Niklas Luhmann
Gracias a su soporte
neurofisiológico, la percepción es endógenamente inquieta. La percepción
siempre está presente cuando la conciencia en general está activa. Esto
da por resultado una combinación única entre redundancia e información.
Siempre habrá cosas reconocibles, pero también siempre habrá otras. Las
imágenes cambian. Únicamente por tiempo corto y con gran esfuerzo puede
fijarse algo determinado, y si para pensar con concentración se cierran
los ojos se ve todo negro –aunque allí acontezca de todos modos un
excitante juego de colores. Igualmente la percepción (a diferencia del
acto de pensar y sobre todo de la comunicación) decide rápido, mientras
que el arte tiene al parecer la función de retardar y reflexivizar:
en el arte plástico detenerse largo tiempo en el mismo objeto (lo que
sería desusado en la vida cotidiana) y en el arte textual, sobre todo en
la poesía lírica, dilatar la lectura. La percepción está formada para
buscar información dentro de un mundo conocido, sin que tenga que
decidirse expresa y excepcionalmente sobre ello. La percepción
posibilita a la conciencia adaptarse de paso a situaciones de paso. El
procesamiento posterior de la información está preestructurado a través
de la distinción entre autorreferencia y heterorreferencia. Las obras de
arte por el contrario utilizan la percepción tan sólo para que los
observadores participen en la comunicación de la creación de formas.
Desde la perspectiva de la
conciencia, toda comunicación tiene lugar en un mundo perceptible. La
obtención primaria de la conciencia consiste en procesar percepciones y
regirlas por medio del pensamiento.
Participar de la comunicación (y en general la
comunicación misma) es únicamente posible bajo este presupuesto. La
localización del propio cuerpo (y sobre todo del cuerpo de los otros)
presupone rendimientos de percepción: pensando se puede estar en todas
partes; percibiendo tan sólo donde se encuentra el propio cuerpo –el
propio cuerpo tendrá que ser percibido si la conciencia ha de ser capaz
de distinguir entre autorreferencia y heterorreferencia. La conciencia
debe tener en cierta manera la sensación de sí misma para distinguir
autorreferencia de heterorreferencia o en el lenguaje de Novalis: para
determinar el ‘recinto del alma’*.
El mundo (que incluye el cuerpo propio) le
viene dado a la percepción en forma completa, compacta, impenetrable.
Allí se generan continuamente variaciones: auto-ocasionadas o
hétero-ocasionadas. Sin embargo, las variaciones se perciben únicamente
dentro del mundo, esto significa: únicamente como formas en relación con
aquello que en el momento no se mueve o, mejor dicho, que no cambia. El
mundo mismo permanece invariante (o como el movedor inmóvil de la
teología). Por lo tanto los grados de libertad que ofrece la percepción a
la conciencia están restringidos: siempre se refieren a
algo-dentro-de-ese mundo-perceptible. Esta limitación no puede nunca ser
desterrada: ni en la imaginación intuitiva –que de una u otra manera
simula la percepción–, ni en la intervención actual o imaginada en la
comunicación.
En este sentido –siempre visto desde la
perspectiva de la conciencia– la percepción enmarca toda comunicación:
sin ojos no se puede leer; sin oídos, oír. La comunicación necesita
siempre para ser percibida de un alto grado de notoriedad en el campo de
la percepción. Debe ser capaz de fascinar –ya sea mediante sonidos
especiales, ya mediante posiciones señaladas de tipo corporal (las
cuales se pueden explicar tan sólo como comportamiento expresivo) o,
finalmente, ya sea mediante determinados signos convencionales: la
escritura.
Con la distinción entre
percepción/comunicación pisamos tierra virgen en lo que se refiere a la
estética como disciplina académica. Es evidente que antes de que se
introdujera la designación –disciplina ‘estética’– hubo autores que
concibieron la obra de arte como un tipo especial de comunicación: como
ampliación y complemento de la comunicación verbal (oral o escrita) a
través de formas de transmisión más rápidas y más complejas. No
obstante, en el contexto de aquel entonces, se trataba únicamente de
comunicación de ideas, orientada a una mejor representación del mundo
natural. Se trataba de una variante de la Ilustración y luego, en ese
tenor, surgió la representación de un conocimiento sensorial propio
–aunque inferior– que Baumgarten quiso elaborar como estética.
La estética había sido fundamentada con una
distinción más cercana al sujeto: mediante la distinción Aistheta/Noeta
–cognición sensorial/racional, estética/lógica. Con ello el conocimiento
(y no la comunicación) servía de concepto supremo, y
correspondientemente en el ámbito del conocimiento sensorial se
presuponía una gran cantidad de trabajo especulativo. El que se llame
estética a la doctrina de las cosas bellas, obstaculiza la mirada sobre
la distinción entre percepción/comunicación. De esta manera, ninguno de
estos dos componentes hace valer su derecho. No estamos acostumbrados a
que se clarifique que la comunicación es incapaz de percibir, así como
no estamos acostumbrados a tratar como problema estético preponderante
el que un ratón se haya ido cocido en el pan. Si viramos hacia la
distinción percepción/comunicación, esto significa que en ambos lados de
la distinción existen operaciones cognitivas que construyen sus propias
estructuras de procesamiento de información y que lo común (o lo que ha
de ser separado mediante la distinción) se habrá de designar a través
del concepto de observador.
Con esto se sugiere que existen muchas
posibilidades de que se comparen percepción y comunicación. En ambos
casos se trata de actualización de distinciones (o formas) por parte de
un observador. En ambos casos se podría decir que la forma ‘es’ el
observador ooser odistinguido
como observador). En ambos casos el modo recursivo de operación alcanza
su propia determinación refiriéndose a objetos (calculando los objetos
como si fueran sus ‘valores propios’). También se vuelve fácil reconocer
las dependencias mutuas: la comunicación depende de que la percepción
reconozca sus signos; la percepción, a la inversa, se deja influir en
sus distinciones por el lenguaje. En ambos casos finalmente la cognición
es la variable dependiente de operaciones presupuestas: es decir, del
hecho de que la autopoiesis de los sistemas correspondientes continúe en
el plano operativo –metabolismo o reproducción material de signos
comunicativos. Y de allí resulta en ambos casos que la adaptación al
entorno y la evolución no se puedan controlar cognitivamente.
Una explicación más detallada sobre esto nos
haría desembocar en lo interminable. Nos conformamos, pues, con la
afirmación de que se debe distinguir percepción de comunicación sin que
ninguna de ellas pueda fundirse en la otra (como sucede en la tradición
con el concepto de ‘pensamiento’). Debemos partir de esta distinción
cuando se trata de la participación psíquica en el acontecimiento
comunicativo: o sea una de las condiciones de posibilidad de fundar en
absoluto la sociedad. En lo que sigue nos interesa tan sólo un tema más
estrecho: la pregunta de ¿cómo es que lo perceptible se las arregla para
orientarse por la comunicación que corre por cuenta propia? Damos por
supuesto que ya ha surgido el lenguaje. La comunicación lingüística ya
se encuentra establecida dentro del mundo de la percepción. La
comunicación –dentro del sistema de comunicación/sociedad– dispone de
operaciones propias, también de estructuras propias construidas por
dichas operaciones, de pretensiones de exactitud propias y de
tolerancias ante el error propias –todo ello en referencia a lo que es
posible que quede entendido, es decir, en términos de lo que posibilita
la autopoiesis de la comunicación. En el plano operativo la
comunicación, como ya se ha insinuado, es muy lenta, toma mucho tiempo.
Todo lo que ha de ser comunicado se tiene que transmutar en una sucesión
temporal de informaciones, esto significa: en una secuencia de cambios
de estado del sistema/comunicación. En cualquier momento está la
posibilidad de que la comunicación se detenga o se regrese
reflexivamente sobre ella misma: no se ha comprendido y se pregunta de
nuevo; se rechaza una información y se pregunta ¿por qué? Para que la
comunicación continúe es necesario, como condición previa, un alto grado
de claridad del sentido (por tanto alta selectividad), y únicamente el
proceso de comunicación mismo (no el mundo de fuera) es quien puede
garantizar que esta condición se cumpla. Por ello la forma del lenguaje
–como toda forma– es una forma-de-diferencia que se introduce en la
conciencia contra la simultaneidad de la percepción y que diferencia -en
el proceso de comunicación- lo dicho de lo no-dicho. Mientras tanto el
mundo es como es –independientemente de si permanece tal como es o si
permite que algo suceda, se mueva, o cambie. Todo lo que acontece en la
conciencia o en la comunicación es sólo posible bajo la condición de que
simultáneamente haya otras cosas.
Cuentan –como las más decisivas
transformaciones históricas de la comunicación hablada– la evolución de
la escritura y la invención de la imprenta. Los impulsos evolutivos
provocados por estos hallazgos han sido objeto de una extensa literatura
y no pueden ser tratados aquí. No obstante, merece que se le dedique un
momento de atención a la relación entre arte y escritura: antes de la
invención de la imprenta y de que nos hayamos habituado a sus productos,
arte y escritura estaban más reunidos de lo que ahora lo están. A
consecuencia de ello, la separación habitual de hoy en día entre
lingüística (cuya dependencia de la escritura se reconoce de manera
creciente) y ciencia del arte, no se puede presuponer como circunstancia
universal. Bajo estas condiciones no podría comprenderse la cultura
escrita de la Edad Media: elaboración de textos y elaboración de
imágenes estaban menos fuertemente distinguidas. Ambas tenían que
mostrar componentes ornamentales y táctiles. La escritura manuscrita,
como la pintura, era, en un solo trazo, fuerza, habilidad, forma. En
este sentido la percepción estaba comprometida de diversa manera que en
el presente con la elaboración y contemplación, con la ‘lectura’ de
escritos y de imágenes. Representaciones pictóricas –como los mosaicos
de pared en Monreale o los mosaicos de piso en Otranto– fueron
concebidas como enciclopedias para el pueblo: no obstante, se hacían
comprensibles sólo si ya se conocían las historias que representaban a
través de relatos –los cuales, a su vez, tenían un soporte fijado por
escrito. Aun en el medioevo tardío, la poesía se escribía para ser
declamada y no para la lectura solitaria– es decir: se escribía para
situaciones de alta inmediatez social. Por consiguiente, la tradición de
la cultura dependía en mayor grado que hoy de la comunicación oral y
con ello de los rendimientos individuales de la memoria –la cual se
sirve de todos los sentidos y especialmente de la vista y del oído. De
manera correspondiente el concepto de arte (ars) era mucho más general que ahora y tenía que salvar menos diferenciaciones internas.
Esta situación de salida cambia en la medida
en que el arte se diferencia para poner en juego sus propias formas.
Primero, el arte temprano moderno se mueve todavía dentro del marco del
principio de imitación, sin embargo dentro de este principio se
distancia de la mera copia de aquello que se podía percibir en dirección
de las ideas fundantes (platónicas): el arte hace accesible lo que de
otra manera no podría ser visto. Esto posibilita la problematización de
las relaciones sociales del artista con su público y conduce, en el
siglo XVIII, a la discusión del estatus
social de los conocedores y de la crítica de arte. Finalmente conduce al
conocimiento de que ya no tan sólo se puede comunicar sobre las obras de arte, sino también que se puede comunicar a través
del arte. Se podría decir: ¿salva el arte –como un tipo de ‘escritura’–
la diferencia entre percepción y comunicación y compensa la incapacidad
de percepción de la comunicación? ¿O descubre aquí el arte un campo de
posibilidades todavía no ocupado dentro del cual se puede desarrollar?
Estas reflexiones intermedias muestran que
no podemos presuponer la relación entre percepción y comunicación como
si se tratara de una constante natural (antropológica por ejemplo) que
fuera independiente de la historia de la sociedad. Con ello, todo lo que
pudiera significar arte experimenta ya desde este nivel operativo
elemental una relatividad histórica inevitable. De manera
correspondiente varía también la reflexión histórica de la diferencia
entre rendimientos de conciencia y rendimientos de comunicación. Hasta
el día de hoy se podría decir que ambas formas de operación han sido
reducidas al plano antropológico, lo cual significa que se atribuyen a
la capacidad del ser humano a pesar de que las condiciones
socioestructurales han cambiado considerablemente desde la invención de
la imprenta.
En la Edad Moderna es todavía más valedero
que la dependencia que establece la conciencia con la comunicación –y la
que establece la comunicación con la conciencia– se experimente como
fractura dolorosa que impide que se realice lo que sería imaginable.
Novalis opina: "muchas cosas son demasiado delicadas como para ser
pensadas y aún más como para ser discutidas”. Jean Paul deja que
fracasen, a pesar de la mejor disposición, un matrimonio (Siebenkäs) y
una relación entre hermanos gemelos (Flegeljahre) por causa de la
comunicación. Ya se puede hablar sobre este tipo de víctimas y esto
sucede a partir de la temprana problematización de la incomunicabilidad
en el siglo XVII. Después el romanticismo
lo hará en forma habituada, casi triunfalista, a veces con profundidad
pero a veces también en forma parlanchina. Sin embargo este lenguaje
estará atado a la forma de hablar y sujeto a las mismas limitaciones. ¿O
no?
Esto lleva a la pregunta: ¿existe alternativa para la comunicación lingüística?
Después de lo que hemos dicho es evidente
que no se puede tratar de rendimientos de conciencia, de percepciones,
de imaginaciones... Estas son autopoiesis de tipo peculiar y sobre todo
no son comunicaciones. En forma muy incisiva debemos preguntar por las
comunicaciones-no- lingüísticas que realiza la misma estructura de
reproducción autopoiética de la síntesis –información/ acto de hacer
saber/ entendimiento– pero que no están sujetas a las particularidades
específicas del lenguaje y que amplían el ámbito de la comunicación
social más allá de lo decible –independientemente de lo que allí
experimente la conciencia.
Sin duda las alternativas existen en
aquellas formas que usualmente se designan como ‘comunicación
indirecta’. A ello pertenecen las comunicaciones con gestos
estandarizados dentro (o fuera) de la conversación: ejemplo, encoger los
hombros en la charla, o el accionar el claxon en el tráfico vehicular
con la intención de amonestar o expresar enojo. En todos estos casos la
comunicación puede distinguir entre información y hacer saber dicha
información –es decir, entender– y con ello enlazar con comunicación
adicional. Si no, entonces la comunicación fracasa –cosa que después se
puede aclarar o simplemente pasar por alto en el desarrollo posterior de
la comunicación. En ello no hay en principio ninguna diferencia con la
comunicación lingüística: hay tan sólo ampliación del repertorio de sus
signos.
Otras clases de comunicación indirecta
tienen que ver con aquellos casos en los que queda sin aclarar (y en los
que eventualmente habrá que aclarar) si un simple proceder llevaba
intenciones comunicativas. Estas son zonas límite de la susceptibilidad
de la comunicación frente a un proceder que no lleva en absoluto ninguna
intención de comunicar: alguien infringe –por desconocimiento, por
falta de ropa adecuada, por provocación– el código del atuendo. Los
análisis de Bourdieu acerca del efecto-señal de las diferencias en el
ámbito de los artefactos culturales –incluyendo el estilo del lenguaje–
se refiere a estos fenómenos. Si se pregunta a alguien acerca de sus
intenciones, éste puede negarlas –porque ya se sabe: la comunicación
acerca de intenciones está bloqueada, o es posible tan sólo como
provocación. Únicamente los bourdivinistas pueden hablar sobre ello o,
mejor dicho, escribir.
Comunicaciones indirectas de este tipo o de
cualquier clase están atadas en gran medida al contexto: son
comprensibles tan sólo a partir de la situación. Señalizan pertenencias
con tal que existan clasificaciones preestablecidas. Integradas a la
comunicación verbal, asumen funciones de advertencia o de amenaza, es
decir: producen efectos de encaminamiento –con tal que la comunicación
esté de antemano establecida. Sin embargo es difícil imaginar que un
sistema de comunicación indirecta llegue así a diferenciarse, tal como
por ejemplo la utilización del dinero diferencia el sistema/economía.
Etiquetar el precio es de inmediato comprensible, en cambio difícilmente
la comunicación indirecta se podría dirigir de igual manera a
destinatarios indistintos.
No obstante, con estas posibilidades de
comunicación indirecta no está agotada nuestra búsqueda de alternativas
al lenguaje. El arte –en sentido moderno– cae también dentro de esta
categoría. El arte es también un equivalente funcional del lenguaje aun
cuando –aquí lo dejamos provisionalmente apuntado– utiliza textos
lingüísticos como medio para las obras de arte. El arte se desempeña
como comunicación aunque (y precisamente porque) no puede ser explicado
adecuadamente a través de palabras y ni que decir de conceptos.
También el arte se sustrae –aunque de manera
diversa a la comunicación indirecta– a la utilización estricta del
código sí/no del lenguaje verbal. El arte no puede (ni quiere) excluir
que se hable sobre él, que alguien declare la obra de arte como lograda
(o malograda) y que a partir de que se participa en esa desviación la
obra de arte sea aceptada o rechazada. La obra de arte misma compromete a
los observadores con rendimientos de percepción –los cuales son lo
suficientemente difusos como para que se evite la bifurcación sí/no. Uno
ve lo que ve, oye lo que oye, y cuando otros observan a uno como
alguien que ha percibido lo que no se puede negar es la percepción. De
esta manera se alcanza una socialidad innegable. Al evitar (e incluso
evadir) el lenguaje, el arte logra un acoplamiento estructural entre
sistemas de conciencia y sistemas de comunicación. Aunque aquí lo
decisivo está en cómo y para qué se utiliza esto.
*
Únicamente si existe lenguaje puede haber
arte –y esto no es tan trivial como suena. El arte adquiere su
especificidad por el hecho de que posibilita la comunicación en stricto sensu prescindiendo
del lenguaje, es decir, prescindiendo de todas las normalidades
asociadas al lenguaje. Sus formas son entendidas como formas que
comunican, sin que utilicen lenguaje, sin argumentación. En lugar de
palabras y reglas gramaticales, las obras de arte se utilizan para
participar informaciones de una manera que puedan ser comprendidas. El
arte posibilita la evasión del lenguaje –lenguaje entendido como forma
de acoplamiento estructural entre conciencia y comunicación. El lenguaje
posibilita otros efectos precisamente allí donde utiliza medios
lingüísticos. El lenguaje debe ser antiguo; las obras de arte, nuevas.
Estas son diferencias decisivas que se pueden ir contrastando según sea
conveniente. Pero ¿por qué la obra de arte –que fue creada para la
percepción o para la intuición imaginativa– es portadora de
comunicación?
Aquí claramente no se trata de que se pueda
hablar, escribir, imprimir y transmitir acerca de las obras de arte.
Esta comunicación secundaria en el plano de la crítica –de los
comentarios, del hacer público, de la recomendación, del rechazo– de las
obras de arte tiene su propio sentido sobre todo en tiempos en que la
obra de arte requiere de comentarios. Sin embargo aquí no nos referimos a
esto. Tampoco seguimos el postulado de Kant (el cual no obstante es
parecido a nuestra tesis) de que los juicios estéticos (apreciación del
gusto) se procesan en la conciencia, pero que es su control
trascendental lo que los hace universales. Por tanto no se trata de una
añadido de comunicación racional que se introduzca a la formación del
juicio. Más bien, inquiriendo mucho más allá, lo que se afirma es que la
obra de arte misma es producida especialmente como medio de
comunicación y que alcanza (o no) ese sentido, sometiéndose a los
riesgos comunes (o posiblemente aumentados) de toda comunicación. Esto
sucede utilizando las percepciones en forma ajena a su finalidad.
La percepción es una operación que al mismo
tiempo es un requerimiento orgánico y aprendido. La conciencia confía,
como es usual, en sí misma, en sus hábitos; o, con más exactitud, en su
memoria actualmente operante, en pruebas de consistencia efectuadas
rápida e inconscientemente y sobre todo ahorrando capacidades de
atención cuando hace caso omiso: ver es no-ver. La comunicación puede
fascinar la percepción y por razón de ello dirigir la atención. Se
advierte y por eso se tiene cuidado. No obstante esto opera lo
suficientemente rápido si la conciencia persiste en sus hábitos
aprendidos de percepción. Uno va por el museo con catálogo en mano y se
llama la atención: aquí cuelga un Rafael –y uno se dirige allí para
contemplarlo con detenimiento.
No obstante un desvío –de esta naturaleza–
de la percepción mediante la comunicación no es lo que se espera de la
obra de arte. Pero ¿si eso no es, entonces qué?
En apariencia el arte busca una relación distinta –infrecuente, irritadora– entre percepción y comunicación y esto es únicamente lo que se comunicará.
El supeditarse al concepto de comunicación aquí sostenido decide el
criterio acerca de si se debe partir de la diferencia entre información y
acto de hacer saber dicha información, y si esta diferencia constituye
la clave para entender la obra de arte. Y este es precisamente el caso. O
dicho más exactamente, la evolución del arte realiza dicho criterio en
la medida en que separa fines –impuestos desde lo otro o dirigidos hacia
lo otro: ejemplo, fines religiosos, políticos, pedagógicos. Todo lo que
se produce de manera ‘artificial’ provoca en quien lo percibe la
pregunta: ¿para qué? Como naturaleza –en el sentido véteroeuropeo–
cuenta aquello que por sí mismo surge y desaparece. Como téchne o como ars cuenta, por el contrario, aquello que ha sido elaborado persiguiendo una finalidad. Inicialmente la oposición phýsis/téchne (o natura/ars)
domina la semántica de la comunicación acerca del arte. Esto conduce a
una mezcla tornadiza de aversión religiosa y admiración profana frente a
aquello que fue producido desviándose de la naturaleza –aunque
imitándola y observando sus ‘leyes’. Todavía en el siglo XVIII
cuando se intenta separarse de estos preceptos se sigue respetando
dicha semántica y se declara como válido únicamente el arte bello cuya
finalidad propia es no perseguir finalidad alguna. La teoría del arte
que no puede deshacerse –sino sólo negar– las distinciones que sirven de
preceptos de la tradición se embrolla en una paradoja abierta.
Estas preguntas por la reflexión semántica o
autodescripciones del sistema/arte las dejaremos para una capítulo
posterior. Por el momento importa tan sólo que se vea cómo el
rendimiento peculiar de la obra de arte es ocultado mediante esta
reflexión semántica. Mientras se trata únicamente de superar la
distinción naturaleza/arte en la paradoja de ‘el fin por sí mismo’ (Selbstzweck),
no es visible que la pregunta por la intención de una obra de arte que
no persigue ‘ningún fin’ fuerce la distinción entre información y
comunicación. Es cierto que en conexión con ello se pueda de inmediato
decir que el entendimiento de la obra de arte urge el entendimiento de
los medios artísticos. Sin embargo aun esto está concebido dentro del
esquema fin/medios en donde los fines son siempre indicaciones de
efectos externos, es decir, prestaciones de una competencia asegurada
cosmológica o socialmente. No obstante la pregunta irritadora del ‘¿para
qué?’ quizás sirva tan sólo para que se busque la información que
debería venir dada con la obra de arte. La fórmula conclusiva de ‘fin en
sí mismo’ oculta que el entendimiento funciona de manera comunicativa,
por tanto que debe absorber la diferencia información/acto de hacerla
saber y mantenerla disponible para una comunicación posterior –de otra
manera la comunicación fracasaría. El mismo problema se presenta del
otro lado cuando se considera que los artistas la mayoría de las veces
no son capaces de informar de manera satisfactoria acerca de sus
intenciones. Es necesaria una intención primera para cruzar el límite
entre el espacio-sin-marca y el espacio-con-marca. Pero este cruce que produce
una distinción (que delimita una forma) él mismo no puede ser una
distinción: excepto en el caso del observador que por su parte observa
(efectúa, delimita) dicha distinción. En esta intención inicial del
artista no se trata en absoluto de ‘su’ intención –si con esto a lo que
se alude son a estados de conciencia autoobservados– sino de aquello que
es atribuido como intención cuando la obra de arte es examinada. La
intención no se deja re-verbalizar, o en todo caso no independientemente
de aquella información que se extrae a partir de la observación misma
de la obra de arte. Aquello que como obra de arte se propone a la
observación, consuma una aportación singular a la comunicación que no se
puede traducir en otro medio. También el artista puede ver lo que
quería, cuando él ve lo que ha hecho. También él participa en primer
lugar como observador y sólo secundariamente como el que decide o como
hábil ayudante –de forma puramente corporal– en la ejecución de la obra
de arte. (Queremos recordar que desde el punto de vista causal la obra
de arte no se generaría sin esta participación y que eso mismo es válido
para cada comunicación.)
A quién quede atribuida la creación de la
obra de arte –si a las señales y limitaciones que ella misma da a
conocer en el proceso de su generación, si al artista que la
confecciona, si al sistema social arte (con su historia de temas,
estilos, afirmación de juicios), si a la crítica que la acompaña y que
se cree llamada a hacer historia–, esta sería una pregunta de segunda
importancia y aquí la sociología podría emitir un juicio distinto al de
la estética. Lo decisivo –como en toda comunicación– está en que la
diferencia información/acto de hacerla saber sea el punto de partida con
el cual pueda enlazar otra comunicación de índole artística o
lingüística. Pero entonces la pregunta es: ¿y esto para qué? El que no
pueda haber una respuesta firme o que las respuestas cambien en el curso
de la historia, no constituye ninguna objeción, sino que es algo típico
sobre todo para el arte mayor, significativo. No se trata de un
problema que podría ser resuelto con la consecuencia de que después ya
no habría problema. Se trata más bien de una provocación para emprender
la búsqueda de sentido y para lo cual las mismas obras de arte tienen
preestablecidas más bien limitaciones y no necesariamente resultados. En
el principio está la diferencia, la cesura de una forma que empieza a
regular todo lo que ha de venir –forma que estructura lo perceptible y
que a la vez como cesura ‘artificial’ introduce en el mundo la
diferencia de información/participación. E incluso cuando la forma es
introducida azarosamente –como algo que no se diferencia de lo
cotidiano, como nonsense– entonces la pregunta se radica más: ¿por qué
esto se produce ahora como obra de arte?
Una vez que la diferencia es reconocida (y
propuesta) como arte ya no puede desaparecer. En el arte la diferencia
se vuelve (o no) productiva: aporta algo a la autopoiesis del arte o
desaparece como desecho en el bote del basurero. En todo caso se
distingue de la puesta en marcha de una comunicación lingüística por el
hecho de que opera en el medio de lo perceptible o de lo intuible, sin
hacer uso de la especificidad de sentido del lenguaje. Se puede servir
de medios lingüísticos –como en la poesía– pero tan sólo para destacar
que de alguna manera no descansa sólo en el entendimiento de lo dicho.
Dado que hemos partido de la percepción se
presumirá que todo esto tiene validez tan sólo para las así llamadas
artes plásticas. Todo lo contrario: vale –y aun más dramáticamente por
ser menos obvio– para todo el arte formado con palabras, para la poesía.
Las ‘afirmaciones’ de un poema no se dejan parafrasear, no se dejan
resumir en una frase que luego podría ser verdadera o falsa. El sentido
se transmitirá a través de las connotaciones –y no de las denotaciones; a
través de la estructura ornamental de las referencias (que
recíprocamente se limitan) y que se exhiben en forma de palabras– pero
no a través del sentido de la frase, no a través del sentido
proposicional de las afirmaciones. El texto artístico se distingue de la
fisonomía del texto normal –el cual, como se dice en el argot
posmoderno, procura ser ‘readerly’ y con ello deja instalado al lector en el papel pasivo de sólo entender–; se distingue porque exige del lector un ‘rewriting’,
una nueva reconstrucción del texto. O con otras palabras: el texto
artístico no se empeña en que se repita automáticamente el sentido
conocido del signo, sino busca –a pesar de la advertencia– romper con
los automatismos y hacer que el entendimiento de un texto se amplíe
hacia la obra de arte. Sería desconcertante subsumir el texto artístico
bajo el concepto de lectura –independientemente de cómo se imagine la
participación de la conciencia. Más bien se trata de averiguar en las
palabras qué sonidos y qué referencias de sentido se implican
mutuamente. No se quiere decir otra cosa, cuando afirmamos: las palabras
se utilizan como medio y no con miras a un sentido inequívoco-denotativo.
La particularidad del arte textual no radica
en la comunicación del sentido de la frase –sentido que debería
entonces estar formulado de modo que fuera lo más fácilmente
comprensible. Por eso, alrededor del siglo XVIII
el autor se retira del texto o, en todo caso, se abstiene de aclararle
al lector sus intenciones comunicativas. No se debe generar la impresión
de que el autor trate de abastecer con informaciones al lector o de que
lo quiera exhortar a que su estilo de vida se ajuste a la moral. En
lugar de ello, la elección de las palabras como medio obliga a una
combinación inusualmente densa y constante de autorreferencia y
heterorreferencia. Las palabras tienen (‘significan’) un significado de
uso normal, por eso remiten a algo diferente y no sólo a sí mismas. Pero
también tienen (y ‘significan’) un sentido específico dentro del texto,
en la medida en que realizan y mantienen las recursiones del texto. La
obra de arte textual se organiza a sí misma con ayuda de estas
remisiones autorreferidas que combinan sonoridad, ritmo y sentido. La
unidad de autorreferencia y heterorreferencia radica en la
perceptibilidad de la palabra. La diferencia de estas dos direcciones
puede llevar a crasas divergencias: por ejemplo que en los poemas las
palabras signifiquen lo contrario que en el uso común del lenguaje. Por
tanto, la articulación de diferencia y unidad no se trasmite únicamente a
través de los temas (amor, traición, esperanza, vejez –o lo que sea).
Esto también, pero la calidad artística de un texto no se encuentra en
la selección del tema, sino en la selección de las palabras. En la
poesía la obra de arte se unificará, como en ninguna otra parte, con su
autodescripción.
Todo esto habremos de elaborarlo con más
detalle en lo que sigue. Por lo pronto dejamos anotado el efecto
disparador de la diferencia específica: poner en marcha, si se logra
como forma, un tipo específico de comunicación que se sirve de la
capacidad de percepción o de la imaginación y que, a pesar de ello, no
se confunde con el mundo percibido normalmente. Porque la obra de arte
es producida, se vuelve imprevisible –y con ello satisface la condición
previa indispensable de toda información. Lo notorio de la forma/arte
–como también lo destacado de los medios acústicos y ópticos del
lenguaje– produce una fascinación que al modificar el estado del sistema
se convierte en información -como difference that makes a difference. Y esto precisamente es comunicación: ¿si no, entonces qué?...
Traducción del aleman: Javier Torres Nafarrate
__________________________
*En el texto original de Luhmann se emplean estas comillas simples. (N. de la R.)
Niklas Luhmann, "Sobre la obra de arte", Fractal n° 28, año 7, volumen VIII, pp. 135-152,
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