Ernst Jünger
Parecería como si la organización metódica no pudiese
pasar de cierto grado. No se experimentará la seguridad absoluta en el
seno del plan a menos que se añadan las determinaciones del destino. Es
también por esta razón que no se puede prescindir de las ceremonias. Y
fue con el objeto de responder a esta necesidad que un pueblo tan
conciente como el romano adjudicaba tanta importancia ?aún al final del
imperio- a los oráculos y los días fastos y nefastos. La observación de
signos, augurium y haruspicium , el examen del vuelo de las
aves y de sus extrañas, eran considerados indispensables ante el
advenimiento de fechas y actos asociados al destino. No es posible
imaginarlos sin experimentar una curiosa emoción al contemplar esas
cabezas cargadas de conciencia de los personajes que aparecen en la
columna de Trajano. Se rendirá mejor justicia a este fenómeno, por lo
tanto, si, en lugar de considerarlo una costumbre muy antigua degenerada
en formalismo y superstición, se le ve como un perfeccionamiento y
quizá un reforzamiento de la vida, desde la perspectiva del destino. Es
posible que el efecto se haya hecho sentir en el dominio de la visible,
la auctoritas , a un lado y por debajo de la disciplina, fundándose sobre el Augurium .
Es por esto que en el campo romano se observaba, a la derecha de la
tienda del general y en el lugar reservado a los auspicios, la tienda
del agorero.
Que el plan fracase, ya sea en pequeña escala
debido al accidente o en proporciones mayores a causa de la catástrofe,
forma parte de nuestras experiencias. Es posible llegar a un punto más
allá del cual todo nuevo aporte de energía no haga más que aumentar la
desgracia, y donde la inacción sea preferible a la acción. El caso más
trivial podría ejemplificarse con uno de esos días cuando uno se levanta
?con el pie izquierdo? y debe asumir que sería mejor evitar un viaje a
pesar de su carácter aparentemente urgente. Si la desgracia se llama
enfermedad, conviene no dejar pasar el instante en el que es preciso
meterse a la cama. Esto es lo más importante de todo. En la guerra, se
llega igualmente al punto a partir del cual todo esfuerzo agrava la
derrota. Clausewitz, quien meditara con gran lucidez sobre los problemas
del poder insiste en el peligro que se corre al traspasar este límite
Una vez que las experiencias aciagas se han
acumulado, surge en el hombre una desconfianza hacia el plan y su
infalibilidad. Debe entonces reconocer la imposibilidad de llenar sin
lagunas el cuadro del porvenir, ya que siempre existirán elementos
imprevisibles ?en fin, que entre pensar y ejecutar, subsiste una
diferencia. ¿Cuántas veces no ocurre que el mismo plan entraña
precisamente lo contrario de lo que se deseaba? La Historia abunda en
fracasos babilonios.
El naufragio del Titanic ofrece el ejemplo
típico del plan fracasado; marca un giro en la historia del progreso. El
navío ha sido siempre un gran símbolo. El naufragio sacó a la luz entre
otras cosas, los peligros del récord. Este término se ha tomado del
lenguaje deportivo, to record significa registrar, documentar.
Se trata de una acción enlazada de manera particular con la conciencia y
la medida a través de sus instrumentos, algo desconocido en la
antigüedad e incluso en cualquier otra época que no sea la nuestra. No
se controla únicamente la acción de las máquinas, sino además la del
hombre mismo. En la competencia, ya no es el hombre, sino el cronómetro,
quien mide al hombre.
La idea de que los segundos tuvieron importancia era totalmente ajena al espíritu.
El griego entendía de medirse con los hombres,
quizá incluso con los dioses, pero jamás con el tiempo abstracto. Por
otro lado, el desarrollo tecnológico no cesa de empujar siempre más
lejos no sólo los récords, sino además los peligros que éstos implican. El riesgo está ligado, a a priori ,
al medio, al instrumento; el hecho de que se aplique igualmente al
dominio del poder o al de la economía y el confort, es una distinción
secundaria. Hoy en día mueren más personas durante una excursión que
sobre las pistas de velocidad. La catástrofe conduce al hombre a ese
momento en el que ?cede ante el designio de los dioses?, desde donde el
aspecto fatal del suceso, apenas vislumbrado en tiempos felices,
adquiere un carácter más potente que el aspecto abierto a la
organización.
El pesimismo que sucede a la catástrofe se
explica quizá por un debilitamiento de la voluntad, a la que se ha
exigido demasiado. Y sin embargo, este pesimismo otorga una visión clara
en bien de las cosas que el optimismo surgido del éxito. Puede
reducirse al suceso inmediato y conducir a la idea de que el plan no fue
suficientemente elaborado y que es preciso repensarlo con mayor rigor.
Es así como, después del naufragio del Titanic, se realizaron una serie
de mejoras en la construcción de barcos y en la navegación, que no han
logrado impedir, es cierto, que grandes navíos sigan zozobrando.
Se observará que un mayor desarrollo de la
tecnología conlleva necesariamente el aumento de las dimensiones de la
catástrofe; esto vale aún sin tomar en cuenta los efectos de las
guerras. Esto explica el profundo pesimismo asociado a esta forma de
organización general desarrollada en nuestro mundo. Cabe preguntarse si
este tejido de ideas y perspectivas humanas no precisará de una trama
quizá un poco más firme y sólida y si no sería posible consolidarla y
protegerla por parte del destino.
Esta es sin duda la tarea de las religiones, y
por esta razón todo hombre lúcido, aún cuando no se sienta ligado a
ellas, les brindará apoyo durante los grandes conflictos ?aquellos, por
ejemplo, donde se encuentran a merced del racionalismo ateo del espíritu
planificado en toda su presunción.
Más no cabría ignorar que las religiones
ejercen aún su influencia sobre un gran número de hombres de todas
nacionalidades, razas, clases y niveles intelectuales. Por otra parte,
el camino es más seguro si se recurre a algo más profundo que una
disposición cultural; a saber, al instinto religioso. Nada puede existir
sin él y es por esto que aún en las mentes más lucidas se encontrará
siempre un telón y tras él, un santuario. Aquel que adivina la
existencia de este otro, ese que alberga, y arde por ser nombrado,
dispone de la clave esencial.
Agreguemos además que aún las mismas religiones
logran cada vez menos satisfacer el instinto religioso, menos aún que
los poderes temporales. Deben existir para esto razones fundamentales,
dado que sucede lo mismo con todos los cultos, pero no es este el lugar
para ocuparnos del tema.
Si comparamos entendimiento e intuición o
conocimiento y adivinación, con dos cosas diferentes, es preciso
observar que existen también vivencias intermedias. Que estas últimas
aumenten de tamaño constituye uno de los signos que nos permiten ver que
hemos llegado a un punto de confluencia. Ciertos dominios se convierten
entonces en objetos de debate para la ciencia, y después en ?ramas?,
sin que nadie hubiera podido predecir tal cosa. El hecho de que se trata
de vivencias intermedias, se ratifica en que sus signos y conceptos
tienen acceso a una y otra.
Esta apertura más amplia acepta explicaciones
diferentes, de tal manera que la ciencia se vuelve quizá más accesible
al perder en rigor lógico. Se podría pretender además que la ciencia
conquistará nuevas regiones para la investigación científica. Ella
ilumina los pozos lejanos.
De aquí pueden resultar perfeccionamiento de
métodos y práctica. Hoy se sabe, es decir: está reconocido
científicamente, que existen días propicios y nefastos para actuar.
Debemos este conocimiento a combinaciones de tipo estadístico,
meteorológico y médico. Sería razonable, además, abstenerse de practicar
una intervención sobre un paciente que afirma haber tenido un sueño
disuasivo, ya que la interpretación científica de los sueños ha hecho
igualmente progresos. Sin embargo, la idea de iniciar la construcción de
todo un hospital en un día astrológicamente favorable y en un lugar
geomorticomente reconocido no se nos ocurriría, como tampoco posponer su
construcción porque un oráculo lo considera desaconsejable.
Es, por el contrario, no solamente pensable,
sino probable, que las consideraciones de higiene, climatología,
irradiación astronómica y geológica lograrán un rigor tal que influirán,
no sólo sobre el lugar, sino también sobre la forma de dichos
edificios. Y es posible entonces que se vuelva a caer en los lugares y
los tiempos reconocidos en la antigüedad por adivinación.
No es raro que la reflexión más aguda descubra,
al tender sus redes, un bien hace mucho olvidado. El tratamiento de la
parálisis por medio de la fiebre, tal y como lo conocemos desde 1917,
había sido practicado desde hace mucho tiempo por los brujos curanderos
africanos, si bien acompañados de diversas representaciones. En este
caso, los demonios de los pantanos jugaban un papel. En el fondo de esto
encontramos que la fiebre, como el ayuno, la respiración y el sueño,
constituyen factores importantes para la curación; el resto de los
remedios no sirve más que para franquearles el acceso.
En unos pocos años, proporcionándole una bata
blanca y poniéndolo frente al microscopio, podremos lograr que el
curandero vea las espiroquetas. Y no se trata precisamente de un acto
puramente óptico. Pero sería en vano que el brujo curandero quisiera
iniciar a su colega europeo en la trama de elementos que lo hacen capaz
de curar. Digamos, para compararlos, que el curandero ha logrado asir
por medio de tentavias empíricas una cosa que la ciencia ve.
Cada tipo de sociedad organizada posee, en el
fondo, un arte de curar, al que se mezclan los matices particulares de
la época; en la nuestra por ejemplo, serían la diferenciación
tecnológica, el tratamiento estadístico y el fenómeno del récord. El
arte permanece ilimitado. Gracias a una razón muy fuerte; el plano
humano se limita a la curación mientras que el plano universal engloba
además la enfermedad y la muerte. Esto conduce a la medicina a
conflictos que no pueden resolverse sobre un terreno único, y estos
conflictos no pueden más que crecer a medida que la medicina se
especializa.
El bosquimano era sin duda inferior al blanco
en conocimientos, pero se distinguía de este en que no ejercía
exclusivamente una función, sino que representaba además un estado del
cual participaba a través de algo diferente al mero saber. Que su
seguimiento del enfermo y su procedimiento haya resultado insuficiente,
como un todo, según nuestro parecer, es una consecuencia intrascendente
de una posición semejante. Se sabe que no sólo nuestra medicina sino las
ciencias naturales en general se empeñan precisamente en eliminar esta
cualidad, a fin de lograr una mayor fuerza de penetración.
El pueblo resiente esta carencia, como lo
revela, entre otras cosas, el flujo de personas alrededor de los
hacedores de milagros que aparecen periódicamente. Existe, en el fondo
de su fe en los milagros, una queja y la sospecha de que el estudio
ejerce una influencia negativa sobre el poder de curar; este, más que
todo el saber y que toda la técnica, distingue al buen médico del que no
lo es.
Algunos juzgan, con Pascal, según quien mucho
saber conduce a Dios que el perfeccionamiento creciente de los
conocimientos puede llegar al punto en que el saber se unirá como una
finísima red a la estructura profunda, al plan del universo. La
diferencia entre ciencia y creencia se reducirá entonces a un
imponderable. La ciencia podría convertirse en religión.
No es así, saber y no-saber se aproximan, sin
duda, hasta el punto de fundirse uno en el otro en un acercamiento
comparable a la llegada gradual de la luz. La creencia y la no creencia
pueden igualmente aproximarse hasta fundirse una en la otra, y en
ocasiones esto se produce como una súbita irrupción de luz, una oleada
de claridad. Pero entre ciencia y creencia no pueden existir más que
analogías, siempre subsistirá una fisura, un salto que es preciso
arriesgar. Ni las pruebas, ni la voluntad lo pueden salvar.
Esto no excluye que la ciencia, en su conjunto,
se mueva de manera que contradice el plan, y que es particularmente
sensible en su actual fase de deslizamiento. La conciencia pierde el
control de la dirección general, a medida que los detalles se desprenden
más netamente. Esto sugiere la existencia de una pulsión exterior a la
ciencia, que el plan no puede aprehender, ni, con mayor razón, dirigir.
La ciencia mantiene su cohesión, pero es levantada en vilo como un
navío. Observamos aún las proporciones y los objetos familiares a las
que el cambio de lugar ha conferido sin embargo una nueva significación.
La práctica altamente disciplinada de las
ciencias naturales ha producido efectos extraordinarios. Lograrla ha
implicado el abandono de las ciencias del espíritu y el otorgamiento de
una importancia privilegiada a los dominios funcionales dentro de las
matemáticas y las mismas ciencias naturales.
Que la reflexión filosófica en materia de
ciencias naturales, tal como se practicaba aún en la época romántica,
haya tenido que desaparecer e incluso se haya convertido en sospechosa,
no es ninguna sorpresa. Asimismo, es ya imposible que espíritus de la
talla de Goethe, Schelling o Alejandro de Húmboldt surjan dentro de las
ciencias naturales, -espíritus capaces de abarcar en una sola serena
mirada el campo en su totalidad y profundidad para aportar algo más que
conocimientos.
Pero, a pesar de toda la cosecha del saber,
faltan mentes formadas en la crítica del conocimiento, como las que
encontramos aún a finales del siglo XIX. Y, así
se pierde la diferencia lógica entre aquella que puede constituir un
objeto de conocimiento y lo que no, es decir, se pierde la modestia
kantiana. La visibilidad se convierte en piedra de toque de la realidad.
La mirada que sabe distinguir la plenitud de la natura naturata de la unidad de la natura naturans se
debilita. No ve, más que confusamente, problemas morales y conflictos
de fuerzas. En estas condiciones, no solamente se acelera el movimiento
descontrolado, sino que se añade inmediatamente el peligro de ver al
plano separarse de la estructura misma del mundo y de su orden
inherente. La proporción de riesgo aumenta.
Estos son los peligros que suscitan una
apreciación insuficiente de la situación, una percepción poco penetrante
del mundo como objeto. Es por eso que toda inteligencia sana las puede
aprehender sin precisar de especulaciones metafísicas. El conjunto de
los hombres los intuye también, aunque muy frecuentemente bajo la forma
de un malestar, de un instinto premonitor, presintiendo que, a pesar de
toda la inteligencia puesta en práctica, las cosas no están en orden.
Entre las especialidades que surgen en el
dominio intermedio figura la caracterología, sector con límites
inciertos, que se pueden concebir como vasto o, por el contrario,
estrecho. Ser y expresión del hombre, he aquí todo un universo.
La consideración de caracteres nos acerca a la
astrología. La interpretación o, más aún el establecimiento del carácter
son tareas esenciales del horóscopo. En nuestros días, la
caracterología tiene valor de ciencia, aunque sus frutos provienen de
elementos situados más allá de saber y que la asemejen a las artes. La
interpretación del carácter presupone una cierta musicalidad. Se
requiere de un fluido entre aquello que conforman la apreciación y lo
que constituye el objeto; debe existir también empatía. Hasta aquí
llegan los límites de la capacidad de la psicología aplicada, que se
puede considerar como una subdivisión de la caracterología. La
apreciación es un reflejo del sujeto que aprecia. Con base en la
apreciación de sus subordinados podemos conocer el carácter del jefe.
La elección fundamentada sobre la apreciación
del carácter se da en la práctica y no de manera científica. Es así que
en el ejército, el comandante, y no la psicología, tienen la última
palabra. Lo contrario sería un mal signo. Después de un cierto número de
años quizá, y sólo sobre el campo de batalla, aparecerá el valor
pronosticador de una apreciación. Se verá entonces si no se sobrestimó
al bello orador o si no se subestimó el gran talento de aquel que aún no
era consciente de sí.
Casi siempre surgirá la ocasión de efectuar
tales pruebas, ya que no es únicamente la apreciación que se tenga del
que empuja a un ser a su propio destino. Ocurre con los caracteres
enérgicos, con los ?subordinados incómodos?, que el progreso se logra
frecuentemente actuando en su contra. En general, el héroe llega al
lugar que le está destinado. Este comentario no debe ser entendido
únicamente en sentido positivo: el destino del hombre puede consistir
también en aquello a lo que renuncia. Aquí salimos ya de los dominios de
la caracterología, en particular de la región ética, para abordar de
lleno el pensamiento horoscópico. El renunciamiento, el error, al igual
que la enfermedad, sólo podrán ser reconocidos como predestinados a
partir de una visión que busque interpretar los grandes designios, las
constelaciones.
Cuando el gallo canta por tercera vez, es
decir: cuando la voz del mundo resuena, Pedro niega a su maestro ?no
solamente por ser demasiado débil para confesar su fe, sino también
porque trataba de cumplir una profecía. Si hubiera proclamado la verdad,
hubiera hecho mentir a su maestro. El honor del individuo sucumbe bajo
el fardo de un orden que le es desconocido y dispone de él. Esta es una
característica del destino; describirla sobre el plano del arte es la
misión del autor trágico, quien la repite en el juego. La tragedia es
juego de culto. El destino obra en ella, con sus poderes, el tiempo del
destino teje la trama. En el tiempo mensurable, no se conoce lo trágico:
aparece como evitable, -sólo existen los accidentes.
Allí donde es preciso tomar decisiones graves y
someterse a sacrificios, por ejemplo en el comportamiento de un
ejército, el carácter aventaja al intelecto. Por esta razón, el hombre
investido de autoridad es casi siempre más simple, más ?limitado? que su
jefe de estado mayor, quien practica el arte de la guerra como una
ciencia. Asimismo, en una situación peligrosa, lo primero que se
requiere es la templanza, la autoridad deslumbrante, la grandeza
paternal. Blucher llamaba a Gneisenau ?su cabeza?. Pero, según
Vouvernargues, las grandes ideas surgen del corazón.
Al considerar el carácter, tanto el método
científico como una intuición totalmente diferente de éste son
igualmente aplicables. Nos aceramos aquí al lenguaje de los signos
astrológicos, donde los caracteres adquieren una fuerza tal que hace
estallar al mismo tiempo, la singularidad personal y la unicidad
histórica. Hay algo aquí que parece retornar, algo conocido de muy
antiguo que se hace visible temporalmente y es comprendido por los
pueblos no en virtud de la razón, sino como una figura develada.
Las imágenes animales se dibujan cuando Moisés y
Alejandro nos son mostrados con cuernos, cuando Cristo dice: ?Yo soy el
cordero?, cuando Henri aparece como león, Clemeceau como tigre. Las
figuras míticas celebran igualmente su retorno a la memoria de los
pueblos. Una de sus características es la duda que despiertan sobre la
veracidad de su existencia.
Dentro del cuadro de la Historia se da la
repetición, más no el retorno. Aquiles regresa en Alejandro, pero el
primer Napoleón no reencarna en el tercero. En el interior del tiempo
calculable puede darse la analogía, pero jamás la identidad. Pueden
aparecer los padres, pero no el Padre. A esto se refería la disputa del
arrianismo, donde se debatía el parecido o la identidad del Hijo con el
Padre. Esto implicaba, en el sentido, más profundo, problemas de tiempo.
Con el retorno, algo mucho más fuerte que el
recuerdo penetra en el hombre. Este algo se vuelve idéntico a él, como
el hombre y la mujer en la concepción, o la fuerza creativa intemporal
que retorna en la vida temporal.
Sin retorno, sólo quedan fechas, no hay más fiestas.
El carácter dicen, configura el destino.
Nuestra propia experiencia nos lo demuestra cuando vemos, en
retrospectiva, que los mismos errores reaparecen siempre para
perjudicarnos. Es difícil, si no imposible, evitarlos, ya que las
ocasiones provocadoras se nos presentan bajo disfraces sorprendentes y
cambiantes. Que la falta se cometa, a pesar de estar claramente
prevenidos, constituye uno de los grandes temas de las Mil y una noches .
Los caracteres fuertes no están menos
amenazados por el error que los débiles, y son con frecuencia causa de
mayores desgracias. Es preciso evitar la identificación del carácter con
la voluntad, como se suele hacer con toda naturalidad en nuestro mundo.
Automáticamente se piensa en voluntad cuando se habla de un ?carácter
enérgico?.
Volentem ducunt, nolentem trahunt
?como tantos proverbios, éste puede también voltearse al revés. Un
carácter puede afirmarse igualmente a partir de la no-volición- dejando
pasar su turno, como en las cartas. Una gran ganancia puede dormitar
entre las posibilidades que se dejan intactas. Así se convierten en
capital de acción. Este es el caso particular, toda vez que el bien y el
mal entran en juego en una resolución, donde la decisión adquiere
características morales.
Pero concebir el carácter de tal manera o de
tal otra y admitir aún la existencia de un carácter perfecto no implica,
sin embargo, que éste sea algo más que uno de los componentes del
destino. La misma experiencia que nos muestra ?espectáculo por demás
reconfortante- al hombre ?que ha llegado a ser alguien? nos sorprende,
nos asusta con igual frecuencia mostrándonos lo contrario. Cuántos
hombres de mérito, rectos, sabios y bondadosos, fracasan de una manera
aparentemente inexplicable, absurda incluso. Cuántos no sucumben ante
enfermedades, accidentes, ante la maldad del mundo y el prójimo. Y, por
el contrario, cuántas veces no se inclina el cuerno de la abundancia a
favor de quien parece no merecerlo. Ganancias enormes, matrimonios
dichosos, herencias, salvaciones increíbles de naufragios y otros
accidentes: he aquí, en la tela de la vida, la trama que escapa a todo
cálculo.
Si llamáramos a esta otra cara de la suerte
constataríamos que los hombres la ven también como parte suyo, de su
conformación y que frecuentemente se valen de ella más que de sus
conocimientos o talentos. Napoleón apelaba a su estrella y veía en ella
la fuerza operante detrás de su ascensión. Mientras brille esa estrella
dichosa, nada podrá desviarlo de su ruta, pero si se oculta, bastaría un
grano de polvo para lograrlo. Sylla, uno de los cerebros más sagaces,
se hacía llamar ?feliz?, felix; él veía en la suerte un poder divino que
lo favorecía.
La suerte en efecto, parece adherirse tan
estrechamente a muchos hombres que se percibe como una cualidad suya. Y
cuando se habla con un mimado de la fortuna, de inmediato se percibe que
ha hecho un mérito de su suerte, de manera más o menos modesta. Hay
algo de verdad en esto, aunque se entristezcan los espíritus
inteligentes. Pero el espectáculo de un hombre afortunado produce cierto
regocijo. Hace soñar en la profusión universal. Simbad el pobre, ante
el espectáculo de Simbad el rico y de sus tesoros, dirige sus alabanzas a
Alá, dispensador de tales dones.
Occidente posee un gran número de ciencias y
sabe construirlas a partir del objeto más ínfimo; sin embargo, carece de
una ciencia de la felicidad.
Es más, podría decirse que allí donde penetra
con sus métodos e instrumentos las energías fluyen, es cierto, pero la
felicidad se retira. Los hombres se vuelven más poderosos y ricos, pero
no más felices. A medida que los medios se acrecientan, desaparece la
satisfacción. Es probable que esta atrofia y este crecimiento sean
proporcionales: es preciso que exista un deterioro de la felicidad.
El hombre que no tiene tiempo, y ésta es una de
nuestras características, no sabrá tampoco alcanzar la dicha. Las
grandes fuentes se le cierran necesariamente, las grandes fuerzas, como
el ocio, la fe, la belleza en el arte y la naturaleza. Así se le
escapan, la coronación, la gracia del trabajo, que reside en el
no-trabajo, y la realización, en el sentido mismo del saber, que residen
en el no-saber. Esto se percibe inmediatamente en el ocaso de lo que
hemos llamado la civilización.
Podría temerse que la atrofia llegara a un
punto donde cesará de ser experimentada como tal ?un punto donde el
confort reemplazará a la felicidad-, donde el instinto artístico fuera
satisfecho mediante máquinas y la belleza fuera mensurable. Pero
quedarán siempre, si no otros espacios, al menos otros tiempos con qué
comparar, los tiempos por ejemplo de los que nos habla la música de
Mozart. Que la carencia se hace sentir se adivina en el extraordinario
asombro que se apodera de las masas cuando un sabio aparece ante sus
ojos.
Pero no sólo son los tiempos idos, los otros
espacios, no sólo son las excepciones las que descubren al hombre esta
atrofia. El la siente en su corazón. La experimenta como una carencia y
busca escapar del orden riguroso que prescribe la conquista metódica del
mundo. Se siente rodeado por este orden como si se tratara de los muros
desnudos de una habitación donde busca a tientas una unión, o el
contorno de una ventana que ha sido tapiada.
Es posible, en lo tocante a las
reinvidicaciones de su razón, considerar al hombre un ser menor y
contentarlo con un gasto mínimo. Si se le encierra dentro de una torre
oscura para que se arrastre a lo largo del muro, se dejará persuadir de
que se dirige al infinito. Pero no se dejará persuadir de que es feliz.
Siempre, e indestructible hasta la muerte, vivirá en su interior el
presentimiento de otra cosa, de algo infinitamente más grande, de un
raudal de luz que lo libera, lo calma, aún cuando jamás haya contemplado
el sol y jamás haya escuchado su nombre.
Apenas resolvió Goethe volver a ver a Marianne
de Willemer, cuando una rueda de su carruaje se partió en dos, a escasa
distancia de Weimar. Ante esto ordenó desandar lo andado y renunció para
siempre a este viaje. Se guió en este caso, por un género de oráculo
llamado ex divis por los romanos un signo que recomienda
abstenerse. No debemos concluir por esto que fuera supersticioso. Pero
sí podemos suponer que se vio muy agitado entre un por y un contra y que
el accidente resolvió la cuestión.
Se trataba sin duda de una indicación análoga a
la que dispensaba el augurio antes de la batalla. Existen ejemplos
donde el jefe de la armada actuó contra el augurio a pesar de que la
situación era favorable. Consideraba por tanto su ciencia de estratega
más fuerte que la visión augural. Hoy sucede lo contrario cuando el
oficial comandante pasa por encima de la oposición de su jefe. Se fía
más de su estrella que la ciencia. Se trata de dos concepciones del
tiempo. Lo ideal es siempre que los dos coincidan.
El Wallenstein de Schiller es una mina de representaciones astrológicas. En tu corazón están las estrellas de tu destino, leemos en los Piccolomini. Aquí se encuentran también estas palabras: La hora no llega para el ser dichoso. Resultan más significativas en esta forma que en la versión citada comúnmente: Para el ser dichoso, ninguna hora llega. De esta obra proviene también: El reloj iguala siempre el tiempo de servir.
Hoy en este reloj no determina solo el
servicio. El tiempo mensurable y estrechamente medido abarca casi todo
el día, y sólo el sueño con sus sueños escapa a su poderío. Los relojes
son numerosos, acompañan al hombre en sus viajes de placer y le hacen
saber entretanto que se encuentra en el límite no sólo el tiempo son
también sobre la velocidad y la consumación.
A esto se añade la organización de una
seguridad social por medio de la cual la suerte queda necesariamente
excluida. El error está en el hecho mismo, no en las dimensiones de su
aplicación. En aquellos países donde la mayoría de la gente que uno
encuentra está asegurada varias veces, se tiene la sensación de que no
sólo la inquietud y el malestar, sino la inquietud misma aumenta sin
cesar. La suerte no existe, esta frase podría estar inscrita
sobre el frontón de todas las entradas. Cada quien forja su dicha, éste
es un buen proverbio, pero también es una desgracia, son las cadenas que
cada uno contribuye a forjar.
Que la revolución económica no pueda traer
felicidad era de esperarse; innumerables experiencias lo han confirmado.
La objeción es válida puesto que ha sido precedida por promesas
mesiánicas. De otra manera, se podría responder que no se trata de
problemas de felicidad, sino de problemas de fuerzas, y que desde ese
punto de vista el éxito sobrepasa toda esperanza. Los imperios mundiales
se han construido, y precisamente a costa de la felicidad. La idea de
que se añadan constantemente nuevas alas a la prisión constituye,
evidentemente, un pobre consuelo para el prisionero. El llega por último
a pensar que es preciso que algo ocurra en el interior de esas
construcciones titánicas y de sus propias células.
Este pensamiento amenaza el plan. Compromete la
impecabilidad de los amos del plan, así como su esfuerzo por mantener
la revolución dentro del sector racional, y sobre todo técnico,
económico, e impedirle invadir otros dominios. Estos mismos seres que
vemos aplicarse en desposeer, matar, y disponer del patrimonio de un
pueblo muestran al mismo tiempo una curiosa gazmonería en lo tocante a
los cambios en el seno de las artes. Así cubren su punto débil. Existe
una lengua inmediata de la libertad, más peligrosa que toda prueba
contraria y toda fuerza tecnológica. No necesita un sistema, puede
expresarse a través de un canto, una melodía, una danza.
El renacimiento de la astrología que ?a
principios de un año nuevo e incierto-, nos sorprende como una alta
marea, es menos un signo de seguridad que de descontento, un
descontento, por cierto, más intuido que comprendido. Es por esto que se
le ve gustosamente como una enfermedad. Pero, ¿es la fiebre una
enfermedad o el inicio de una enfermedad ?el inicio de que el cuerpo
busca reestablecer un equilibrio perdido?
La irrupción de la astrología, que se encuentra
en tan sorprendente contradicción con las grandes corrientes de la
época, es un signo revolucionario. La astrología no solamente posee una
estructura no científica, muestra asimismo una tendencia en contra de la
uniformidad, en la medida en que insiste sobre la singularidad de un
destino, sobre la disimilitud innata entre los hombres. Ella desdeña así
los dos puntos cardinales del mundo actual. Es previsible que el
escándalo provocado por ella no hará más que reforzarse en el futuro.
El hecho de que se trata de un elemento
revolucionario se demuestra en que proviene de ?abajo?. La astrología se
distingue en esto de movimientos análogos, restringidos a círculos
estrechos que conforman sectas, o bien, como en el caso de la
fisiognomía, alcanza popularidad pero tienen su origen en espíritus
notables. De la astrología ?se habla?, y en una forma chistosa. En este
sentido se la podría concebir como una moda, pero las modas no son sino
las envolturas de otra cosa.
La gran idea de la influencia cósmica sobre el
hombre debe ser admitida aún por los adversarios de la astrología. Ella
conduce a los dominios del conocimiento de las razas, los pueblos y las
filiaciones, de la climatología. Que las latitudes determinan, además
del habitus corporal, el derecho y la moral fue observado ya
por Pascal y más tarde por Stendhal. Aún entre los pueblos pequeños, los
hombres del lindero norte se diferencian de los del lindero sur.
Es más difícil pensar que no solamente el
lugar, sino también el momento del nacimiento tiene un poder formativo.
Pero si el ritmo del mar con sus fases se descubre en la economía
corporal del hombre, no es indiferente conocer la fase de la luna en que
fue engendrado y durante la cual vino al mundo.
Estas consideraciones permanecen en el dominio
intermedio. La estructura interior de la astrología se deja medir tan
poco como un poema o una imagen. Ni siquiera se presta a demostraciones o
verificaciones estadísticas. En consecuencia, las consideraciones
astrológicas no pueden en este momento considerarse ?verdaderas?. Saber
si un día se ?volverán verdaderas? es otra cuestión. Esto supondría un
cambio previo de óptica interior, cuyas imágenes actuales reciben su
carácter distinto del polo del saber.
El anuncio de un cambio de esta naturaleza
forma parte de las predicciones ligadas a la entrada en una nueva era
del mundo, en un nuevo Gran Año.
Vemos con gusto al destino como una línea. Pero
si lo imagináramos como un círculo o una órbita de movimiento alrededor
de un centro, nos acercaríamos más a su esencia. Esto responde no
solamente a los grandes ciclos que observamos en el universo y a su
retorno, sino además al carácter inamovible de la ley ?según la cual tú
has venido?. Esta inamovilidad sugiere un punto fijo.
Esto nos conduce, sin hablar del valor
caracterológico de la doctrina de los tipos astrológicos, a la idea no
menos importante de la periodicidad. Se ha sabido siempre que ciertas
fuerzas actúan sobre nosotros periódicamente y que entre estas fuerzas
se encuentran los astros, sobre todo la Tierra, el Sol y la Luna. Pero
tampoco se puede negar que este conocimiento se haya perdido con el
progreso de la civilización, y se conciba como rectilíneo y ascendente.
Como todas las diferencias, aquellas que se refieren al día y a la
noche, los climas y las estaciones, son seccionadas. El objeto de este
proceso es la simplificación y el aplanamiento de los ritmos cósmicos
reducidos a una monotonía aliada a una creciente aceleración. Luego, el
hombre puede cambiar su ritmo de vida, negarles su derecho a la Tierra,
la Luna, el Sol, y reemplazar su acción por su arte; ellos continuarán
sin embrago a ejercer su derecho sobre él. El hombre acumula sobre sí
los rigores que entraña el rechazo de una ofrenda. Existen numerosos
ejemplos al respecto. Cuando el día y la noche, cuando los climas se
uniformen, se obtendrán grandes ventajas en lo tocante al disfrute y a
la acción. Pero los inconvenientes serán aún más grandes en la medida en
que se niegue el derecho al día y la noche en conjunto. Esto conduce a
un aplanamiento artificial. Pero la exigencia del destino se mantiene
idéntica; lo que es más, aumenta: es preciso elevar los diques. Lo que
se escatima en pequeño se exige en grande; las dimensiones de las
catástrofes se expanden.
Si la astrología fuera importante sólo porque
dirige la atención del hombre hacia los grandes ciclos y su
significación, esto sería, de por sí, algo inapreciable, aunque lo
relacionado con el destino individual no fuera convincente.
El individuo, todo individuo, cree poseer un
destino particular, una situación especial en el Universo. Esta creencia
está totalmente justificada; con el nacimiento de cada hombre, el mundo
es concebido de nueva cuenta. Todo hombre tiene su vida, su destino, su
misión, sus órganos rodean un centro que le es propio. Las doctrinas
que afirman que el hombre nace, a priori , para el Estado, para
la sociedad, están en el error. El hombre nace a fin de vivir su propio
destino. Y actúa a partir de este hecho. ?Es así que tú debes ser, no
puedes escapar de ti mismo?. Las otras tareas vienen a posteriori,
destilan cualidades especiales: en cuanto que hombre, mujer o padre, en
cuanto que miembro de pueblos o comunidades.
La existencia de una ley personal que le impone
límites en el tiempo y el espacio es algo que el individuo que
reflexiona sobre sí mismo percibe tarde o temprano. Pero aún si no se
diera cuenta, evitará o elegirá el tiempo y el lugar de una manera que
se encuentra, ya, fundada en un ser definido, en su habitus y en un carácter en el sentido más amplio.
Si, por dar un ejemplo, uno se encuentra en una
calle muy asoleada en el momento en que una fábrica o una escuela abre
sus puertas, se percatará que la mayoría de la gente elige, al salir, el
lado sombreado, mientras que un número reducido de personas se
encuentran espléndidamente bajo el sol. Hay razón para suponer que estos
últimos despliegan su fuerza en los climas cálidos y prefieren, para
sus viajes, los países meridionales. Se asocia además a esto que sean
proclives a ciertas enfermedades bien determinadas y no a otras, que
ciertas profesiones les convengan más que otras, que, en una palabra, de
manera general, su vida se encuentre regida por el signo del sol. Esto
se verifica aún en los detalles con Nietzsche por ejemplo, en los
matices de su visión del mundo y de su prosa.
Si nos encontramos, por decir, en una estación,
veremos que, entre las personas que gravitan en lo alto de la escalera
la mayoría mira hacia abajo a los escalones y tiene la cabeza inclinada.
Alguno, muy pocos, tienen la mirada elevada. Es posible, a partir de
estos datos, llegar a conclusiones.
Algunos hombres evitan el agua a tal punto que
jamás se suben a un barco, y la sola imagen de un puente les provoca
malestar. Otros buscan los océanos. La diferencia de la periodicidad de
la vida de un marino, y la de un pastor, un obrero o un vagabundo se
explica por la diferencia de los elementos ?pero, ¿cómo explicar la
diferencia de tendencias, el atractivo de los elementos mismos? La
tendencia está profundamente enraizada; Hoffmann ofrece un ejemplo de su
potencia en Les Mines de Falun.
La inclinación hacia el mar puede, por otro
lado, verse modificada, ya sea que la experimente un marino, un
comerciante, un guerrero o un explorador. Una de estas cualidades puede
dominar, o varias de ellas, ?guerra, negocio y piratería? conjugarse en
una sola persona.
La astrología ha creado una taquigrafía, una
provisión de signos fijos gracias a los cuales esta diversidad se hace
legible y descifrable. Esta escritura se compone de letras en su forma
más antigua, los ideogramas. Ellos forman parte de los signos gráficos
más antiguos, por esta razón no pueden ser leídos cursivamente: es
preciso aprehenderlos de manera sinóptica. Significado e interpretación
se encuentran estrechamente ligados. Una escritura con tales
características tampoco puede ser leída como una ecuación matemática o
una fórmula; debe ser percibida más bien como una obra de arte, cuya
armonía, evidente por supuesto, no puede ni probarse ni demostrarse
experimentalmente.
La utilización práctica constituye otra
cuestión. Depende de la necesidad, de las exigencias. Los pequeños
anuncios matrimoniales en los periódicos son, en este sentido, una mina
de información. En ellos se despliega una vasta gama de requisitos
exigidos a la pareja ideal que podríamos repartir, siguiendo el
excelente esquema de Schopenhauer, en tres paradigmas: lo que alguien
es, lo que tiene, lo que representa. Si consideramos al carácter como
parte de lo que alguien es, del ser del hombre propiamente dicho, que
sobrepasa con ventaja todo lo que pueda poseer y representar, nos
toparemos no solamente con la dificultad de detallar y precisar, sino
también de describir con exactitud las condiciones necesarias para
complementar el relato de este ser. El hombre es además incapaz de
conocer y describir su propio carácter, para lograrlo requiere de alguna
otra cosa que se le asocie.
En este caso, el desarrollo de las doctrinas tipológicas brinda una ayuda inapreciable, sobre todo cuando se ocupan del habitus
corporal, intelectual y moral, a partir de una necesidad localizada más
allá del bien y del mal. En los rechazos no se pide consentimiento,
pero quien desea a un león por pareja no querrá a un vegetariano. En
estos anuncios aparecen a veces los nombres de estrellas de cine que
representan las imágenes ideales. Esto resulta al menos más preciso que
un listado de características vagas, aunque, al igual que el horóscopo
de los diarios, forme parte de los pedestres recursos del hombre en el
interior de un mundo que la fatalidad ha reducido hasta el aplanamiento.
Las predicciones astrológicas que abarcan
grandes conjuntos parecen más convincentes que los juicios horoscópicos
emitidos sobre individuos aislados. De la misma manera, los grandes
movimientos dentro del cosmos, la órbita de soles, de lunas y planetas
son más fáciles de calcular que el itinerario del individuo.
Asimismo, las predicciones sobre el destino de
un enjambre pueden resultar más acertadas que las referentes a los seres
que lo conforman; sus pequeñísimos movimientos desaparecen en medio de
las vastedades. Jamás nos detenemos a reflexionar sobre el destino de un
arenque, de un abejorro, a pesar de que la aparición de estas especies
en la época de apareamiento nos impresione.
El enorme crecimiento de la población en
nuestra época entraña el peligro de ver al hombre desde la misma
perspectiva. No sólo aumenta el carácter de masa, sino también la
uniformidad y, por lo mismo, la tentación a tratar al individuo de
manera abstracta ya sea como unidad mecánica o como especie zoológica.
La absorción dentro del destino de las masas y
su grado de necesidad e inevitabilidad constituye uno de nuestros
problemas cotidianos, y de los más difíciles, por cierto. Una catástrofe
como la de Stalingrado es más fácil de predecir que el destino del
individuo inmerso en ella. En estos casos las cifras y los aspectos
armónicos contribuyen a cegarnos. Sin embargo, el individuo que ha
escapado al Maelström y quizá incluso ha obtenido ganancias en este
choque, no verá, y con todo derecho, la sola mano del azar.
Frente a esta amenazadora pérdida del carácter,
el astrólogo vigila la dignidad del hombre, sin perderse en fórmulas
abstractas de igualdad y libertad: el ser definido le proporciona los
datos previos. Para él, con cada individuo nace no solamente una nueva
imagen de la especie, sino además un mundo totalmente nuevo. De esta
manera le reserva un rango más elevado del que podrían otorgarle el
pensamiento y la designación abstractas.
Entre las grandes cuestiones que nos
planteamos, figura saber si la felicidad reside en el hecho de ser uno
mismo, o en la uniformidad. Las respuestas a esta interrogante abundan,
pero no existe solución. Se trata de uno de esos movimientos del
espíritu que se perpetúan como olas. Apenas aparece que se ha encontrado
la solución reaparece nuevamente la inquietud.
Es así como se explican los frenos en el
progreso, las escisiones en el trayecto previsto, el hecho de que en la
historia de los individuos y los pueblos los extremos se releven e
incluso se hagan surgir mutuamente. Quién iba a decir que China, tierra
del Tao y del culto confucionista de los antepasados, se sacrificaría a
la monotonía del mundo del trabajo con una pasión nunca igualada en
Occidente.
Por otro lado, el crecimiento de las tendencias
astrológicas es un signo de que el hombre empieza a fastidiarse en esta
uniformación de la cual quizá participaba con entusiasmo hasta hace
poco tiempo. Es preciso distinguir aquí, como ya le dije antes, entre el
signo y el efecto. El valor del signo es independiente de sus efectos.
Su importancia reside en que aquí, velada en principio y ambigua, se
empieza a manifestar una fuerza opuesta al Leviatán y que surge de otras
profundidades muy aparte del individualismo liberal.
Se trata de signos que indican mucho más que una ruptura de estilo. Es un cambio de clima lo que se anuncia en ellos.
Ernst Jünger , "Tiempo mensurable y tiempo del destino", Revista diagonales, número 3, México, pp. 41-84
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