Judith Butler
Foto: Jeff Wall
Las recientes propuestas de regular el discurso del odio en los campus,
los lugares de trabajo y otros espacios públicos han tenido una
serie de consecuencias políticas ambivalentes. La esfera del lenguaje
se ha convertido en el dominio privilegiado para interrogar las causas
y efectos de la ofensa social. Mientras que en momentos tempranos del Movimiento
de los Derechos Civiles o en el activismo feminista lo que se primaba era
documentar y buscar resarcimiento frente a varias formas de discriminación,
la actual preocupación política por el discurso del odio
enfatiza la forma lingüística que asume una conducta discriminatoria,
por el procedimiento de tratar de establecer la conducta verbal como acción
discriminatoria.1 Pero ¿qué es la conducta verbal?
No hay duda que la ley tiene definiciones que ofrecernos y esas definiciones
a menudo institucionalizan extensiones catacrésicas de comprensiones
ordinarias del lenguaje; de ahí que la quema de una bandera o incluso
de una cruz puedan ser interpretadas como «discurso» a efectos
legales. Sin embargo, recientemente la jurisprudencia ha buscado el asesoramiento
de las teorías retóricas y filosóficas del lenguaje
para poder describir el discurso del odio en términos de una teoría
más general de la performatividad lingüística. Los practiantes
de adhesiones inquebrantables al absolutismo de la Primera Enmienda a la
Constitución de los Estados Unidos suscriben la idea de que la libertad
de expresión tiene prioridad sobre otros derechos y libertades constitucionalmente
protegidos y de que, de hecho, a la libertad de expresión se la
presupone ya mediante el ejercicio de otros derechos y libertades. También
tienden éstos a incluir todas las declaraciones «de contenido»
como discurso protegido por la Constitución y consideran que las
formas de conducta verbal amenazadas están sujetas a la cuestión
de si tales amenazas se quedan en «lenguaje» o si se adentran
en el terreno de la «conducta». Sólo en el último
caso el «lenguaje» en cuestión sería susceptible
de ser proscrito. En el contexto de las controversias sobre el discurso
del odio, está surgiendo una reciente visión sobre el discurso
que problematiza el recurso a cualquier distinción estricta; esa
teoría sostiene que el «contenido» de ciertos tipos
de discurso sólo puede ser entendido en términos de la acción
que el lenguaje ejecuta. En otras palabras, los epítetos racistas
no sólo apoyan un mensaje de inferioridad racial, sino que ese «apoyar»
es la institucionalización verbal de esa misma subordinación.
De ahí que se entienda que el discurso del odio no sólo comunica
una idea ofensiva o conjunto de ideas, sino que además realiza el
mensaje mismo que comunica: la comunicación en sí es a la
vez una forma de conducta.2
Propongo revisar algunos de los sentidos en los que la «conducta
verbal» es pensada en la propuesta de ley sobre el discurso del odio,
y ofrecer una visión alternativa de cómo uno podría
a la vez afirmar que el lenguaje actúa, incluso injuriosamente,
al mismo tiempo que se insiste en que «no actúa» directa
o causativamente sobre el destinatario en exactamente la misma manera como
tienden a describirlo los ponentes de la legislación del discurso
del odio. De hecho, el carácter como-de-acto de ciertas expresiones
ofensivas puede ser precisamente lo que les permite evitar decir lo que
quieren decir o hacer lo que sea que dicen.
Los juristas y los activistas que han contribuido al volumen Words
that Wound [Palabras que hieren] tienen cierta tendencia a expandir
y complicar los parámetros legales del «discurso» con
el objeto de suministrar un entramado racional de base para la futura ley
sobre el discurso del odio. Y esto se consigue en parte al conceptualizar
las declaraciones a la vez como «expresivas» de ideas y como
formas de «conducta» en sí mismas: el discurso racista
en particular proclama a la vez la inferioridad de la raza contra la que
se dirige y efectúa la subordinación de aquella raza a través
de la declaración misma.3 En la medida en que el discurso
goza de la protección de la Primera Enmienda, se considera,
según Matsuda y otros, que cuenta con el soporte del Estado. El
hecho de que el Estado no intervenga es, desde el punto de vista de Matsuda,
equivalente a que el Estado lo avale: «la escalofriante visión
de racistas confesos ataviados con parafernalia amenazante y desfilando
por nuestro vecindario bajo total protección policial constituye
una declaración de autorización por el estado». De
ahí que esa manifestación tenga el poder de efectuar la subordinación
que, o bien representa, o bien promueve, precisamente mediante su libre
operación en el marco de la esfera pública no obstaculizada
por la intervención estatal. Lo que realmente viene a decir esto
es que el Estado, para Matsuda, permite la injuria a sus ciudadanos y,
concluye que la «víctima [del discurso del odio] se convierte
en una persona sin Estado».
Apoyándose en una reciente propuesta de ley sobre el discurso
del odio, Catharine MacKinnon sostiene un argumento similar en relación
a la pornografía. En Only WordsSólo palabras],
la pornografía debiera ser interpretada como una especie de «herida»,
según MacKinnon, porque proclama y ejerce el estatus de subordinación
de las mujeres.4 De esta manera, MacKinnon invoca el principio
constitucional de igualdad (la Enmienda Catorce a la Constitución,
en particular) y argumenta que la pornografía es una forma de tratamiento
desigual; considera que esta acción discriminatoria es más
seria y grave que cualquier ejercicio espurio de la «libertad»
o «libre expresión» por parte de la industria pornográfica.
Ese ejercicio de la «libertad», sostiene la autora, tiene lugar
a costa de los derechos de otros ciudadanos a la igual participación
y al ejercicio igual de las libertades y derechos fundamentales. De acuerdo
con Matsuda, hay ciertas formas de acoso verbal que cuentan como acción
discriminatoria, y esas formas del discurso del odio basadas en el sexo
o en la raza pueden socavar las condiciones sociales para el ejercicio
de los derechos y libertades fundamentales de aquellos a los que se apela
mediante ese lenguaje.
(1993) [ Mi intención aquí es concentrarme en el poder que se le
atribuye al texto pornográfico de efectuar un estado de subordinación
de la mujer no para discernir si el texto ejerce esa subordinación
en la manera en que la describe MacKinnon, sino más bien para descubrir
qué versión de la performatividad entra en juego en esta
afirmación. El uso de lo performativo en MacKinnon implica una figura
de la performatividad -una figura del poder soberano que gobierna la manera
en que se dice que actúa un determinado acto de habla como
eficaz, unilateral, transitivo, generativo. En definitiva, leeré
la figura de la soberanía que emerge en el discurso contemporáneo
sobre lo performativo en términos de la idea foucaultiana de que
el poder contemporáneo ya no goza de un carácter soberano.
¿Acaso compensa la figura del soberano performativo un sentido perdido
del poder? ¿Y cómo podría esa pérdida convertirse
en la condición para un sentido revisado de lo performativo?
El interés por esta figura de la performatividad deriva de la
convicción de que, en diversas esferas políticas a la vez
y por distintos motivos políticos no siempre reconciliables los
unos con los otros, está en juego una manera similar de considerar
el habla como conducta. La enunciación en sí es vista de
forma exagerada y altamente eficaz: ya no como una representación
del poder o su epifenómeno verbal, sino como el modus vivendi
del poder mismo.
Podríamos considerar esta sobredeterminación de lo performativo
como una «lingüistificación» del campo de lo político
(un campo del cual la teoría del discurso es apenas responsable,
pero que se podría decir que lo «registra» en ciertos
aspectos importantes). Considérese, pues, la paradójica emergencia
de una figura similar del enunciado eficaz en contextos políticos
más recientes, aunque pueda parecer hostil a aquellos que acabo
de mencionar. Uno de estos contextos, que consideraremos en el siguiente
capítulo, son las fuerzas armadas estadounidenses, donde ciertos
tipos de declaraciones, por ejemplo, «Soy un/una homosexual»,
son ahora, en la normativa recientemente discutida, considerados como «conducta
ofensiva».5 De manera similar pero no idéntica,
ciertos tipos de representaciones estéticas de carácter marcadamente
sexual, como las producidas por los grupos de rap, 2 Live Crew o
Salt n Pepa, son discutidas en los contextos legales en base a la
pregunta de si caerían bajo la rúbrica de «obscenidad»
definida por Miller v. California (1973). ¿Es la recirculación
de los epítetos ofensivos en el contexto de la performance
(donde «performance» y «recirculación»
son importantemente equívocos) substancialmente diferente del uso
de tales epítetos en el campus, el lugar de trabajo o en otras esferas
de la vida pública? La cuestión no es simplemente si tales
obras participan en géneros reconocibles con valor literario o artístico,
como si eso fuera suficiente para garantizar su estatus protegido. La controversia
aquí, como ha mostrado Henry Louis Gates, Jr., es más complicada.
Mediante la apropiación y recirculación de g)neros establecidos
del arte popular afro-americano, siendo la «significación»
un género central, estas producciones artísticas participan
de géneros que pueden no ser reconocibles por los tribunales.
De forma paradójica y dolorosa, cuando es a los tribunales a quienes
se inviste con el poder de regular tales expresiones, se producen nuevas
oportunidades para la discriminación en las que los tribunales desautorizan
la producción cultural afro-americana y también la autorepresentación
gay o lesbiana mediante el uso táctico y arbitrario de la ley sobre
obcenidad.6
En principio podría parecer que estos distintos ejemplos del
«lenguaje como conducta» no son en absoluto conmensurables
los unos con los otros, y no es mi intención defender que lo sean.
En cada caso la figura del enunciado eficaz emerge en una escena de interpelación
que es consecuentemente diferente. En la discusión de Matsuda, el
acoso y el lenguaje ofensivo se figuran como la apelación de un
ciudadano a otro, de un jefe a un trabajador o de un profesor a un estudiante.
El efecto de este lenguaje es, desde el punto de vista de Matsuda, degradar
o disminuir; puede «hacer blanco» en el destinatario; puede
socavar la capacidad del receptor para trabajar, estudiar o, en la esfera
pública, ejercer sus derechos y libertades constitucionalmente garantizados:
«la víctima se convierte en una persona sin Estado».
Si el lenguaje en cuestión ha perjudicado esa capacidad del destinatario
de participar en la esfera de acción y expresión protegida
por la Constitución, entonces el enunciado injurioso puede decirse
que ha violado, o que ha precipitado la violación de la Cláusula
de Protección de la Igualdad que garantiza el total e igual acceso
de todos los ciudadanos a los derechos y libertades constitucionalmente
protegidos. La asunción de Matsuda es que llamar a alguien de determinada
manera o, más específicamente, ser abordado de forma ofensiva
establece la subordinación social de aquella persona y, además,
tiene el efecto de privar al destinatario de la capacidad de ejercer derechos
y libertades comúnmente aceptados dentro de un contexto específico
(la educación o el empleo), o bien en el contexto más generalizado
de la esfera pública nacional. Aunque algunos argumentos a favor
de la regulación del lenguaje están marcados por el contexto,
y restringen la regulación de entornos de trabajo o educación
específicos, Matsuda parece preparado para defender que la esfera
pública nacional en su totalidad es un marco de referencia adecuado
para regular el discurso del odio. En la medida que ciertos grupos han
sido «históricamente subordinados», el discurso del
odio dirigido a estos grupos consiste en una ratificación y extensión
de aquella «subordinación estructural». Para Matsuda,
parece que ciertas formas históricas de subordinación han
asumido un estatus «estructural», de manera que esta historia
y estructura generalizadas constituyen «el contexto» en que
el discurso del odio se demuestra eficaz.
En el caso de las fuerzas armadas estadounidenses, ha habido cierta
controversia pública sobre si la cuestión de manifestar públicamente
que uno es un/una homosexual es lo mismo que manifestar una intención
de realizar el acto, y parece que si se afirma la intención, entonces
el enunciado en sí es ofensivo. En una primera versión de
la normativa, los militares encontraron ofensiva no la intención
de actuar, sino la enunciación de la intención. Aquí
un acto de habla en que se manifiesta o hay implicada una intención
sexual deviene extrañamente indisociable de una acción sexual.
De hecho, ambos pueden mostrarse como separables, parece, sólo mediante
una descalificación explícita de aquella declaración
anterior y mediante la articulación de una intención adicional:
en concreto, la de no realizar el propio deseo. Como en el caso
del «discurso» pornográfico, hay en juego una cierta
sexualización del habla, donde la referencia verbal o la representación
de la sexualidad se considera equiparable al acto sexual Por muy difícil
y doloroso que sea imaginarlo, ¿podrían las fuerzas armadas
haber identificado esta forma de declaración como una ofensa codificable
sin el precedente de la ley sobre acoso sexual y su extensión a
las áreas de la pornografía y el discurso del odio?7
En cualquier caso, en las directrices revisadas de la normativa, que todavía
se discuten en los tribunales, ahora es posible decir «Soy un/una
homosexual» y añadir a esa declaración «y no
tengo intención o propensión a realizar ese deseo».
Al rechazar la acción, la declaración vuelve a ser una manifestación
constatativa o meramente descriptiva, y llegamos a la distinción
del Presidente Clinton entre un estatus protegido «Yo soy»
y una conducta no protegida «Yo hago» o «Yo haré».
Foto: Diane Arbus
He considerado la lógica de esta política en el capítulo
siguiente, y propongo volver a la figura del discurso eficaz y ofensivo
al final de este capítulo. Mientras tanto, sin embargo, quisiera
considerar la interpretación del discurso del odio como conducta
ofensiva, el esfuerzo de interpretar la pornografía como un discurso
del odio, y el esfuerzo concomitante de recurrir al Estado para remediar
las injurias que se alega ha causado el discurso del odio. ¿Qué
ocurre cuando se busca el recurso al Estado para regular tales discursos?
Se trata éste de un argumento familiar, quizás, pero que
espero poder tratar de una manera menos familiar. Me interesan no sólo
la protección de las libertades civiles frente a la incursión
del Estado, sino también el peculiar poder discursivo que
se le otorga al Estado durante el proceso de reparación legal.
Me gustaría sugerir una formulación del problema que puede
parecer paradójica, pero que creo, incluso por su forma hiperbólica,
que puede iluminar de alguna manera el problema que plantea la regulación
del discurso del odio. Mi formulación es la siguiente: el Estado
produce el lenguaje del odio, y con esto no quiero significar que el
Estado sea responsable de las distintas ofensas, epítetos y formas
de invectiva que normalmente circulan entre la población. Quiero
decir simplemente que la categoría no puede existir sin la ratificación
del Estado, y este poder del lenguaje judicial del Estado de establecer
y mantener el dominio de lo que podrá ser dicho públicamente
sugiere que el Estado juega un papel que va más allá de una
función limitadora en este tipo de decisiones; de hecho, el Estado
produce activamente el dominio del discurso públicamente aceptable,
estableciendo la línea entre los dominios de lo decible y lo no
decible, y reteniendo el poder de estipular y sostener la consecuente línea
de demarcación. El tipo de declaración inflamada y eficaz
atribuida al discurso del odio en algunos contextos politizados, más
arriba discutidos, está en sí misma modelada a partir del
lenguaje de un Estado soberano, es entendida como un acto de habla soberano,
un acto de habla con el poder de hacer lo que dice. Este poder soberano
es atribuido al discurso del odio cuando se dice que nos «priva»
de derechos y libertades. El poder atribuido al discurso del odio es un
poder de una absoluta y eficaz agencia, performatividad y transitividad
a la vez eficaces y absolutas (hace lo que dice y hace lo que dice que
hará a aquél a quien está destinado su discurso).
Es precisamente a este poder del lenguaje legal aquello a lo que
nos referimos cuando exhortamos al Estado a ejercer la regulación
del lenguaje ofensivo. El problema, entonces, no es que la fuerza del soberano
performativo esté mal, sino que cuando es utilizado por los ciudadanos
está mal, y que cuando el Estado interviene sobre ello está,
en estos contextos, bien.
El mismo tipo de fuerza, no obstante, se le atribuye en ambas instancias
al performativo, y esa versión del poder performativo nunca es puesta
en cuestión por quienes aspiran a una elevada regulación.
¿En qué consiste este poder? ¿Cómo daremos
cuenta de su producción sostenida en el lenguaje del discurso del
odio, así como de su continua seducción?
Antes de aventurar una respuesta a tales preguntas, vale la pena señalar
que esta invocación al soberano performativo tiene lugar en el contexto
de una situación política donde el poder ya no se ve constreñido
bajo la forma soberana del Estado. El poder, difuminado a través
de dominios dispares y en competencia dentro del aparato del Estado, también
bajo formas difusas a través de la sociedad civil, no puede ser
fácil ni definitivamente atribuido a un sujeto único que
sea su «portavoz» [«speaker»], ni a un representante
soberano del Estado. En la medida que Foucault acierta cuando describe
que las relaciones contemporáneas de poder emanan de un número
de lugares posibles, el poder ya no está constreñido por
parámetros de soberanía. Sin embargo, la dificultad de describir
el poder como una formación soberana de ninguna manera impide que
se fantasee o figure el poder precisamente de esa manera; por el contrario,
la pérdida histórica de la organización soberana del
poder parece ocasionar la fantasía de su retorno un retorno,
quisiera argumentar, que tiene lugar en el lenguaje, en la figura del performativo.
El énfasis en el acto de habla performativo resucita fantasmáticamente
lo performativo en el lenguaje, estableciendo el lenguaje como sede desplazada
de la política, y especificando que ese desplazamiento está
movido por el deseo de volver a un mapa del poder más simple y confiado,
un mapa donde la asunción de soberanía se mantenga segura.
Si el poder ya no está constreñido por modelos de soberanía,
si emana de un número cualquiera de «centros», ¿cómo
vamos a encontrar el origen y causa del acto de poder mediante el cual
se realiza la ofensa? Las limitaciones del lenguaje legal emergen para
acabar con esta ansiedad histórica particular, puesto que la ley
requiere que reubiquemos el poder en el lenguaje de la injuria, que le
otorguemos a la injuria el estatuto de un acto y que atribuyamos el acto
a la conducta específica de un sujeto. Así, la ley requiere
y facilita una conceptualización de la injuria en relación
a un sujeto culpable, resucitando al «sujeto» (que podría
ser tanto un grupo o una entidad corporativa como un individuo) en respuesta
a la necesidad de buscar responsabilidad para el daño. ¿Está
justificada esta localización del sujeto como «origen»
y «causa» de las estructuras racistas, y mucho menos del lenguaje
racista?
Foucault sostiene que la «soberanía», como modo dominante
de pensar el poder, restringe nuestra visión del poder a concepciones
prevalecientes del sujeto, incapacitándonos para pensar el problema
de la dominación8. Su visión de la dominación,
sin embargo, contrasta marcadamente con la de Matsuda: la «dominación»
no es «ese tipo de dominación sólida y global que una
persona ejerce sobre otras, o un grupo sobre otro, sino las múltiples
formas de dominación que pueden ser ejercidas en sociedad»,
unas formas que no requieren ni al representante soberano del estado, por
ejemplo el rey, ni tampoco a sus «sujetos» como lugares únicos
o primarios del ejercicio. Por el contrario, Foucault escribe, «uno
debería tratar de localizar el poder al extremo de su ejercicio,
donde es siempre menos legal en carácter»9. El
sujeto, para Foucault, se encuentra precisamente no en el extremo
del ejercicio del poder. En una explicación anti-voluntarista del
poder, Foucault escribe:
... el análisis [del poder] no debería intentar considerar
el poder desde su punto de vista interno y ... debería abstenerse
de plantear la cuestión laberíntica y sin respuesta de ¿quién
tiene poder y en que está pensando? ¿Cuál es el objetivo
de alguien que posee poder? En lugar de eso, se trata de estudiar el poder
en el punto donde su intención, si es que tiene alguna, está
completamente investida de sus prácticas reales y efectivas.
Este paso del sujeto del poder a un onjunto de prácticas donde
el poder se actualiza en sus efectos señala, para Foucault, un alejamiento
del modelo conceptual de soberanía que, afirma, domina el pensamiento
sobre la política, la ley y la cuestión del derecho. Entre
las prácticas que Foucault contrapone a la del sujeto están
las que aspiran a explicar la formación del sujeto mismo: «preguntémonos
... cómo funcionan las cosas al nivel de la presente subyugación,
al nivel de aquellos procesos continuos e ininterrumpidos que sujetan nuestros
cuerpos, gobiernan nuestros gestos, dictan nuestras conductas, etc... .
Deberíamos tratar de descubrir cómo es que los sujetos son
gradualmente, progresivamente, realmente y materialmente constituidos mediante
una multiplicidad de organismos, fuerzas, energías, materiales,
deseos, pensamientos, etc. Deberíamos tratar de entender la sujeción
en su instancia material como una constitución de sujetos»
(la cursiva es mía).
Cuando la escena del racismo se reduce a un solo hablante y su audiencia,
el problema político se formula como la atribución del daño
en tanto viaja del hablante hasta la constitución psíquica/somática
de aquél que escucha el término o de aquél a quien
está destinado. Las elaboradas estructuras institucionales del racismo
y también del sexismo de pronto se reducen a la escena de enunciación,
y el enunciado, ya no más el sedimento de una institución
y un uso anteriores, se ve investido con el poder de establecer y mantener
la subordinación del grupo a quien interpela. ¿No constituye
este movimiento teórico una sobredeterminación de la escena
de enunciación, donde las ofensas del racismo son reducidas a ofensas
producidas en el lenguaje?10 ¿No conduce esto a una visión
del poder del sujeto que habla, y, por tanto, de su culpabilidad, en la
que el sujeto es prematuramente identificado como la «causa»
del problema del racismo?
Al localizar la causa de nuestra ofensa en el sujeto que habla y el
poder de esa ofensa en el poder del lenguaje, quedamos libres, como si
dijéramos, para recurrir a la ley ahora situada contra el poder
e imaginada como neutral con el objeto de controlar ese asalto de
palabras cargadas de odio. Esta fantasmática producción del
sujeto hablante culpable, derivada de las limitaciones del lenguaje legal,
designa a los sujetos como únicos agentes del poder. Tal reducción
de la agencia de poder a las acciones del sujeto puede estar compensando
las dificultades y ansiedades producidas en el curso de vivir en un trance
cultural contemporáneo donde ni la ley ni el discurso del odio son
enunciados exclusivamente por un sujeto singular. El daño racial
es siempre citado de algún lugar, y al hablar de él, uno
tañe con un coro de racistas, produciendo en aquel momento la ocasión
lingüística para una relación imaginada con una comunidad
de racistas históricamente transmitida. En este sentido, el discurso
racista no se origina con el sujeto, incluso si requiere al sujeto para
su eficacia, como seguramente ocurre. De hecho, el discurso racista no
podría actuar como tal si no fuera una citación de sí
mismo; sólo porque ya conocemos su fuerza por instancias anteriores
sabemos que es ahora tan ofensivo, y nos preparamos contra sus futuras
invocaciones. La iterabilidad del discurso del odio está efectivamente
disimulada por el «sujeto» que habla el discurso del odio.
En la medida que se entiende que el portavoz del discurso del odio ejerce
el mensaje subordinador que él o ella sostiene, el hablante es figurado
como ostentando el poder soberano de hacer lo que él o ella dice,
alguien para quien hablar es inmediatamente actuar. En How to Do Things
With Words [Cómo hacer cosas con palabras] de J.L.Austin,
los ejemplos de estos performativos ilocutivos son muy a menudo repescados
de instancias legales: «Te sentencio», «Te declaro»:
estas son palabras del Estado que realizan la acción misma que enuncian.
Como signo de un cierto desplazamiento de la ley, este mismo poder performativo
se le atribuye ahora a aquél que enuncia el discurso del oio y
con ello se constituye su agencia, eficacia y probabilidad de ser procesado.
Quien habla el discurso del odio ejerce un performativo en el que se efectúa
la subordinación, por muy «enmascarado»11
que esté ese performativo. Como performativo, el discurso del odio
priva a quien está destinado precisamente de este poder performativo,
un poder performativo que algunos ven como la condición lingüística
de la ciudadanía. La capacidad de usar eficazmente las palabras
de esta manera se considera como la condición necesaria para la
operación normativa del hablante y del actor político en
el dominio público.
Pero ¿qué tipo de lenguaje se le atribuye al ciudadano
en esa teoría?, y ¿cómo establece tal explicación
la línea existente entre la performatividad que constituye el discurso
del odio y la performatividad que es condición lingüística
de ciudadanía? Si el discurso del odio es un tipo de lenguaje que
ningún ciudadano debiera ejercer, entonces ¿cómo se
podría especificar su poder, si es que esto es posible? Y, todavía,
¿cómo se distinguirán tanto el discurso apropiado
de los ciudadanos y el inapropiado discurso del odio de los ciudadanos
de un tercer nivel de poder performativo, aquél que pertenece al
Estado?
Esta última pregunta parece crucial, aunque sea sólo porque
el discurso del odio es descrito mediante el tropo soberano que deriva
del discurso del Estado (y del discurso sobre el Estado). La figuración
del discurso del odio como un ejercicio de poder soberano realiza implícitamente
una catacresis por la cual aquél que es acusado de infringir la
ley (aquél que enuncia el discurso del odio) es a pesar de todo
investido con el poder soberano de la ley. Lo que la ley dice, lo hace,
pero también el portavoz del odio. El poder performativo del discurso
del odio se figura como el poder performativo del lenguaje legal estatalmente
sancionado, y la competición entre el discurso del odio y la ley
se escenifica, paradójicamente, como una batalla entre dos poderes
soberanos.
¿Actúa como la ley quien enuncia un discurso del odio,
en el sentido que tiene el poder de hacer que ocurra lo que dice (como
ocurre con un juez respaldado por la ley en un orden político relativamente
estable)?; y ¿le atribuimos a la fuerza ilocutiva de tal enunciado
un poder estatal imaginario, respaldado por la policía?
Esta idealización del acto de habla como acción soberana
(bien sea positiva o negativa) está conectada con la idealización
del poder del Estado soberano o, más bien, con la voz imaginada
y forzosa de tal poder. Es como si el propio poder del Estado hubiera sido
expropiado, delegado a sus ciudadanos, y el Estado entonces reemerge como
un instrumento neutral al que recurrir para protegernos de otros ciudadanos,
que se han convertido en emblemas revividos de un (perdido) poder soberano.
MacKinnon y la lógica del enunciado pornográfico
Los recientes argumentos de MacKinnon son tan impresionantes como problemáticos.
La clase de personas, principalmente mujeres, que son subordinadas y degradadas
al ser representadas en la pornografía, la clase a quien la pornografía
destina su imperativo de subordinación, son quienes pierden su voz,
como si dijéramos, como consecuencia de haber sido abordadas y desacreditadas
por la voz de la pornografía. La pornografía, entendida como
discurso del odio, desposee al destinatario (aquél representado
por ella, y que a la vez se presume es a quien ésta interpela) del
poder de hablar. El lenguaje del destinatario ha sido privado de lo que
Austin llamó su «fuerza ilocutiva». El lengaje del destinatario
o bien ya no tiene el poder de hacer lo que dice, sino que siempre hace
algo distinto de lo que dice (un hacer distinto del hacer que estaría
en consonancia con su decir) o bien ya no tiene el poder de significar
precisamente lo contrario de lo que se intenta significar12.
MacKinnon invoca a Anita Hill para ilustrar esta expropiación
y deformación del lenguaje que realiza la pornografía. El
propio acto por el cual Anita Hill dio testimonio, un testimonio que pretendía
establecer que se le había hecho un daño, fue tomado por
la audiencia del Senado en sí misma una escena pornográfica
como una confesión de vergüenza y, por tanto, de culpa. En
esta recepción reapropiativa por la cual un testimonio es tomado
como confesión, las palabras del hablante ya no se entiende que
comunican o realizan lo que parecen estar haciendo (ejemplificando la fuerza
ilocutiva de un enunciado); por el contrario, son tomadas como una representación
de la culpa sexual. En tanto Hill pronuncia el discurso sexualizado, se
ve sexualizada por él, y esa misma sexualización coarta su
esfuerzo por representar la sexualización en sí misma como
un tipo de injuria. Después de todo, al decirla, la asume, la amplia,
la produce; su discurso aparece como una apropiación activa de la
sexualización contra la que ella intenta oponerse. Dentro de la
pornografía, no hay ninguna oposición a esta sexualización
sin que esa oposición se convierta en un acto sexualizado. Lo pornográfico
está marcado precisamente por este poder de apropiación sexual.
Y aún así MacKinnon utiliza a Hill como «el ejemplo»
de este tipo de sexualización sin considerar la relación
existente entre racialización y ejemplificación. En otras
palabras, no es sólo que Hill esté doblemente oprimida, como
afro-americana y como mujer, sino que la raza se convierte en una manera
de representar pornográficamente la sexualidad. De la misma manera
que la escena racializada de Thomas y Hill permite la externalización
de la degradación sexual, también permite un purificación
lasciva para el imaginario blanco. El estatus afro-americano permite una
espectacularización de la sexualidad y una refiguración de
los blancos fuera de la riña, testigos y guardianes que han canalizado
sus propias ansiedades sexuales a través del cuerpo público
de los negros.
La pornografía funciona casi siempre mediante inversiones de
distinto tipo, pero estas inversiones tienen una vida y un poder que excede
el dominio de lo pornográfico. Nótese entonces que, en el
resumen de la visión de MacKinnon que acabo de proporcionar y
que espero sea ajustado el problema con la pornografía es precisamente
que recontextualizainversión, en la que el
«no» es tomado por, leído como, un «sí».
La resistencia a la sexualidad es entonces refigurada como la peculiar
escena de su afirmación y recirculación. Esta misma sexualización tiene lugar en y como un acto de habla.
Al hablar, Hill expone su agencia; de ahí que cualquier afirmación
contra la sexualización del discurso desde la posición de
una sexualización activa del discurso sea retóricamente refutada
por el acto de habla en sí, o, más bien, por el carácter
del lenguaje como-de-acto y la «agencia» fictiva que se presume
está activa en el acto de hablar. Esto es lo que algunos llamarían
una contradicción performativa: un acto de habla que en su propia
actuación produce un significado que reduce aquél otro acto
que intenta realizar. En la medida en que habla, ella exhibe su agencia,
porque se entiende que el lenguaje es un signo de agencia, y la noción
de que podríamos hablar, pronunciar palabras, sin una intención
voluntaria (y mucho menos inconscientemente) se ve sistemáticamente
impedida por esta interpretación de la pornografía. Paradójicamente,
el prolema con la interpretación pornográfica de su discurso
es que pone sus palabras contra sus intenciones, y con ello presume que
estas dos no son sólo separables, sino que pueden ponerse las unas
contra las otras. Precisamente a través de esta exhibición
de la agencia lingüística, el significado de ella es invertido
y descartado. Cuanto más habla, menos se la cree, menos se considera
que el significado de ella es el que ella pretende. Pero eso sólo
sigue siendo cierto mientras el significado por ella pretendido esté
en consonancia con la sexualización de su enunciación, y
la sexualización que ella no pretende se opone a esa misma
sexualización.
MacKinnon considera que esta recontextualización pornográfica
del acto de habla de Anita Hill es paradigmática del tipo de inversión
de significados que la pornografía realiza sistemáticamente.
Y, para MacKinnon, este poder de la recontextualización pornográfica
significa que cuando una mujer dice «no», en un contexto pornográfico,
ese «no» se presume un «sí». La pornografía,
como el inconsciente freudiano, no conoce la negación. Sin embargo,
esta explicación de la «estructura» de la pornografía
no puede explicar el contexto del acto de habla de Hill; no se lo considera
comunicativo, sino un espectáculo sexual racializado. Ella es el
«ejemplo» de la pornografía porque, como negra, se convierte
en el espectáculo para la proyección y la escenificación
de la ansiedad sexual blanca.
Pero el interés de MacKinnon es de otro orden. La autora presupone
que uno debe estar en posición de enunciar las palabras de tal manera
que el significado de esas palabras coincida con la intención con
que han sido pronunciadas, y que la dimensión performativa de esa
enunciación contribuya a apoyar y extender el significado intentado.
De ahí que uno de los problemas con la pornografía sea que
crea una escena donde la dimensión performativa del discurso va
en contra de su funcionamiento comunicativo o semántico. Esta concepción
de la enunciación presupone una visión normativa de una persona
con la capacidad y el poder de ejercer el habla de forma directa; está
visión ha sido elaborada por el filósofo Rae Langton en un
ensayo que trata de dar fuerza lógica a los requisitos principalmente
retóricos de MacKinnon13. Ese poder de ejercer un discurso
tal que la performatividad y la recepción estén gobernadas
y reconciliadas por una intención única y controladora es
concebido por Langton como esencial para la operación y agencia
de la persona-con-derechos, alguien socialmente capaz de ejercer derechos
y libertades fundamentales como los que garantiza la Cláusula de
Protección de la Igualdad de la Enmienda Catorce.
De forma significativa y paradójica, el argumento contra la pornografía
trata de limitar los derechos de los pornógrafos por lo que respecta
a la Primera Enmienda, pero también trata de expandir la esfera
de protección de la Primera Enmienda para aquellos representados
y (por tanto, ostensiblemente) «interpelados» por la pornografía:
la representación pornográfica desacredita y degrada a aquellos
a quienes representa principalmente mujeres de manera que el
efecto de esa degradación es proyectar la duda de si se podrá
entender que el discurso pronunciado por aquellos que han sido representados
significa lo que dice. En otras palabras, de la misma manera que el testimonio
de Hill fue convertido en las cámaras del Senado en una confesión
de su complicidad o, de hecho, de sus poderes de fantasía sexual,
el discurso de la clase de personas representadas por la pornografía,
por ejemplo mujeres, es convertido en su opuesto; es un discurso que quiere
decir una cosa incluso si intenta significar otra, o es un discurso que
no sabe lo que significa, o es un discurso como exhibición, confesión
y evidencia, pero no como vehículo comunicativo, habiéndoselo
privado de su capacidad de hacer declaraciones verdaderas. Efectivamente,
el acto de habla, aunque significa agencia, se desarma a sí mismo
precisamente porque no dice lo ue significa; el acto de habla implica un
ser siempre activo y capaz de elección; de hecho implica un yo que
consiente, un yo cuyo «no» está siempre disminuido por
su «sí» implícito. Aunque esta atribución
de una intención invertida viola efectivamente la soberanía
del sujeto que habla, parece igualmente cierto que esta versión
de la pornografía explota también cierta noción de
la soberanía liberal con el fin de ampliar sus propios objetivos,
al insistir que siempre el consentimiento, y sólo el consentimiento,
constituye a los sujetos.
Esta crítica al efecto de la pornografía en el discurso,
al cómo, en particular, se puede decir que la pornografía
silencia el habla, está motivada por un esfuerzo de invertir
la amenaza a la soberanía que se cumple en la representación
pornográfica. Como esfuerzo de reconducir el discurso hacia la intención
soberana, la posición antipornográfica se enfrenta al estado
de dejadez en que la enunciación aparentemente ha caído:
el enunciado amenaza con significar de maneras no intentadas o que nunca
fueron intentadas; se convierte en un acto sexualizado, evidenciándose
a sí mismo como seducción (por tanto, como perlocutivo) en
vez de estar basado en la verdad (por tanto, como constativo). (La pornografía
denigra la enunciación al estatus de retórica, y expone sus
límites como filosofía).
http://www.accpar.org/numero4/butler.htm
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