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Inicio » 2011 » Marzo » 1 » SOBERANIA Y ACTOS DE HABLA PERFORMATIVOS (I Parte)
09.31
SOBERANIA Y ACTOS DE HABLA PERFORMATIVOS (I Parte)


Judith Butler




Foto: Jeff Wall


Las recientes propuestas de regular el discurso del odio en los campus, los lugares de trabajo y otros espacios públicos han tenido una serie de consecuencias políticas ambivalentes. La esfera del lenguaje se ha convertido en el dominio privilegiado para interrogar las causas y efectos de la ofensa social. Mientras que en momentos tempranos del Movimiento de los Derechos Civiles o en el activismo feminista lo que se primaba era documentar y buscar resarcimiento frente a varias formas de discriminación, la actual preocupación política por el discurso del odio enfatiza la forma lingüística que asume una conducta discriminatoria, por el procedimiento de tratar de establecer la conducta verbal como acción discriminatoria.1 Pero ¿qué es la conducta verbal? No hay duda que la ley tiene definiciones que ofrecernos y esas definiciones a menudo institucionalizan extensiones catacrésicas de comprensiones ordinarias del lenguaje; de ahí que la quema de una bandera o incluso de una cruz puedan ser interpretadas como «discurso» a efectos legales. Sin embargo, recientemente la jurisprudencia ha buscado el asesoramiento de las teorías retóricas y filosóficas del lenguaje para poder describir el discurso del odio en términos de una teoría más general de la performatividad lingüística. Los practiantes de adhesiones inquebrantables al absolutismo de la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos suscriben la idea de que la libertad de expresión tiene prioridad sobre otros derechos y libertades constitucionalmente protegidos y de que, de hecho, a la libertad de expresión se la presupone ya mediante el ejercicio de otros derechos y libertades. También tienden éstos a incluir todas las declaraciones «de contenido» como discurso protegido por la Constitución y consideran que las formas de conducta verbal amenazadas están sujetas a la cuestión de si tales amenazas se quedan en «lenguaje» o si se adentran en el terreno de la «conducta». Sólo en el último caso el «lenguaje» en cuestión sería susceptible de ser proscrito. En el contexto de las controversias sobre el discurso del odio, está surgiendo una reciente visión sobre el discurso que problematiza el recurso a cualquier distinción estricta; esa teoría sostiene que el «contenido» de ciertos tipos de discurso sólo puede ser entendido en términos de la acción que el lenguaje ejecuta. En otras palabras, los epítetos racistas no sólo apoyan un mensaje de inferioridad racial, sino que ese «apoyar» es la institucionalización verbal de esa misma subordinación. De ahí que se entienda que el discurso del odio no sólo comunica una idea ofensiva o conjunto de ideas, sino que además realiza el mensaje mismo que comunica: la comunicación en sí es a la vez una forma de conducta.2 

Propongo revisar algunos de los sentidos en los que la «conducta verbal» es pensada en la propuesta de ley sobre el discurso del odio, y ofrecer una visión alternativa de cómo uno podría a la vez afirmar que el lenguaje actúa, incluso injuriosamente, al mismo tiempo que se insiste en que «no actúa» directa o causativamente sobre el destinatario en exactamente la misma manera como tienden a describirlo los ponentes de la legislación del discurso del odio. De hecho, el carácter como-de-acto de ciertas expresiones ofensivas puede ser precisamente lo que les permite evitar decir lo que quieren decir o hacer lo que sea que dicen. 

Los juristas y los activistas que han contribuido al volumen Words that Wound [Palabras que hieren] tienen cierta tendencia a expandir y complicar los parámetros legales del «discurso» con el objeto de suministrar un entramado racional de base para la futura ley sobre el discurso del odio. Y esto se consigue en parte al conceptualizar las declaraciones a la vez como «expresivas» de ideas y como formas de «conducta» en sí mismas: el discurso racista en particular proclama a la vez la inferioridad de la raza contra la que se dirige y efectúa la subordinación de aquella raza a través de la declaración misma.3 En la medida en que el discurso goza de la protección de la Primera Enmienda, se considera, según Matsuda y otros, que cuenta con el soporte del Estado. El hecho de que el Estado no intervenga es, desde el punto de vista de Matsuda, equivalente a que el Estado lo avale: «la escalofriante visión de racistas confesos ataviados con parafernalia amenazante y desfilando por nuestro vecindario bajo total protección policial constituye una declaración de autorización por el estado». De ahí que esa manifestación tenga el poder de efectuar la subordinación que, o bien representa, o bien promueve, precisamente mediante su libre operación en el marco de la esfera pública no obstaculizada por la intervención estatal. Lo que realmente viene a decir esto es que el Estado, para Matsuda, permite la injuria a sus ciudadanos y, concluye que la «víctima [del discurso del odio] se convierte en una persona sin Estado». 

Apoyándose en una reciente propuesta de ley sobre el discurso del odio, Catharine MacKinnon sostiene un argumento similar en relación a la pornografía. En Only WordsSólo palabras], la pornografía debiera ser interpretada como una especie de «herida», según MacKinnon, porque proclama y ejerce el estatus de subordinación de las mujeres.4 De esta manera, MacKinnon invoca el principio constitucional de igualdad (la Enmienda Catorce a la Constitución, en particular) y argumenta que la pornografía es una forma de tratamiento desigual; considera que esta acción discriminatoria es más seria y grave que cualquier ejercicio espurio de la «libertad» o «libre expresión» por parte de la industria pornográfica. Ese ejercicio de la «libertad», sostiene la autora, tiene lugar a costa de los derechos de otros ciudadanos a la igual participación y al ejercicio igual de las libertades y derechos fundamentales. De acuerdo con Matsuda, hay ciertas formas de acoso verbal que cuentan como acción discriminatoria, y esas formas del discurso del odio basadas en el sexo o en la raza pueden socavar las condiciones sociales para el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales de aquellos a los que se apela mediante ese lenguaje.  (1993) [

Mi intención aquí es concentrarme en el poder que se le atribuye al texto pornográfico de efectuar un estado de subordinación de la mujer no para discernir si el texto ejerce esa subordinación en la manera en que la describe MacKinnon, sino más bien para descubrir qué versión de la performatividad entra en juego en esta afirmación. El uso de lo performativo en MacKinnon implica una figura de la performatividad -una figura del poder soberano que gobierna la manera en que se dice que actúa un determinado acto de habla­ como eficaz, unilateral, transitivo, generativo. En definitiva, leeré la figura de la soberanía que emerge en el discurso contemporáneo sobre lo performativo en términos de la idea foucaultiana de que el poder contemporáneo ya no goza de un carácter soberano. ¿Acaso compensa la figura del soberano performativo un sentido perdido del poder? ¿Y cómo podría esa pérdida convertirse en la condición para un sentido revisado de lo performativo? 

El interés por esta figura de la performatividad deriva de la convicción de que, en diversas esferas políticas a la vez y por distintos motivos políticos no siempre reconciliables los unos con los otros, está en juego una manera similar de considerar el habla como conducta. La enunciación en sí es vista de forma exagerada y altamente eficaz: ya no como una representación del poder o su epifenómeno verbal, sino como el modus vivendi del poder mismo. 

Podríamos considerar esta sobredeterminación de lo performativo como una «lingüistificación» del campo de lo político (un campo del cual la teoría del discurso es apenas responsable, pero que se podría decir que lo «registra» en ciertos aspectos importantes). Considérese, pues, la paradójica emergencia de una figura similar del enunciado eficaz en contextos políticos más recientes, aunque pueda parecer hostil a aquellos que acabo de mencionar. Uno de estos contextos, que consideraremos en el siguiente capítulo, son las fuerzas armadas estadounidenses, donde ciertos tipos de declaraciones, por ejemplo, «Soy un/una homosexual», son ahora, en la normativa recientemente discutida, considerados como «conducta ofensiva».5 De manera similar ­pero no idéntica­, ciertos tipos de representaciones estéticas de carácter marcadamente sexual, como las producidas por los grupos de rap, 2 Live Crew o Salt n Pepa, son discutidas en los contextos legales en base a la pregunta de si caerían bajo la rúbrica de «obscenidad» definida por Miller v. California (1973). ¿Es la recirculación de los epítetos ofensivos en el contexto de la performance (donde «performance» y «recirculación» son importantemente equívocos) substancialmente diferente del uso de tales epítetos en el campus, el lugar de trabajo o en otras esferas de la vida pública? La cuestión no es simplemente si tales obras participan en géneros reconocibles con valor literario o artístico, como si eso fuera suficiente para garantizar su estatus protegido. La controversia aquí, como ha mostrado Henry Louis Gates, Jr., es más complicada. Mediante la apropiación y recirculación de g)neros establecidos del arte popular afro-americano, siendo la «significación» un género central, estas producciones artísticas participan de géneros que pueden no ser reconocibles por los tribunales. De forma paradójica y dolorosa, cuando es a los tribunales a quienes se inviste con el poder de regular tales expresiones, se producen nuevas oportunidades para la discriminación en las que los tribunales desautorizan la producción cultural afro-americana y también la autorepresentación gay o lesbiana mediante el uso táctico y arbitrario de la ley sobre obcenidad.6 

En principio podría parecer que estos distintos ejemplos del «lenguaje como conducta» no son en absoluto conmensurables los unos con los otros, y no es mi intención defender que lo sean. En cada caso la figura del enunciado eficaz emerge en una escena de interpelación que es consecuentemente diferente. En la discusión de Matsuda, el acoso y el lenguaje ofensivo se figuran como la apelación de un ciudadano a otro, de un jefe a un trabajador o de un profesor a un estudiante. El efecto de este lenguaje es, desde el punto de vista de Matsuda, degradar o disminuir; puede «hacer blanco» en el destinatario; puede socavar la capacidad del receptor para trabajar, estudiar o, en la esfera pública, ejercer sus derechos y libertades constitucionalmente garantizados: «la víctima se convierte en una persona sin Estado». Si el lenguaje en cuestión ha perjudicado esa capacidad del destinatario de participar en la esfera de acción y expresión protegida por la Constitución, entonces el enunciado injurioso puede decirse que ha violado, o que ha precipitado la violación de la Cláusula de Protección de la Igualdad que garantiza el total e igual acceso de todos los ciudadanos a los derechos y libertades constitucionalmente protegidos. La asunción de Matsuda es que llamar a alguien de determinada manera o, más específicamente, ser abordado de forma ofensiva establece la subordinación social de aquella persona y, además, tiene el efecto de privar al destinatario de la capacidad de ejercer derechos y libertades comúnmente aceptados dentro de un contexto específico (la educación o el empleo), o bien en el contexto más generalizado de la esfera pública nacional. Aunque algunos argumentos a favor de la regulación del lenguaje están marcados por el contexto, y restringen la regulación de entornos de trabajo o educación específicos, Matsuda parece preparado para defender que la esfera pública nacional en su totalidad es un marco de referencia adecuado para regular el discurso del odio. En la medida que ciertos grupos han sido «históricamente subordinados», el discurso del odio dirigido a estos grupos consiste en una ratificación y extensión de aquella «subordinación estructural». Para Matsuda, parece que ciertas formas históricas de subordinación han asumido un estatus «estructural», de manera que esta historia y estructura generalizadas constituyen «el contexto» en que el discurso del odio se demuestra eficaz. 

En el caso de las fuerzas armadas estadounidenses, ha habido cierta controversia pública sobre si la cuestión de manifestar públicamente que uno es un/una homosexual es lo mismo que manifestar una intención de realizar el acto, y parece que si se afirma la intención, entonces el enunciado en sí es ofensivo. En una primera versión de la normativa, los militares encontraron ofensiva no la intención de actuar, sino la enunciación de la intención. Aquí un acto de habla en que se manifiesta o hay implicada una intención sexual deviene extrañamente indisociable de una acción sexual. De hecho, ambos pueden mostrarse como separables, parece, sólo mediante una descalificación explícita de aquella declaración anterior y mediante la articulación de una intención adicional: en concreto, la de no realizar el propio deseo. Como en el caso del «discurso» pornográfico, hay en juego una cierta sexualización del habla, donde la referencia verbal o la representación de la sexualidad se considera equiparable al acto sexual Por muy difícil y doloroso que sea imaginarlo, ¿podrían las fuerzas armadas haber identificado esta forma de declaración como una ofensa codificable sin el precedente de la ley sobre acoso sexual y su extensión a las áreas de la pornografía y el discurso del odio?7 En cualquier caso, en las directrices revisadas de la normativa, que todavía se discuten en los tribunales, ahora es posible decir «Soy un/una homosexual» y añadir a esa declaración «y no tengo intención o propensión a realizar ese deseo». Al rechazar la acción, la declaración vuelve a ser una manifestación constatativa o meramente descriptiva, y llegamos a la distinción del Presidente Clinton entre un estatus protegido ­«Yo soy»­ y una conducta no protegida ­«Yo hago» o «Yo haré».

 




Foto: Diane Arbus


He considerado la lógica de esta política en el capítulo siguiente, y propongo volver a la figura del discurso eficaz y ofensivo al final de este capítulo. Mientras tanto, sin embargo, quisiera considerar la interpretación del discurso del odio como conducta ofensiva, el esfuerzo de interpretar la pornografía como un discurso del odio, y el esfuerzo concomitante de recurrir al Estado para remediar las injurias que se alega ha causado el discurso del odio. ¿Qué ocurre cuando se busca el recurso al Estado para regular tales discursos? Se trata éste de un argumento familiar, quizás, pero que espero poder tratar de una manera menos familiar. Me interesan no sólo la protección de las libertades civiles frente a la incursión del Estado, sino también el peculiar poder discursivo que se le otorga al Estado durante el proceso de reparación legal. 

Me gustaría sugerir una formulación del problema que puede parecer paradójica, pero que creo, incluso por su forma hiperbólica, que puede iluminar de alguna manera el problema que plantea la regulación del discurso del odio. Mi formulación es la siguiente: el Estado produce el lenguaje del odio, y con esto no quiero significar que el Estado sea responsable de las distintas ofensas, epítetos y formas de invectiva que normalmente circulan entre la población. Quiero decir simplemente que la categoría no puede existir sin la ratificación del Estado, y este poder del lenguaje judicial del Estado de establecer y mantener el dominio de lo que podrá ser dicho públicamente sugiere que el Estado juega un papel que va más allá de una función limitadora en este tipo de decisiones; de hecho, el Estado produce activamente el dominio del discurso públicamente aceptable, estableciendo la línea entre los dominios de lo decible y lo no decible, y reteniendo el poder de estipular y sostener la consecuente línea de demarcación. El tipo de declaración inflamada y eficaz atribuida al discurso del odio en algunos contextos politizados, más arriba discutidos, está en sí misma modelada a partir del lenguaje de un Estado soberano, es entendida como un acto de habla soberano, un acto de habla con el poder de hacer lo que dice. Este poder soberano es atribuido al discurso del odio cuando se dice que nos «priva» de derechos y libertades. El poder atribuido al discurso del odio es un poder de una absoluta y eficaz agencia, performatividad y transitividad a la vez eficaces y absolutas (hace lo que dice y hace lo que dice que hará a aquél a quien está destinado su discurso). Es precisamente a este poder del lenguaje legal aquello a lo que nos referimos cuando exhortamos al Estado a ejercer la regulación del lenguaje ofensivo. El problema, entonces, no es que la fuerza del soberano performativo esté mal, sino que cuando es utilizado por los ciudadanos está mal, y que cuando el Estado interviene sobre ello está, en estos contextos, bien. 

El mismo tipo de fuerza, no obstante, se le atribuye en ambas instancias al performativo, y esa versión del poder performativo nunca es puesta en cuestión por quienes aspiran a una elevada regulación. ¿En qué consiste este poder? ¿Cómo daremos cuenta de su producción sostenida en el lenguaje del discurso del odio, así como de su continua seducción? 

Antes de aventurar una respuesta a tales preguntas, vale la pena señalar que esta invocación al soberano performativo tiene lugar en el contexto de una situación política donde el poder ya no se ve constreñido bajo la forma soberana del Estado. El poder, difuminado a través de dominios dispares y en competencia dentro del aparato del Estado, también bajo formas difusas a través de la sociedad civil, no puede ser fácil ni definitivamente atribuido a un sujeto único que sea su «portavoz» [«speaker»], ni a un representante soberano del Estado. En la medida que Foucault acierta cuando describe que las relaciones contemporáneas de poder emanan de un número de lugares posibles, el poder ya no está constreñido por parámetros de soberanía. Sin embargo, la dificultad de describir el poder como una formación soberana de ninguna manera impide que se fantasee o figure el poder precisamente de esa manera; por el contrario, la pérdida histórica de la organización soberana del poder parece ocasionar la fantasía de su retorno ­un retorno, quisiera argumentar, que tiene lugar en el lenguaje, en la figura del performativo. El énfasis en el acto de habla performativo resucita fantasmáticamente lo performativo en el lenguaje, estableciendo el lenguaje como sede desplazada de la política, y especificando que ese desplazamiento está movido por el deseo de volver a un mapa del poder más simple y confiado, un mapa donde la asunción de soberanía se mantenga segura. 

Si el poder ya no está constreñido por modelos de soberanía, si emana de un número cualquiera de «centros», ¿cómo vamos a encontrar el origen y causa del acto de poder mediante el cual se realiza la ofensa? Las limitaciones del lenguaje legal emergen para acabar con esta ansiedad histórica particular, puesto que la ley requiere que reubiquemos el poder en el lenguaje de la injuria, que le otorguemos a la injuria el estatuto de un acto y que atribuyamos el acto a la conducta específica de un sujeto. Así, la ley requiere y facilita una conceptualización de la injuria en relación a un sujeto culpable, resucitando al «sujeto» (que podría ser tanto un grupo o una entidad corporativa como un individuo) en respuesta a la necesidad de buscar responsabilidad para el daño. ¿Está justificada esta localización del sujeto como «origen» y «causa» de las estructuras racistas, y mucho menos del lenguaje racista? 

Foucault sostiene que la «soberanía», como modo dominante de pensar el poder, restringe nuestra visión del poder a concepciones prevalecientes del sujeto, incapacitándonos para pensar el problema de la dominación8. Su visión de la dominación, sin embargo, contrasta marcadamente con la de Matsuda: la «dominación» no es «ese tipo de dominación sólida y global que una persona ejerce sobre otras, o un grupo sobre otro, sino las múltiples formas de dominación que pueden ser ejercidas en sociedad», unas formas que no requieren ni al representante soberano del estado, por ejemplo el rey, ni tampoco a sus «sujetos» como lugares únicos o primarios del ejercicio. Por el contrario, Foucault escribe, «uno debería tratar de localizar el poder al extremo de su ejercicio, donde es siempre menos legal en carácter»9. El sujeto, para Foucault, se encuentra precisamente no en el extremo del ejercicio del poder. En una explicación anti-voluntarista del poder, Foucault escribe: 

... el análisis [del poder] no debería intentar considerar el poder desde su punto de vista interno y ... debería abstenerse de plantear la cuestión laberíntica y sin respuesta de ¿quién tiene poder y en que está pensando? ¿Cuál es el objetivo de alguien que posee poder? En lugar de eso, se trata de estudiar el poder en el punto donde su intención, si es que tiene alguna, está completamente investida de sus prácticas reales y efectivas. 

Este paso del sujeto del poder a un onjunto de prácticas donde el poder se actualiza en sus efectos señala, para Foucault, un alejamiento del modelo conceptual de soberanía que, afirma, domina el pensamiento sobre la política, la ley y la cuestión del derecho. Entre las prácticas que Foucault contrapone a la del sujeto están las que aspiran a explicar la formación del sujeto mismo: «preguntémonos ... cómo funcionan las cosas al nivel de la presente subyugación, al nivel de aquellos procesos continuos e ininterrumpidos que sujetan nuestros cuerpos, gobiernan nuestros gestos, dictan nuestras conductas, etc... . Deberíamos tratar de descubrir cómo es que los sujetos son gradualmente, progresivamente, realmente y materialmente constituidos mediante una multiplicidad de organismos, fuerzas, energías, materiales, deseos, pensamientos, etc. Deberíamos tratar de entender la sujeción en su instancia material como una constitución de sujetos» (la cursiva es mía). 

Cuando la escena del racismo se reduce a un solo hablante y su audiencia, el problema político se formula como la atribución del daño en tanto viaja del hablante hasta la constitución psíquica/somática de aquél que escucha el término o de aquél a quien está destinado. Las elaboradas estructuras institucionales del racismo y también del sexismo de pronto se reducen a la escena de enunciación, y el enunciado, ya no más el sedimento de una institución y un uso anteriores, se ve investido con el poder de establecer y mantener la subordinación del grupo a quien interpela. ¿No constituye este movimiento teórico una sobredeterminación de la escena de enunciación, donde las ofensas del racismo son reducidas a ofensas producidas en el lenguaje?10 ¿No conduce esto a una visión del poder del sujeto que habla, y, por tanto, de su culpabilidad, en la que el sujeto es prematuramente identificado como la «causa» del problema del racismo? 

Al localizar la causa de nuestra ofensa en el sujeto que habla y el poder de esa ofensa en el poder del lenguaje, quedamos libres, como si dijéramos, para recurrir a la ley ­ahora situada contra el poder e imaginada como neutral­ con el objeto de controlar ese asalto de palabras cargadas de odio. Esta fantasmática producción del sujeto hablante culpable, derivada de las limitaciones del lenguaje legal, designa a los sujetos como únicos agentes del poder. Tal reducción de la agencia de poder a las acciones del sujeto puede estar compensando las dificultades y ansiedades producidas en el curso de vivir en un trance cultural contemporáneo donde ni la ley ni el discurso del odio son enunciados exclusivamente por un sujeto singular. El daño racial es siempre citado de algún lugar, y al hablar de él, uno tañe con un coro de racistas, produciendo en aquel momento la ocasión lingüística para una relación imaginada con una comunidad de racistas históricamente transmitida. En este sentido, el discurso racista no se origina con el sujeto, incluso si requiere al sujeto para su eficacia, como seguramente ocurre. De hecho, el discurso racista no podría actuar como tal si no fuera una citación de sí mismo; sólo porque ya conocemos su fuerza por instancias anteriores sabemos que es ahora tan ofensivo, y nos preparamos contra sus futuras invocaciones. La iterabilidad del discurso del odio está efectivamente disimulada por el «sujeto» que habla el discurso del odio. 

En la medida que se entiende que el portavoz del discurso del odio ejerce el mensaje subordinador que él o ella sostiene, el hablante es figurado como ostentando el poder soberano de hacer lo que él o ella dice, alguien para quien hablar es inmediatamente actuar. En How to Do Things With Words [Cómo hacer cosas con palabras] de J.L.Austin, los ejemplos de estos performativos ilocutivos son muy a menudo repescados de instancias legales: «Te sentencio», «Te declaro»: estas son palabras del Estado que realizan la acción misma que enuncian. Como signo de un cierto desplazamiento de la ley, este mismo poder performativo se le atribuye ahora a aquél que enuncia el discurso del oio ­y con ello se constituye su agencia, eficacia y probabilidad de ser procesado. Quien habla el discurso del odio ejerce un performativo en el que se efectúa la subordinación, por muy «enmascarado»11 que esté ese performativo. Como performativo, el discurso del odio priva a quien está destinado precisamente de este poder performativo, un poder performativo que algunos ven como la condición lingüística de la ciudadanía. La capacidad de usar eficazmente las palabras de esta manera se considera como la condición necesaria para la operación normativa del hablante y del actor político en el dominio público. 

Pero ¿qué tipo de lenguaje se le atribuye al ciudadano en esa teoría?, y ¿cómo establece tal explicación la línea existente entre la performatividad que constituye el discurso del odio y la performatividad que es condición lingüística de ciudadanía? Si el discurso del odio es un tipo de lenguaje que ningún ciudadano debiera ejercer, entonces ¿cómo se podría especificar su poder, si es que esto es posible? Y, todavía, ¿cómo se distinguirán tanto el discurso apropiado de los ciudadanos y el inapropiado discurso del odio de los ciudadanos de un tercer nivel de poder performativo, aquél que pertenece al Estado? 

Esta última pregunta parece crucial, aunque sea sólo porque el discurso del odio es descrito mediante el tropo soberano que deriva del discurso del Estado (y del discurso sobre el Estado). La figuración del discurso del odio como un ejercicio de poder soberano realiza implícitamente una catacresis por la cual aquél que es acusado de infringir la ley (aquél que enuncia el discurso del odio) es a pesar de todo investido con el poder soberano de la ley. Lo que la ley dice, lo hace, pero también el portavoz del odio. El poder performativo del discurso del odio se figura como el poder performativo del lenguaje legal estatalmente sancionado, y la competición entre el discurso del odio y la ley se escenifica, paradójicamente, como una batalla entre dos poderes soberanos. 

¿Actúa como la ley quien enuncia un discurso del odio, en el sentido que tiene el poder de hacer que ocurra lo que dice (como ocurre con un juez respaldado por la ley en un orden político relativamente estable)?; y ¿le atribuimos a la fuerza ilocutiva de tal enunciado un poder estatal imaginario, respaldado por la policía? 

Esta idealización del acto de habla como acción soberana (bien sea positiva o negativa) está conectada con la idealización del poder del Estado soberano o, más bien, con la voz imaginada y forzosa de tal poder. Es como si el propio poder del Estado hubiera sido expropiado, delegado a sus ciudadanos, y el Estado entonces reemerge como un instrumento neutral al que recurrir para protegernos de otros ciudadanos, que se han convertido en emblemas revividos de un (perdido) poder soberano. 







MacKinnon y la lógica del enunciado pornográfico 


Los recientes argumentos de MacKinnon son tan impresionantes como problemáticos. La clase de personas, principalmente mujeres, que son subordinadas y degradadas al ser representadas en la pornografía, la clase a quien la pornografía destina su imperativo de subordinación, son quienes pierden su voz, como si dijéramos, como consecuencia de haber sido abordadas y desacreditadas por la voz de la pornografía. La pornografía, entendida como discurso del odio, desposee al destinatario (aquél representado por ella, y que a la vez se presume es a quien ésta interpela) del poder de hablar. El lenguaje del destinatario ha sido privado de lo que Austin llamó su «fuerza ilocutiva». El lengaje del destinatario o bien ya no tiene el poder de hacer lo que dice, sino que siempre hace algo distinto de lo que dice (un hacer distinto del hacer que estaría en consonancia con su decir) o bien ya no tiene el poder de significar precisamente lo contrario de lo que se intenta significar12

MacKinnon invoca a Anita Hill para ilustrar esta expropiación y deformación del lenguaje que realiza la pornografía. El propio acto por el cual Anita Hill dio testimonio, un testimonio que pretendía establecer que se le había hecho un daño, fue tomado por la audiencia del Senado ­en sí misma una escena pornográfica­ como una confesión de vergüenza y, por tanto, de culpa. En esta recepción reapropiativa por la cual un testimonio es tomado como confesión, las palabras del hablante ya no se entiende que comunican o realizan lo que parecen estar haciendo (ejemplificando la fuerza ilocutiva de un enunciado); por el contrario, son tomadas como una representación de la culpa sexual. En tanto Hill pronuncia el discurso sexualizado, se ve sexualizada por él, y esa misma sexualización coarta su esfuerzo por representar la sexualización en sí misma como un tipo de injuria. Después de todo, al decirla, la asume, la amplia, la produce; su discurso aparece como una apropiación activa de la sexualización contra la que ella intenta oponerse. Dentro de la pornografía, no hay ninguna oposición a esta sexualización sin que esa oposición se convierta en un acto sexualizado. Lo pornográfico está marcado precisamente por este poder de apropiación sexual. 

Y aún así MacKinnon utiliza a Hill como «el ejemplo» de este tipo de sexualización sin considerar la relación existente entre racialización y ejemplificación. En otras palabras, no es sólo que Hill esté doblemente oprimida, como afro-americana y como mujer, sino que la raza se convierte en una manera de representar pornográficamente la sexualidad. De la misma manera que la escena racializada de Thomas y Hill permite la externalización de la degradación sexual, también permite un purificación lasciva para el imaginario blanco. El estatus afro-americano permite una espectacularización de la sexualidad y una refiguración de los blancos fuera de la riña, testigos y guardianes que han canalizado sus propias ansiedades sexuales a través del cuerpo público de los negros. 

La pornografía funciona casi siempre mediante inversiones de distinto tipo, pero estas inversiones tienen una vida y un poder que excede el dominio de lo pornográfico. Nótese entonces que, en el resumen de la visión de MacKinnon que acabo de proporcionar ­y que espero sea ajustado­ el problema con la pornografía es precisamente que recontextualizainversión, en la que el «no» es tomado por, leído como, un «sí». La resistencia a la sexualidad es entonces refigurada como la peculiar escena de su afirmación y recirculación. 

Esta misma sexualización tiene lugar en y como un acto de habla. Al hablar, Hill expone su agencia; de ahí que cualquier afirmación contra la sexualización del discurso desde la posición de una sexualización activa del discurso sea retóricamente refutada por el acto de habla en sí, o, más bien, por el carácter del lenguaje como-de-acto y la «agencia» fictiva que se presume está activa en el acto de hablar. Esto es lo que algunos llamarían una contradicción performativa: un acto de habla que en su propia actuación produce un significado que reduce aquél otro acto que intenta realizar. En la medida en que habla, ella exhibe su agencia, porque se entiende que el lenguaje es un signo de agencia, y la noción de que podríamos hablar, pronunciar palabras, sin una intención voluntaria (y mucho menos inconscientemente) se ve sistemáticamente impedida por esta interpretación de la pornografía. Paradójicamente, el prolema con la interpretación pornográfica de su discurso es que pone sus palabras contra sus intenciones, y con ello presume que estas dos no son sólo separables, sino que pueden ponerse las unas contra las otras. Precisamente a través de esta exhibición de la agencia lingüística, el significado de ella es invertido y descartado. Cuanto más habla, menos se la cree, menos se considera que el significado de ella es el que ella pretende. Pero eso sólo sigue siendo cierto mientras el significado por ella pretendido esté en consonancia con la sexualización de su enunciación, y la sexualización que ella no pretende se opone a esa misma sexualización. 

MacKinnon considera que esta recontextualización pornográfica del acto de habla de Anita Hill es paradigmática del tipo de inversión de significados que la pornografía realiza sistemáticamente. Y, para MacKinnon, este poder de la recontextualización pornográfica significa que cuando una mujer dice «no», en un contexto pornográfico, ese «no» se presume un «sí». La pornografía, como el inconsciente freudiano, no conoce la negación. Sin embargo, esta explicación de la «estructura» de la pornografía no puede explicar el contexto del acto de habla de Hill; no se lo considera comunicativo, sino un espectáculo sexual racializado. Ella es el «ejemplo» de la pornografía porque, como negra, se convierte en el espectáculo para la proyección y la escenificación de la ansiedad sexual blanca. 

Pero el interés de MacKinnon es de otro orden. La autora presupone que uno debe estar en posición de enunciar las palabras de tal manera que el significado de esas palabras coincida con la intención con que han sido pronunciadas, y que la dimensión performativa de esa enunciación contribuya a apoyar y extender el significado intentado. De ahí que uno de los problemas con la pornografía sea que crea una escena donde la dimensión performativa del discurso va en contra de su funcionamiento comunicativo o semántico. Esta concepción de la enunciación presupone una visión normativa de una persona con la capacidad y el poder de ejercer el habla de forma directa; está visión ha sido elaborada por el filósofo Rae Langton en un ensayo que trata de dar fuerza lógica a los requisitos principalmente retóricos de MacKinnon13. Ese poder de ejercer un discurso tal que la performatividad y la recepción estén gobernadas y reconciliadas por una intención única y controladora es concebido por Langton como esencial para la operación y agencia de la persona-con-derechos, alguien socialmente capaz de ejercer derechos y libertades fundamentales como los que garantiza la Cláusula de Protección de la Igualdad de la Enmienda Catorce. 

De forma significativa y paradójica, el argumento contra la pornografía trata de limitar los derechos de los pornógrafos por lo que respecta a la Primera Enmienda, pero también trata de expandir la esfera de protección de la Primera Enmienda para aquellos representados y (por tanto, ostensiblemente) «interpelados» por la pornografía: la representación pornográfica desacredita y degrada a aquellos a quienes representa ­principalmente mujeres­ de manera que el efecto de esa degradación es proyectar la duda de si se podrá entender que el discurso pronunciado por aquellos que han sido representados significa lo que dice. En otras palabras, de la misma manera que el testimonio de Hill fue convertido en las cámaras del Senado en una confesión de su complicidad o, de hecho, de sus poderes de fantasía sexual, el discurso de la clase de personas representadas por la pornografía, por ejemplo mujeres, es convertido en su opuesto; es un discurso que quiere decir una cosa incluso si intenta significar otra, o es un discurso que no sabe lo que significa, o es un discurso como exhibición, confesión y evidencia, pero no como vehículo comunicativo, habiéndoselo privado de su capacidad de hacer declaraciones verdaderas. Efectivamente, el acto de habla, aunque significa agencia, se desarma a sí mismo precisamente porque no dice lo ue significa; el acto de habla implica un ser siempre activo y capaz de elección; de hecho implica un yo que consiente, un yo cuyo «no» está siempre disminuido por su «sí» implícito. Aunque esta atribución de una intención invertida viola efectivamente la soberanía del sujeto que habla, parece igualmente cierto que esta versión de la pornografía explota también cierta noción de la soberanía liberal con el fin de ampliar sus propios objetivos, al insistir que siempre el consentimiento, y sólo el consentimiento, constituye a los sujetos. 

Esta crítica al efecto de la pornografía en el discurso, al cómo, en particular, se puede decir que la pornografía silencia el habla, está motivada por un esfuerzo de invertir la amenaza a la soberanía que se cumple en la representación pornográfica. Como esfuerzo de reconducir el discurso hacia la intención soberana, la posición antipornográfica se enfrenta al estado de dejadez en que la enunciación aparentemente ha caído: el enunciado amenaza con significar de maneras no intentadas o que nunca fueron intentadas; se convierte en un acto sexualizado, evidenciándose a sí mismo como seducción (por tanto, como perlocutivo) en vez de estar basado en la verdad (por tanto, como constativo). (La pornografía denigra la enunciación al estatus de retórica, y expone sus límites como filosofía).





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