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16.30
Tiempo mensurable y tiempo del destino II parte


Ernst Jünger





Parecería como si la organización metódica no pudiese pasar de cierto grado. No se experimentará la seguridad absoluta en el seno del plan a menos que se añadan las determinaciones del destino. Es también por esta razón que no se puede prescindir de las ceremonias. Y fue con el objeto de responder a esta necesidad que un pueblo tan conciente como el romano adjudicaba tanta importancia ?aún al final del imperio- a los oráculos y los días fastos y nefastos. La observación de signos, augurium y haruspicium , el examen del vuelo de las aves y de sus extrañas, eran considerados indispensables ante el advenimiento de fechas y actos asociados al destino. No es posible imaginarlos sin experimentar una curiosa emoción al contemplar esas cabezas cargadas de conciencia de los personajes que aparecen en la columna de Trajano. Se rendirá mejor justicia a este fenómeno, por lo tanto, si, en lugar de considerarlo una costumbre muy antigua degenerada en formalismo y superstición, se le ve como un perfeccionamiento y quizá un reforzamiento de la vida, desde la perspectiva del destino. Es posible que el efecto se haya hecho sentir en el dominio de la visible, la auctoritas , a un lado y por debajo de la disciplina, fundándose sobre el Augurium . Es por esto que en el campo romano se observaba, a la derecha de la tienda del general y en el lugar reservado a los auspicios, la tienda del agorero.

Que el plan fracase, ya sea en pequeña escala debido al accidente o en proporciones mayores a causa de la catástrofe, forma parte de nuestras experiencias. Es posible llegar a un punto más allá del cual todo nuevo aporte de energía no haga más que aumentar la desgracia, y donde la inacción sea preferible a la acción. El caso más trivial podría ejemplificarse con uno de esos días cuando uno se levanta ?con el pie izquierdo? y debe asumir que sería mejor evitar un viaje a pesar de su carácter aparentemente urgente. Si la desgracia se llama enfermedad, conviene no dejar pasar el instante en el que es preciso meterse a la cama. Esto es lo más importante de todo. En la guerra, se llega igualmente al punto a partir del cual todo esfuerzo agrava la derrota. Clausewitz, quien meditara con gran lucidez sobre los problemas del poder insiste en el peligro que se corre al traspasar este límite

Una vez que las experiencias aciagas se han acumulado, surge en el hombre una desconfianza hacia el plan y su infalibilidad. Debe entonces reconocer la imposibilidad de llenar sin lagunas el cuadro del porvenir, ya que siempre existirán elementos imprevisibles ?en fin, que entre pensar y ejecutar, subsiste una diferencia. ¿Cuántas veces no ocurre que el mismo plan entraña precisamente lo contrario de lo que se deseaba? La Historia abunda en fracasos babilonios.

El naufragio del Titanic ofrece el ejemplo típico del plan fracasado; marca un giro en la historia del progreso. El navío ha sido siempre un gran símbolo. El naufragio sacó a la luz entre otras cosas, los peligros del récord. Este término se ha tomado del lenguaje deportivo, to record significa registrar, documentar. Se trata de una acción enlazada de manera particular con la conciencia y la medida a través de sus instrumentos, algo desconocido en la antigüedad e incluso en cualquier otra época que no sea la nuestra. No se controla únicamente la acción de las máquinas, sino además la del hombre mismo. En la competencia, ya no es el hombre, sino el cronómetro, quien mide al hombre.

La idea de que los segundos tuvieron importancia era totalmente ajena al espíritu.

El griego entendía de medirse con los hombres, quizá incluso con los dioses, pero jamás con el tiempo abstracto. Por otro lado, el desarrollo tecnológico no cesa de empujar siempre más lejos no sólo los récords, sino además los peligros que éstos implican. El riesgo está ligado, a a priori , al medio, al instrumento; el hecho de que se aplique igualmente al dominio del poder o al de la economía y el confort, es una distinción secundaria. Hoy en día mueren más personas durante una excursión que sobre las pistas de velocidad. La catástrofe conduce al hombre a ese momento en el que ?cede ante el designio de los dioses?, desde donde el aspecto fatal del suceso, apenas vislumbrado en tiempos felices, adquiere un carácter más potente que el aspecto abierto a la organización.

El pesimismo que sucede a la catástrofe se explica quizá por un debilitamiento de la voluntad, a la que se ha exigido demasiado. Y sin embargo, este pesimismo otorga una visión clara en bien de las cosas que el optimismo surgido del éxito. Puede reducirse al suceso inmediato y conducir a la idea de que el plan no fue suficientemente elaborado y que es preciso repensarlo con mayor rigor. Es así como, después del naufragio del Titanic, se realizaron una serie de mejoras en la construcción de barcos y en la navegación, que no han logrado impedir, es cierto, que grandes navíos sigan zozobrando.

Se observará que un mayor desarrollo de la tecnología conlleva necesariamente el aumento de las dimensiones de la catástrofe; esto vale aún sin tomar en cuenta los efectos de las guerras. Esto explica el profundo pesimismo asociado a esta forma de organización general desarrollada en nuestro mundo. Cabe preguntarse si este tejido de ideas y perspectivas humanas no precisará de una trama quizá un poco más firme y sólida y si no sería posible consolidarla y protegerla por parte del destino.

Esta es sin duda la tarea de las religiones, y por esta razón todo hombre lúcido, aún cuando no se sienta ligado a ellas, les brindará apoyo durante los grandes conflictos ?aquellos, por ejemplo, donde se encuentran a merced del racionalismo ateo del espíritu planificado en toda su presunción.

Más no cabría ignorar que las religiones ejercen aún su influencia sobre un gran número de hombres de todas nacionalidades, razas, clases y niveles intelectuales. Por otra parte, el camino es más seguro si se recurre a algo más profundo que una disposición cultural; a saber, al instinto religioso. Nada puede existir sin él y es por esto que aún en las mentes más lucidas se encontrará siempre un telón y tras él, un santuario. Aquel que adivina la existencia de este otro, ese que alberga, y arde por ser nombrado, dispone de la clave esencial.

Agreguemos además que aún las mismas religiones logran cada vez menos satisfacer el instinto religioso, menos aún que los poderes temporales. Deben existir para esto razones fundamentales, dado que sucede lo mismo con todos los cultos, pero no es este el lugar para ocuparnos del tema.

Si comparamos entendimiento e intuición o conocimiento y adivinación, con dos cosas diferentes, es preciso observar que existen también vivencias intermedias. Que estas últimas aumenten de tamaño constituye uno de los signos que nos permiten ver que hemos llegado a un punto de confluencia. Ciertos dominios se convierten entonces en objetos de debate para la ciencia, y después en ?ramas?, sin que nadie hubiera podido predecir tal cosa. El hecho de que se trata de vivencias intermedias, se ratifica en que sus signos y conceptos tienen acceso a una y otra.

Esta apertura más amplia acepta explicaciones diferentes, de tal manera que la ciencia se vuelve quizá más accesible al perder en rigor lógico. Se podría pretender además que la ciencia conquistará nuevas regiones para la investigación científica. Ella ilumina los pozos lejanos.

De aquí pueden resultar perfeccionamiento de métodos y práctica. Hoy se sabe, es decir: está reconocido científicamente, que existen días propicios y nefastos para actuar. Debemos este conocimiento a combinaciones de tipo estadístico, meteorológico y médico. Sería razonable, además, abstenerse de practicar una intervención sobre un paciente que afirma haber tenido un sueño disuasivo, ya que la interpretación científica de los sueños ha hecho igualmente progresos. Sin embargo, la idea de iniciar la construcción de todo un hospital en un día astrológicamente favorable y en un lugar geomorticomente reconocido no se nos ocurriría, como tampoco posponer su construcción porque un oráculo lo considera desaconsejable.

Es, por el contrario, no solamente pensable, sino probable, que las consideraciones de higiene, climatología, irradiación astronómica y geológica lograrán un rigor tal que influirán, no sólo sobre el lugar, sino también sobre la forma de dichos edificios. Y es posible entonces que se vuelva a caer en los lugares y los tiempos reconocidos en la antigüedad por adivinación.

No es raro que la reflexión más aguda descubra, al tender sus redes, un bien hace mucho olvidado. El tratamiento de la parálisis por medio de la fiebre, tal y como lo conocemos desde 1917, había sido practicado desde hace mucho tiempo por los brujos curanderos africanos, si bien acompañados de diversas representaciones. En este caso, los demonios de los pantanos jugaban un papel. En el fondo de esto encontramos que la fiebre, como el ayuno, la respiración y el sueño, constituyen factores importantes para la curación; el resto de los remedios no sirve más que para franquearles el acceso.

En unos pocos años, proporcionándole una bata blanca y poniéndolo frente al microscopio, podremos lograr que el curandero vea las espiroquetas. Y no se trata precisamente de un acto puramente óptico. Pero sería en vano que el brujo curandero quisiera iniciar a su colega europeo en la trama de elementos que lo hacen capaz de curar. Digamos, para compararlos, que el curandero ha logrado asir por medio de tentavias empíricas una cosa que la ciencia ve.

Cada tipo de sociedad organizada posee, en el fondo, un arte de curar, al que se mezclan los matices particulares de la época; en la nuestra por ejemplo, serían la diferenciación tecnológica, el tratamiento estadístico y el fenómeno del récord. El arte permanece ilimitado. Gracias a una razón muy fuerte; el plano humano se limita a la curación mientras que el plano universal engloba además la enfermedad y la muerte. Esto conduce a la medicina a conflictos que no pueden resolverse sobre un terreno único, y estos conflictos no pueden más que crecer a medida que la medicina se especializa.

El bosquimano era sin duda inferior al blanco en conocimientos, pero se distinguía de este en que no ejercía exclusivamente una función, sino que representaba además un estado del cual participaba a través de algo diferente al mero saber. Que su seguimiento del enfermo y su procedimiento haya resultado insuficiente, como un todo, según nuestro parecer, es una consecuencia intrascendente de una posición semejante. Se sabe que no sólo nuestra medicina sino las ciencias naturales en general se empeñan precisamente en eliminar esta cualidad, a fin de lograr una mayor fuerza de penetración.

El pueblo resiente esta carencia, como lo revela, entre otras cosas, el flujo de personas alrededor de los hacedores de milagros que aparecen periódicamente. Existe, en el fondo de su fe en los milagros, una queja y la sospecha de que el estudio ejerce una influencia negativa sobre el poder de curar; este, más que todo el saber y que toda la técnica, distingue al buen médico del que no lo es.




Algunos juzgan, con Pascal, según quien mucho saber conduce a Dios  que el perfeccionamiento creciente de los conocimientos puede llegar al punto en que el saber se unirá como una finísima red a la estructura profunda, al plan del universo. La diferencia entre ciencia y creencia se reducirá entonces a un imponderable. La ciencia podría convertirse en religión.

No es así, saber y no-saber se aproximan, sin duda, hasta el punto de fundirse uno en el otro en un acercamiento comparable a la llegada gradual de la luz. La creencia y la no creencia pueden igualmente aproximarse hasta fundirse una en la otra, y en ocasiones esto se produce como una súbita irrupción de luz, una oleada de claridad. Pero entre ciencia y creencia no pueden existir más que analogías, siempre subsistirá una fisura, un salto que es preciso arriesgar. Ni las pruebas, ni la voluntad lo pueden salvar.

Esto no excluye que la ciencia, en su conjunto, se mueva de manera que contradice el plan, y que es particularmente sensible en su actual fase de deslizamiento. La conciencia pierde el control de la dirección general, a medida que los detalles se desprenden más netamente. Esto sugiere la existencia de una pulsión exterior a la ciencia, que el plan no puede aprehender, ni, con mayor razón, dirigir. La ciencia mantiene su cohesión, pero es levantada en vilo como un navío. Observamos aún las proporciones y los objetos familiares a las que el cambio de lugar ha conferido sin embargo una nueva significación.

La práctica altamente disciplinada de las ciencias naturales ha producido efectos extraordinarios. Lograrla ha implicado el abandono de las ciencias del espíritu y el otorgamiento de una importancia privilegiada a los dominios funcionales dentro de las matemáticas y las mismas ciencias naturales.

Que la reflexión filosófica en materia de ciencias naturales, tal como se practicaba aún en la época romántica, haya tenido que desaparecer e incluso se haya convertido en sospechosa, no es ninguna sorpresa. Asimismo, es ya imposible que espíritus de la talla de Goethe, Schelling o Alejandro de Húmboldt surjan dentro de las ciencias naturales, -espíritus capaces de abarcar en una sola serena mirada el campo en su totalidad y profundidad para aportar algo más que conocimientos.

Pero, a pesar de toda la cosecha del saber, faltan mentes formadas en la crítica del conocimiento, como las que encontramos aún a finales del siglo XIX. Y, así se pierde la diferencia lógica entre aquella que puede constituir un objeto de conocimiento y lo que no, es decir, se pierde la modestia kantiana. La visibilidad se convierte en piedra de toque de la realidad. La mirada que sabe distinguir la plenitud de la natura naturata de la unidad de la natura naturans se debilita. No ve, más que confusamente, problemas morales y conflictos de fuerzas. En estas condiciones, no solamente se acelera el movimiento descontrolado, sino que se añade inmediatamente el peligro de ver al plano separarse de la estructura misma del mundo y de su orden inherente. La proporción de riesgo aumenta.

Estos son los peligros que suscitan una apreciación insuficiente de la situación, una percepción poco penetrante del mundo como objeto. Es por eso que toda inteligencia sana las puede aprehender sin precisar de especulaciones metafísicas. El conjunto de los hombres los intuye también, aunque muy frecuentemente bajo la forma de un malestar, de un instinto premonitor, presintiendo que, a pesar de toda la inteligencia puesta en práctica, las cosas no están en orden.

Entre las especialidades que surgen en el dominio intermedio figura la caracterología, sector con límites inciertos, que se pueden concebir como vasto o, por el contrario, estrecho. Ser y expresión del hombre, he aquí todo un universo.

La consideración de caracteres nos acerca a la astrología. La interpretación o, más aún el establecimiento del carácter son tareas esenciales del horóscopo. En nuestros días, la caracterología tiene valor de ciencia, aunque sus frutos provienen de elementos situados más allá de saber y que la asemejen a las artes. La interpretación del carácter presupone una cierta musicalidad. Se requiere de un fluido entre aquello que conforman la apreciación y lo que constituye el objeto; debe existir también empatía. Hasta aquí llegan los límites de la capacidad de la psicología aplicada, que se puede considerar como una subdivisión de la caracterología. La apreciación es un reflejo del sujeto que aprecia. Con base en la apreciación de sus subordinados podemos conocer el carácter del jefe.

La elección fundamentada sobre la apreciación del carácter se da en la práctica y no de manera científica. Es así que en el ejército, el comandante, y no la psicología, tienen la última palabra. Lo contrario sería un mal signo. Después de un cierto número de años quizá, y sólo sobre el campo de batalla, aparecerá el valor pronosticador de una apreciación. Se verá entonces si no se sobrestimó al bello orador o si no se subestimó el gran talento de aquel que aún no era consciente de sí.

Casi siempre surgirá la ocasión de efectuar tales pruebas, ya que no es únicamente la apreciación que se tenga del que empuja a un ser a su propio destino. Ocurre con los caracteres enérgicos, con los ?subordinados incómodos?, que el progreso se logra frecuentemente actuando en su contra. En general, el héroe llega al lugar que le está destinado. Este comentario no debe ser entendido únicamente en sentido positivo: el destino del hombre puede consistir también en aquello a lo que renuncia. Aquí salimos ya de los dominios de la caracterología, en particular de la región ética, para abordar de lleno el pensamiento horoscópico. El renunciamiento, el error, al igual que la enfermedad, sólo podrán ser reconocidos como predestinados a partir de una visión que busque interpretar los grandes designios, las constelaciones.

Cuando el gallo canta por tercera vez, es decir: cuando la voz del mundo resuena, Pedro niega a su maestro ?no solamente por ser demasiado débil para confesar su fe, sino también porque trataba de cumplir una profecía. Si hubiera proclamado la verdad, hubiera hecho mentir a su maestro. El honor del individuo sucumbe bajo el fardo de un orden que le es desconocido y dispone de él. Esta es una característica del destino; describirla sobre el plano del arte es la misión del autor trágico, quien la repite en el juego. La tragedia es juego de culto. El destino obra en ella, con sus poderes, el tiempo del destino teje la trama. En el tiempo mensurable, no se conoce lo trágico: aparece como evitable, -sólo existen los accidentes.

Allí donde es preciso tomar decisiones graves y someterse a sacrificios, por ejemplo en el comportamiento de un ejército, el carácter aventaja al intelecto. Por esta razón, el hombre investido de autoridad es casi siempre más simple, más ?limitado? que su jefe de estado mayor, quien practica el arte de la guerra como una ciencia. Asimismo, en una situación peligrosa, lo primero que se requiere es la templanza, la autoridad deslumbrante, la grandeza paternal. Blucher llamaba a Gneisenau ?su cabeza?. Pero, según Vouvernargues, las grandes ideas surgen del corazón.

Al considerar el carácter, tanto el método científico como una intuición totalmente diferente de éste son igualmente aplicables. Nos aceramos aquí al lenguaje de los signos astrológicos, donde los caracteres adquieren una fuerza tal que hace estallar al mismo tiempo, la singularidad personal y la unicidad histórica. Hay algo aquí que parece retornar, algo conocido de muy antiguo que se hace visible temporalmente y es comprendido por los pueblos no en virtud de la razón, sino como una figura develada.

Las imágenes animales se dibujan cuando Moisés y Alejandro nos son mostrados con cuernos, cuando Cristo dice: ?Yo soy el cordero?, cuando Henri aparece como león, Clemeceau como tigre. Las figuras míticas celebran igualmente su retorno a la memoria de los pueblos. Una de sus características es la duda que despiertan sobre la veracidad de su existencia.

Dentro del cuadro de la Historia se da la repetición, más no el retorno. Aquiles regresa en Alejandro, pero el primer Napoleón no reencarna en el tercero. En el interior del tiempo calculable puede darse la analogía, pero jamás la identidad. Pueden aparecer los padres, pero no el Padre. A esto se refería la disputa del arrianismo, donde se debatía el parecido o la identidad del Hijo con el Padre. Esto implicaba, en el sentido, más profundo, problemas de tiempo.

Con el retorno, algo mucho más fuerte que el recuerdo penetra en el hombre. Este algo se vuelve idéntico a él, como el hombre y la mujer en la concepción, o la fuerza creativa intemporal que retorna en la vida temporal.

Sin retorno, sólo quedan fechas, no hay más fiestas.

El carácter dicen, configura el destino. Nuestra propia experiencia nos lo demuestra cuando vemos, en retrospectiva, que los mismos errores reaparecen siempre para perjudicarnos. Es difícil, si no imposible, evitarlos, ya que las ocasiones provocadoras se nos presentan bajo disfraces sorprendentes y cambiantes. Que la falta se cometa, a pesar de estar claramente prevenidos, constituye uno de los grandes temas de las Mil y una noches .

Los caracteres fuertes no están menos amenazados por el error que los débiles, y son con frecuencia causa de mayores desgracias. Es preciso evitar la identificación del carácter con la voluntad, como se suele hacer con toda naturalidad en nuestro mundo. Automáticamente se piensa en voluntad cuando se habla de un ?carácter enérgico?.

Volentem ducunt, nolentem trahunt ?como tantos proverbios, éste puede también voltearse al revés. Un carácter puede afirmarse igualmente a partir de la no-volición- dejando pasar su turno, como en las cartas. Una gran ganancia puede dormitar entre las posibilidades que se dejan intactas. Así se convierten en capital de acción. Este es el caso particular, toda vez que el bien y el mal entran en juego en una resolución, donde la decisión adquiere características morales.

Pero concebir el carácter de tal manera o de tal otra y admitir aún la existencia de un carácter perfecto no implica, sin embargo, que éste sea algo más que uno de los componentes del destino. La misma experiencia que nos muestra ?espectáculo por demás reconfortante- al hombre ?que ha llegado a ser alguien? nos sorprende, nos asusta con igual frecuencia mostrándonos lo contrario. Cuántos hombres de mérito, rectos, sabios y bondadosos, fracasan de una manera aparentemente inexplicable, absurda incluso. Cuántos no sucumben ante enfermedades, accidentes, ante la maldad del mundo y el prójimo. Y, por el contrario, cuántas veces no se inclina el cuerno de la abundancia a favor de quien parece no merecerlo. Ganancias enormes, matrimonios dichosos, herencias, salvaciones increíbles de naufragios y otros accidentes: he aquí, en la tela de la vida, la trama que escapa a todo cálculo.

Si llamáramos a esta otra cara de la suerte constataríamos que los hombres la ven también como parte suyo, de su conformación y que frecuentemente se valen de ella más que de sus conocimientos o talentos. Napoleón apelaba a su estrella y veía en ella la fuerza operante detrás de su ascensión. Mientras brille esa estrella dichosa, nada podrá desviarlo de su ruta, pero si se oculta, bastaría un grano de polvo para lograrlo. Sylla, uno de los cerebros más sagaces, se hacía llamar ?feliz?, felix; él veía en la suerte un poder divino que lo favorecía.

La suerte en efecto, parece adherirse tan estrechamente a muchos hombres que se percibe como una cualidad suya. Y cuando se habla con un mimado de la fortuna, de inmediato se percibe que ha hecho un mérito de su suerte, de manera más o menos modesta. Hay algo de verdad en esto, aunque se entristezcan los espíritus inteligentes. Pero el espectáculo de un hombre afortunado produce cierto regocijo. Hace soñar en la profusión universal. Simbad el pobre, ante el espectáculo de Simbad el rico y de sus tesoros, dirige sus alabanzas a Alá, dispensador de tales dones.

Occidente posee un gran número de ciencias y sabe construirlas a partir del objeto más ínfimo; sin embargo, carece de una ciencia de la felicidad.

Es más, podría decirse que allí donde penetra con sus métodos e instrumentos las energías fluyen, es cierto, pero la felicidad se retira. Los hombres se vuelven más poderosos y ricos, pero no más felices. A medida que los medios se acrecientan, desaparece la satisfacción. Es probable que esta atrofia y este crecimiento sean proporcionales: es preciso que exista un deterioro de la felicidad.

El hombre que no tiene tiempo, y ésta es una de nuestras características, no sabrá tampoco alcanzar la dicha. Las grandes fuentes se le cierran necesariamente, las grandes fuerzas, como el ocio, la fe, la belleza en el arte y la naturaleza. Así se le escapan, la coronación, la gracia del trabajo, que reside en el no-trabajo, y la realización, en el sentido mismo del saber, que residen en el no-saber. Esto se percibe inmediatamente en el ocaso de lo que hemos llamado la civilización.

Podría temerse que la atrofia llegara a un punto donde cesará de ser experimentada como tal ?un punto donde el confort reemplazará a la felicidad-, donde el instinto artístico fuera satisfecho mediante máquinas y la belleza fuera mensurable. Pero quedarán siempre, si no otros espacios, al menos otros tiempos con qué comparar, los tiempos por ejemplo de los que nos habla la música de Mozart. Que la carencia se hace sentir se adivina en el extraordinario asombro que se apodera de las masas cuando un sabio aparece ante sus ojos.

Pero no sólo son los tiempos idos, los otros espacios, no sólo son las excepciones las que descubren al hombre esta atrofia. El la siente en su corazón. La experimenta como una carencia y busca escapar del orden riguroso que prescribe la conquista metódica del mundo. Se siente rodeado por este orden como si se tratara de los muros desnudos de una habitación donde busca a tientas una unión, o el contorno de una ventana que ha sido tapiada.

Es posible, en lo tocante a las reinvidicaciones de su razón, considerar al hombre un ser menor y contentarlo con un gasto mínimo. Si se le encierra dentro de una torre oscura para que se arrastre a lo largo del muro, se dejará persuadir de que se dirige al infinito. Pero no se dejará persuadir de que es feliz. Siempre, e indestructible hasta la muerte, vivirá en su interior el presentimiento de otra cosa, de algo infinitamente más grande, de un raudal de luz que lo libera, lo calma, aún cuando jamás haya contemplado el sol y jamás haya escuchado su nombre.





Apenas resolvió Goethe volver a ver a Marianne de Willemer, cuando una rueda de su carruaje se partió en dos, a escasa distancia de Weimar. Ante esto ordenó desandar lo andado y renunció para siempre a este viaje. Se guió en este caso, por un género de oráculo llamado ex divis por los romanos un signo que recomienda abstenerse. No debemos concluir por esto que fuera supersticioso. Pero sí podemos suponer que se vio muy agitado entre un por y un contra y que el accidente resolvió la cuestión.

Se trataba sin duda de una indicación análoga a la que dispensaba el augurio antes de la batalla. Existen ejemplos donde el jefe de la armada actuó contra el augurio a pesar de que la situación era favorable. Consideraba por tanto su ciencia de estratega más fuerte que la visión augural. Hoy sucede lo contrario cuando el oficial comandante pasa por encima de la oposición de su jefe. Se fía más de su estrella que la ciencia. Se trata de dos concepciones del tiempo. Lo ideal es siempre que los dos coincidan.

El Wallenstein de Schiller es una mina de representaciones astrológicas. En tu corazón están las estrellas de tu destino, leemos en los Piccolomini. Aquí se encuentran también estas palabras: La hora no llega para el ser dichoso. Resultan más significativas en esta forma que en la versión citada comúnmente: Para el ser dichoso, ninguna hora llega. De esta obra proviene también: El reloj iguala siempre el tiempo de servir.

Hoy en este reloj no determina solo el servicio. El tiempo mensurable y estrechamente medido abarca casi todo el día, y sólo el sueño con sus sueños escapa a su poderío. Los relojes son numerosos, acompañan al hombre en sus viajes de placer y le hacen saber entretanto que se encuentra en el límite no sólo el tiempo son también sobre la velocidad y la consumación.

A esto se añade la organización de una seguridad social por medio de la cual la suerte queda necesariamente excluida. El error está en el hecho mismo, no en las dimensiones de su aplicación. En aquellos países donde la mayoría de la gente que uno encuentra está asegurada varias veces, se tiene la sensación de que no sólo la inquietud y el malestar, sino la inquietud misma aumenta sin cesar. La suerte no existe, esta frase podría estar inscrita sobre el frontón de todas las entradas. Cada quien forja su dicha, éste es un buen proverbio, pero también es una desgracia, son las cadenas que cada uno contribuye a forjar.

Que la revolución económica no pueda traer felicidad era de esperarse; innumerables experiencias lo han confirmado. La objeción es válida puesto que ha sido precedida por promesas mesiánicas. De otra manera, se podría responder que no se trata de problemas de felicidad, sino de problemas de fuerzas, y que desde ese punto de vista el éxito sobrepasa toda esperanza. Los imperios mundiales se han construido, y precisamente a costa de la felicidad. La idea de que se añadan constantemente nuevas alas a la prisión constituye, evidentemente, un pobre consuelo para el prisionero. El llega por último a pensar que es preciso que algo ocurra en el interior de esas construcciones titánicas y de sus propias células.

Este pensamiento amenaza el plan. Compromete la impecabilidad de los amos del plan, así como su esfuerzo por mantener la revolución dentro del sector racional, y sobre todo técnico, económico, e impedirle invadir otros dominios. Estos mismos seres que vemos aplicarse en desposeer, matar, y disponer del patrimonio de un pueblo muestran al mismo tiempo una curiosa gazmonería en lo tocante a los cambios en el seno de las artes. Así cubren su punto débil. Existe una lengua inmediata de la libertad, más peligrosa que toda prueba contraria y toda fuerza tecnológica. No necesita un sistema, puede expresarse a través de un canto, una melodía, una danza.

El renacimiento de la astrología que ?a principios de un año nuevo e incierto-, nos sorprende como una alta marea, es menos un signo de seguridad que de descontento, un descontento, por cierto, más intuido que comprendido. Es por esto que se le ve gustosamente como una enfermedad. Pero, ¿es la fiebre una enfermedad o el inicio de una enfermedad ?el inicio de que el cuerpo busca reestablecer un equilibrio perdido?

La irrupción de la astrología, que se encuentra en tan sorprendente contradicción con las grandes corrientes de la época, es un signo revolucionario. La astrología no solamente posee una estructura no científica, muestra asimismo una tendencia en contra de la uniformidad, en la medida en que insiste sobre la singularidad de un destino, sobre la disimilitud innata entre los hombres. Ella desdeña así los dos puntos cardinales del mundo actual. Es previsible que el escándalo provocado por ella no hará más que reforzarse en el futuro.

El hecho de que se trata de un elemento revolucionario se demuestra en que proviene de ?abajo?. La astrología se distingue en esto de movimientos análogos, restringidos a círculos estrechos que conforman sectas, o bien, como en el caso de la fisiognomía, alcanza popularidad pero tienen su origen en espíritus notables. De la astrología ?se habla?, y en una forma chistosa. En este sentido se la podría concebir como una moda, pero las modas no son sino las envolturas de otra cosa.

La gran idea de la influencia cósmica sobre el hombre debe ser admitida aún por los adversarios de la astrología. Ella conduce a los dominios del conocimiento de las razas, los pueblos y las filiaciones, de la climatología. Que las latitudes determinan, además del habitus corporal, el derecho y la moral fue observado ya por Pascal y más tarde por Stendhal. Aún entre los pueblos pequeños, los hombres del lindero norte se diferencian de los del lindero sur.

Es más difícil pensar que no solamente el lugar, sino también el momento del nacimiento tiene un poder formativo. Pero si el ritmo del mar con sus fases se descubre en la economía corporal del hombre, no es indiferente conocer la fase de la luna en que fue engendrado y durante la cual vino al mundo.

Estas consideraciones permanecen en el dominio intermedio. La estructura interior de la astrología se deja medir tan poco como un poema o una imagen. Ni siquiera se presta a demostraciones o verificaciones estadísticas. En consecuencia, las consideraciones astrológicas no pueden en este momento considerarse ?verdaderas?. Saber si un día se ?volverán verdaderas? es otra cuestión. Esto supondría un cambio previo de óptica interior, cuyas imágenes actuales reciben su carácter distinto del polo del saber.

El anuncio de un cambio de esta naturaleza forma parte de las predicciones ligadas a la entrada en una nueva era del mundo, en un nuevo Gran Año.

Vemos con gusto al destino como una línea. Pero si lo imagináramos como un círculo o una órbita de movimiento alrededor de un centro, nos acercaríamos más a su esencia. Esto responde no solamente a los grandes ciclos que observamos en el universo y a su retorno, sino además al carácter inamovible de la ley ?según la cual tú has venido?. Esta inamovilidad sugiere un punto fijo.

Esto nos conduce, sin hablar del valor caracterológico de la doctrina de los tipos astrológicos, a la idea no menos importante de la periodicidad. Se ha sabido siempre que ciertas fuerzas actúan sobre nosotros periódicamente y que entre estas fuerzas se encuentran los astros, sobre todo la Tierra, el Sol y la Luna. Pero tampoco se puede negar que este conocimiento se haya perdido con el progreso de la civilización, y se conciba como rectilíneo y ascendente. Como todas las diferencias, aquellas que se refieren al día y a la noche, los climas y las estaciones, son seccionadas. El objeto de este proceso es la simplificación y el aplanamiento de los ritmos cósmicos reducidos a una monotonía aliada a una creciente aceleración. Luego, el hombre puede cambiar su ritmo de vida, negarles su derecho a la Tierra, la Luna, el Sol, y reemplazar su acción por su arte; ellos continuarán sin embrago a ejercer su derecho sobre él. El hombre acumula sobre sí los rigores que entraña el rechazo de una ofrenda. Existen numerosos ejemplos al respecto. Cuando el día y la noche, cuando los climas se uniformen, se obtendrán grandes ventajas en lo tocante al disfrute y a la acción. Pero los inconvenientes serán aún más grandes en la medida en que se niegue el derecho al día y la noche en conjunto. Esto conduce a un aplanamiento artificial. Pero la exigencia del destino se mantiene idéntica; lo que es más, aumenta: es preciso elevar los diques. Lo que se escatima en pequeño se exige en grande; las dimensiones de las catástrofes se expanden.

Si la astrología fuera importante sólo porque dirige la atención del hombre hacia los grandes ciclos y su significación, esto sería, de por sí, algo inapreciable, aunque lo relacionado con el destino individual no fuera convincente.

El individuo, todo individuo, cree poseer un destino particular, una situación especial en el Universo. Esta creencia está totalmente justificada; con el nacimiento de cada hombre, el mundo es concebido de nueva cuenta. Todo hombre tiene su vida, su destino, su misión, sus órganos rodean un centro que le es propio. Las doctrinas que afirman que el hombre nace, a priori , para el Estado, para la sociedad, están en el error. El hombre nace a fin de vivir su propio destino. Y actúa a partir de este hecho. ?Es así que tú debes ser, no puedes escapar de ti mismo?. Las otras tareas vienen a posteriori, destilan cualidades especiales: en cuanto que hombre, mujer o padre, en cuanto que miembro de pueblos o comunidades.

La existencia de una ley personal que le impone límites en el tiempo y el espacio es algo que el individuo que reflexiona sobre sí mismo percibe tarde o temprano. Pero aún si no se diera cuenta, evitará o elegirá el tiempo y el lugar de una manera que se encuentra, ya, fundada en un ser definido, en su habitus y en un carácter en el sentido más amplio.

Si, por dar un ejemplo, uno se encuentra en una calle muy asoleada en el momento en que una fábrica o una escuela abre sus puertas, se percatará que la mayoría de la gente elige, al salir, el lado sombreado, mientras que un número reducido de personas se encuentran espléndidamente bajo el sol. Hay razón para suponer que estos últimos despliegan su fuerza en los climas cálidos y prefieren, para sus viajes, los países meridionales. Se asocia además a esto que sean proclives a ciertas enfermedades bien determinadas y no a otras, que ciertas profesiones les convengan más que otras, que, en una palabra, de manera general, su vida se encuentre regida por el signo del sol. Esto se verifica aún en los detalles con Nietzsche por ejemplo, en los matices de su visión del mundo y de su prosa.

Si nos encontramos, por decir, en una estación, veremos que, entre las personas que gravitan en lo alto de la escalera la mayoría mira hacia abajo a los escalones y tiene la cabeza inclinada. Alguno, muy pocos, tienen la mirada elevada. Es posible, a partir de estos datos, llegar a conclusiones.

Algunos hombres evitan el agua a tal punto que jamás se suben a un barco, y la sola imagen de un puente les provoca malestar. Otros buscan los océanos. La diferencia de la periodicidad de la vida de un marino, y la de un pastor, un obrero o un vagabundo se explica por la diferencia de los elementos ?pero, ¿cómo explicar la diferencia de tendencias, el atractivo de los elementos mismos? La tendencia está profundamente enraizada; Hoffmann ofrece un ejemplo de su potencia en Les Mines de Falun.

La inclinación hacia el mar puede, por otro lado, verse modificada, ya sea que la experimente un marino, un comerciante, un guerrero o un explorador. Una de estas cualidades puede dominar, o varias de ellas, ?guerra, negocio y piratería? conjugarse en una sola persona.

La astrología ha creado una taquigrafía, una provisión de signos fijos gracias a los cuales esta diversidad se hace legible y descifrable. Esta escritura se compone de letras en su forma más antigua, los ideogramas. Ellos forman parte de los signos gráficos más antiguos, por esta razón no pueden ser leídos cursivamente: es preciso aprehenderlos de manera sinóptica. Significado e interpretación se encuentran estrechamente ligados. Una escritura con tales características tampoco puede ser leída como una ecuación matemática o una fórmula; debe ser percibida más bien como una obra de arte, cuya armonía, evidente por supuesto, no puede ni probarse ni demostrarse experimentalmente.

La utilización práctica constituye otra cuestión. Depende de la necesidad, de las exigencias. Los pequeños anuncios matrimoniales en los periódicos son, en este sentido, una mina de información. En ellos se despliega una vasta gama de requisitos exigidos a la pareja ideal que podríamos repartir, siguiendo el excelente esquema de Schopenhauer, en tres paradigmas: lo que alguien es, lo que tiene, lo que representa. Si consideramos al carácter como parte de lo que alguien es, del ser del hombre propiamente dicho, que sobrepasa con ventaja todo lo que pueda poseer y representar, nos toparemos no solamente con la dificultad de detallar y precisar, sino también de describir con exactitud las condiciones necesarias para complementar el relato de este ser. El hombre es además incapaz de conocer y describir su propio carácter, para lograrlo requiere de alguna otra cosa que se le asocie.

En este caso, el desarrollo de las doctrinas tipológicas brinda una ayuda inapreciable, sobre todo cuando se ocupan del habitus corporal, intelectual y moral, a partir de una necesidad localizada más allá del bien y del mal. En los rechazos no se pide consentimiento, pero quien desea a un león por pareja no querrá a un vegetariano. En estos anuncios aparecen a veces los nombres de estrellas de cine que representan las imágenes ideales. Esto resulta al menos más preciso que un listado de características vagas, aunque, al igual que el horóscopo de los diarios, forme parte de los pedestres recursos del hombre en el interior de un mundo que la fatalidad ha reducido hasta el aplanamiento.

Las predicciones astrológicas que abarcan grandes conjuntos parecen más convincentes que los juicios horoscópicos emitidos sobre individuos aislados. De la misma manera, los grandes movimientos dentro del cosmos, la órbita de soles, de lunas y planetas son más fáciles de calcular que el itinerario del individuo.

Asimismo, las predicciones sobre el destino de un enjambre pueden resultar más acertadas que las referentes a los seres que lo conforman; sus pequeñísimos movimientos desaparecen en medio de las vastedades. Jamás nos detenemos a reflexionar sobre el destino de un arenque, de un abejorro, a pesar de que la aparición de estas especies en la época de apareamiento nos impresione.

El enorme crecimiento de la población en nuestra época entraña el peligro de ver al hombre desde la misma perspectiva. No sólo aumenta el carácter de masa, sino también la uniformidad y, por lo mismo, la tentación a tratar al individuo de manera abstracta ya sea como unidad mecánica o como especie zoológica.

La absorción dentro del destino de las masas y su grado de necesidad e inevitabilidad constituye uno de nuestros problemas cotidianos, y de los más difíciles, por cierto. Una catástrofe como la de Stalingrado es más fácil de predecir que el destino del individuo inmerso en ella. En estos casos las cifras y los aspectos armónicos contribuyen a cegarnos. Sin embargo, el individuo que ha escapado al Maelström y quizá incluso ha obtenido ganancias en este choque, no verá, y con todo derecho, la sola mano del azar.

Frente a esta amenazadora pérdida del carácter, el astrólogo vigila la dignidad del hombre, sin perderse en fórmulas abstractas de igualdad y libertad: el ser definido le proporciona los datos previos. Para él, con cada individuo nace no solamente una nueva imagen de la especie, sino además un mundo totalmente nuevo. De esta manera le reserva un rango más elevado del que podrían otorgarle el pensamiento y la designación abstractas.

Entre las grandes cuestiones que nos planteamos, figura saber si la felicidad reside en el hecho de ser uno mismo, o en la uniformidad. Las respuestas a esta interrogante abundan, pero no existe solución. Se trata de uno de esos movimientos del espíritu que se perpetúan como olas. Apenas aparece que se ha encontrado la solución reaparece nuevamente la inquietud.

Es así como se explican los frenos en el progreso, las escisiones en el trayecto previsto, el hecho de que en la historia de los individuos y los pueblos los extremos se releven e incluso se hagan surgir mutuamente. Quién iba a decir que China, tierra del Tao y del culto confucionista de los antepasados, se sacrificaría a la monotonía del mundo del trabajo con una pasión nunca igualada en Occidente.

Por otro lado, el crecimiento de las tendencias astrológicas es un signo de que el hombre empieza a fastidiarse en esta uniformación de la cual quizá participaba con entusiasmo hasta hace poco tiempo. Es preciso distinguir aquí, como ya le dije antes, entre el signo y el efecto. El valor del signo es independiente de sus efectos. Su importancia reside en que aquí, velada en principio y ambigua, se empieza a manifestar una fuerza opuesta al Leviatán y que surge de otras profundidades muy aparte del individualismo liberal.

Se trata de signos que indican mucho más que una ruptura de estilo. Es un cambio de clima lo que se anuncia en ellos.


Ernst Jünger , "Tiempo mensurable y tiempo del destino", Revista diagonales, número 3, México, pp. 41-84

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