No
somos artistas, tampoco por supuesto «críticos». Somos productores,
gente que produce. Tampoco somos autores, pensamos que cualquier
idea de autoría ha quedado desbordada por la lógica de circulación
de las ideas en las sociedades contemporáneas. Incluso cuando nos
auto-describimos como productores sentimos la necesidad de hacer
una puntualización: somos productores, sí, pero también productos.
Nuestro propio trabajo, la actividad que lo concreta,
es en realidad el que nos produce. Quizás incluso podríamos decir
que nuestro trabajo tiene que ver básicamente con la producción de
gente, gente como nosotros. No preexistimos (nadie preexiste) en punto
alguno a esa producción. La cuestión de la identidad del autor o su
condición es una cuestión definitivamente trasnochada. Nadie es autor:
todo productor es una sociedad anónima -incluso diríamos: el producto
de una sociedad anónima.
La
figura del artista vive en tiempo prestado. Nutrida por fantasías
e imaginarios pertenecientes a otros ordenamientos antropológicos,
el conjunto de distanciamientos e inclusiones que prefiguran su
lugar social, asignándole una cierta cuota restante de poder totémico,
ya no hace al caso. Quienquiera se sitúe hoy por hoy bajo advocaciones
semejantes cae de lleno o en la ingenuidad más culpable o en el
cinismo más hipócrita.
No
existen «obras de arte». Existen un trabajo y unas prácticas que
podemos denominar artísticas. Tienen que ver con la producción significante,
afectiva y cultural, y juegan papeles específicos en relación a
los sujetos de experiencia. Pero no tienen que ver con la producción
de objetos particulares, sino únicamente con la impulsión pública
de ciertos efectos circulatorios: efectos de significado, efectos
simbólicos, efectos intensivos, afectivos …
Por
más de una razón deberíamos asemejar el trabajo del arte al del
sueño: es una producción que induce formaciones de superficie que
expresan, que traducen aproximadamente, un estado descompensado
de energías. Lo esencial en ellas es no es la forma o apariencia
que adquieren en un instante dado: sino el campo de intensidades,
o sea el diferencial de potenciales, -en que se efectúan.
Esa
producción nunca debe confundirse con objeto o forma alguna: es
un operador que se introduce con eficacia en algún sistema dado,
desestabilizando la ecuación de equilibrio que lo gobierna. Pero
tampoco conviene hacer mitología al respecto. El modo en que esta
desestabilización opera es algo muy parecido a la introducción de
un mero clinamen, algo tan elemental y frecuente como lo
que posibilita que dos gotas de lluvia cayendo a la vez desde la
misma nube y hacia la misma tierra tengan la capacidad de, en algún
punto de sus trayectorias relativas, chocar –conocerse, digamos.
Describir
a las actuales como «sociedades del conocimiento» -o todavía peor,
como «sociedades del capitalismo cultural»- parece olvidar hasta
qué punto su constitución se realiza, precisamente, sobre la consagración
exaltada de la estulticia, de la ignorancia. Asumamos no obstante
que cualesquiera de esas figuras no son más que un grado de las
otras -quizás su grado cero. Y admitamos entonces también denominar
a las nuestras «sociedades del conocimiento» o del «capitalismo
cultural» -pero siempre bajo la observancia rigurosa de esa cláusula
cuantitativa, gradualizada, y precisamente hacia lo más bajo. Queremos
decir: siempre que pueda entenderse que como tales sociedades del
conocimiento las contemporáneas podrían de hecho caracterizarse,
con el mayor de los aciertos, como «sociedades del (escasísimo)
conocimiento» o incluso como «sociedades del capitalismo (in)cultural…».
El
trabajo del arte ya no más tiene que ver con la representación.
¿Alguien pensaría que el del sueño -ese que induce un «contenido
aparente» en quien revive el «latente», o lo cuenta por la mañana-
tiene que ver con la «re-presentación»? ¿De qué?
Negativo: el trabajo del
sueño expresa una economía de las fuerzas, una tensión de las energías,
una disposición de la distribución diferencial: es una melodía
del deseo, nunca su pintura; es presencia, nunca
re-presentación. Ese modo del trabajo que llamamos artístico debe
a partir de ahora consagrarse a un producir similar -en la esfera
del acontecimiento, de la presencia: nunca más en la de la
representación. No queda nada digno que representar, no queda dignidad
alguna reivindicable en la tarea del representar. Ya no es sólo aquello
de «no cometer la indignidad de hablar por otro» sino que ningún signo,
efecto, objeto, figura, ninguna entidad o existente, puede pretender
dignidad alguna si su trabajo es única o principalemente valer por
otro, representarle …
No
existen este mundo y el otro. El arte no puede seguir reivindicando
habitar una esfera autónoma, un dominio separado. Ni siquiera para
argumentar la operación «superadora» de su estatuto escindido. La
clase de los objetos es única, todos ellos gozan del mismo calibrado
y adolecen de la misma carencia «objetiva» de fantasmalidad. Si
el trabajo del arte tiene todavía que ver con el «fantasma», con
la circulación de las ideas (en su inconcreción característica)
y la productividad del sentido o las energías deseantes (en su difusión
magnificente), empieza a ser hora de no confundir ese halo con nada
apegado a la materialidad de algún orden de «objetos específicos».
Las
transformaciones de las sociedades actuales determinan la completa
inadecuación del régimen actualmente hegemónico de circulación pública
de la producción artística. Esto en lo que se refiere de modo particular
a dos circunstancias: 1. el deslizamiento del significante visual
hacia el territorio de la imagen movimiento -y la consiguiente obsolescencia
creciente de los dispositivos espacializados de organización de
la recepción, de los modos de la expectación; y 2. la misma espureidad
de cualquier requerimiento de objetualización determinada.
No ya que mucha de la
energía resultante de una práctica artística cualquiera no requiere
culminarse o concretarse en objeto único alguno. Ni siquiera
en objeto multiplicado alguno.
Para las nuevas prácticas no es ya que carezca por
completo de sentido hablar de original -ni siquiera lo tiene hablar
de las copias (como no lo tiene hablar de copias cumplido el tránsito
del disco hacia el MP3). El tiempo en que el régimen de circulación
pública de los productos resultantes de las prácticas artísticas se
refería a algún tipo de «objetos» está, por completo, cumplido y acabado.
En
las sociedades del siglo 21, el arte no se expondrá. Se producirá
y difundirá.
Nos
interesa investigar la inadecuación creciente de los antiguos dispositivos
espacializados de articulación de la recepción social de las prácticas
artísticas (museos, galerías de arte …). Pero no porque sea nuestro
interés mantenernos instalados en la lógica antitética entre arte
e institución-Arte; esa lógica nos resulta manida hasta el hastío
y vaciada de cualquier potencial efectivo: quienes insisten en definirse
con respecto a ella caen de inmediato en el polo de lo exhaustivamente
institucionalizado, pues éste justamente se escribe bajo la figura
de esta lógica. No entonces por tal razón sino más bien porque en
la exacerbación de ese momento de inadecuación creciente, tanto
las prácticas artísticas como la institución que regula su inscripción
social se ven obligadas a evolucionar.
Toca
evolucionar, sí. Basta de darle cuerda a la fabulación falsamente
«re-volucionaria» en lo que se refiere a las prácticas artísticas,
-fabulación que no hace más que anclar la forma de las prácticas
en un pasado bloqueado, autocomplacido en la irresolubilidad paradojal
de su lógica antitética. Nada que tenga la forma de la negación
calculada de sí misma hace otra cosa que preparar indisimuladamente
la coartada del compromiso cumplido anticipando el momento
de su absorción integrada.
La
que describiríamos como lógica antitética de la institución-Arte
(es decir: la característica de la formación del espíritu objetivo
que heredamos como pasado constituyente, la herencia de lo moderno)
tiene esta forma: que para ser arte debe precisamente negar serlo,
que para entrar en la institución-Arte debe precisamente aparentar
(y adoptar el tono más convincente posible al respecto) que la pone
en cuestión, que la rebasa, que la excede, que la desborda.
La
que describiríamos como trasnochada lógica antitética de la obra
tiene una estructura similar, la de un si es no es. Si no
se le reconocía arte reclamará venir a serlo (lógica del readymade,
de los otros comportamientos, de las actividades otras).
Si se le reconoce serlo, deberá entonces serle negado algún valor
en esa condición (lógica del pronunciamiento antiartístico).
El
tiempo de esta «lógica generacional» -pues muy pronto deja de ser
una mera lógica de la falsa conciencia para resolverse en
una economía de la evoluciónherencia Duchamp. presidida por la gobernación
de un principio adaptativo, tipo «selección natural»- ese tiempo
toca a su fin. El que quiera presentarse a sí mismo como otra cosa
que coro repetidor de un academicismo prefijado, que se invente
un estribillo menos complaciente que el de la expresión antitética.
Fin de juego para la
Dos
figuras que marcan el carácter «falsamente» político de un arte
hoy obligado a resultar, como tal, «correcto»: 1. la falsificatoria
declaración de estar al margen de los procesos universalizados de
la producción, y 2. la falsificatoria declaración de estar al margen
igualmente de la exhaustiva «administración» del mundo social contemporáneo.
Dicho de otra manera: la puesta en fantasmagoría de dos imaginarios
interesados -queremos decir: cuya producción interesa por encima
de todo al «capitalismo cultural» contemporáneo- el de que es
posible un mundo sin mercado y el de que es posible un mundo
sin estado, lo público y la ciudadanía sin su administración.
Empobrecidas fantasías legitimadoras cuya postulación
hipotética, fabuladora, a nadie beneficia tanto como a quien justamente
trabaja para que bajo ninguna consideración y en el más mínimo territorio
esas fantasías sean realizables -sino como tales fantasías.
Ni
al margen del Estado ni al margen del mercado, el trabajo que realiza
el productor artístico se sitúa en la órbita de cualquier otra actividad,
de la actividad cualsea. Es, como todo el resto del trabajo
que realizan cualesquiera otros ciudadanos, una mera actividad productiva
y su espacio de inscripción no es otro que el dominio público, el
espacio social, definido por los actos de intercambio. Nos guste
o no, en las sociedades actuales este espacio se encuentra exhaustivamente
prefigurado por la actividad económico-productiva, bajo cuya administración
se decide la forma reglada de todo intercambio social.
El
arte ha dejado de pertenecer al orden de una economía simbólica
presidida por las figuras antropológicas del derroche, de la sobreproducción.
El artista contemporáneo no puede aceptar seguir oficiando de chamán
de la tribu, de liberado en las nuevas formas del potlach
contemporáneo. En las nuevas economías de la falsa opulencia
sostenida el artista no puede aceptar que su práctica se inscriba
de ninguna manera en los registros de forma actualizada alguna del
lujo.
La
transformación de las nuevas sociedades sitúa en primer plano el
trabajo inmaterial, la producción de sentido y afectividad, el trabajo
intelectual y pasional. El desafío más importante que las prácticas
artísticas contemporáneas enfrentan apunta a redefinir su papel
antropológico en relación a este gran desplazamiento.
La
vieja circunscripción de la idea del trabajo a la economía productiva
y la producción de objeto está quedando patentemente obsoleta, y
no sólo por el desproporcionado mayor peso que la economía financiera
y de la pura circulación de capitales está adquiriendo en las nuevas
sociedades, sino también por el hecho de que la producción inmaterial
y la circulación del sentido, de la información, se están convirtiendo
en las modalidades de intercambio mas importantes en las sociedades
emergentes.
Quizás
lo más característico de las nuevas sociedades es en efecto su transformación
estructural en cuanto a las relaciones de producción, su terciarización.
En las sociedades del postfordismo, la parte más importante del
trabajo que se realiza ya no tiene por objeto la producción de bienes
materiales, sino que se orienta a la producción intelectual y afectiva,
a alimentar nuestras necesidades de sentido y deseo, de significado
y placer. Al mismo tiempo, también el consumo de bienes inmateriales,
cuya circulación está regulada por las industrias culturales definitivamente
fundidas con las del ocio y la comunicación, está tendiendo a convertirse
también en el modo principal del consumo.
La consecuencia es que la centralidad antes ocupada
en cuanto a la generación de riqueza por la posesión del capital bascula
ahora hacia la posesión de la propiedad intelectual, objeto
principal de la nueva reordenación del sistema capitalista. Las prácticas
artísticas deben encontrar su lugar en relación a todos estos procesos
de transformación.
La
propiedad intelectual y el derecho de autor, como tales, se van
a convertir en el caballo de batalla principal de este recentramiento
contemporáneo de las relaciones de producción. Las figuras del plagiarismo
utópico o la sindicación de la autoría –cuya mejor eficacia se ha
ejemplarizado hoy en el terreno del software libre- suponen al respecto
puntas de lanza de una gran estrategia por desplegar que dirija
su política a la generación de los dispositivos y agenciamientos
que permitan la libre circulación y el acceso universal a a la información,
modificando definitivamente al respecto la relación entre productores
y utilizadores.
Se impone superar el esquema
verticalizado emisoresàreceptores para establecer una economía radial
y desjerarquizada de usuarios, un rizoma de utilizadores
–actualizando la fórmula utópica de la comunidad de productores
de medios.
Es
preciso encontrar fórmulas que simultáneamente respeten el derecho
de autor y el derecho colectivo de acceso púbico libre y abierto
a la totalidad de los saberes y las prácticas de producción simbólica,
revisando de forma profunda el concepto de propiedad intelectual.
El que manejamos viene heredado de un tiempo en que las nociones
de identidad, autoría y propiedad se asentaban en presupuestos juridico-bio-religiosos,
y no, como ahora deben replantearse, en función de consideraciones
de orden bio-tecno-político.
El
recentramiento que trae el trabajo inmaterial al centro operacional
mismo de las nuevas economías supone una gran transformación: todo
el espectro de una producción que antes era considerada «superestructural»
ha pasado a convertirse en la parte nuclear del comercio antropológico
contemporáneo.
Si
las nuevas sociedades pueden hoy ser definidas como sociedades
del trabajo inmaterial, sociedades del conocimiento, hay que
reconocer entonces que a las prácticas de producción simbólica -a
las actividades orientadas a la producción, transmisión y circulación
en el dominio público de los afectos y los conceptos (los deseos
y los significados, los pensamientos y las pasiones)- les incumbe
en ellas un papel protagonista, absoluta y seriamente prioritario.
El artista como productor ya no opera en ellas como una figura
simbólico-totémica, sino como un genuino participante en los intercambios
sociales –de producción intelectual y producción deseante.
Primera
responsabilidad: la aqduirida en cuanto a la producción de formas
de socialización e individuación. Los viejos mecanismos de la reproducción
social -la familia, la educación, la religión, la patria, … todos
los antiguos dispositivos articuladores de relatos de reconomimiento,
las maquinarias abstractas productoras de elementos de identificación
a través de la adhesión tácita a un sistema complejo de creencias
implícitas o explicitadas- han dejado de funcionar como tales, y
el encargo de proporcionarle al sujeto en su proceso de construcción
herramientas de reconocimiento o identificación ha sido cedido,
o desplazado, hacia agencias mucho más lábiles y flexibles, en las
que el peso del «imaginario» visual circulante capaz de devenir-colectivo
es decisivo.
El poder de la imagen, de la «cultura visual» al
respecto es casi absoluto y los productores de esa «cultura visual»
harían bien en conocer y asumir la desmesurada importancia que ella
ha adquirido, y en consecuencia, su creciente responsabilidad (una
responsabilidad para la que, todo debe ser dicho, no siempre se encuentran
suficientemente preparados).
Por
tres vías diferentes las nuevas prácticas artísticas están asumiendo
esa responsabilidad. En primer lugar, por la vía de la narración.
La utilización de la imagen-técnica y la imagen-movimiento, en su
capacidad para expandirse en un tiempo-interno de relato, multiplica
las posibilidades de la generación de narrativas. En segundo
lugar, por lavía de la generación de acontecimientos, eventos,
por la producción de situaciones. Mas allá de la idea de
performance –y por supuesto mucho más allá de la de instalación-
el artista actual trabaja en la generación de contextos de encuentro
directo, en la producción específica de micro-situaciones
de socialización. La tercera vía es una variante de ésta segunda:
cuando esa producción de espacios conversacionales, de socialización
de la experiencia, no se produce en el espacio físico, sino en el
virtual, mediante la generación de una mediación.
El artista como productor
es a) un generador de narrativas de reconocimiento mutuo; b) un inductor
de situaciones intensificadas de encuentro y socialización de experiencia;
y c) un productor de mediaciones para su intercambio en la esfera
pública.
El
artista como productor interviene, cada vez más en el tiempo
real del dominio de la experiencia, no en el del tiempo diferido
de la representación. Esto se hace tanto más indiscutible
cuanto más entendamos el tiempo real en términos de tiempo
de sincronización de la experiencia, tiempo compartido y de encuentro
entre los sujetos de conocimiento y pasión. Cada vez más, el artista
es un productor de directo ...
Segunda
gran responsabilidad del productor artístico en las sociedades actuales:
la que le concierne en relación al proceso de «estetización» difusa
del mundo contemporáneo sin el que el nuevo capitalismo no sería
pensable. Si el efecto del capitalismo industrial sobre el sistema
de los objetos (y por ende sobre el sistema de necesidades, y el
de las relaciones) fue su transformación generalizada a la forma
de la mercancía, podría decirse que el efecto más característico
del capitalismo postindustrial es la estetización generalizada de
tal mercancía, la transformación de ésta (y por ende del sistema
de necesidades, y el de las relaciones, sometido por tanto a una
segunda metamorfosis) a su forma estetizada. Lo que preside en efecto
la circulación social actual de objetos, bienes y relaciones, no
es ya el valor de uso que podamos asociarles ni aún el valor de
cambio: sino, y por encima de todo, su valor estético, la
promesa que contiene de una vida más intensa, más interiormente
rica.
La
religión de nuestro tiempo se llama: justificación estética de
la existencia –cumplida bajo una forma evidentemente abaratada,
trivial –si se compara con su diseño en el programa romántico, en
Nietzsche. Su efecto supone la realización de nuestro tiempo como
tiempo del nihilismo culminado –pero de nuevo a precio de
saldo, como de segunda mano.
Los
mecanismos sociales de reconocimiento y diferenciación, de socialización
y subjetivación, de pertenencia a un grupo social y distinción
dentro de él, se hacen reposar por encima de todo en el valor
estetizado, y es la carga de éste que el nuevo capitalismo
añade a objetos y relaciones, materiales o inmateriales,
la que determina su nuevo valor social. Tanto más en un mundo globalizado,
en el que la circulación de bienes, formas y mercancias trasciende
cualquier frontera y entorno geo-bio-político de identificación
específico: en este mundo globalizado de señas de identidad extraviadas,
las necesidades de implementar esos mecanismos de producción de
identidad y diferenciación crecen exponencialmente.
El
trabajo que al respecto concierne a las prácticas artísticas tiene
entonces que ver con la producción de imaginario en las sociedades
del trabajo inmaterial. A nivel genérico, ideológico, éste se
aboca a 1. la implementación de imaginarios alternativos a los dominantes
en el proceso de globalización y 2. la aproximación crítica a los
mecanismos y modos de producción de representación propios de las
industrias culturales y del entretenimiento.
Lo
que está en juego en las nuevas sociedades del capitalismo avanzado
es el proceso mediante el que se va a decidir cuáles son y cuáles
van a ser los mecanismos y aparatos de subjetivación y socialización
que se van a constituir en hegemónicos, cuáles los dispositivos
y maquinarias abstractas y molares mediante las que se va a articular
la inscripción social de los sujetos, los agenciamientos efectivos
mediante los que nos aventuraremos de ahora en adelante al proceso
de devenir ciudadanos, miembros de un cuerpo social.
Es preciso intervenir
en ese dinámica, reconociendo la dimensión altamente política que
comporta.
Resistir
al efecto de desintensificación, empobrecimiento cualitativo y expropiación
de lo auténtico de la experiencia que caracetiza a su gestión por
las industrias del espectáculo puede ser el leit motiv de
una nueva política. Una nueva política que frente al desorbitado
potencial que poseen las industrias contemporáneas del imaginario
pueda ser capaz de agenciar líneas de resistencia y modos de producción
alternativa de los procesos de socialización y subjetivación.
Acaso en esa tarea -la
de esa nueva política definida en la era del trabajo inmaterial-
las prácticas artísticas lograrán encontrar, en un proceso de transformación
de las sociedades actuales que tiende a convertirlas en meros instrumentos
de legitimación -cuando no en triviales generadoras de bibelots
de lujo para las nuevas economías inmateriales- sus mejores argumentos
de futuro, su más alto desafío -o cuando menos una buena razón de
ser en el siglo que ya comienza.