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15.11
SOBRE LA OBRA DE ARTE


Niklas Luhmann




Gracias a su soporte neurofisiológico, la percepción es endógenamente inquieta. La percepción siempre está presente cuando la conciencia en general está activa. Esto da por resultado una combinación única entre redundancia e información. Siempre habrá cosas reconocibles, pero también siempre habrá otras. Las imágenes cambian. Únicamente por tiempo corto y con gran esfuerzo puede fijarse algo determinado, y si para pensar con concentración se cierran los ojos se ve todo negro –aunque allí acontezca de todos modos un excitante juego de colores. Igualmente la percepción (a diferencia del acto de pensar y sobre todo de la comunicación) decide rápido, mientras que el arte tiene al parecer la función de retardar y reflexivizar: en el arte plástico detenerse largo tiempo en el mismo objeto (lo que sería desusado en la vida cotidiana) y en el arte textual, sobre todo en la poesía lírica, dilatar la lectura. La percepción está formada para buscar información dentro de un mundo conocido, sin que tenga que decidirse expresa y excepcionalmente sobre ello. La percepción posibilita a la conciencia adaptarse de paso a situaciones de paso. El procesamiento posterior de la información está preestructurado a través de la distinción entre autorreferencia y heterorreferencia. Las obras de arte por el contrario utilizan la percepción tan sólo para que los observadores participen en la comunicación de la creación de formas.


Desde la perspectiva de la conciencia, toda comunicación tiene lugar en un mundo perceptible. La obtención primaria de la conciencia consiste en procesar percepciones y regirlas por medio del pensamiento.

Participar de la comunicación (y en general la comunicación misma) es únicamente posible bajo este presupuesto. La localización del propio cuerpo (y sobre todo del cuerpo de los otros) presupone rendimientos de percepción: pensando se puede estar en todas partes; percibiendo tan sólo donde se encuentra el propio cuerpo –el propio cuerpo tendrá que ser percibido si la conciencia ha de ser capaz de distinguir entre autorreferencia y heterorreferencia. La conciencia debe tener en cierta manera la sensación de sí misma para distinguir autorreferencia de heterorreferencia o en el lenguaje de Novalis: para determinar el ‘recinto del alma’*.


El mundo (que incluye el cuerpo propio) le viene dado a la percepción en forma completa, compacta, impenetrable. Allí se generan continuamente variaciones: auto-ocasionadas o hétero-ocasionadas. Sin embargo, las variaciones se perciben únicamente dentro del mundo, esto significa: únicamente como formas en relación con aquello que en el momento no se mueve o, mejor dicho, que no cambia. El mundo mismo permanece invariante (o como el movedor inmóvil de la teología). Por lo tanto los grados de libertad que ofrece la percepción a la conciencia están restringidos: siempre se refieren a algo-dentro-de-ese mundo-perceptible. Esta limitación no puede nunca ser desterrada: ni en la imaginación intuitiva –que de una u otra manera simula la percepción–, ni en la intervención actual o imaginada en la comunicación.


En este sentido –siempre visto desde la perspectiva de la conciencia– la percepción enmarca toda comunicación: sin ojos no se puede leer; sin oídos, oír. La comunicación necesita siempre para ser percibida de un alto grado de notoriedad en el campo de la percepción. Debe ser capaz de fascinar –ya sea mediante sonidos especiales, ya mediante posiciones señaladas de tipo corporal (las cuales se pueden explicar tan sólo como comportamiento expresivo) o, finalmente, ya sea mediante determinados signos convencionales: la escritura.


Con la distinción entre percepción/comunicación pisamos tierra virgen en lo que se refiere a la estética como disciplina académica. Es evidente que antes de que se introdujera la designación –disciplina ‘estética’– hubo autores que concibieron la obra de arte como un tipo especial de comunicación: como ampliación y complemento de la comunicación verbal (oral o escrita) a través de formas de transmisión más rápidas y más complejas. No obstante, en el contexto de aquel entonces, se trataba únicamente de comunicación de ideas, orientada a una mejor representación del mundo natural. Se trataba de una variante de la Ilustración y luego, en ese tenor, surgió la representación de un conocimiento sensorial propio –aunque inferior– que Baumgarten quiso elaborar como estética.


La estética había sido fundamentada con una distinción más cercana al sujeto: mediante la distinción Aistheta/Noeta –cognición sensorial/racional, estética/lógica. Con ello el conocimiento (y no la comunicación) servía de concepto supremo, y correspondientemente en el ámbito del conocimiento sensorial se presuponía una gran cantidad de trabajo especulativo. El que se llame estética a la doctrina de las cosas bellas, obstaculiza la mirada sobre la distinción entre percepción/comunicación. De esta manera, ninguno de estos dos componentes hace valer su derecho. No estamos acostumbrados a que se clarifique que la comunicación es incapaz de percibir, así como no estamos acostumbrados a tratar como problema estético preponderante el que un ratón se haya ido cocido en el pan. Si viramos hacia la distinción percepción/comunicación, esto significa que en ambos lados de la distinción existen operaciones cognitivas que construyen sus propias estructuras de procesamiento de información y que lo común (o lo que ha de ser separado mediante la distinción) se habrá de designar a través del concepto de observador.


Con esto se sugiere que existen muchas posibilidades de que se comparen percepción y comunicación. En ambos casos se trata de actualización de distinciones (o formas) por parte de un observador. En ambos casos se podría decir que la forma ‘es’ el observador ooser odistinguido como observador). En ambos casos el modo recursivo de operación alcanza su propia determinación refiriéndose a objetos (calculando los objetos como si fueran sus ‘valores propios’). También se vuelve fácil reconocer las dependencias mutuas: la comunicación depende de que la percepción reconozca sus signos; la percepción, a la inversa, se deja influir en sus distinciones por el lenguaje. En ambos casos finalmente la cognición es la variable dependiente de operaciones presupuestas: es decir, del hecho de que la autopoiesis de los sistemas correspondientes continúe en el plano operativo –metabolismo o reproducción material de signos comunicativos. Y de allí resulta en ambos casos que la adaptación al entorno y la evolución no se puedan controlar cognitivamente.


Una explicación más detallada sobre esto nos haría desembocar en lo interminable. Nos conformamos, pues, con la afirmación de que se debe distinguir percepción de comunicación sin que ninguna de ellas pueda fundirse en la otra (como sucede en la tradición con el concepto de ‘pensamiento’). Debemos partir de esta distinción cuando se trata de la participación psíquica en el acontecimiento comunicativo: o sea una de las condiciones de posibilidad de fundar en absoluto la sociedad. En lo que sigue nos interesa tan sólo un tema más estrecho: la pregunta de ¿cómo es que lo perceptible se las arregla para orientarse por la comunicación que corre por cuenta propia? Damos por supuesto que ya ha surgido el lenguaje. La comunicación lingüística ya se encuentra establecida dentro del mundo de la percepción. La comunicación –dentro del sistema de comunicación/sociedad– dispone de operaciones propias, también de estructuras propias construidas por dichas operaciones, de pretensiones de exactitud propias y de tolerancias ante el error propias –todo ello en referencia a lo que es posible que quede entendido, es decir, en términos de lo que posibilita la autopoiesis de la comunicación. En el plano operativo la comunicación, como ya se ha insinuado, es muy lenta, toma mucho tiempo. Todo lo que ha de ser comunicado se tiene que transmutar en una sucesión temporal de informaciones, esto significa: en una secuencia de cambios de estado del sistema/comunicación. En cualquier momento está la posibilidad de que la comunicación se detenga o se regrese reflexivamente sobre ella misma: no se ha comprendido y se pregunta de nuevo; se rechaza una información y se pregunta ¿por qué? Para que la comunicación continúe es necesario, como condición previa, un alto grado de claridad del sentido (por tanto alta selectividad), y únicamente el proceso de comunicación mismo (no el mundo de fuera) es quien puede garantizar que esta condición se cumpla. Por ello la forma del lenguaje –como toda forma– es una forma-de-diferencia que se introduce en la conciencia contra la simultaneidad de la percepción y que diferencia -en el proceso de comunicación- lo dicho de lo no-dicho. Mientras tanto el mundo es como es –independientemente de si permanece tal como es o si permite que algo suceda, se mueva, o cambie. Todo lo que acontece en la conciencia o en la comunicación es sólo posible bajo la condición de que simultáneamente haya otras cosas.


Cuentan –como las más decisivas transformaciones históricas de la comunicación hablada– la evolución de la escritura y la invención de la imprenta. Los impulsos evolutivos provocados por estos hallazgos han sido objeto de una extensa literatura y no pueden ser tratados aquí. No obstante, merece que se le dedique un momento de atención a la relación entre arte y escritura: antes de la invención de la imprenta y de que nos hayamos habituado a sus productos, arte y escritura estaban más reunidos de lo que ahora lo están. A consecuencia de ello, la separación habitual de hoy en día entre lingüística (cuya dependencia de la escritura se reconoce de manera creciente) y ciencia del arte, no se puede presuponer como circunstancia universal. Bajo estas condiciones no podría comprenderse la cultura escrita de la Edad Media: elaboración de textos y elaboración de imágenes estaban menos fuertemente distinguidas. Ambas tenían que mostrar componentes ornamentales y táctiles. La escritura manuscrita, como la pintura, era, en un solo trazo, fuerza, habilidad, forma. En este sentido la percepción estaba comprometida de diversa manera que en el presente con la elaboración y contemplación, con la ‘lectura’ de escritos y de imágenes. Representaciones pictóricas –como los mosaicos de pared en Monreale o los mosaicos de piso en Otranto– fueron concebidas como enciclopedias para el pueblo: no obstante, se hacían comprensibles sólo si ya se conocían las historias que representaban a través de relatos –los cuales, a su vez, tenían un soporte fijado por escrito. Aun en el medioevo tardío, la poesía se escribía para ser declamada y no para la lectura solitaria– es decir: se escribía para situaciones de alta inmediatez social. Por consiguiente, la tradición de la cultura dependía en mayor grado que hoy de la comunicación oral y con ello de los rendimientos individuales de la memoria –la cual se sirve de todos los sentidos y especialmente de la vista y del oído. De manera correspondiente el concepto de arte (ars) era mucho más general que ahora y tenía que salvar menos diferenciaciones internas.


Esta situación de salida cambia en la medida en que el arte se diferencia para poner en juego sus propias formas. Primero, el arte temprano moderno se mueve todavía dentro del marco del principio de imitación, sin embargo dentro de este principio se distancia de la mera copia de aquello que se podía percibir en dirección de las ideas fundantes (platónicas): el arte hace accesible lo que de otra manera no podría ser visto. Esto posibilita la problematización de las relaciones sociales del artista con su público y conduce, en el siglo XVIII, a la discusión del estatus social de los conocedores y de la crítica de arte. Finalmente conduce al conocimiento de que ya no tan sólo se puede comunicar sobre las obras de arte, sino también que se puede comunicar a través del arte. Se podría decir: ¿salva el arte –como un tipo de ‘escritura’– la diferencia entre percepción y comunicación y compensa la incapacidad de percepción de la comunicación? ¿O descubre aquí el arte un campo de posibilidades todavía no ocupado dentro del cual se puede desarrollar?


Estas reflexiones intermedias muestran que no podemos presuponer la relación entre percepción y comunicación como si se tratara de una constante natural (antropológica por ejemplo) que fuera independiente de la historia de la sociedad. Con ello, todo lo que pudiera significar arte experimenta ya desde este nivel operativo elemental una relatividad histórica inevitable. De manera correspondiente varía también la reflexión histórica de la diferencia entre rendimientos de conciencia y rendimientos de comunicación. Hasta el día de hoy se podría decir que ambas formas de operación han sido reducidas al plano antropológico, lo cual significa que se atribuyen a la capacidad del ser humano a pesar de que las condiciones socioestructurales han cambiado considerablemente desde la invención de la imprenta.


En la Edad Moderna es todavía más valedero que la dependencia que establece la conciencia con la comunicación –y la que establece la comunicación con la conciencia– se experimente como fractura dolorosa que impide que se realice lo que sería imaginable. Novalis opina: "muchas cosas son demasiado delicadas como para ser pensadas y aún más como para ser discutidas”. Jean Paul deja que fracasen, a pesar de la mejor disposición, un matrimonio (Siebenkäs) y una relación entre hermanos gemelos (Flegeljahre) por causa de la comunicación. Ya se puede hablar sobre este tipo de víctimas y esto sucede a partir de la temprana problematización de la incomunicabilidad en el siglo XVII. Después el romanticismo lo hará en forma habituada, casi triunfalista, a veces con profundidad pero a veces también en forma parlanchina. Sin embargo este lenguaje estará atado a la forma de hablar y sujeto a las mismas limitaciones. ¿O no?


Esto lleva a la pregunta: ¿existe alternativa para la comunicación lingüística?


Después de lo que hemos dicho es evidente que no se puede tratar de rendimientos de conciencia, de percepciones, de imaginaciones... Estas son autopoiesis de tipo peculiar y sobre todo no son comunicaciones. En forma muy incisiva debemos preguntar por las comunicaciones-no- lingüísticas que realiza la misma estructura de reproducción autopoiética de la síntesis –información/ acto de hacer saber/ entendimiento– pero que no están sujetas a las particularidades específicas del lenguaje y que amplían el ámbito de la comunicación social más allá de lo decible –independientemente de lo que allí experimente la conciencia.


Sin duda las alternativas existen en aquellas formas que usualmente se designan como ‘comunicación indirecta’. A ello pertenecen las comunicaciones con gestos estandarizados dentro (o fuera) de la conversación: ejemplo, encoger los hombros en la charla, o el accionar el claxon en el tráfico vehicular con la intención de amonestar o expresar enojo. En todos estos casos la comunicación puede distinguir entre información y hacer saber dicha información –es decir, entender– y con ello enlazar con comunicación adicional. Si no, entonces la comunicación fracasa –cosa que después se puede aclarar o simplemente pasar por alto en el desarrollo posterior de la comunicación. En ello no hay en principio ninguna diferencia con la comunicación lingüística: hay tan sólo ampliación del repertorio de sus signos.


Otras clases de comunicación indirecta tienen que ver con aquellos casos en los que queda sin aclarar (y en los que eventualmente habrá que aclarar) si un simple proceder llevaba intenciones comunicativas. Estas son zonas límite de la susceptibilidad de la comunicación frente a un proceder que no lleva en absoluto ninguna intención de comunicar: alguien infringe –por desconocimiento, por falta de ropa adecuada, por provocación– el código del atuendo. Los análisis de Bourdieu acerca del efecto-señal de las diferencias en el ámbito de los artefactos culturales –incluyendo el estilo del lenguaje– se refiere a estos fenómenos. Si se pregunta a alguien acerca de sus intenciones, éste puede negarlas –porque ya se sabe: la comunicación acerca de intenciones está bloqueada, o es posible tan sólo como provocación. Únicamente los bourdivinistas pueden hablar sobre ello o, mejor dicho, escribir.


Comunicaciones indirectas de este tipo o de cualquier clase están atadas en gran medida al contexto: son comprensibles tan sólo a partir de la situación. Señalizan pertenencias con tal que existan clasificaciones preestablecidas. Integradas a la comunicación verbal, asumen funciones de advertencia o de amenaza, es decir: producen efectos de encaminamiento –con tal que la comunicación esté de antemano establecida. Sin embargo es difícil imaginar que un sistema de comunicación indirecta llegue así a diferenciarse, tal como por ejemplo la utilización del dinero diferencia el sistema/economía. Etiquetar el precio es de inmediato comprensible, en cambio difícilmente la comunicación indirecta se podría dirigir de igual manera a destinatarios indistintos.


No obstante, con estas posibilidades de comunicación indirecta no está agotada nuestra búsqueda de alternativas al lenguaje. El arte –en sentido moderno– cae también dentro de esta categoría. El arte es también un equivalente funcional del lenguaje aun cuando –aquí lo dejamos provisionalmente apuntado– utiliza textos lingüísticos como medio para las obras de arte. El arte se desempeña como comunicación aunque (y precisamente porque) no puede ser explicado adecuadamente a través de palabras y ni que decir de conceptos.


También el arte se sustrae –aunque de manera diversa a la comunicación indirecta– a la utilización estricta del código sí/no del lenguaje verbal. El arte no puede (ni quiere) excluir que se hable sobre él, que alguien declare la obra de arte como lograda (o malograda) y que a partir de que se participa en esa desviación la obra de arte sea aceptada o rechazada. La obra de arte misma compromete a los observadores con rendimientos de percepción –los cuales son lo suficientemente difusos como para que se evite la bifurcación sí/no. Uno ve lo que ve, oye lo que oye, y cuando otros observan a uno como alguien que ha percibido lo que no se puede negar es la percepción. De esta manera se alcanza una socialidad innegable. Al evitar (e incluso evadir) el lenguaje, el arte logra un acoplamiento estructural entre sistemas de conciencia y sistemas de comunicación. Aunque aquí lo decisivo está en cómo y para qué se utiliza esto.


                                                  *

Únicamente si existe lenguaje puede haber arte –y esto no es tan trivial como suena. El arte adquiere su especificidad por el hecho de que posibilita la comunicación en stricto sensu prescindiendo del lenguaje, es decir, prescindiendo de todas las normalidades asociadas al lenguaje. Sus formas son entendidas como formas que comunican, sin que utilicen lenguaje, sin argumentación. En lugar de palabras y reglas gramaticales, las obras de arte se utilizan para participar informaciones de una manera que puedan ser comprendidas. El arte posibilita la evasión del lenguaje –lenguaje entendido como forma de acoplamiento estructural entre conciencia y comunicación. El lenguaje posibilita otros efectos precisamente allí donde utiliza medios lingüísticos. El lenguaje debe ser antiguo; las obras de arte, nuevas. Estas son diferencias decisivas que se pueden ir contrastando según sea conveniente. Pero ¿por qué la obra de arte –que fue creada para la percepción o para la intuición imaginativa– es portadora de comunicación?


Aquí claramente no se trata de que se pueda hablar, escribir, imprimir y transmitir acerca de las obras de arte. Esta comunicación secundaria en el plano de la crítica –de los comentarios, del hacer público, de la recomendación, del rechazo– de las obras de arte tiene su propio sentido sobre todo en tiempos en que la obra de arte requiere de comentarios. Sin embargo aquí no nos referimos a esto. Tampoco seguimos el postulado de Kant (el cual no obstante es parecido a nuestra tesis) de que los juicios estéticos (apreciación del gusto) se procesan en la conciencia, pero que es su control trascendental lo que los hace universales. Por tanto no se trata de una añadido de comunicación racional que se introduzca a la formación del juicio. Más bien, inquiriendo mucho más allá, lo que se afirma es que la obra de arte misma es producida especialmente como medio de comunicación y que alcanza (o no) ese sentido, sometiéndose a los riesgos comunes (o posiblemente aumentados) de toda comunicación. Esto sucede utilizando las percepciones en forma ajena a su finalidad.


La percepción es una operación que al mismo tiempo es un requerimiento orgánico y aprendido. La conciencia confía, como es usual, en sí misma, en sus hábitos; o, con más exactitud, en su memoria actualmente operante, en pruebas de consistencia efectuadas rápida e inconscientemente y sobre todo ahorrando capacidades de atención cuando hace caso omiso: ver es no-ver. La comunicación puede fascinar la percepción y por razón de ello dirigir la atención. Se advierte y por eso se tiene cuidado. No obstante esto opera lo suficientemente rápido si la conciencia persiste en sus hábitos aprendidos de percepción. Uno va por el museo con catálogo en mano y se llama la atención: aquí cuelga un Rafael –y uno se dirige allí para contemplarlo con detenimiento.


No obstante un desvío –de esta naturaleza– de la percepción mediante la comunicación no es lo que se espera de la obra de arte. Pero ¿si eso no es, entonces qué?


En apariencia el arte busca una relación distinta –infrecuente, irritadora– entre percepción y comunicación y esto es únicamente lo que se comunicará. El supeditarse al concepto de comunicación aquí sostenido decide el criterio acerca de si se debe partir de la diferencia entre información y acto de hacer saber dicha información, y si esta diferencia constituye la clave para entender la obra de arte. Y este es precisamente el caso. O dicho más exactamente, la evolución del arte realiza dicho criterio en la medida en que separa fines –impuestos desde lo otro o dirigidos hacia lo otro: ejemplo, fines religiosos, políticos, pedagógicos. Todo lo que se produce de manera ‘artificial’ provoca en quien lo percibe la pregunta: ¿para qué? Como naturaleza –en el sentido véteroeuropeo– cuenta aquello que por sí mismo surge y desaparece. Como téchne o como ars cuenta, por el contrario, aquello que ha sido elaborado persiguiendo una finalidad. Inicialmente la oposición phýsis/téchne (o natura/ars) domina la semántica de la comunicación acerca del arte. Esto conduce a una mezcla tornadiza de aversión religiosa y admiración profana frente a aquello que fue producido desviándose de la naturaleza –aunque imitándola y observando sus ‘leyes’. Todavía en el siglo XVIII cuando se intenta separarse de estos preceptos se sigue respetando dicha semántica y se declara como válido únicamente el arte bello cuya finalidad propia es no perseguir finalidad alguna. La teoría del arte que no puede deshacerse –sino sólo negar– las distinciones que sirven de preceptos de la tradición se embrolla en una paradoja abierta.


Estas preguntas por la reflexión semántica o autodescripciones del sistema/arte las dejaremos para una capítulo posterior. Por el momento importa tan sólo que se vea cómo el rendimiento peculiar de la obra de arte es ocultado mediante esta reflexión semántica. Mientras se trata únicamente de superar la distinción naturaleza/arte en la paradoja de ‘el fin por sí mismo’ (Selbstzweck), no es visible que la pregunta por la intención de una obra de arte que no persigue ‘ningún fin’ fuerce la distinción entre información y comunicación. Es cierto que en conexión con ello se pueda de inmediato decir que el entendimiento de la obra de arte urge el entendimiento de los medios artísticos. Sin embargo aun esto está concebido dentro del esquema fin/medios en donde los fines son siempre indicaciones de efectos externos, es decir, prestaciones de una competencia asegurada cosmológica o socialmente. No obstante la pregunta irritadora del ‘¿para qué?’ quizás sirva tan sólo para que se busque la información que debería venir dada con la obra de arte. La fórmula conclusiva de ‘fin en sí mismo’ oculta que el entendimiento funciona de manera comunicativa, por tanto que debe absorber la diferencia información/acto de hacerla saber y mantenerla disponible para una comunicación posterior –de otra manera la comunicación fracasaría. El mismo problema se presenta del otro lado cuando se considera que los artistas la mayoría de las veces no son capaces de informar de manera satisfactoria acerca de sus intenciones. Es necesaria una intención primera para cruzar el límite entre el espacio-sin-marca y el espacio-con-marca. Pero este cruce que produce una distinción (que delimita una forma) él mismo no puede ser una distinción: excepto en el caso del observador que por su parte observa (efectúa, delimita) dicha distinción. En esta intención inicial del artista no se trata en absoluto de ‘su’ intención –si con esto a lo que se alude son a estados de conciencia autoobservados– sino de aquello que es atribuido como intención cuando la obra de arte es examinada. La intención no se deja re-verbalizar, o en todo caso no independientemente de aquella información que se extrae a partir de la observación misma de la obra de arte. Aquello que como obra de arte se propone a la observación, consuma una aportación singular a la comunicación que no se puede traducir en otro medio. También el artista puede ver lo que quería, cuando él ve lo que ha hecho. También él participa en primer lugar como observador y sólo secundariamente como el que decide o como hábil ayudante –de forma puramente corporal– en la ejecución de la obra de arte. (Queremos recordar que desde el punto de vista causal la obra de arte no se generaría sin esta participación y que eso mismo es válido para cada comunicación.)


A quién quede atribuida la creación de la obra de arte –si a las señales y limitaciones que ella misma da a conocer en el proceso de su generación, si al artista que la confecciona, si al sistema social arte (con su historia de temas, estilos, afirmación de juicios), si a la crítica que la acompaña y que se cree llamada a hacer historia–, esta sería una pregunta de segunda importancia y aquí la sociología podría emitir un juicio distinto al de la estética. Lo decisivo –como en toda comunicación– está en que la diferencia información/acto de hacerla saber sea el punto de partida con el cual pueda enlazar otra comunicación de índole artística o lingüística. Pero entonces la pregunta es: ¿y esto para qué? El que no pueda haber una respuesta firme o que las respuestas cambien en el curso de la historia, no constituye ninguna objeción, sino que es algo típico sobre todo para el arte mayor, significativo. No se trata de un problema que podría ser resuelto con la consecuencia de que después ya no habría problema. Se trata más bien de una provocación para emprender la búsqueda de sentido y para lo cual las mismas obras de arte tienen preestablecidas más bien limitaciones y no necesariamente resultados. En el principio está la diferencia, la cesura de una forma que empieza a regular todo lo que ha de venir –forma que estructura lo perceptible y que a la vez como cesura ‘artificial’ introduce en el mundo la diferencia de información/participación. E incluso cuando la forma es introducida azarosamente –como algo que no se diferencia de lo cotidiano, como nonsense– entonces la pregunta se radica más: ¿por qué esto se produce ahora como obra de arte?


Una vez que la diferencia es reconocida (y propuesta) como arte ya no puede desaparecer. En el arte la diferencia se vuelve (o no) productiva: aporta algo a la autopoiesis del arte o desaparece como desecho en el bote del basurero. En todo caso se distingue de la puesta en marcha de una comunicación lingüística por el hecho de que opera en el medio de lo perceptible o de lo intuible, sin hacer uso de la especificidad de sentido del lenguaje. Se puede servir de medios lingüísticos –como en la poesía– pero tan sólo para destacar que de alguna manera no descansa sólo en el entendimiento de lo dicho.


Dado que hemos partido de la percepción se presumirá que todo esto tiene validez tan sólo para las así llamadas artes plásticas. Todo lo contrario: vale –y aun más dramáticamente por ser menos obvio– para todo el arte formado con palabras, para la poesía. Las ‘afirmaciones’ de un poema no se dejan parafrasear, no se dejan resumir en una frase que luego podría ser verdadera o falsa. El sentido se transmitirá a través de las connotaciones –y no de las denotaciones; a través de la estructura ornamental de las referencias (que recíprocamente se limitan) y que se exhiben en forma de palabras– pero no a través del sentido de la frase, no a través del sentido proposicional de las afirmaciones. El texto artístico se distingue de la fisonomía del texto normal –el cual, como se dice en el argot posmoderno, procura ser ‘readerly’ y con ello deja instalado al lector en el papel pasivo de sólo entender–; se distingue porque exige del lector un ‘rewriting’, una nueva reconstrucción del texto. O con otras palabras: el texto artístico no se empeña en que se repita automáticamente el sentido conocido del signo, sino busca –a pesar de la advertencia– romper con los automatismos y hacer que el entendimiento de un texto se amplíe hacia la obra de arte. Sería desconcertante subsumir el texto artístico bajo el concepto de lectura –independientemente de cómo se imagine la participación de la conciencia. Más bien se trata de averiguar en las palabras qué sonidos y qué referencias de sentido se implican mutuamente. No se quiere decir otra cosa, cuando afirmamos: las palabras se utilizan como medio y no con miras a un sentido inequívoco-denotativo.


La particularidad del arte textual no radica en la comunicación del sentido de la frase –sentido que debería entonces estar formulado de modo que fuera lo más fácilmente comprensible. Por eso, alrededor del siglo XVIII el autor se retira del texto o, en todo caso, se abstiene de aclararle al lector sus intenciones comunicativas. No se debe generar la impresión de que el autor trate de abastecer con informaciones al lector o de que lo quiera exhortar a que su estilo de vida se ajuste a la moral. En lugar de ello, la elección de las palabras como medio obliga a una combinación inusualmente densa y constante de autorreferencia y heterorreferencia. Las palabras tienen (‘significan’) un significado de uso normal, por eso remiten a algo diferente y no sólo a sí mismas. Pero también tienen (y ‘significan’) un sentido específico dentro del texto, en la medida en que realizan y mantienen las recursiones del texto. La obra de arte textual se organiza a sí misma con ayuda de estas remisiones autorreferidas que combinan sonoridad, ritmo y sentido. La unidad de autorreferencia y heterorreferencia radica en la perceptibilidad de la palabra. La diferencia de estas dos direcciones puede llevar a crasas divergencias: por ejemplo que en los poemas las palabras signifiquen lo contrario que en el uso común del lenguaje. Por tanto, la articulación de diferencia y unidad no se trasmite únicamente a través de los temas (amor, traición, esperanza, vejez –o lo que sea). Esto también, pero la calidad artística de un texto no se encuentra en la selección del tema, sino en la selección de las palabras. En la poesía la obra de arte se unificará, como en ninguna otra parte, con su autodescripción.


Todo esto habremos de elaborarlo con más detalle en lo que sigue. Por lo pronto dejamos anotado el efecto disparador de la diferencia específica: poner en marcha, si se logra como forma, un tipo específico de comunicación que se sirve de la capacidad de percepción o de la imaginación y que, a pesar de ello, no se confunde con el mundo percibido normalmente. Porque la obra de arte es producida, se vuelve imprevisible –y con ello satisface la condición previa indispensable de toda información. Lo notorio de la forma/arte –como también lo destacado de los medios acústicos y ópticos del lenguaje– produce una fascinación que al modificar el estado del sistema se convierte en información -como difference that makes a difference. Y esto precisamente es comunicación: ¿si no, entonces qué?...

Traducción del aleman: Javier Torres Nafarrate

__________________________

*En el texto original de Luhmann se emplean estas comillas simples. (N. de la R.)

 

Niklas Luhmann, "Sobre la obra de arte", Fractal n° 28, año 7, volumen VIII, pp. 135-152,

 

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