Don Thompsonm
EL TIBURÓN DE 12 MILLONES DE DÓLARES. LA CURIOSA ECONOMÍA
DEL ARTE CONTEMPORÁNEO Y LAS CASAS DE SUBASTAS
Trad. de Blanca Ribera
El precio de ciertas obras se utiliza a menudo como argumento
para expresar una aversión hacia el arte. ¿Por qué se presta tanta
atención a ese pequeño segmento del mercado del arte en el que los
precios son disparatados? El libro de Don Thompson ha obtenido una
aprobación casi unánime por parte de quienes lo han reseñado por la
simple razón de que refuerza las opiniones negativas más tópicas sobre
el arte actual. El autor es un economista especializado en marketing,
profesor en la Universidad de York y colaborador de The New York
Times y The Wall Street Journal que, aunque se dice
coleccionista, reconoce que no es un experto en arte, dando por sentado
que la inmensa mayoría del público comparte su perplejidad y su
desprecio hacia éste. No es sólo que repruebe a Damien Hirst o Jeff
Koons, máximos campeones de las subastas; le parece incomprensible que
se valoren las obras de Yves Klein, Donald Judd, Félix González-Torres,
Jean-Michel Basquiat, Rachel Whiteread... Aunque tengamos claro desde un
principio que el suyo no es un libro de crítica, sino un acercamiento a
la economía del arte, las constantes pullas a los artistas hacen
difícil considerarlo como un estudio ecuánime.
Su principal tesis es que el mercado del arte está regido por la lógica
de la marca. Entiende que, al no haber criterios fiables para valorar la
calidad estética de las obras, y ante la ignorancia en materia
artística de los nuevos coleccionistas, queda sólo confiar en que lo más
mediático y lo más caro habrá de ser lo mejor. Hay, concluye, casas de
subastas, galerías, artistas, coleccionistas y museos «de marca».
Tampoco es que sea un gran descubrimiento. Thompson tiene razón en
muchas de sus apreciaciones pero, aunque menciona más de una vez que los
artistas de marca constituyen una mínima proporción de los que hay en
activo, y es consciente de que las galerías de marca son una minoría, no
deja de inducir la impresión de que todo el mercado del arte se guía
por los mismos criterios, sigue los mismos mecanismos y sufre las mismas
taras.
Es cierto que este gasto absurdo en algo «superfluo» puede llegar a
parecernos inmoral: si el arte es imprescindible para el conjunto de la
sociedad, la adquisición individual de las obras no figura, desde luego,
entre las necesidades básicas. Pero la piedra de escándalo no se
encuentra tanto en los mecanismos o en las manipulaciones que describen
Thompson y otros, sino en que alguien pueda gastar tantos millones no
sólo en arte sino, en general, en objetos de lujo. Estamos asistiendo a
un reforzamiento de los lazos entre la industria del lujo y un segmento
del arte actual: que François Pinault o Bernard Arnault –propietarios
respectivamente de las casas Phillips de Pury y Christie’s– figuren hoy
entre los personajes más influyentes del mundo del arte es muy
significativo; los bancos y las marcas de lujo son los principales
patrocinadores de las grandes ferias de arte; algunos célebres artistas
hacen colaboraciones con firmas como Prada, Hermès o Louis Vuitton. Se
ha anunciado que Koons diseñará un art car para BMW. En
realidad, la vinculación entre las artes plásticas y las «artes
suntuarias» no es nueva: durante siglos, en las cortes de todo el mundo
los artistas estuvieron al servicio de los príncipes y realizaron o
diseñaron trabajos de orfebrería, tapicería, organización de festejos y
demás expresiones de riqueza y refinamiento. Lo que sorprende es que
todavía hoy el poder del dinero mantenga esa servidumbre en, insisto,
sólo una parte del arte.
Las subastas son un escenario agonístico en el que los poderosos
rivalizan no tanto para conseguir la obra deseada como para demostrar su
riqueza. El hecho de que las casas de subastas publiquen catálogos con
los precios de salida y den una enorme publicidad a los remates, de los
cuales se hacen eco los periódicos, confiere ventaja, a los ojos de los
«ostentadores», al mercado secundario frente al primario. No nos
engañemos: este segmento del mercado no tiene nada que ver con el arte
sino con la opulencia y con el prestigio social, y si se adquiere arte
en vez de –o además de– coches o joyas es porque éste, por ser a menudo
irreproducible –o con reproducción limitada–, admite una escalada de
precios ajena a otros de los llamados «bienes posicionales». Estoy
hablando de los coleccionistas que gastan cantidades indecentes.
Personas para las que pagar por una obra doce millones de dólares
equivale a dejar de ingresar las ganancias de un día. Que la familia
real de Qatar sea cliente privilegiada de Sotheby’s tiene poco mérito.
Es mucho más admirable que un profesional –con algún desahogo– invierta
dos mil euros en una obra de un joven artista. Esa es la base del
mercado, y la inmensa mayoría de las transacciones tienen esas
dimensiones. Pretender que el mercado del arte es lo que venden las
grandes casas de subastas y unas pocas galerías de Nueva York o Londres
es como reducir la industria del automóvil a la Fórmula Uno y hacer
extensivo a todo el sector el derroche que se hace en las competiciones
internacionales. También ésas son cantidades absurdas e inmorales. Pero
la industria real del automóvil pasa por las fábricas y los
concesionarios.
Mientras que Thompson ha ido preguntando aquí y allá, y recoge a menudo
informaciones que sus informadores han oído de otros dándoles crédito
sin más comprobaciones, el autor de otro libro sobre el mercado del arte
basado en entrevistas, Talking Prices. Symbolic Meaning of Prices
on the Market for Contemporary Art (Princeton, Princeton University
Press, 2005), Olav Velthuis, es más metódico y utiliza un cuestionario,
así como herramientas estadísticas. Thompson no da ni una sola
referencia bibliográfica y resume al final las pocas fuentes utilizadas;
Velthuis conoce al dedillo la bibliografía sobre la economía del arte y
la utiliza profusamente en su estudio.
Olav Velthuis, sociólogo, se basa en datos empíricos recogidos en
Ámsterdam y Nueva York, así como en corrientes recientes de la
sociología y posturas heterodoxas en las ciencias económicas que
defienden el papel constructivo de la cultura en la vida económica. Su
argumento es que los mercados son siempre constelaciones culturales en
las que se produce una interacción ritualizada que implica una gran
variedad de valores simbólicos. Los precios son también entidades
culturales y producen significado: son, antropológicamente hablando, una
forma de «sacrificio», contribuyen a construir el valor del arte en un
contexto de incertidumbre y subjetividad, garantizan la preservación del
patrimonio artístico para las generaciones futuras y ofrecen al artista
una compensación emocional. Velthuis identifica lo que en su opinión
son peculiaridades del mercado del arte, como la existencia de precios
fijos, el hecho de que el mercado primario no se ajuste a los precios
del secundario y no sea «democrático», la casi imposibilidad de bajar
los precios de acuerdo con la demanda, la existencia de «motivos
correctos» para comprar obras de arte, los esfuerzos para que éstas no
circulen una vez que han salido de la galería, el famoso efecto Veblen
–el gusto de la clase ociosa se basa en un criterio pecuniario– o los
llamados scripts que los galeristas utilizan para fijar los precios.
Frente a este acercamiento plural y atento a las complejidades, Thompson
se hace eco, de forma simplista, de los procedimientos y las actitudes
que describe Adam Lindemann en Coleccionar arte contemporáneo (Colonia,
Taschen, 2006): las listas de espera, las manipulaciones varias o las
exigencias de los galeristas, como si lo que ocurre en contadas galerías
de Nueva York y Londres fuera la norma. Lo que refiere sobre las
prácticas de las casas de subastas es interesante pero, dada su
tendencia a dar por bueno todo lo que le cuentan, hay que tomárselo con
reservas. Hay momentos en que queda diáfanamente claro que no toma en
consideración las características, las necesidades, el funcionamiento
del sistema del arte y que tampoco contempla la importancia de la
creación y la conservación del patrimonio artístico: rechaza la
conveniencia de ofrecer ayudas a los artistas; niega que los diferentes
agentes del arte puedan decidir a quiénes se subvenciona con el
peregrino argumento de que «son sospechosos de estar predispuestos hacia
lo tradicional, pues su ámbito de competencia se vería disminuido si
surgiera una nueva forma de arte»; dice que las obras que los museos no
exponen deberían ponerse a la venta o, al menos, alquilarse.
La verdad es que es difícil conocer con certeza las cifras del mercado
del arte. La mayoría de los estudios se basan en los datos que hacen
públicos las salas de subastas, pero éstas sólo constituyen una
proporción del mercado: algunos cifran ese porcentaje en el 50% y otros
dicen que el mercado primario dobla al secundario. Si lo que medimos son
los importes, sí es posible que ambas esferas estén equilibradas, pero
si nos guiamos por el número de transacciones me parece que el primario
debe incluso triplicar al secundario. Me refiero siempre a ventas de
arte contemporáneo. Para hecerse mejor una idea, resumo a continuación
los resultados de las últimas subastas nocturnas –las que reúnen las
obras más deseadas y tienen mayor repercusión social– de Christie’s. Aun
sabiendo que 2009 fue un año muy malo para las casas de subastas, que
sufrieron un recorte de dos tercios en sus resultados, sorprende el
reducido número de lotes que se rematan en esas veladas. Uno de los
mercados más potentes es ahora Londres: la venta nocturna de arte de
posguerra y contemporáneo celebrada en febrero de 2010 subastó cuarenta y
seis lotes, de los que trece superaron el millón de euros. También Hong
Kong; en noviembre de 2009 se subastaron sólo treinta y dos lotes, pero
siete de ellos pasaron del millón de dólares. En Nueva York, la venta
nocturna de arte de posguerra y contemporáneo de ese mismo mes se redujo
a treinta y nueve lotes; diecinueve de ellos por encima del millón de
euros. Las subastas diurnas, más cercanas a los niveles de precios del
mercado primario, incluyen mayor número de lotes y menos cifras
mareantes. En marzo de 2010 se realizó la subasta «First Open» de arte
de posguerra y contemporáneo en Nueva York, con 145 lotes: sólo ocho por
encima de los cien mil euros y cincuenta y nueve por debajo de los
quince mil. En diciembre de 2009 se subastaron en Ámsterdam 158 lotes,
sólo tres por más de cien mil euros y 121 por debajo de quince mil. Con
pocos días de diferencia, en París se adjudicaron 113 obras, pero sólo
diez pasaron de los cien mil euros –ninguna llegó al millón–, mientras
que sesenta y dos se vendieron por debajo de los quince mil. Francia
figura todavía entre los mercados importantes y, sin embargo, las cifras
son relativamente modestas. El número de obras vendidas en una sola
feria de arte de nivel medio-alto, de las muchas que se celebran en el
mundo, supera con creces el número de lotes de una de las subastas más
destacadas, y las más fuertes (Art Basel, Frieze Art Fair) pueden
igualar sin problema el importe de lo vendido en las subastas nocturnas.
Hay, claro está, otras muchas casas de subastas además de Christie’s
pero, exceptuando a Sotheby’s y Phillips de Pury, infinitamente más
modestas. En España, las ventas de arte contemporáneo de Durán, Ansorena
o Segre se mantienen en el nivel del mercado primario en cuanto a
precios –que pueden incluso llegar a ser más bajos– y muy por debajo de
éste en cantidad de obras vendidas.
Siempre se habla de la «opacidad» del mercado primario. No es que los
propietarios de las galerías tengan algo que ocultar –aunque algunos
habrá con contabilidad borrosa, como en todos los ámbitos económicos–:
es que nadie se ocupa regularmente de obtener seriamente los datos
globales de este mercado. De cara a la redacción de este artículo quise
tener algunas informaciones y opiniones de primera mano de los
galeristas españoles. Envié un cuestionario por correo electrónico a
casi treinta de los más reconocidos profesionales, todos ellos con
experiencia internacional; me respondieron catorce, a quienes agradezco
enormemente su colaboración1.
Se trata sólo de un sondeo, sin ningún valor estadístico. En algunos
puntos de la encuesta las respuestas se aproximaban bastante entre sí,
pero en otros diferían de manera sorprendente. Hay que tener en cuenta
que el galerista, por convicción o por interés, se siente obligado a
defender sin brechas ante su clientela la idea de que el arte es una
buena inversión. Podría pensarse que algunas de las respuestas no son
del todo sinceras, pero también podría interpretarse la disparidad como
una diferente percepción de algunas de las cuestiones. Al fin y al cabo,
como señala Velthuis, este mercado se basa en una serie de
interacciones personales y las motivaciones de unos y otros agentes
pueden ser leídas de acuerdo con las propias opiniones e incluso deseos.
En primer lugar, quise conocer esa «realidad del mercado» preguntando a
los galeristas cuál es el rango de precios en el que les resulta
relativamente fácil vender en España. Dependiendo del tipo de galería
–más o menos joven, con artistas más o menos consagrados–, las
cantidades oscilaban pero eran coherentes. Como cifra más baja daban la
de dos mil a ocho mil euros; como más elevada la mayoría señalaba doce
mil euros, aunque algunos la hacían subir a veinte o treinta mil. Ese
sería el primer tramo de precios, en el que se mueve la mayoría de
coleccionistas. Preguntaba también cuál es el «techo» para los
coleccionistas con los que tratan: la cantidad máxima que pueden llegar a
asumir los que tienen mayor poder adquisitivo. Algunos, fuera de las
grandes ciudades, se quedaron en doce mil-quince mil euros, pero casi
todos hablaron de entre ochenta mil y ciento cincuenta mil euros, e
incluso en un par de ocasiones se llegó a trescientos cincuenta mil y
quinientos mil. Uno de los galeristas hizo una observación interesante:
quien compra por encima de los veinte mil puede casi siempre gastar más.
En los años de bonanza, me han comentado, algún cliente podía llegar a
comprar obras por valor de más de un millón de euros anuales. Son casos,
al parecer, muy aislados: no habría en España más de veinte
coleccionistas que hagan inversiones tan cuantiosas. Respecto a la
participación de los compradores españoles en el mercado secundario, hay
quienes creen que sus clientes jamás acuden a las subastas y quienes
afirman que lo hacen regularmente. Uno de los galeristas explica que son
los grandes coleccionistas quienes más gastan en subastas y ferias
internacionales, y que sólo una pequeña parte de su inversión la hacen
en galerías españolas. Otro añadía que, en la actualidad, algunos que no
solían pujar lo están haciendo porque, debido a la crisis, están
saliendo obras a precios más bajos.
Los galeristas españoles trabajan con artistas que aparecen en los
catálogos de las casas de subastas internacionales, pero casi siempre
son extranjeros. La demanda de obras de éstos ha provocado que algunas
galerías hayan tenido ocasionalmente «lista de espera». No es algo
habitual y, hoy en día, es casi inexistente; no suele ser, además, un
sistema excluyente mediante el que el galerista decida a qué
privilegiados «da» las obras, sino una manera de recoger peticiones de
obras de un tipo o tamaño determinado –o de una serie–, temporalmente
agotadas. Alguien recuerda que uno solo de sus artistas españoles tuvo
una larga lista motivada por su participación en la Bienal de Venecia, y
que se demandaban obras de la misma serie expuesta en el Pabellón
Español.
La opinión sobre las subastas es unánimemente negativa. Entre sus
efectos indeseables, los galeristas mencionan que no contribuyen a la
producción de nuevas creaciones, que los vaivenes bruscos en los precios
interfieren en la estabilidad de una carrera, o que «cuando los precios
bajan no hay quien recupere a un artista». El elemento especulativo en
los precios, se piensa, es el primer enemigo del mercado. «La
indisciplina del mercado secundario se lleva por delante la confianza en
el mercado primario, ya que desorienta al comprador que sigue un
esquema lógico. En estos tiempos las subastas van a tirar para abajo
todo lo que hace un año subieron a los altares, y eso no es muy bueno
para la credibilidad del mercado, y menos en tiempos de crisis».
En las subastas nacionales es más frecuente que aparezcan los nombres de
artistas españoles. Incluso está ocurriendo que están poniéndose a la
venta obras adquiridas recientemente, debido a la inseguridad económica.
Que salga a subasta una obra de un artista al que representa puede ser
motivo de preocupación para un galerista, porque ocurre con cierta
frecuencia que las obras tienen precios de salida inferiores a los de la
galería. En muy pocas ocasiones pujan para «rescatar» alguna obra o
hacer subir el precio (Thompson señala a los galeristas como grandes
manipuladores). El panorama no es halagüeño para los artistas españoles,
y no tanto porque no figuren en las subastas: los que trabajan con
artistas consagrados dicen que todos o muchos se ganan la vida sólo a
través de sus ventas, pero los que tratan también con «emergentes» –que
pueden llegar a peinar canas– creen que sólo la mitad de sus artistas lo
hace.
En estas galerías importantes, una buena parte del negocio depende de
las colecciones públicas, pero el reparto es desigual: siete de ellas
hablan de entre un 5 y un 15% de las ventas, mientras que las otras ocho
contabilizan un 30-40-50% y, en un caso, hasta un 60%. Sin los
coleccionistas privados, no obstante, el mercado no podría subsistir
–más este año, con fuertes recortes en los presupuestos de los museos–, y
es en relación con sus motivaciones donde surgen las mayores
diferencias de percepción. Los galeristas, a la cuestión «¿qué
proporción de compradores considera su colección como una inversión de
la que espera obtener beneficios?» contestan desde «ninguno» a «el 99%
de ellos». Uno comenta: «Desgraciadamente, he visto con estupefacción
que coleccionistas que yo consideraba muy serios han quebrantado todas
las normas en este último año, y es muy triste ver que en el fondo
muchos compran pensando en una rentabilidad a corto plazo». La mayoría
de los galeristas, no obstante, cree que los coleccionistas no tienen en
mente la venta cuando adquieren una obra, aunque afirman que están
atentos a la revalorización de los artistas. Algunos saben que la
reventa será complicada, pero valoran la idea de crear un patrimonio
para sus hijos. ¿Se vigila a los posibles «inversores»?: «Aunque en este
momento de crisis se es menos escrupuloso con el coleccionista, sí ha
ocurrido que algún galerista le pida "referencias”, más o menos
discretamente».
Tampoco hay acuerdo en la «rentabilidad» del arte en esta última década.
Se habría producido una aceleración de los precios entre 2003 y 2007 y
ahora se habría estacionado. Hay quienes estiman un 10% anual, pero
depende mucho del artista. Algunos han multiplicado por dos, por cinco,
por diez los precios; para otros se estima una subida de entre un 12 y
un 40% en diez años. Han subido más los precios más bajos y menos los
más altos. En lo que algunos coinciden es en que los artistas españoles
jóvenes, menores de cuarenta años, son relativamente más caros que sus
iguales en otros países.
Thompson ya advierte de que la mayor parte de las adquisiciones no serán
un buen negocio, pues no habrá una revalorización: ocho de cada diez
obras compradas en galería y la mitad de las compradas en subastas no
alcanzarán de nuevo el precio que se pagó. Las escasísimas reventas que
reportan grandes beneficios, dice con razón, son las que aparecen en los
titulares de prensa –a los que él da protagonismo–, y recuerda que
menos de la mitad de los artistas que se subastaban hace veinticinco
años sigue ofreciéndose hoy en el mercado secundario.
Que los precios de un artista suban paulatinamente, según sus «éxitos»
artísticos, y de acuerdo con los ritmos globales del mercado del arte,
es, como explica Velthuis, lo que se espera y hasta se planifica para
crear confianza en su valía y apuntalar su carrera de cara al
coleccionismo. En este ámbito económico, donde nada es seguro ni
cuantificable, se evita con mucho cuidado insinuar cualquier duda sobre
la quimérica rentabilidad del arte, pero lo cierto es que el hecho de
que las obras recientes de un artista se vendan, en el mejor de los
casos, a un precio que duplique el que tuvieron las producidas hace una
década no significa que exista necesariamente una demanda de esas obras
más antiguas. El mercado secundario es débil en España, y poquísimos
artistas españoles aparecen en las subastas internacionales. Buena parte
del mercado del arte primario se nutre de «nuevos coleccionistas» que
prefieren lo que está de actualidad, no lo que se veía ayer. Por otra
parte, es incontestable que muchos artistas desaparecen o se quedan sin
galería, dejan de suscitar interés o pasan de moda. Quien pretenda
adquirir arte como «inversión» más vale que se centre en artistas muy
serios e importantes cuyas aportaciones se consideren ya duraderas. De
ésos no hay tantos y son ya, lógicamente, caros. Así que esa operación
soñada de comprar obra de un artista joven por poco dinero y revenderla
por una fortuna se ve cada vez más como algo altamente improbable. La
misma «corrección psicológica» está produciéndose en los fondos de
inversión en arte, que se pusieron tan de moda hace tres o cuatro años:
han perdido gran parte de su atractivo y encuentran dificultades para
constituirse. En conclusión, entre la adquisición como ostentación y la
adquisición, mucho más seria y responsable, como apoyo a los creadores,
que favorece la producción y la conservación de patrimonio artístico, la
opción de la adquisición como inversión tiene una credibilidad
menguante y, además, poco calado social.
Pero volviendo a la encuesta a los galeristas, ¿qué es lo que más se
vende? Sorprendentemente, dada la multiplicidad de formatos y
procedimientos que utilizan los artistas actuales, la pintura sigue
llevándose la palma. En el arte de hoy cabe todo, y casi todo tiene
salida, pero más lo convencional y con opciones de resultar decorativo.
Como me comentaba un galerista, «para la pintura siempre hay
compradores, incluso a precios elevados. Quien quiere adquirir alguna
pieza para su casa se lleva siempre, en primer lugar, un cuadro».
Finalmente, ¿cómo afecta la evolución del mercado a los espectadores y a
las instituciones artísticas? Como decía, existe una falta de «aprecio»
hacia el arte contemporáneo que este tema de los «precios» viene a
agravar. No es general: las galerías y, sobre todo, los centros y los
museos de arte actual tienen una buena acogida, cada vez mejor, por
parte de un público bastante variopinto. Frente a la evidente dificultad
de acceso a la propiedad del arte para el ciudadano medio, como
subrayaba Thomas Crow en un debate sobre el mercado del arte publicado
por Artforum («Art and Its Markets: A Roundtable Discussion»,
abril de 2008), el reducido precio de entrada a los museos hace que
estar al día en cualquiera de las artes escénicas, en el mismo nivel,
sea considerablemente más caro. Pero cada poco tiempo se desata una
nueva ofensiva que suele tener como escenario los medios de comunicación
y a menudo tiene que ver con las ventas. Y uso la palabra «ofensiva»
como derivación de «ofender». Si a nadie molesta que haya una música
contemporánea que pocos entienden y disfrutan, ¿por qué tanta
animadversión hacia los artistas plásticos? Sí, algunos de ellos han
cometido el gran pecado de la frivolidad, del egocentrismo. Pero hay
mucho arte serio y mucho arte con vocación de dirigirse al ciudadano, no
al multimillonario, y debemos exigir respeto y aprecio para él. Y hay
un mercado serio del que depende en una buena proporción la posibilidad
misma de la existencia del arte.
¿Realmente están los museos al servicio del mercado, como algunos
sugieren? Las instituciones forman parte, sin duda, del sistema
económico artístico. Lo quieran o no, desempeñan un papel destacado en
él. Isabelle Graw, que acaba de publicar un nuevo libro sobre el mercado
del arte (High Price. Art Between the Market and Celebrity Culture,
Nueva York, Sternberg Press, 2010), decía en el citado debate:
«¿Vivimos una era de generalizado «imperialismo del mercado» [...] en el
que éste dicta la relevancia artística, o vivimos una economía en la
que reinan los productores de conocimiento? Diría que ambos diagnósticos
son correctos. Las situaciones coexisten, es otra de tantas paradojas.
La tensión entre el valor de mercado y el valor simbólico recorre el
arte. Hay algunos sectores del mundo del arte, como las subastas, en los
que el valor del mercado genera importancia simbólica, mientras que la
actitud crítica es recompensada en otros». Algunos museos mantienen la
debida distancia respecto al mercado mejor que otros. Tienen relación
con artistas actuales que están en el mercado –poquísimos no lo están–,
pero el mercado no es su guía. Claro que el éxito en el mercado puede
favorecer la presencia en el museo, y claro que la presencia en el museo
facilita el éxito de mercado. Pero les aseguro que esas operaciones no
son infalibles. Conozco no pocos artistas bien tratados por las
instituciones artísticas que venden poquísimo. Y, por fortuna, los
artistas más caros no son los más programados por las instituciones
públicas serias. Pero las que tienen menos criterio y están más atentas
al número de visitantes pueden tener la tentación de ofrecer al público
lo que creen que éste demanda: lo más mediático. Es responsabilidad de
los medios de comunicación dejar de dar publicidad a esa parte del
mercado, la de los precios desatinados, que no va ni con el arte ni con
nosotros.
1.
En Barcelona, Rebeca Blanchard (Nogueras Blanchard), Silvia Dauder
(ProjecteSD), Carlos Durán (Senda), Ángels de la Mota (Estrany de la
Mota) y Carles Taché; en Madrid, Oliva Arauna, Magda Bellotti, Elba
Benítez, Pepe Cobo, Soledad Lorenzo y José Martínez Calvo (Espacio
Mínimo); en Murcia, Nacho Ruiz (T20); en Pamplona, Moisés Pérez de
Albéniz; en Sevilla, Rafael Ortiz.
Tomado de: http://revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4681