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Tiempo mensurable y tiempo del destino I parte


Ernst Jünger





La amplitud de la intrusión de la astrología dentro de la vida cotidiana autoriza a pensar que esto que ahora se abre paso es más que una simple moda. Se encuentran predicciones y consejos astrológicos no solamente en los almanaques populares y como rúbricas permanentes en el texto de diarios hebdomadarios, sino incluso en los anuncios. Y aquel que no reconoce realidad alguna a los tipos y pronósticos astrológicos debe admitir que se les tiene en cuenta en una proporción creciente y que, por lo mismo, tienen un efecto. Casi todo el mundo conoce ahora su signo y con él un aspecto de su ser hasta hace poco desconocido para la mayoría que le concedía poco o ningún sentido.

Esta intrusión no se da sin resistencia. Las objeciones contra la astrología son tan viejas como la lectura de los astros. Los primeros en irritarse fueron los teólogos, después los filósofos y actualmente los hombres de ciencia han tomado su lugar. En sus publicaciones reaparece siempre el artículo contra el ?escándalo de la astrología?, donde se demuestra y establece que ésta no constituye una ciencia, ni siquiera un orden de pensamiento que deba ser tomado en serio lógicamente.

Nos enfrentamos aquí, más claramente aún que en la teoría de los colores, con dos posiciones irreconciliables. Más ¿de qué valdría la demostración que probara, por ejemplo, que el juego del ajedrez no es una ciencia? ¿Sus combinaciones serían acaso menos ingeniosas? ¿Disminuiría el número de jugadores? El ajedrez tiene esto en común con la astrología, no forma parte de la ciencia ni de las artes. Ambos son juegos, y a título de tales, han hecho la dicha de innumerables seres humanos. El ajedrez se parece también a la astrología en que sus figuras constituyen tipos asociados a ciertos movimientos.

Añadamos que la astrología posee igualmente un carácter adivinatorio, la indagación e interpretación del destino. Esto trae a la mente otros juegos: los torniquetes como la ruleta o aquellos mediante los cuales se pretende leer el porvenir con base a signos descubiertos o lanzados al azar. Este fue el caso de las letras en épocas remotas, lo cual explica no solamente su nombre (en el alemán Buchstabe, literalmente varita de haya), sino además la palabra leer (lesen significa también reunir). Existía en la antigüedad un juego adivinatorio que consistía en lanzar pequeñas varitas marcadas con runas, para recogerlas después, como lo describe Tácito, de una manera análoga a la practicada en China aún ahora, o por lo menos en fechas recientes. Cabe mencionar aquí el arte de los augurios, la observación e interpretación del vuelo de las aves.

La astrología se distingue de estos juegos y oráculos en que dispone no solamente de un sistema de campos y signos, sino además en que estos últimos poseen su propio periodo, se alejan, regresan y fijan el tiempo de manera determinada y calculable. Observamos aquí asimismo la revolución de la gran rueda con la antigua familiaridad que da al hombre el sentimiento del centro, del lugar seguro y habitable. Por encima de él, reconoce todavía una bóveda. En ella reaparecen los signos fijos y los móviles, y de manera matemáticamente predecible. Este vínculo entre la realidad fugitiva de un destino y la marcha inalterable del reloj universal confiere a la astrología ese particular atractivo que le ha permitido sobrevivir a las demás artes y operaciones adivinatorias. A esto se asocia la interpretación de las constelaciones que ponen en juego las fuerzas elevadas del espíritu y no solamente las del intelecto.

La constelación del horóscopo no esta producida, como es el caso en el ajedrez, por una serie de decisiones combinatorias, sino por la posición de la rueda universal en el momento y hora del nacimiento. El Ser del hombre se encuentra así vinculado a un movimiento que es independiente de la voluntad y de otras características como raza y herencia. Su liga con él reside exclusivamente en el lugar y hora de su entrada al mundo y sus bienes. No es el mundo sino las estrellas quienes determinan la casa verdadera. Un nuevo engrane pequeño, en el seno de la inmensa revolución circular, inicia su marcha preescrita. El horóscopo del hombre es como una imagen del reloj universal. A partir de su configuración deberá concluirse la ley según la cual él ha hecho su entrada.

La consideración del cielo estrellado no sólo resulta instructiva y excitante, revela simultáneamente al hombre los límites de su conocimiento y su poder. Las numerosas palabras, convertidas hoy en citas, de nuestros más grandes hombres sirven de testimonio. La contemplación de las estrellas es así uminosa en el mejor sentido. El ser también considerada omnosa responde al carácter humano y el atractivo ejercido por la astrología sobre las masas se funda sobre este segundo valor. El hombre ha otorgado siempre más importancia al ser que él posee que al ser que es: la línea de la vida, su longitud, su suerte y su mala suerte importan más que la materia misma del destino que dan un sentido a todo. El poder cuenta más para él que la sabiduría, la riqueza más que el carácter, la extensión de la vida más que su contenido, la apariencia más que el ser inalienable.

Es por esto que quienes ayudan al hombre a conocerse a sí mismo, aquellos que desearían darle sentido a su existencia, han cosechado siempre ingratitud, mientras las multitudes acuden a los adivinos.

Sabemos que en el ajedrez se calcula de antemano una serie de jugadas. Se puede afirmar con certeza que ésta es más correcta que aquélla y frecuentemente, que otra es la mejor. Sobre esto se fundan todos los manuales para principiantes.

La previsión no es posible, a decir verdad más que para un número limitado de jugadas, después de las cuales la partida desemboca en lo no calculable, tomando las palabras aún en su sentido matemático. El jugador de ajedrez bueno para la teoría se parece al nadador que al internarse en el mar encuentra un suelo firme durante algunos pasos, pero seguidamente debe confiarse a la profundidad y a sus propias fuerzas.

Lo mismo sucede con la apreciación de una partida interrumpida. Aquí también, la espesura puede aclararse desde cierta distancia. Puede ocurrir sin embargo que no se logre percibir aquello que se llama una jugada genial de ajedrez. Pero se tiene el derecho de admitir que algunas buenas cabezas ocupadas de una posición, descubrirán la solución óptima.

El jugador perfecto en sentido científico ejecutará cada vez la mejor jugada. Esto presupondría cálculos que sobrepasan las facultades combinatorias del hombre. Cabe también preguntarse si bastaría con una gran máquina calculadora de nuestro equipo tecnológico actual o futuro. Pero, suponiendo que existan aparatos, autómatas jugadores de ajedrez, capaces de resultar siempre los más fuertes, ¿cuál sería el resultado?

Para empezar ?y poco importa que sea sólo uno de los contrincantes o bien ambos los que se sirvan de tal instrumento- la partida perdería el carácter de juego para convertirse en un acto técnico. Desaparecería igualmente, del encanto del juego, el singular enfrentamiento de dos inteligencias, dos temperamentos, dos caracteres sobre un plano delimitado. Sería el fin de aquello que hace del juego un torneo ?el ataque valeroso, la defensa encarnizada, la simulación artera, el salto sorprendente- y la victoria dejaría también de merecer tal nombre.

En lugar de esto, existiría un juego descubierto y previsto en todas direcciones. La primera jugada marcaría el estilo de la partida en su totalidad. No habría ni victoria ni derrota, sólo una partida perfecta que conduciría a una remisión. Si efectivamente se obtuviera la jugada más fuerte en cada ocasión, desde el inicio mismo del juego, resultaría sólo una partida, la partida óptima. Esta se repetiría con todos sus defectos, como si se tratara de una película.

Es claro que el sentido del juego no puede ser este. El juego y el arte ocultan el empleo de los recursos técnicos. No así la ciencia. Allí donde el método científico y sus técnicas penetran los dominios del juego, la alegría y la libertad del mismo se destruyen. La restricción se despliega. Así se explican no solamente las diferencias entre las Olimpiadas griegas y las nuestras sino, además, de manera general, el empobrecimiento de vastos dominios donde aquello que hasta hace poco era juego, competencia y aún lucha es, simultáneamente, conducido a la perfección mediante la técnica y destruido en su misma esencia.

En el caso de la configuración astrológica, la cuestión no reside en evaluar un juego en estado virgen o en una partida cuyas piezas se encuentran en posición inicial. En este sentido la configuración nos hace pensar más bien en un juego de naipes: las cartas han sido ya barajadas y repartidas. El juego está en pleno desarrollo, la partida ha llegado a su punto culminante. Es posible que las figuras importantes estén reservadas al jugador y las demás se encuentren mal posicionadas. Aquí no existen derechos, nada es reivindicable; el destino ha repartido sus lotes.

Queda aún por averiguar qué se puede esperar de esta evaluación y cuáles serán sus resultados. ¿Importa acaso al hombre saber si la partida será ganada o perdida? Sería preciso determinar en principio los posibles significados de ganar o perder y si su peso sería diferente una vez que son propiedad el destino. Esencialmente todos pierden la partida. Es otra mano la que asesta el golpe definitivo. Quien dijo que sería mejor no haber nacido, tenía esta idea en la mente.

La partida de ajedrez no concluye en un triunfo o una derrota. Termina cuando las piezas negras y blancas se retiran del tablero para guardarse en la caja. Lo que perdura es otra cosa que la victoria y la derrota. Queda el recurso de una sustancia que fue dividida, de una melodía que fue ejecutada. No sólo queda Escipión. Quedan Escipión y Aníbal. El uno no hubiera podido, ni puede, existir sin el otro jamás. La victoria no reside en la última jugada sino en la suma total.

Desde otras perspectivas, la vida se asemeja más a los ?solitarios? donde es ciertamente imposible cambiar nada en las cartas echadas a excepción de las combinaciones permitidas. El jugador aislado intenta ordenar su lote en la medida de lo posible. Una posición inicial favorable puede echarse a perder, mientras que una desfavorable puede conducir a la victoria mediante soluciones inesperadas. Un hombre nace príncipe y acaba en el patíbulo; un niño ciego y sordomudo encuentra a través de una minúscula grieta en una caverna, el acceso a mundos superiores donde acumulará tesoros.

A decir verdad, uno puede observar aquí también los lotes repartidos. La discusión acerca de la libertad y el destino abarca todos los planos; sobre la tierra, no tiene fin. Es posible que tanto príncipe como niño hayan cumplido su misión, ya que la recompensa no es precisamente el éxito. La partida es idéntica, ya se trate de una corona o de un puñado de cacahuates. Diógenes apreciaba más su lugar bajo el sol que la posesión de Asia. Los ?laureles de la vida? pueden ganarse en el martirio.

Ni la victoria ni la derrota, ni el género o la importancia de la recompensa se dejan influenciar por el conocimiento astrológico. Para utilizar la terminología médica, la interpretación puede proporcionar pronóstico y diagnóstico, más no prescribir el remedio. Puede asimismo juzgar sin por eso influenciar, más que muy apenas, el estilo. De la misma manera, la grafología no pretende en ningún momento mejorar la escritura. La tentativa no llegaría más allá de la norma. Resultaría incluso nociva. Nosotros adquirimos el trazo individual cuando hemos olvidado que aprendimos a escribir. Quien deseara vivir conscientemente según su horóscopo, se asemejaría al alumno que sigue el modelo. Nunca superaría la condición de escolar. Los errores son parte de la vida como la sombra es parte de la luz. Además, conocer la hora no nos sustrae del dominio del destino. Es esta la idea que fascinaba a Shakespeare y a Schiller, un tema digno de aquellos espíritus para quienes la vida aparece como un drama. César y Wallenstein fueron advertidos.

Cabe preguntarse, después de todas estas reservas, qué más conviene esperar de la interpretación. Puede parecer superflua, desde el momento en que no esta en sus manos cambiar o mejorar nada, o incluso dañina al sacar a la luz lo irremediable. Esto conduce a preguntarse por qué existe tal necesidad de interpretar horóscopos.

Como todas las necesidades ésta surge también de una insatisfacción. Tiene como origen el presentimiento de algo que debería sobrevenir y completarse a fin de dar significado al juego. En este sentido el lector de horóscopos es aquel que, sobreviniendo, no cambia nada a decir verdad, pero otorga certeza.

Cuando, en el ajedrez, el rey está amenazado, la dama se sacrifica, un peón pasa a primer rango, y esto tiene una significación que sobrepasa la partida y es un reflejo de disposiciones de orden universal. Pero también en los movimientos del rey histórico se refleja otro reino.

La actividad tras las ventanillas de un gran banco, donde el papel moneda, las letras de cambio, cheques y otros símbolos pasan de mano en mano, produce la impresión de una actividad plena e intensa. Mientras más rica sea la coyuntura, conducirá menos a la reflexión de toda esta actividad se desarrolla sobre una cubierta delgada y ficticia, creada por las transacciones. Y, por lo tanto, esos papeles carecen ?en si mismos? de valor; este último depende de algo muy distinto: trabajo, tierras, bienes o el oro resguardado en las bodegas. Es ésta su condición previa. La relación entre el circulante y su garantía es floja, invisible la mayor parte del tiempo. Quien acepta un billete de banco no exige ver el oro que este representa, parecería incluso como si le importara muy poco si tal oro existe o no. La mayoría de la gente que retiene una hipoteca jamás ha entrado en la casa sobre la cual ésta fue otorgada.

No queda más que una sombra de incertidumbre, una desconfianza que crecerá después de las crisis. Con ellas aumenta la necesidad de ver aquello representado por los impresos: tierra, granos, casas, lingotes de oro. Con frecuencia los bienes raíces se encontrarán en lugares apartados, inaccesibles; entonces, la palabra de aquel que los ha visto con sus propios ojos resultará tranquilizadora. Servirá de confirmador. Dentro de la vida en general reina la misma necesidad. Enterarse y después comprender que sus actos, obras y aventuras significan otra cosa además de lo que comúnmente se admite que son el reflejo de fuerzas enormes que los dotan de significación, en suma, que posee un destino, constituye, desde luego, una necesidad indestructible del hombre.

Mientras más aumentan la circulación y el movimiento y la vida se vuelve más y más la de las grandes ciudades, técnica y abstracta, más fuertemente ha de manifestarse esta necesidad. Este será particularmente el caso en los momentos de crisis o incluso ante los accidentes frente a los cuales el optimismo tecnológico se encuentra amenazado o se desploma. El hombre siente entonces que le hace falta una interpretación; desea que se le indiquen las fuerzas que se encuentran fuera de circulación. Para esto necesita un confirmador.






Este fenómeno explica la sorprendente atracción ejercida por la astrología en estas épocas y no solamente por ella. Su fuerza no consiste en encarnar los principios del presente, sino el contradecirlos. Es por esto que el astrólogo, al defender su arte como ciencia, no se coloca en terrenos ventajosos, como serían aquellos que la rebasan. Puede muy bien llamar científico a su instrumento de trabajo, pero los cálculos de la astronomía matemática no hacen más que introducirlo al círculo donde comienza la vida sinóptica de las constelaciones. De aquí arranca la adivinación.

No arriesgaremos ningún juicio sobre la realidad de la astrología. La discusión acerca de lo que existe de verdad en ella resulta más instructiva ya que, una vez iniciada, se desarrolla sobre un terreno donde se enfrentan, más abruptamente que en ningún otro, dos tipos globales de reflexión. Entonces nos damos cuenta de que el objeto de la disputa no es otro que el mundo invisible. Discusiones eternamente ociosas para los hombres concernientes a aquello que está escrito en las estrellas. Pero su necesidad de interrogar al destino no es menos incontestable; nada es capaz de arrancarla de raíz, ningún conocimiento la puede calmar. Así pues, el astrólogo que no conocerá tregua hasta que sus conocimientos sean reconocidos como ciencia, se equivoca de punta a punta. El triunfo le será de tan escasa utilidad como la invención del jugador autónoma al ajedrecista.

Existen tesoros que se transforman de acuerdo con la clave que se utilice. Entre ellos, el oro. En su resplandor visible se refleja un poderío mítico. Si perdiera este brillo, no pasaría de ser una materia como cualquier otro metal.

No hay manera de demostrar que, a diferencia de los otros, el oro es un metal privilegiado. Es más sencillo probar que la estima en que se le tiene descansa sobre un prejuicio. Si esta demostración resultara exitosa, si lograra convencer, las riquezas acumuladas en las cámaras del tesoro perderían su cotización para ser estimadas en su valor industrial. Perderían esa cualidad por la que el hombre arriesga la vida y el honor, organiza expediciones y se pierde en especulaciones alquímicas. De hecho, el oro es víctima de ataques de esta naturaleza, que lograrían su propósito si el pensamiento técnico-económico fuera absoluto, en un mundo que no conocería, tal vez, ni flores ni adornos. El oro dejaría de ser oro.

De la misma manera, el destino previsible y mensurable dejaría de ser destino. Éste se puede adivinar, presentir o temer, pero nunca conocer. Si fuera de otra manera, el hombre viviría como el prisionero consciente de la hora de su ejecución.

En el alegato a favor y en contra de la significación del horóscopo, cada una de las partes deberá invocar exclusivamente los argumentos al alcance de su dominio particular. Este caso se presenta incluso al cuestionarse si el nacimiento no ha sido sobrevalorado en la medida en que, comparado con la concepción, su carácter es meramente transitorio. En efecto, no es raro encontrar en la historia de la astrología una preferencia del horóscopo calculado a partir de la concepción sobre el asociado con el nacimiento. Tal fue el caso entre los babilonios, y más marcadamente aún, en tiempos helénicos. Entonces se conocían incluso las horas y días más favorables a la procreación. El griego decía: ?yo planto un hombre?, como decir: ?yo planto un árbol?.

La diferencia a decir verdad, es en sí secundaria, puesto que si concebimos un tiempo de destino, éste no deberá ser menos continuo que el tiempo astronómico o mecánico. Sólo que no es divisible de la misma manera, sus horas no se parecen entre sí. Reina aquí la misma diferencia observable entre el año eclesiástico y el año astronómico. Las fiestas se distribuyen de manera desigual y caen también en distintos días del calendario; el término fiesta engloba en este caso la muerte y el sufrimiento. Dentro del año festivo se oculta el gran horóscopo ?del hombre?, la correlación entre su marcha y la carrera solar. Es un reloj que no ha sido creado por las iglesias, pero que éstas confirman y el papel del sacerdote ha sido siempre el de confirmador. Se trata de una rueda, y la Iglesia participa del movimiento de sus rayos, ésta es la razón por la cual las fiestas son más antiguas que las iglesias. La adopción, por motivos técnicos o económicos, de un nuevo tiempo universal afectaría a la Iglesia no solamente en su ritual sino en su núcleo mismo, en tanto que es receptora del tiempo.

Si el tiempo del destino es continuo, aunque tenga un ritmo diferente al del tiempo astronómico, el conocimiento de ciertas convergencias bastaría para deducir las redes e intuir lo que podrían encerrar. Concepción, nacimiento y muerte se encontrarían en una relación necesaria y sería posible también definir los días favorables y desfavorables. La diferencia entre el horóscopo del nacimiento y el de la concepción resultaría intrascendente. El hecho es que, en la práctica de la astrología, se intenta inferir la constelación a partir de datos vitales claves, cuando se desconoce la hora exacta del nacimiento o bien cae en un punto de intersección de consecuencias importantes.

La dificultad propiamente dicha, para calcular tal relación, reside menos en las circunstancias que en su apreciación. Sabemos demasiado poco sobre la jerarquía de las coyunturas. Esta es más aprehensible en los sueños. Aquello que consideramos importante puede ser intrascendente; lo que vivimos como una desgracia puede resultar una fortuna y a la inversa. Ganar la lotería puede acarrearnos la desdicha y una herida sustraernos de la muerte segura en una batalla del cerco. Lo primero que el confirmador debiera señalar al que ha nacido es aquello que será importante para él. El juicio se modifica de acuerdo con la particularidad del destino personal y su misión. Es por esto que, a partir de cada uno de los datos ?ya sea el nacimiento o la concepción- sólo las conjeturas son posibles; las aseveraciones no tienen cabida. Pero estas conjeturas tocan a veces cuestiones más importantes que los aconteceres de una vida, alcanzando la fuente donde estos se originan, de la cual dependen. El nivel de profundidad logrado a través de esta investigación depende hasta cierto punto de la visión del confirmador.

A este propósito, algunas palabras acerca de otra dificultad concerniente a la evaluación de caracteres.

Se sabe que la grafología no está en condiciones de establecer con certeza si la escritura sometida aun análisis pertenece a un hombre o a una mujer. Estaríamos tentados, ante su impotencia sobre un punto tan esencial, a rechazar totalmente su arte. Pero, de igual manera, podríamos llegar a otra conclusión, a saber que el carácter pertenece a capas mucho más profundas que el sexo, noción que seguramente aprobarían ontólogos, psicólogos y mitólogos.

Conocer el sexo resulta útil, en ese caso, pera juzgar a quien trazó la escritura, pero este conocimiento no sobresale de la apreciación misma. En otras palabras, es menos importante para el estudio del destino de un ser humano saber si nació hombre o mujer, que si tiene características predominantemente masculinas o femeninas. Estas sí son reveladas por el examen de la escritura. Se observa en este ejemplo que el conocimiento y la interpretación tienen centros de gravedad diferentes; aquí como anteriormente, existen aspectos tanto visibles como ocultos. Asimismo, la relación entre ellos no es o lo uno ?o lo otro, sino más bien no sólo, sino también.

El combate del sabio contra la astrología se asemeja a un ataque contra los molinos de viento. La toma por uno de esos edificios cuya arquitectura conoce a fondo. La mide según las proporciones de la lógica y sus patrones de conocimiento, y la juzga mal construida. Omite, al obrar así, la diferencia que existe entre concepto y prejuicio, entre conocimiento abstracto y concreto, y sobre todo entre saber y sabiduría. Es por esto que sus ataques son prácticamente inútiles. Observa con cólera la expansión de una cosa que el considera insensata.

Si penetramos, sin tomar partido, en el edificio de la astrología, no tardaremos en percatarnos de que, en efecto, ahí reina un saber. Sentimos como la vista se agudiza para percibir los tipos astrológicos, o al menos los tipos análogos a éstos que, por cierto, y a diferencia de las figuras geométricas, no son mensurables. Es aquí donde reside su cualidad: no poseen un valor cifrable.

No pronunciaremos ningún juicio sobre la realidad de los tipos astrológicos. Existe, sin duda, un ser del hombre que reposa profundamente enterrado bajo nuestras características y que se manifiesta de manera unificada lo mismo en los rasgos del cuerpo que en los del espíritu y los del carácter. Las enseñanzas que nos permitirán aprehender este ser resultarán invaluables. Nos reafirmaron no sólo en nuestra vía a través del espacio y el tiempo, sino también en lo concerniente a lo que nos espera finalmente.

La mirada que hurga en las profundidades del destino del hombre penetra hasta su principio, hasta el principio incluso de su unicidad y armonía. Pretende aprehender al hombre con sus vicios y virtudes, que se mezclan como la luz y las sombras; ni las cualidades ni los defectos son en sí mismos factores decisivos a favor o en contra de la armonía. Son complementarios, como la cerradura y las llaves, por lo tanto pensar que las virtudes se añaden es sólo un prejuicio. Los vicios de alguien pueden auxiliarnos, las virtudes de otro, perjudicarnos. Quien piense en los hombres como en los animales o las constelaciones, los conoce fuera de su esfera social y moral y por lo tanto fuera de su manera de ser necesaria. Es por esta razón precisamente que se requiere del juicio certero sobre el lugar donde se implantan, sobre su rango dentro de la constelación. Además, para todos existe tal lugar.







Aunque la astrología no sirviera más que para ejercer la mirada que aprehende la forma necesaria del hombre, esto sería ya suficiente, en una época empeñada en obliterar esta forma como a ninguna otra, en sofocarla y despojarla de valor. Se trata menos, en este caso, de una conquista de la verdad que de un acrecentamiento del poder formador. Las figuras astrológicas constituyen formas de la misma manera que las figuras de un curso de lógica, cuyas pretensiones son ejercitarnos en la práctica del pensamiento. Una vez logrados sus propósitos, podemos olvidarnos de Baroco y Barbara , habrán cumplido su misión.

Los mismo vale para los tipos de la astrología. No son los únicos. No hacen más que señalar realidades. Sin embargo descubren, en el seno de un movimiento siempre acelerado, una profundidad donde reina la paz. Conducen al espíritu a través de galerías en minas abandonadas donde sus hallazgos no cesan jamás.

Una palabra más a este propósito. Las ciencias naturales han adquirido un predominio considerable en nuestra instrucción y formación. En los programas escolares, este fenómeno se produce, como bien se sabe, en detrimento de las humanidades. Lo que muchos ignoran es la distribución en el interior mismo de las ciencias de la naturaleza, donde constantemente se reduce el espacio de las ramas descriptivas, en provecho de las aplicadas. Las primeras constituyen las ciencias de tipos; se ocupan de los sistemas dinámicos y funcionales de los cuales la biología forma parte desde hace tiempo. A esto se añade la destrucción de prototipos históricos a través de una actividad de hormigueo, hostil al mito, al nomos , a la paternidad y, para concluir, la aversión creciente hacia la metafísica e incluso hacia la crítica del conocimiento, con el resultado de que éste, de manera absolutamente naive , hace depender sus juicios y medidas del mundo empírico y de los sucesos observables.

Esto forma parte del movimiento de la época y su creciente aceleración. Esta aceleración es general. La intención de frenarla, allí donde sus desventajas son evidentes, resulta comprensible, pero permanecerá como un mero deseo ya que la aceleración no domina únicamente en las zonas extensas, ni tampoco sobre los efectos de la tecnología. Se produce y mantiene mediante una aprobación que encuentra su tarea en profundidades que no pertenecen a la ética sino al destino. Es tan dura esta tarea que nuestro mundo hormiguea con espíritus que debería cambiar o bien su ciencia o su moral. Entre otros por ejemplo, el maestro que el domingo predica a sus alumnos la no violencia, tras haberlos iniciado durante la semana en las sutilezas de la teoría de la selección natural.

Se observa mejor aún allí donde las ciencias naturales tienen su aplicación práctica, en el mundo de la tecnología. No es siquiera necesario considerar las zonas de gran destrucción. Una mirada sobre el mundo cotidiano es suficiente, sobre la circulación y sus señales amenazadoras, su técnica de la ventaja, donde la competencia y la brutalidad caminan a la par, su demoníaca ebriedad por la velocidad. Resentimos la fuerza de este hechizo que nos oprime; nos formamos y nos transformamos por su causa. Que todo esto provoque innumerables muertes es la evidencia misma. El accidente es inevitable, ya que no se debe a fallas técnicas sino al modo de pensar y desear de una época, del movimiento que la sostiene. El sacrificio es cuestionable allí donde la pérdida del individuo y sus medios juega un papel. En las profundidades, donde reina el tipo, resulta aprobado. Se reconoce la necesidad del sacrificio. La idea de renunciar a los viajes aéreos debido a que, durante la semana, cien o más seres humanos murieron calcinados, no se le ocurriría a nadie. Cualquiera que aborda un avión acepta ese riesgo. Observamos aquí un rasgo sorprendente en una época donde el heroísmo goza de mala reputación. Regresaremos a este punto.

En su famosa visión de Las almas muertas. Gogol vio a Rusia como una troikalanzada sobre un camino loco hacia una meta desconocida. El movimiento de nuestra época evocaría sobre todo la imagen de un proyectil surcando el espacio con una aceleración continua. Quien lo lanzó ¿podría pararlo? Su localización es de por sí difícil por no decir imposible, allí donde el movimiento pierde límites y centro.

Existe, sin embargo, el recurso de posar la mirada sobre un objeto inmóvil. Fue así como Arquímedes, en pleno sitio de Siracusa, permanecía absorto en sus círculos. La astrología es particularmente apta para desviar la mirada de las figuras de una monocultura dinámica, ya que nace de un universo donde el hombre y la tierra son aún el centro. Indica, a partir de ambos, una dirección, que conduce más allá y por encima de los planes e intenciones humanas. Se yergue en nuestra época como un bloque errático, vestigio de tiempos antiguos, testigo no solamente de otro estilo de pensamiento, sino también de otra espiritualidad. A ella se asocia una manera de contemplar, muy alejada de nuestra observación científica; por su mediación se despiertan fuerzas dormidas durante mucho tiempo.

Entre la manera de observar las estrellas el astrónomo y el astrólogo existe la misma diferencia que entre la visón de Newton y Goethe con respecto al mundo de los colores. Se trata, en el primer caso, de una medición cuantitativa y, en el segundo, de cualidades no mensurables. Esto vale lo mismo para los colores que para el tiempo. Y siempre habrá hombres que consideren la calidad del tiempo más importante que su medición. En el fondo, no existe nadie que lo ignore. El tiempo no proporciona exclusivamente el cuadro de la vida, es también la vestidura del destino. No sólo marca los límites a la vida, es además su propiedad. Con el nacimiento de cada hombre surge el tiempo que le pertenecerá.

Por esta razón, a pesar de que todas las informaciones de la astrología resultaran erróneas, ella mantendría su sentido, a saber, la tentativa de sondear el mundo a profundidades que ningún pensamiento, ningún telescopio pueden alcanzar. Detrás del interés que esta ciencia de las estrellas encuentra en nuestros días, se oculta algo más que el simple deseo del hombre por comprender su destino de una manera que, hasta hace poco, le era totalmente extraña. En ella se disimula su aspiración a salir del tiempo abstracto que lo aprisiona entre sus miles de hilos y cuya dominación se vuelve más y más aplastante.

En ese sentido, el horóscopo es el reloj del destino. Las horas se suceden, pero sin parecerse. La carátula de nuestros relojes mecánicos es estrictamente simétrica; un intervalo es rigurosamente idéntico a los otros. En nuestros tiempos, se ha prescindido incluso de los números, a fin de aumentar su uniformidad. El horóscopo, por el contrario, constituye una imagen, una alegoría universal. Lo que llama la atención a primera vista es la distribución desigual de los signos, que recuerda más a las constelaciones del cielo nocturno o la configuración de una partida de ajedrez que a la carátula de un reloj mecánico. Mientras existan hombres, existirá también el deseo de leer aquello que se encuentra escrito más allá.






La astrología nos conduce hacia regiones distintas de aquellas donde basta la prueba para tranquilizarnos. Su vecindad es más cercana a la religión que a la ciencia. Esta es una de las razones por las cuales desde un principio, la iglesia ha visto con desconfianza la lectura de los astros. Clemente de Alejandría definió la creencia en los horóscopos como un crimen contra la Providencia. Pero, ¿por qué razón no se expresa ella también por medio de las estrellas para hacerse así igualmente venerable? Los tres Magos de Oriente eran además astrólogos. Origene, quien creía en los espíritus astrales, temía por una doctrina que asociara el destino al curso de las estrellas, privando al hombre del sentimiento de libertad y alejándolo del camino de la oración. En la actualidad, esta objeción ha perdido validez, puesto que el atractivo de la astrología se ejerce precisamente sobre las masas que desde hace tiempo, con frecuencia generaciones enteras han olvidado la práctica de la oración. Este fenómeno está relacionado más bien con un síntoma de ?religiosidad secundaria?. Cabe asumir, en particular, que una corriente gnóstica profunda se ha puesto en movimiento como lo anuncian otros signos.

La astrología siempre ha tenido adversarios; entre ellos, espíritus como Cicerón y Plinio el Viejo. Las objeciones que ellos han planteado, como, por ejemplo, las diferencias en cuanto al destino entre dos niños nacidos a la misma hora, bajo el mismo techo, se esgrime todavía. Con el tiempo, han sido perfeccionadas, pero los argumentos en contra tampoco se han hecho esperar. Se recurría al caso de los hijos del ama y su esclava nacidos a la misma hora, un hecho de por si excepcional. En la actualidad, el estudio de los gemelos, que se ha convertido en una ciencia exacta, dispone, gracias a observaciones de este género, de una gran cantidad de datos estadísticos. La aparición de una ciencia tal se asocia necesariamente con el paso del fenómeno individual con el fenómeno típico. El interés se desvía del individuo aislado, Robinson o Kaspar Hauser, para dirigirse hacia el desconocido, el anónimo, donde cristaliza el destino de la comunidad, -pasa del héroe al ser terreno semejante a sus hermanas. Cuando dos hermanas gemelas mueren a la edad de noventa años de un cáncer poco común, se aludirá a la ?masa genética?. Esto resultaría más difícil si ambas sucumbieran el mismo día víctimas de un accidente y se encuentraran una en Chicago y la otra en Hamburgo. En este caso, las concepciones científicas y astrológicas, el tiempo mensurable y el tiempo del destino se enfrentarían de una manera que evocaría la discusión por la barba del emperador. Estos debates se desarrollan ante la barrera tras la cual da comienzo el pensamiento inductivo. Y el hombre de ciencia ignorará las explicaciones del destino y mostrará de manera fehaciente el encadenamiento causal. El otro subordinará todo al destino, no solamente el accidente, sino también la enfermedad y el nacimiento de gemelos.

La astrología ha tenido sus momentos de esplendor, cuando los astrólogos de la Corte regían el destino de Imperios y Estados, -aquellas épocas cuando un Nostradamus se convertía en el médico privado de Carlos IX, cuando un Kepler, en Sagan, anunciaba a Wallenstein su enorme fortuna. Incluso un gran astrónomo como Tycho Brahe creía firmemente en los astros. Se afirma asimismo que durante la Segunda Guerra Mundial, la opinión de los astrólogos jugó un papel importante en varios países.

La atracción de la astrología debió sufrir un grave retroceso en la medida que las ideas copérnicas se apoderaron de la imaginación. Baptiste Morin, quien murió a mediados del siglo XVII, libró, con su Astrológica Gallica, un combate de retaguardia. Siempre existieron, sin embargo, en Europa misma, casos aislados como el de J. W. Pfaff, cuya obra Pierre des trois sages apareció en 1821. Se trata aquí según las apariencias, de una disputa que, semejante a las entabladas a propósito de la libertad, con la cual tiene estrecha relación, no tendrá fin.

La revitalización de las ideas y la práctica astrológicas, que después de la Primera Guerra Mundial comienza a producir una vasta literatura y se acentúan de manera visible, es mucho más notable en vista que el orden racional impuesto a la vida no ha cesado de progresar. A todo aquello que hacemos y desarrollamos en materia de planeación, normalización, automatización, circulación y seguridad, los principios astrológicos oponen una contradicción radical. Cada uno de los incontables engranes de nuestro mundo tecnológico gira según la rueda del reloj interior del tiempo mensurable. Aquí no cabe asociar ninguna combinación que sobrepase el plano humano, la perspectiva humana.

Al hojear los diarios se tiene la impresión que con la rúbrica astrológica se establece una formación totalmente insólita. Al mismo tiempo surge la inquietud de saber si se trata una vez más de una moda del espíritu, análoga al vértigo fisiognomónico que se apoderó de los cerebros hace ya doscientos años, tras la aparición de los Fragments physilognomoniques de Lavater, o si nos encontramos ante los síntomas de un cambio que se propaga contra corriente y de manera clandestina y cuyos signos son quizá, en su calidad de síntomas, más importantes que los beneficios o prejuicios que acarrean.

No importa cual partido se tome, es poco probable resolver estas cuestiones apegándose al viejo debate. Se les hará justicia, sin embargo, concediendo el derecho de coexistencia a las dos potencias en cuento, considerándolas soberanos contiguos poseedores, cada uno, de sus propios estatutos, su propio estilo, sus propias leyes. De la misma manera, es posible colocar en una biblioteca, al lado del Discurso del método de Descartes, una edición de Las mil una noches , sin sentirse culpable de un atentado. Al abrir uno u otro libro, se entra en espacios diferentes. Mucha gente de hecho, siente la necesidad de tal sucesión y yuxtaposición de lecturas, de la misma manera que un huerto no se concibe sin flores, o una existencia profesional sin recreación estética. La biblioteca o la casa es un tercer elemento y más grande por cierto. La cosa no cambia aún en las épocas donde predomina el tipo de hombre que, a todas luces, no ha leído más que un sólo libro.



Ernst Jünger , "Tiempo mensurable y tiempo del destino", Revista diagonales, número 3, México, 1987, pp. 41-84.


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