de estrategias de politización concreta
de las prácticas culturales y comunicativas que identificamos como
artísticas. Se trataría y se trata, entonces, de abandonar
los esquemas metafísicos de una supuesta Grandpolitik del
arte y reemplazarlos por el desliegue concreto, diversificado y plural
de una multiplicidad de políticas irreductible a la modelización
globalizadora de un programa único -o unificado. En la medida de
nuestras bien modestas posibilidades, el objetivo de este número
de la revista es reunir un conjunto significativo de algunos de esos
diversificados
enfoques, bajo los que hoy se abordan diversas tentativas de
politización
efectiva y concreta de las prácticas culturales en el campo específico
de la comunicación visual, en el ámbito de lo que todavía
llamamos las artes plásticas.
Uno de esos enfoques desarrolla lo que viene siendo descrito como
«políticas
de la identidad» -y varios de los textos reunidos en este número
constituyen alguno de los mejores ejemplos que en esta dirección
crítica pueden abordarse. No se trata de un bloque homogéneo
y compacto, desde luego, sino más bien de un amplio abanico de prácticas
que toman a la actividad creadora y expresiva como ocasión estratégica
de activación de dispositivos productores de identidad, partiendo
siempre de una perspectiva post-esencialista -e incluso abiertamente
crítica
con cualesquiera conceptualizaciones esencialistas de la subetividad. No
se trata en ellos, por tanto, de afirmar o reivindicar los derechos o
las
especificidades diferenciales de unas u otras formas de la identidad
individual
o colectiva presumidas como ya dadas, sino de -y precisamente a partir
del ejercicio de la crítica de cualesquiera conceptualizaciones
universalizadoras del modelo esencialista de subjetividad- predisponer
a la producción efectiva de dispositivos estratégicos capaces
de inducir efectos de identidad. Bajo esa perspectiva, la
identidad
se concibe en los términos de una estricta posicionalidad
del sujeto en el discurso como actuación -y aquí la teorización
sobre los actos de habla performativos ha venido a aportar una
perspectiva
analítica singularmente interesante-, en el despliegue efectivo
de las diversas prácticas sociales y comunicativas. Es una perspectiva
que entonces se nos aparece cercana a la defendida por el comunitarismo
político -perspectiva para la cual pensar al individuo fuera de
su posicionamiento en una colectividad carecería por completo de
sentido. Sin lugar a dudas la efectividad de las prácticas comunicativas
visuales, como productoras de aquellos imaginarios colectivos en cuyo
seno
se reconoce el sujeto como partícipe de la comunidad, señala
su enorme competencia y responsabilidad política al respecto -tanto
en el sentido de la crítica de cualesquiera conceptualizaciones
estabilizadas de la identidad como en el de esa productividad
estratégica
y pública de imaginarios colectivos. Una competencia política
tanto mayor en las sociedades contemporáneas cuanto que en ellas
el «condicionamiento de los modos de vida por el media audiovisual»
tiende a ser cada vez más absoluto.
Desde esa perspectiva, estamos ya muy cerca de reconocer la
importancia
de estas «políticas de la identidad» para todo el campo
de los estudios culturales -con lo que nos deslizaríamos de lleno
hacia el segundo de los territorios en los que este desarrollo de
prácticas
artísticas contemporáneas se ejerce con un carácter
consciente y expresamente politizado. Si en el primero el objetivo
crítico
es el desmantelamiento de los modelos esencialistas de subjetividad,
aquí
se trata más bien de desmantelar el conjunto de presuposiciones
mediante las que ese modelo de identidad -y todo un paradigma de
comprensión
del mundo a su alrededor- se construye a la medida de los intereses de
dominación de un grupo étnico y cultural específico,
hegemónico. Desde ese punto de vista, el objetivo que las prácticas
artísticas vuelve a repetir el esquema: por un lado elevar la crítica
contra las pretensiones de universalidad de ese modelo -en una denuncia
de su etnocentrismo-, por otro favorecer la producción de imaginarios
de reconocimiento diferenciales, bajo una perspectiva radicalmente
multicultural.
No se trata tanto -de nuevo- de una estrategia de defensa o recuperación
de las identidades culturales, cuanto en realidad de una afirmación
siempre desplazada de la diferencia. Cualquiera sea el dispositivo de
identificación
que presupongamos, por debajo de él se libera siempre el flujo de
la disidencia, de lo diferencial -y flaco favor haría este modelo
crítico si su resistencia sólo se ejerciera frente a una
globalidad única, o pensada como tal: se trata de enfrentar cuales
quiera flujos de corte, de código, para liberar bajo ellos una infinidad
de líneas de deriva moleculares, impredecibles, en fuga. De hecho,
se trata entonces de adoptar siempre la posición -a partir de una
conciencia asumida de la irresolubilidad final del conflicto de las
interpretaciones,
de la diversidad insuperable de las concepciones del mundo- más
favorable posible a hacer hegemónico únicamente el punto
de vista pluralista radical: aquél que, desde dentro del conflicto
y sin imaginarlo superado o siquiera superable, toma partido por las
posiciones
que más puedan favorecer el derecho a la disidencia, a la expresión
del desacuerdo en un contexto de diálogo protegido, de derecho a
la pública expresión del pensamiento. El retrato del mundo
contemporáneo que esta cartografía nos ofrece parece reconocer
mejores perspectivas para un resistencia a los protocolos de
homologación
cultural que se siguen del contemporáneo e irreversible proceso
de globalización del mundo, no en una articulación segregatoria
regulada por la forma nación. Sino más bien en la efectividad
de una dispersión libre de los flujos de expresión diferencial
capaz de jugar todas las bazas de sus contaminaciones mutuas: más
por tanto en un esquema de fusiones y mestizajes multiculturales y
desregulados
que en la estructuración de un nuevo orden vigilado, desde una
perspectiva
indisimuladamente neoglobalizadora, por el acuerdo delegado de los
estados-nación.
Se trata de asegurar los potenciales de resistencia de la construcción
diferencial del discurso -y las prácticas culturales de producción
de imaginario poseen de nuevo una incuestionable responsabilidad directa
al respecto- frente a los procesos contemporáneos de homologación
cultural, de gran envergadura y alcance.
Esta toma de partido por un pluralismo radical, ocupada en una
crítica
del etnocentrismo que avala los procesos contemporáneos de homologación
cultural -en apuestas que nunca por tanto pueden ser localistas: sino multi
y aún transculturales- se compromete a la vez y necesariamente con
el desenmascaramiento de aquellos procesos sociales que toda la
construcción
mediática de la representación -pretende hacer pasar disimulados,
encubiertos. Así, toda la retórica de la falsa pacificación
del mundo globalizado pretendida en la proclamación de un «fin
de la historia», que querría presuponer la culminación
de un modelo posthistórico de consenso universal logrado en torno
a un modelo «único» de estado y regulación social
«civilizada», o la del estándar de las presuntas sociedades
del bienestar sostenido -como generalizado. Las nuevas prácticas
críticas hacen suya la tarea de evidenciar que por debajo de estas
representaciones ideológicas de un mundo feliz y acabado resta mucho
que desenmascarar, y que el horizonte de cualquier «idea de la justicia»
-incluso aunque se domestique ésta en términos meramente
procedimentales- está aún muy lejos de haber sido alcanzado
-en un mundo que desplaza a las periferias, tanto geográficas como
ciudadanas, todas las penurias de que se alimenta su escena lustrada, la
de ese escenario del supuesto bienestar que prepara la coreografía
burguesa de un mundo representado a la medida de las escasas y
privilegiadas
localizaciones geopolíticas en que rigen los valores de una economía
suntuaria.
Si el ánimo es aquí cercano todavía al espíritu
del situacionismo -en lo que se dan por objetivo último la crítica
misma del espectáculo y su mediación absoluta del dominio
de la vida cotidiana- el método generalmente compartido por todo
este tipo de prácticas es casi siempre el de la deconstrucción,
toda vez que el instrumento para lograr efectuar en acto su
crítica
no es otro que el desmantelamiento inmanente de las propias estrategias
de la representación, la puesta en evidencia de las implicaciones
que se proyectan bajo ésta. Hablemos de la crítica a los
modelos esencialistas de la subjetividad, de la multicultural del
etnocentrismo
o de la denuncia de las representaciones ideológicas del mundo
contemporáneo,
la crítica opera -muy especialmente si hablamos de las prácticas
visuales- siempre en el espacio mismo de la representación, como
una puesta en evidencia crítica de sus mismas insuficiencias -y
complicidades implícitas. Ejerciendo la crítica del espectáculo
desde el mismo dominio del espectáculo, la de la representación
en el propio espacio de la representación, toda esta batería
de alineamientos estratégicos encuentra en el doble gesto de la
deconstrucción, por tanto, un dispositivo operacional efectivo para
su predisposición crítica. Cualquier ilusión de mirada
ingenua, tanto como cualquier presunción de habitar el seno de alguna
exterioridad radical, algún horizonte incontaminado y salvífico,
cede frente a la evidencia de plena inmersión en el orden de la
representación, de las mediaciones -en cuyo seno se producen las
prácticas culturles. No hay enunciado ideológicamente neutro,
como no hay imagen o representación que no avale un posicionamiento,
un sesgo, una construcción específica de la mirada o la visión
del mundo. Algo que, de cualquier modo, se mueve en un horizonte que da
por cumplido lo que ha sido descrito -véase al respecto la entrevista
con Mouffe- como «disolución de los indicadores de certidumbre».
El mundo para el que toda esta constelación de predisposiciones
críticas nos prepara habita entonces de lleno el paradigma de las
postestabilidades, un paradigma para el cual se hace buena la célebre
tesis nietzscheana -según la cuál no existen los hechos,
sino sólo las interpretaciones. Alejándonos progresivamente
de cualesquiera pretensiones de estabilidad de las economías del
sentido o la representación, este mapa nos prepara no sólo
para habitar de facto el mundo del pluralismo consumado (lejos ya
toda «loca ilusión de la verdad»), sino también
para reconocer frente a él la capacidad de optar y posicionarse
políticamente: tomando el partido favorable a esa deconstrucción
crítica de cualesquiera pretensiones de estabilidad de las economías
del sentido, la posición favorable al cuestionamiento relativizador
de cualesquiera pretensiones de validación definitiva y aboluta
de las interpretaciones del mundo. Toda visión del mundo está,
desde este punto de vista, discursivamente construida, y ninguna
representación
es inocente o puede pretenderse definitiva y establemente «verdadera».
Si ese carácter de «construida» de la representación
es ahora plenamente reconocido, ello señala una responsabilidad
específica para las prácticas culturales como prácticas
de producción de imaginario, de sentido, de representación
-que es tanto entonces como decir productoras de realidad. Puesto que no
existe otra realidad que la producida, que la que resulta del crisol de
las interpretaciones, las prácticas culturales ostentan directamente
una responsabilidad política en su ejercicio: son en efecto
«constructoras» de realidad, de mundo. Y esa responsabilidad
aparece ligada al hecho de que son, en sí mismas, productoras de
conocimiento, prácticas cognitivas que introducen y movilizan
dispositivos
de producción -o desproducción, o derivación- del
sentido. Su carácter en tal sentido teorético -en tanto que
portadoras de conocimiento, de representación, de «visiones
del mundo» teoréticamente enriquecidas-, reestablece su vinculación
con las prácticas teóricas, productoras de conocimiento en
sentido estricto -también en el sentido deleuziano de una
conceptualización
política de la filosofía como producción de
conceptos. Sin duda, esa conexión reestablecida de teoría
y praxis puede por su parte augurar muy buenos tiempos para los
potenciales
del activismo político en el campo de las prácticas visuales.
A reverso, además, garantizar el lazo de la teoría con la
práctica, en el curso de un vínculo que, parafraseando a
Bhabha, podríamos llamar hoy el compromiso de la teoría
-que evidentemente exige, a la vez y en recíproca contaminación,
de ellas y por su parte, «el compromiso con la teoría».
6. Políticas artísticas, todavía (por un momento).
Bastaría lo hasta aquí señalado para percibir
hasta qué punto las políticas artísticas vigentes
han quedado ya obsoletas. Toda la discusión sobre modelos de
financiación
de las instituciones artísticas -financiación pública
de los estados o privada de las empresas: es de esto de lo que se habla
cuando se habla de «políticas artísticas»- obvia
el hecho de que las transformaciones estructurales de las prácticas
artísticas reclaman un cambio estructural parejo y urgente en las
propias instituciones que administran la distribución social del
conocimiento artístico. Su dependencia ya del modelo pasadista
-bajo la férula del conservadurismo estético e ideológico-,
para el que el arte no puede ser sino «cosa del pasado», dependiente
de su absorción tardía de potenciales mágic-religiosos,
prepolíticos, ya del ilustrado, para el que la fantasmagoría
de una dialéctica antinómica distorsiona y mistifica el carácter
de toda actuación «artística», impide tanto avanzar
hacia el reconocimiento de la mutación radical del sentido de las
prácticas culturales -y muy en particular de aquéllas de
la comunicación visual- en las sociedades contemporáneas,
cuanto precisamente percibir el grado propio y específico de criticidad
de cada práctica concreta. No hay imagen, discurso o práctica
cultural neutral, ideológicamente no comprometida -la que no lo
asume y declara lo está con las cosas tal y como son: es lo ideológico
del «hablar de árboles»- y por esa razón la presunta
neutralidad axiológica con la que se plantean hoy las políticas
artísticas en su mayoría no hace sino evidenciar su conservadurismo
profundo, larvado.
Es por esto* que a la hora de valorar -políticamente-
el trabajo realizado por las instituciones artísticas no puede obviarse
el considerar el contenido efectivo de sus programas -de sus
programaciones
incluso: entrar en el análisis específico de sus contenidos.
Sólo hasta cierto punto es posible establecer algunos parámetros
de valoración abstracta y genérica de las políticas
artísticas y museísticas en función de su «modelo».
Pongamos un par de ejemplos: podemos valorar su apertura a la
confrontación
transcultural de los paradigmas; o su atención al carácter
agonístico y refractario a toda estabilización de las economías
del sentido en las prácticas visuales críticas -indudablemente
también cabe valorar, y en un grado preferente, la especificidad
de su interacción con las audiencias, con las comunidades ciudadanas,
receptoras: ya hemos hablado de esto más arriba. Pero más
allá de ello, es inevitable descender a la valoración específica
de las actuaciones concretas, de los propios contenidos programados. No
basta, en efecto, con que una programación de actividades sea abierta
a la diversidad cultural y al agonismo temporal del valor estético
como disentimiento para asegurar su interés -sí basta en
cambio lo contrario para tener certeza de su falta de él-. Teniendo
en cuenta la obsolescencia estructural de las propias instituciones
artísticas,
es sólo en la consideración directa de los contenidos mismos
de programación, de las propias obras incluso, donde puede asentarse
un fundamento de juicio, el objeto que permite valorar -quiero decir:
valorar
políticamente- las «políticas artísticas».
Allí donde ellas -las obras mismas, los contenidos concretos
programados-
apuntan un grado específico de politización y son capaces
de hacerlo pasar a través de la institución -que en
realidad no está preparada sino para absorberlo, neutralizarlo,
y convertirlo en el falseado espectáculo de una politización
subsidiarizada y residual- allí son ellas mismas las que no sólo
cualifican o no una política institucional como tal -sino que incluso
permiten imaginar el au delá de esa forma institución
que como ellas nos recuerdan, si cumplen bien su cometido, no está
ahí dada de una vez y para siempre: sino para ser transformada,
subvertida, e incluso abolida si fuera necesario. No en vano, en efecto,
ése -la prefiguración de formas radicalmente otras de darse
la institución-Arte, los instrumentos de distribución y apropiación
social del conocimiento artístico- ha sido uno de los objetivos
de investigación más tenazmente mantenido por todas las prácticas
artísticas radicales, cuando menos en toda la segunda mitad de este
tan mal comprendido (e interesante) siglo.
y 7. La imagen-movimiento (s.21): más allá de
la institución-Arte.
Las transformaciones que en el ámbito
de la imagen vienen produciéndose, por efecto de las innovaciones
técnicas, son de gran envergadura. La emergencia y asentamiento
reciente de todo un ámbito de la imagen-tiempo, de una auténtica
imagen-movimiento, conllevará sin duda enormes consecuencias para
todo el dominio de la representación. Su misma estructura ontológica
habrá de verse variada, toda vez que el espacio en el que ella se
constituía lo hacía por relación a una condición
específica: la ausencia de dinamicidad temporal explícita
en el propio dominio del significante (la imagen lo es siempre de un
corte
estático, correspondiente a un tiempo-único). Es cierto que
para la imagen esta condición estatizada ha actuado siempre como
límite, y que -tratado como tal- su desbordamiento (pero un
desbordamiento
teórico, abstracto, heurístico) ha sido siempre acariciado.
En cualquier caso, no estaba dado en las condiciones técnicas de
posibilidad de la misma ontología de la imagen, de la representación,
el darse como dinámica en el tiempo, cinemáticamente, el
darse en tanto que acontecimiento. Cualquiera fuese la mediación
técnica bajo la que se produjera, la representación ha ostentado
siempre un poder y un límite: darse estáticamente, suspender
el tiempo del imaginario, re-presentar lo real como estático, inmóvil,
estable y dado de una vez. Pintura o palabra, escritura u objeto, el
dominio
de la representación se ha consitutido siempre en la pérdida
de una dimensión por excelencia constitutiva del ser de lo real,
de lo existente: el darse en el tiempo, como acontecimiento, como
existencia.
Producir en el orden de la representación esa misma dinamicidad,
ese carácter móvil, de temporalidad intrínseca al
propio dominio del significante -ha sido siempre un desafío: pero
hasta ahora jamás había sido una posibilidad técnicamente
considerable, de modo pleno. Ni siquiera en su pensamiento -que se
postulaba
construido en el mismo dominio de la representación: siempre efectuando
un corte inmóvil (o sucesivos cortes) en el acontecer del tiempo-
al hombre le era fácil representarse el movimiento. La flecha de
Zenón, congelada entre los dos frames estáticos de un relato
descorazonador por demás, da la medida de una impotencia terrible:
la de toda una economía genérica de la representación
-para pensar lo real, el dominio del ser en cuanto existir, el orden del
acontecimiento.
Todos los poderes asociados a la imagen, a la representación
-esos poderes de lo religioso y mágico, los poderes de la escritura
o la palabra, los mismos poderes que asientan la fuerza sobre la que se
alza todo el edificio de la metafísica occidental- dependen de este
momento de congelación intemporal para el que todo aquello que habita
su mundo -promete duración, eternidad. Frente a la irremisible
experiencia
del pasaje, del todo fluye, frente a la pasmosa evidencia del cambio
como
único signo mantenido en toda la experiencia de lo real, el hombre
ha obtenido siempre del orden de la representación esa pequeña
y frágil garantía de estabilidad -que le prometía
la imagen, en su asociación mistérica al verbo. Ella, en
efecto, venía si no a colmar sí al menos a calmar -su inducido,
pero irrenunciable, desir de durer. Frente a la evidencia de la
muerte, de lo pasajero de todo existir, el dominio de la representación
amparaba un efecto tranquilizador: regulando toda la economía de
lo pensable bajo el signo de la identidad, de la representación
como ejercicio de reconocimiento de lo igual en lo diferente y
cambiante,
la asociación de palabra e imagen -como grandes administradoras
de las economías de la estabilidad del sentido- ofrecía un
asidero cuando menos provisoriamente seguro. No salvaba de la muerte
real
-pero al menos fundaba los poderes de la fe (y con ellos, por cierto,
las
estructuras más profundas del propio capitalismo: sobre qué
base si no constituir el derecho, la personalidad jurídica o la
misma estructura de la propiedad). Quienes consideran que el proceso de
secularización de la experiencia de la imagen se ha cumplido
suficientemente
en las sociedades modernas -con el traslado de «las imágenes»
desde las iglesias a los museos: y hacen bien Jauss, Gehlen o Habermas
cuando al considerar el proceso de la estética moderna se obligan
a retrotraerse hasta los primeros cristianos- ignoran que la lógica
profunda, estructural, de la relación con la representación
aún permanece poco menos que intocada.
Qizás deberíamos considerar esta aparición histórica
-puesta por el desarrollo de unas posibilidades técnicas hasta ahora
radicalmente inéditas- como el más importante de los «avatares»
de nuestro tiempo, el realmente capaz de inducir el auténtico
desencadenamiento
de esa oscura y magnificiente empresa -esa «política mundial»,
decía Benjamin- «cuyo método llamamos nihilismo».
Tanto la subversión de la metafísica occidental postulada
por Heidegger, como la inversión del platonismo, pregonada por
Nietzsche,
pueden encontrar su sueño actualizado en esta rearticulación
estructural del propio espacio de la representación, en la capacidad
de liberar en él un pensamiento de la diferencia no sometido, como
escribiera Deleuze, a las exigencias de la representación. En tanto
liberación de un pensamiento del acontecimiento, sus consecuencias
nos resultan por completo imponderables. Aquella «loca potencia de
la imagen», en efecto, se expresa con toda su desestabilizadora fuerza
de subversión -en el dominio de la imagen técnica, donde
ella hace posible el acontecimiento histórico, efectivo, de una
«imagen-movimiento».
Puede que muy pronto, en efecto, sólo extrañeza e incomprensión
presida el recuerdo de los milenios que la humanidad recorrió cautivada
-hundiendo su mirada hipnotizada en esas imágenes quietas, muertas
y estáticas, como si más allá de ellas o en ellas
escuchara siempre el relato de su propio misterio- por los poderes de la
representación, como aseguradores de una economía del sentido
estable. En donde ella se apoyara no sólo en todas las estratagemas
del logocentrismo, sino también en la alianza que con su economía
establecía la fijeza espacializada de la imagen -desposeída
en una ritualidad sacrificial y milenaria del poder de transcurrir, de
darse en el tiempo- todas las promesas de un proyecto civilizatorio de
muy hondo calado quedan definitivamente en suspenso. Pues no se trata
sólo
de una modificación en profundidad de la propia ontología
de la imagen, de la representación, sino también y necesariamente
de una transformación estructural de la propia fenomenología
de nuestra relación -de percepción y conocimiento- con ellas.
Como quiera que sea, lo menos que podemos decir de este advenimiento
epocal
de las condiciones de posibilidad de una imagen-movimiento es que sus
consecuencias
nos resultan por ahora incalculables ...
Pongamos que la historia de las prácticas de producción
visual de este siglo han tenido mucho que ver en su desarrollo con la
intuición
de esta emergencia -que desde luego viene hace ya bastante tiempo
anunciándose,
culminando con la reciente cinematografización de las «artes
plásticas»- y no sólo estaremos en condiciones de releer
bajo otras claves todo el despliegue de su crítica inmanente al
dominio de la forma, al propio orden de le representación, sino
también en condiciones de intuir el enorme desafío al que
ahora estas prácticas se enfrentan. Si añadimos además
el factor de radical desplazamiento que para la lógica de su
distribución
social conlleva el hecho de que en el ámbito de la imagen técnica,
y definitivamente, la diferencia ontológica entre copia y original
queda por completo barrida -y no ignoremos que la preservación de
esa diferencia ontológica estaba vinculada al propio condicionamiento
espacializado de la representación: la supresión activa
de toda la temporalidad de la imagen implicaba necesariamente la
fijación
inamovible de un aquí y un ahora dado: su remisión a un «origien»
irrepetible- y podremos incluso intuir cómo habrán de ser
las prácticas artísticas -¿las seguirán llamando
todavía así?- del siglo que viene. Quiero decir -de ese siglo
que dentro de sólo dos años ya, tendremos ya que empezar
a llamar «este siglo». Y mientras tanto -y frente al vértigo
del brutal abismo que de todo ello todavía nos separa- ¡tener
que soportar esta especie de anegamiento en la tesis de que todo está
estancado, que los lenguajes del arte están agotados, que han perdido
historicidad, desafío, e que aquí no pasa nada ...!
¡Cómo no ver incluso que la propia estructuración
social de todo el dominio de la institución-Arte (y no me refiero
sólo a la institución museística: sino a la misma
existencia del arte como tal «institución social») está
configurada según el patrón de este condicionamiento espacializado
de la representación como estaticidad! La vinculación de
los mecanismos de distribución social del conocimiento artístico
responden por entero a este condicionamiento de objeto -la remisión
«de origen», a un aquí y ahora fijados, estatizados,
es también una remisión al «original» frente
a la copia, frente a la reproducción. Cualquiera sea el ámbito
de alcance que queramos darle a esos procesos de distribución social
del conocimiento artístico -sea privado, sea público- el
mecanismo efectivo que puede instrumentarse es siempre un mecanismo
lastrado
por ese peso del objeto en cuanto tal: llámese galería o
museo, sea su destino final el coleccionista privado o el público,
la condición de la distribución pública del conocimiento
artístico -y aquí Benjamin erró al pensar que la «tecnización»
de la reproducción bastaría para revocar todo el mecanismo:
era necesaria la misma «tecnización» del original, hasta
hacerlo indiferenciable de su reproducción- atravesaba siempre esa
especificación «objetualizada», materializada, reificada.
Y hasta donde ella alcanzara, requería consiguientemente la mediación
de una institución específica -museo, mercado- para hacer
posible su distribución social.
Huelga señalar que todo el programa de desmaterialización
de objeto -estrechamente vinculado a toda la experimentación subversiva
de producción de un efecto-signo que fuese definitivamente equivalente
a su copia infinitamente distribuible- marca de nuevo buena parte del
proyecto
de crítica radical inmanente que caracteriza la investigación
más reciente de la vanguardia. Y que esta experimentación
obtiene sus mejores resultados allí donde precisamente se genera
con la forma de la propia mediación distribuidora -que es el objeto
de experimentación más radicalmente abordado por el arte
de la segunda mitad de siglo, insisto-. Lo que llamamos media-art
-alguno de cuyos primeros y secretos pasos estuvieron en los proyectos
para revistas, el mail y el radio arte, el fotoconceptualismo, la
videoperformance,
el videoactivismo o incluso la propia instalación (en tanto toma
la arquitectura interior del museo o la galería como media en sí
mismo)- es justamente un trabajo de investigación sobre esos procesos
de desmaterialización de la obra, de producción de objetos
sutiles, de fisicidad irrelevante, a la vez que un proyecto de
intervención
radical en la transformación estructural de los mismos dispositivos
de distribución social del conocimiento artístico -llamáranse
éstos exposición, museo o galería- concebidos todavía
bajo el lastre espacializado del objeto. Malamente podían en efecto
realizarse en ellos no sólo los ideales de lo moderno -de generalizar
dispositivos de difusión universalizada de la experiencia estética-
sino incluso las mismas expectativas de las industrias culturales
crecidas
a la sombra de ellos. No: definitivamente ni el coleccionismo privado ni
el público han dado nunca satisfactoria respuesta a esos procesos
de conversión de la cultura en cultura de masas -porque ni el museo
ni la galería de arte son, lastrados por el peso de la especificidad
de objeto (y el valor no sólo simbólico asociado a la mecánica
de su distribución social) adecuados dispositivos para asegurar
esa idea de una apropiación masiva de la cultura -que pretendía
lo moderno.
Pero todo eso está ahora en trance de cambiar -ciertamente. Y
no sólo porque las mismas transformaciones tecnológicas que
han permitido la emergencia histórica de una imagen-movimiento en
la órbita de la imagen-técnica estén ya en condiciones
de permitir también la de un dominio de la representación
no objetualmente condicionado -sino total y absolutamente
desmaterializado,transformado
en mero portador deslocalizado de cantidades específicas de información.
No sólo por ello sino también porque junto a ellas se pone
a la vez, y de modo consecuente, la posibilidad de generalizar medios de
distribución específicos con potencialidad ahora sí
de lograr alcance universal, toda vez que el lastre del condicionamiento
espacializado -ese que requería que toda la experiencia de la imagen
tuviera que darse en espacios «físicos», en edificios,
en localizaciones dadas sobre las que fijar el «aquí y ahora»
en un origen espaciotemporalmente localizado-, queda en suspenso.
Que de ello puede seguirse -que en poco tiempo habrá de seguirse-
una transformación «estructural», profunda, del propio
dominio de la institución-Arte es algo que, me parece, va ahora
ya de suyo.
Con todo, no cabe -por supuesto- ser ingenuo. Que ese previsible
derrumbe
-como hegemónicas, en lo que a la carcterización epocal de
la forma de la experiencia artística- de las estructuras de distribución
social del conocimiento estético y las insituciones vinculadas a
esa función esté ciertamente ya a la vista, no quiere decir
que ello tenga que necesariamente considerarse un éxito específico
del propio programa de autocrítica radical inmanente de la vanguardia
tardía. Es obvio, es más, que éste no pasa por buenos
momentos -si atendemos a su capacidad actual de producir autorreflexión.
Tampoco puede pensarse que ese conjunto de transformaciones
estructurales
-de muy profundo calado político- pueda verse cumplido sólo
por la emergencia de unos desarrollos técnicos -que a la postre
no hacen mucho más que poner sus condiciones de posibilidad. Por
delante y por encima de todo ello, pesa la propia presión de la
expansiva forma de la cultura de masas, que sin duda encontrará
en estas nuevas estructuras de distribución de la experiencia artística
las mejores ocasiones para organizar, por fin de modo rentable, su
industria.
Eso significa que del sueño político del derrumbe
de estas estructuras de la institución-Arte, tal y como la conocemos,
vendrá muy poco tiempo más tarde a despertarnos la realidad
de una forma renovada y aún más exhaustivamente industrializada,
y que aquellos revividos imaginarios de la comunicación directa
entre sujetos de conocimiento -en un dominio del que la mercancía,
la división del trabajo y la experiencia, y el propio estado como
mediador de toda relación en lo público, se hayan desvanecido
de nuevo-, se esfumarán rápidamente, como humo en el aire
o lágrima en la lluvia. Al contrario, puede que incluso no nos quede
otro remedio que reconocer a toda prisa que si en este proceso -en el
que
ciertamente se cumple un desbordamiento de la lógica de la
institución-Arte
que conocemos- tiene lugar una cierta disolución del existir separado
de lo artístico en las sociedades actuales, su plena e indiferenciada
inmersión en el seno del sistema general de la imagen, ella no sucederá
sino en beneficio de su integración plena en el seno de las industrias
del entretenimiento, en el curso de ese proceso de evolución
característico
de las sociedades del capitalismo avanzado que ha sido descrito como
«estetización
del mundo». Que ello sea así, que esa disolución del
existir separado de lo artístico se cumpla como plena absorción
en las industrias del entretenimiento, o sirva en cambio y todavía
a los intereses de generación de plataformas de comunicación
directa y no mediada, o a los del mismo desmantelamiento de la
representación
como instrumentadora de toda nuestra relación con los mundos de
vida, señala nuestra responsabilidad -como artistas, como críticos,
como agentes sociales implicados en la transformación efectiva de
las prácticas visuales concretas.
Una responsabilidad que, sin duda, es ella misma política
-y que es forzoso asumir, dejando atrás el clima de decepción
anticipada que delega toda la responsabilidad de la historia en las
ciegas
manos de los procesos que rigen los sitemas sociales (lo que en última
instancia significa abandonarlos al mejor interés e las industrias).
Cualquier cosa que ellas, las prácticas visuales, lleguen a ser,
nuestra responsabilidad es intervenir para conducir sus procesos de
transformación
conforme a objetivos éticos, políticos y sociales definidos,
voluntaria y racionalmente asumidos.
Es mucho, en efecto, lo que está en juego. No sólo el
futuro de las propias prácticas de la comunicación visual,
sino también -y reconociendo la tremenda incidencia de éstas
en el mundo contemporáneo, su capacidad casi absoluta de condicionar
los mundos de vida actuales- el de la totalidad con la que ellas se
relacionan,
en el que ellas se inscriben. Como quiera que sea, y sea cual sea la
posición
que particularmente adoptemos frente a ello, ésa -y es muy grande-
es ahora, en efecto y definitivamente, nuestra absoluta y propia
responsabilidad
-como artífices de un tiempo que ahora ya, ha comenzado.
Tomado de:
www.accpar.org