1. Los contra-espacios, lugares reales fuera de todo lugar
Hay pues países sin lugar alguno e historias
sin cronología. Ciudades, planetas, continentes, universos cuya traza es
imposible de ubicar en un mapa o de identificar en cielo alguno,
simplemente porque no pertenecen a ningún espacio. No cabe duda de que
esas ciudades, esos continentes, esos planetas fueron concebidos en la
cabeza de los hombres, o a decir verdad en el intersticio de sus
palabras, en la espesura de sus relatos, o bien en el lugar sin lugar de
sus sueños, en el vacío de su corazón; me refiero, en suma, a la
dulzura de las utopías.
No obstante, creo que hay -y esto vale para
toda sociedad- utopías que tienen un lugar preciso y real, un lugar que
podemos situar en un mapa, utopías que tienen un lugar determinado, un
tiempo que podemos fijar y medir de acuerdo al calendario de todos los
días. Es muy probable que todo grupo humano, cualquiera que éste sea,
delimite en el espacio que ocupa, en el que vive realmente, en el que
trabaja, lugares utópicos, y en el tiempo en el que se afana, momentos
ucrónicos. He aquí lo que quiero decir: no vivimos en un espacio neutro y
blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del rectángulo de una
hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio cuadriculado,
recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas de sombra, diferencias
de nivel, escalones, huecos, relieves, regiones duras y otras
desmenuzables, penetrables, porosas; están las regiones de paso: las
calles, los trenes, el metro; están las regiones abiertas de la parada
provisoria: los cafés, los cines, las playas, los hoteles; y además
están las regiones cerradas del reposo y del recogimiento.
Ahora bien, entre todos esos lugares que se
distinguen los unos de los otros, los hay que son absolutamente
diferentes; lugares que se oponen a todos los demás y que de alguna
manera están destinados a borrarlos, compensarlos, neutralizarlos o
purificarlos. Son, en cierto modo, contraespacios. Los niños conocen
perfectamente dichos contra-espacios, esas utopías localizadas: por
supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por supuesto, otra de
ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de apache erguida en medio
del mismo; o bien, un jueves por la tarde, la cama de los padres. Pues
bien, es sobre esa gran cama que uno descubre el océano, puesto que allí
uno nada entre las cobijas; y además, esa gran cama es también el
cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes; es el bosque, pues
allí uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en fantasma
entre las sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros
padres regresen seremos castigados.
A decir verdad, esos contraespacios no sólo
son una invención de los niños; y esto es porque, a mi juicio, los niños
nunca inventan nada: son los hombres, por el contrario, quienes
susurran a aquéllos sus secretos maravillosos, y enseguida esos mismos
hombres, esos adultos se sorprenden cuando los niños se los gritan al
oído. La sociedad adulta organizó ella misma, y mucho antes que los
niños, sus propios contraespacios, sus utopías situadas, sus lugares
reales fuera de todo lugar. Por ejemplo, están los jardines, los
cementerios; están los asilos, los burdeles; están las prisiones, los
pueblos del Club Med y muchos otros.
2. La heterotopología, nueva ciencia
Pues bien, yo sueño con una ciencia -y sí,
digo una ciencia- cuyo objeto serían esos espacios diferentes, esos
otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el que
vivimos. Esa ciencia no estudiaría las utopías -puesto que hay que
reservar ese nombre a aquello que verdaderamente carece de todo lugar-
sino las heterotopías, los espacios absolutamente otros. Y,
necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se llamará, ya se
llama, la heterotopología. Pues bien, hay que dar los primeros
rudimentos de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo.
Primer principio: probablemente no haya una
sola sociedad que no se constituya su o sus heterotopías. Ésta es una
constante en todo grupo humano. Pero, a decir verdad, esas heterotopías
pueden adquirir, y de hecho siempre adquieren formas extraordinariamente
variadas. Y tal vez no haya una sola heterotopía en toda la superficie
del globo o en toda la historia del mundo, una sola forma de heterotopía
que haya permanecido constante. Quizás podríamos clasificar las
sociedades según las heterotopías que prefieren, según las heterotopías
que constituyen. Por ejemplo: las sociedades dichas primitivas tienen
lugares privilegiados o sagrados, o prohibidos -al igual que nosotros,
de hecho-; pero esos lugares privilegiados o sagrados por lo general
están reservados a individuos, si ustedes quieren, en "crisis
biológica". Hay recintos especiales para los adolescentes en el momento
de la pubertad; los hay reservados a las mujeres en su periodo
menstrual; hay otros para las mujeres que están en parto. En nuestra
sociedad las heterotopías para los individuos en crisis biológica han
prácticamente desaparecido. Noten que todavía en el siglo diecinueve
había colegios para los muchachos, los cuales, al igual que el servicio
militar, sin duda cumplían el mismo papel, pues era menester que las
primeras manifestaciones de la virilidad se produjeran en otra parte. Y
después de todo, en lo que concierne a las jóvenes, yo me pregunto si el
viaje nupcial no era al mismo tiempo una suerte de heterotopía y de
heterocronía, ya que no era posible que la desfloración de la joven se
produjera en la misma casa en la que nació; dicha desfloración había de
realizarse, de alguna manera, en ninguna parte.
Pero esas heterotopías biológicas, esas
heterotopías si ustedes quieren de crisis, desaparecen paulatinamente
para ser remplazadas por las heterotopías de desviación. Es decir que
los lugares que la sociedad acondiciona en sus márgenes, en las áreas
vacías que la rodean, esos lugares están más bien reservados a los
individuos cuyo comportamiento representa una desviación en relación a
la media o a la norma exigida. De ahí la existencia de las clínicas
psiquiátricas; de ahí también, claro está, la existencia de las
cárceles; a lo cual habría que añadir sin duda los asilos para ancianos,
puesto que, después de todo, en una sociedad tan afanada como la
nuestra, la ociosidad se asemeja a una desviación que, en este caso,
resulta por lo demás una desviación biológica por estar asociada a la
vejez -la cual es, por cierto, una desviación constante, al menos para
todos aquellos que no tienen la discreción de morir de un infarto tres
semanas después de su jubilación.
Segundo principio de la ciencia
heterotopológica: pues bien, durante el curso de su historia, toda
sociedad puede reabsorber y hacer desaparecer una heterotopía que había
constituido anteriormente, o bien organizar alguna otra que aún no
existía. Por ejemplo: desde hace unos veinte años la mayoría de los
países de Europa han intentado hacer que desaparezcan las casas de
citas; con un éxito mitigado pues, como sabemos, el teléfono ha
remplazado la vieja casa a la que iban nuestros ancestros por una red
arácnida y mucho más sutil. Por lo contrario, el cementerio, que en
nuestra experiencia actual corresponde al ejemplo más evidente de una
heterotopía, es el lugar absolutamente otro. Pues bien, el cementerio no
ha tenido siempre ese papel en la sociedad occidental. Hasta el siglo
dieciocho, el cementerio estaba en el corazón de los poblados, dispuesto
allí, en el centro de la ciudad, justo a un lado de la iglesia, y a
decir verdad no se le atribuía ningún valor realmente solemne. Salvo en
el caso de algunos individuos, el destino común de los cadáveres era
simplemente ser arrojados a la fosa sin ningún respeto por los restos
individuales. Ahora bien, de una manera muy curiosa, en el momento mismo
en el que nuestra civilización se volvió atea, o al menos más atea, es
decir a finales del siglo dieciocho, nos pusimos a individualizar el
esqueleto: desde entonces cada quien tuvo derecho a su cajita y a su
pequeña descomposición personal. Y por otro lado, pusimos todos esos
esqueletos, todas esas cajitas, todos esos féretros, todas esas tumbas y
esas piedras fuera de la ciudad, en el límite de las urbes, como si se
tratara al mismo tiempo de un centro y un lugar de infección y, de
alguna manera, de contagio de la muerte. Pero no hay que olvidar que
todo esto no sucedió sino en el siglo diecinueve, e incluso durante el
curso del Segundo Imperio (es bajo Napoleón III, en efecto, que los
grandes cementerios parisinos fueron organizados en los límites de las
ciudades). También habría que citar -y aquí observaríamos en cierto modo
una sobredeterminación de la heterotopía- los cementerios para
tuberculosos: pienso en ese maravilloso cementerio de Menton en el que
fueron inhumados los grandes tuberculosos que vinieron, a finales del
siglo diecinueve, para descansar y morir en la Costa Azul. Otra
heterotopía.
3. YuxtaposiciÓn de espacios incompatibles.
Por lo general, la heterotopía tiene como
regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente
serían, o deberían ser incompatibles. El teatro, que es una heterotopía,
hace que se sucedan sobre el rectángulo del escenario toda una serie de
lugares incompatibles. El cine es una gran sala rectangular al fondo de
la cual se proyecta sobre una pantalla, que es un espacio
bidimensional, un espacio que nuevamente es un espacio de tres
dimensiones. Vean ustedes aquí la imbricación de espacios que se realiza
y se teje en un lugar como una sala de cine. Pero quizás el más antiguo
ejemplo de heterotopía sea el jardín: el jardín, creación milenaria que
ciertamente tenía una significación mágica en Oriente. El tradicional
jardín persa es un rectángulo dividido en cuatro partes, las cuales
representan las regiones del mundo, los cuatro elementos de los cuales
éste se compone; y en el centro, en el punto en el que se unen esos
cuatro rectángulos, había un espacio sagrado, una fuente, un templo; y
alrededor de ese centro, toda la vegetación del mundo debía hallarse
reunida. Ahora bien, si pensamos que los tapetes orientales están en el
origen de las reproducciones de jardines (invernaderos en sentido
estricto)(3), comprendemos el
valor legendario de los tapetes voladores, de esos tapetes que recorrían
el mundo. El jardín es un tapete en el que el mundo entero es convocado
para cumplir su perfección simbólica, y el tapete es un jardín que se
mueve a través del espacio. De hecho, ¿era un parque, o más bien un
tapete, el jardín que describe el narrador de Las mil y una noches?
Vemos que todas las bellezas del mundo se conjuntan en ese espejo. El
jardín, desde la más remota Antigüedad es un lugar de utopía. Quizás
tenemos la impresión de que las novelas se sitúan fácilmente en
jardines; y es que, de hecho, las novelas nacieron sin duda de la
institución misma de los jardines: la actividad novelesca es una
actividad de jardinería.
4. Cortes singulares del tiempo
Resulta que las heterotopías con frecuencia
están ligadas a cortes singulares del tiempo. Se emparientan, si ustedes
quieren, con las heterocronías. Por supuesto, el cementerio es el lugar
de un tiempo que ya no corre más. De manera general, en una sociedad
como la nuestra se puede decir que hay heterotopías que son las
heterotopías del tiempo que se acumula al infinito. Los museos, las
bibliotecas, por ejemplo: en los siglos diecisiete y dieciocho, los
museos y las bibliotecas eran instituciones singulares dado que eran las
expresión del gusto de cada quién; por el contrario, la idea de
acumularlo todo, la idea de detener el tiempo de alguna manera, o más
bien de dejarlo depositar al infinito en un espacio privilegiado, de
constituir el archivo general de una cultura, la voluntad de encerrar en
un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos
los gustos, la idea de constituir un espacio de todos los tiempos, como
si ese espacio pudiera estar él mismo definitivamente fuera de todo
tiempo, es una idea del todo moderna. Los museos y las bibliotecas son
heterotopías propias de nuestra cultura.
Hay, sin embargo, heterotopías que no están
ligadas al tiempo según la modalidad de la eternidad, sino según la
modalidad de la fiesta; heterotopías no eternizantes, sino crónicas. El
teatro, por supuesto, y luego las ferias, esos maravillosos
emplazamientos vacíos en los bordes de las ciudades que se pueblan una o
dos veces al año con casuchas, puestos de objetos heteróclitos,
luchadores, mujeres-serpiente y echadoras de buenaventura. La aparición
de los campamentos de vacaciones es aun más reciente en la historia de
nuestra civilización: pienso sobre todo en eso maravillosos pueblos
polinesios que ofrecen, en la costa mediterránea, tres pequeñas semanas
de desnudez primitiva a los habitantes de nuestras ciudades. Las palapas
de Jerba se emparientan en cierto sentido con las bibliotecas y los
museos, puesto que son heterotopías de eternidad: y es que allí se
invita a los hombres a reanudar lazos con la más vieja tradición de la
humanidad; y al mismo tiempo esas palapas son la negación de toda
biblioteca y de todo museo, puesto que en vez de servir para acumular el
tiempo, sirven al contrario para borrarlo y volver a la desnudez, a la
inocencia del primer pecado. También, entre esas heterotopías de la
fiesta, esas heterotopías crónicas, existe, o más bien existía, la
fiesta que ocurría todas las noches en la casa de citas de otrora, esa
fiesta que empezaba a las seis de la tarde como en La fille Élisa.
Y finalmente, hay otras heterotopías que están
ligadas no a la fiesta sino al pasaje, a la transformación, a las
labores de la regeneración. Eran, durante el siglo diecinueve, los
colegios y los cuarteles los que debían hacer de los niños adultos, de
los pueblerinos ciudadanos, lo mismo que despabilar a los ingenuos. Hoy
en día tenemos sobre todo las prisiones.
5. Sistemas de cierre y apertura específicos.
Por último, quisiera establecer el siguiente
hecho en tanto quinto principio de la heterotopología: las heterotopías
tienen siempre un sistema de apertura y cierre que las aísla del espacio
que las rodea. En general, uno no entra en una heterotopía como Pedro
por su casa: o bien uno entra allí porque se ve obligado a hacerlo, o
bien uno lo hace cuando se ve sometido a ritos, a una purificación. Hay
incluso heterotopías dedicadas exclusivamente a dicha purificación:
purificación mitad religiosa, mitad higiénica, como en el caso de los
Hammams de los musulmanes; y también hay purificaciones que parecen
exclusivamente higiénicas, como los saunas de los escandinavos, pero que
conllevan una serie de valores religiosos o naturalistas.
Hay otras heterotopías, por el contrario, que
no están cerradas en relación al mundo exterior, pero que son pura y
simple apertura; todo el mundo puede entrar en ellas, pero, a decir
verdad, una vez que se está adentro, uno se da cuenta de que es una
ilusión y de que se entró a ninguna parte: la heterotopía es un lugar
abierto, pero con la propiedad de mantenerlo a uno afuera. Por ejemplo,
en Sudamérica, en las casa del siglo dieciocho, se disponía siempre al
lado de la puerta de entrada, pero antes de la misma, una pequeña
habitación que daba directamente al mundo exterior y que estaba
destinada a los visitantes de paso. Es decir que cualquiera podía entrar
en esa habitación a cualquier hora del día y de la noche, descansar en
ella, hacer allí lo que le pareciera; podía partir al día siguiente sin
ser visto ni reconocido por nadie; pero, en la medida en la que esa
habitación no daba de ninguna manera a la casa misma, el individuo que
en ella se hospedaba no podía penetrar jamás en el interior del aposento
familiar; esa habitación era una especie de heterotopía completamente
exterior. Podríamos comparar con esa habitación a los moteles
estadounidenses, a los que uno entra con su auto y su amante, y en los
que la sexualidad ilegal se encuentra al mismo tiempo albergada y
oculta, mantenida aparte, sin que por lo tanto se la deje al aire libre.
Finalmente, existen las heterotopías que
parecen abiertas, pero en las que sólo entran verdaderamente los que ya
han sido iniciados. Uno cree acceder a lo más simple, a lo que está más
fácilmente a disposición, siendo que en realidad se está en el corazón
del misterio. Es al menos de ese modo que Aragon entraba en las casas de
citas:
Todavía el día de hoy, no traspongo esos
umbrales de excitabilidad particular sin una cierta emoción de colegial;
allí persigo el gran deseo abstracto que a veces se desprende de
algunas figuras que nunca amé. Un fervor se despliega. Ni por un
instante pienso en el aspecto social de esos lugares; la expresión "casa
de tolerancia" no puede ser pronunciada con seriedad.
6. Impugnaciones de lo real y fuente de imaginario
Es en este punto en donde indudablemente nos
acercamos a lo más esencial de las heterotopías. Éstas son una
impugnación de todos los demás espacios, que pueden ejercer de dos
maneras: ya sea como esas casas de citas de las que hablaba Aragon,
creando una ilusión que denuncia al resto de la realidad como si fuera
ilusión, o bien, por el contrario, creando realmente otro espacio real
tan perfecto, meticuloso y arreglado cuanto el nuestro está desordenado,
mal dispuesto y confuso.
De este modo funcionaron durante algún tiempo,
en el siglo dieciocho sobre todo -al menos según lo proyectaban los
hombres-, las colonias. Por supuesto, como sabemos, las colonias tenían
una gran utilidad económica; pero había valores simbólicos que les
estaban asociados y que, sin duda, se debían al prestigio propio de las
heterotopías. Así es como en los siglos diecisiete y dieciocho las
sociedades puritanas inglesas intentaron construir en América sociedades
absolutamente perfectas. Así es como, a finales del siglo dieciocho y
aún a principios del veinte, Lyautey y sus sucesores en las colonias
militares francesas soñaron con sociedades jerarquizadas y militares.
Indudablemente la más extraordinaria de esas
tentativas fue la de los jesuitas en el Paraguay. En efecto, en Paraguay
los jesuitas habían fundado una colonia maravillosa en la que toda la
vida estaba reglamentada, en la que imperaba el régimen del comunismo
más perfecto, dado que las tierras pertenecían a todo el mundo, los
reba-ños pertenecían a todo el mundo, y a cada familia sólo se le
atribuía un pequeño jardín. Las casas estaban organizadas en filas
regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo recto; en la plaza
central del pueblo estaban la iglesia, al fondo, y de un lado el colegio
y del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban meticulosamente de la
noche a la mañana y desde la mañana hasta la noche la vida entera de
los colonos. El Ángelus sonaba a las cinco de la mañana para el
despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la campana
llamaba al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado
en el campo, a las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la
medianoche la campana sonaba nuevamente para aquello que llamaban el
despertar conyugal, puesto que a los jesuitas les importaba mucho que
los colonos se reprodujeran, debido a lo cual todas las noches tocaban
alegremente la campana para que la población pudiera proliferar. Y lo
hizo, por lo demás, porque de ciento treinta mil que había al principio
de la colonización jesuita, los indios pasaron a ser cuatrocientos mil a
mediados del siglo dieciocho. Éste era un ejemplo de una sociedad
completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada al resto
del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que
obtenía la Compañía de Jesús.
Con la colonia, tenemos una heterotopía que
tiene la suficiente ingenuidad como para querer realizar una ilusión.
Con la casa de citas, por el contrario, tenemos una heterotopía lo
bastante sutil o hábil como para querer disipar la realidad con la pura
fuerza de las ilusiones. Y si pensamos que el barco, el gran barco del
siglo diecinueve es un pedazo de espacio flotante, un lugar sin lugar,
que vive por sí mismo, cerrado sobre sí, libre en cierto sentido, pero
abandonado fatalmente al infinito del mar, y que de puerto en puerto, de
barrio de chicas en barrio de chicas, de navegación en navegación va
hasta las colonias buscando lo más precioso que éstas resguardan de esos
jardines orientales de los que hablábamos hace un rato, comprendemos
por qué el barco ha sido para nuestra civilización, al menos desde el
siglo dieciséis, al mismo tiempo el más grande instrumento económico y
nuestra más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía
por excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos
padres no tienen una gran cama sobre la cual jugar; sus sueños se
agotan, el espionaje reemplaza a la aventura, y la fealdad de la policía
reemplaza a la belleza llena de sol de los corsarios.
Notas
(1)Utopies et hétérotopies, cd Rom. Paris, INA, 2004
(2) "Des espaces autres"
(conferencia dictada en el Cercle d'études architecturales, 14 de marzo
de 1967), Architecture, Mouvement, Continuité, no. 5, octubre 1984, pp.
46-49; también en Dits et écrits, II, Paris, Gallimard, Col. Quarto,
pp. 1571-1581.
(3) En francés, jardins d'hiver, literalmente "jardines de invierno". n. del t.
El CUERPO UTÓPICO
1. "Mi cuerpo, implacable topía"
Desde que abro los ojos, me es
imposible escapar a ese lugar que dulce, ansiosamente, Proust habita en
cada despertar. Y no es porque a causa de él me encuentre anclado en
donde estoy, pues, después de todo, no sólo puedo moverme y removerme,
sino que también puedo removerlo a él, moverlo, cambiarlo de lugar. Pero
he aquí que no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde
está para yo irme por otro lado. Puedo ir al fin del mundo, puedo
esconderme por la mañana bajo las cobijas, hacerme tan pequeño como me
sea posible, puedo dejarme derretir bajo el sol en la playa: él siempre
estará allí donde yo estoy; siempre está irremediablemente aquí, jamás
en otro lado. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía: es aquello que
nunca acontece bajo otro cielo. Es el lugar absoluto, el pequeño
fragmento de espacio con el cual me hago, estrictamente, cuerpo. Mi
cuerpo, implacable topía.
2. Las utopías que borran el cuerpo
¿Y si por casualidad viviera
yo en una especie de familiaridad desgastada, como con una sombra, como
con esas cosas de todos los días que finalmente ya no veo y que la vida
ha tornado en grisallas? ¿Como con esas chimeneas, esos techos que se
aborregan cada noche frente a mi ventana pero que cada mañana son la
misma presencia, la misma herida...? Frente a mis ojos se dibuja la
imagen inevitable que impone el espejo: cara demacrada, hombros
curveados, mirada miope, ya sin cabello, verdaderamente nada guapo. Y es
en esa ruin cáscara que es mi cabeza, en esa caja que no me gusta que
tendré que mostrarme y pasearme; a través de esa rejilla que habrá que
hablar, mirar, ser mirado; bajo esa piel, encenegarse. Mi cuerpo es el
lugar al que estoy condenado sin recurso.
Yo creo que, después de todo,
es contra él y como para borrarlo que se concibieron todas esas utopías.
El prestigio de la utopía, su belleza, la maravilla de la utopía, ¿a
qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todo lugar, pero es un
lugar en donde habré de tener un cuerpo sin cuerpo; un cuerpo que será
bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, de una potencia colosal,
con duración infinita, desatado, protegido, siempre transfigurado. Y es
muy probable que la utopía primera, aquella que es más difícil de
desarraigar del corazón de los hombres sea precisamente la utopía de un
cuerpo incorporal. El país de las hadas, el país de los duendes, de los
genios, de los magos, pues bien, es el país en el que los cuerpos se
transportan tan rápido como la luz, es el país maravilloso en el que las
heridas se curan instantáneamente con un bálsamo maravilloso; el país
en el que uno puede caer desde una montaña y levantarse vivo; es el país
en el que uno es invisible cuando quiere, y visible cuando así lo
desea. Si existe un país maravilloso es, claro está, para que en él yo
sea príncipe azul, y que todos los lindos gomosos se vuelvan feos y
peludos como puercoespines.
También hay una utopía
diseñada para borrar al cuerpo. Y esa utopía es el país de los muertos;
son las grandes ciudades utópicas que nos legó la civilización egipcia.
Las momias, después de todo, ¿qué son? Pues bien, son la utopía del
cuerpo negado y transfigurado; la momia es el gran cuerpo utópico que
persiste a través del tiempo. Están también las máscaras de oro que la
civilización micénica ponía sobre el rostro de los reyes difuntos:
utopías de sus cuerpos gloriosos, solares, terror de los ejércitos.
Están las pinturas y las esculturas de las tumbas, las estatuas de las
iglesias que después de la Edad Media prolongan en la inmovilidad una
juventud que jamás pasará. En nuestros días, están esos simples cubos de
mármol, cuerpos geometrizados por la piedra, figuras regulares y
blancas que destacan sobre el gran marco negro de los cementerios. Y en
esa ciudad de utopía de los muertos, he aquí que mi cuerpo deviene
sólido como una cosa, eterno como un dios.
Pero probablemente sea el gran
mito del alma el que desde lo más lejano de la historia occidental nos
ha proporcionado la más obstinada, la más potente de esas utopías
mediante las cuales borramos la triste topología del cuerpo. El alma
funciona en mi cuerpo de una manera verdaderamente maravillosa: está
albergada en él, por supuesto, pero sabe bien cómo escaparse; y se
escapa para ver las cosas a través de la ventana de mis ojos; se escapa
para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es
bella, es pura, es blanca. Y si mi cuerpo lodoso, en todo caso nada
bello, llegara a ensuciarla, sin duda habrá una virtud, alguna potencia,
habrá mil gestos sagrados que la reestablecerán en su pureza
primigenia. Durará mucho tiempo, mi alma, y más que mucho tiempo, cuando
mi viejo cuerpo se vaya a pudrir. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso,
purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco, es mi cuerpo liso,
castrado, redondo como una burbuja de jabón.
Y así es como mi cuerpo, en
virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Desapareció como la flama
de una vela a la que se le sopla. El alma, las tumbas, los genios y las
hadas han echado mano sobre él, lo han hecho desaparecer en un
parpadeo, han soplado sobre su pesantez, su fealdad, y me lo han
restituido deslumbrante y eterno.
3. El cuerpo y sus recursos propios de fantasía
Pero, a decir verdad, mi
cuerpo no se deja reducir tan fácilmente. Después de todo, él tiene sus
propios recursos de fantasía: también posee lugares sin lugar, y lugares
más profundos, aun más obstinados que el alma, que la tumba, que los
encantamientos de los magos; tiene sus sótanos y sus graneros, sus
superficies luminosas. Mi cabeza, por ejemplo: ¡qué extraña caverna
abierta hacia el mundo exterior por dos ventanas, dos aperturas! -de eso
estoy seguro puesto que las veo en el espejo, y además puedo cerrar una
u otra separadamente-; y sin embargo, no hay dos ventanas sino sólo
una, puesto que frente a mí veo un paisaje único, continuo, sin barreras
ni separaciones. Y ¿cómo es que suceden las cosas en esa cabeza? Pues
bien, las cosas vienen a acomodarse en ella; entran en ella, y de eso
estoy seguro, puesto que cuando el sol es demasiado fuerte me deslumbra,
va a desgarrar el fondo de mi cerebro. Y no obstante, esas cosas que
entran en mi cabeza permanecen claramente en su exterior, dado que las
veo delante de mí, y para alcanzarlas debo, por mi parte, avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo
penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado, cuerpo utópico. Cuerpo en
cierto sentido absolutamente visible: sé muy bien lo que es ser
escrutado por alguien de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado
por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me
lo espero, sé lo que es estar desnudo. Y sin embargo, ese cuerpo que
resulta tan visible me es retirado, está atrapado en una especie de
invisibilidad de la que jamás podré separarlo: este cráneo, esta espalda
que apoyo y a la que el colchón resiste, que apoyo en el diván cuando
estoy acostado, pero que no puedo sorprender más que a través del ardid
del espejo... ¿qué es esta espalda cuyos movimientos y posiciones
conozco perfectamente, pero que no puedo ver sin contorsionarme
horriblemente? El cuerpo, fantasma que sólo aparece en los espejismos
del espejo, y además de manera fragmentaria. ¿De verdad tengo necesidad
de los genios y de las hadas, de la muerte y del alma para ser a la vez e
indisociablemente visible e invisible? Y además, este cuerpo es ligero,
transparente, imponderable; nada más alejado de una cosa que él, que
corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas
mis intenciones. Ciertamente, pero sólo hasta el día en el que algo me
duele, en el que se ensancha la caverna de mi vientre, en el que mi
pecho y mi garganta se bloquean o se atascan o se llenan de topos, hasta
el día en el que estalla en mi boca el dolor de muelas; entonces, ahí
sí, dejo de ser ligero, imponderable, etc., y me vuelvo cosa,
arquitectura fantástica y ruinosa. No, verdaderamente, no hay necesidad
de magia ni de encantamiento, no hay necesidad ni de un alma ni de una
muerte para que yo sea a la vez opaco y transparente, visible e
invisible, vida y cosa; para que yo sea un utopía, basta que sea un
cuerpo.
Todas esas utopías mediante
las cuales esquivaba mi cuerpo, pues bien, simplemente tenían por modelo
y punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi cuerpo
mismo. Estaba muy equivocado anteriormente al decir que las utopías
estaban dirigidas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: las utopías
nacieron del cuerpo mismo y se voltearon después contra él.
4. El cuerpo, actor principal de todas las utopías
En todo caso, hay algo seguro:
el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de
todo, una de las más viejas utopías que los hombres se hayan contado a
sí mismos, ¿acaso no es el sueño de los cuerpos inmensos, desmesurados,
que devoran el espacio y dominan el mundo? Es la vieja utopía de los
gigantes que encontramos en el corazón de tantas leyendas en Europa,
África, Oceanía, Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo ha
alimentado la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.
El cuerpo también es un gran
actor utópico cuando se trata de máscaras, del maquillaje y de los
tatuajes. Enmascararse, tatuarse, no es, como podríamos imaginarlo,
adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más hermoso, mejor decorado, o
que se reconoce con mayor facilidad; tatuarse, maquillarse,
enmascararse, es sin duda otra cosa: es hacer entrar al cuerpo en
comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el
signo tatuado, el afeite, depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje,
todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado,
que invoca sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, la potencia
sorda de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el
afeite sitúan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar
que no tiene ningún lugar directamente en el mundo; hacen de ese cuerpo
un fragmento de espacio imaginario que se va a comunicar con el universo
de las divinidades o con el universo de los demás. Uno será poseído por
los dioses, poseído por la persona que acaba de seducir. En todo caso,
la máscara, el tatuaje, el afeite, son operaciones mediante las cuales
el cuerpo es arrancado de su espacio propio y proyectado en otro
espacio.
Escuchen por ejemplo este
cuento japonés, y la manera en la que un artista del tatuaje hace que la
joven mujer que desea transite hacia otro universo que no es el
nuestro:
El sol lanzaba sus rayos
como dardos sobre el río e incendiaba la habitación de los siete
tapetes. Sus rayos, reflejados en la superficie del agua, imprimían
sobre el papel de los biombos, y también sobre el rostro de la muchacha
profundamente dormida, un dibujo de olas doradas. Zeikishi, después de
haber jalado los canceles, tomó sus instrumentos de tatuaje. Durante
algunos instantes, permaneció abismado en una especie de éxtasis. No era
sino entonces que saboreaba la extraña belleza de la joven muchacha. Le
parecía que podía permanecer sentado frente a ese rostro inmóvil
durante decenas y centenas de años sin jamás sentir fatiga o
aburrimiento alguno. Del mismo modo que otrora el pueblo de Menfis
embellecía la magnífica tierra de Egipto con pirámides y esfinges,
Zeikishi deseaba embellecer amorosamente con su dibujo la fresca piel de
la joven muchacha. Le aplicó la punta de sus pinceles de colores que
sostenía entre el pulgar, el anular y el meñique de la mano izquierda, y
a medida que las líneas se dibujaban las picaba con su aguja, que
sostenía con la mano derecha.
Y si pensamos que el vestido
profano o sagrado, religioso o civil, hace entrar al individuo en el
espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad,
entonces vemos que todo aquello que es relativo al cuerpo, dibujo,
color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme, todo eso hace florecer de
una forma sensible y abigarrada las utopías que están selladas en el
cuerpo. Pero quizás habría que ir más abajo del vestido; quizás habría
que alcanzar la carne misma, y entonces veríamos que en ciertos casos,
prácticamente es el cuerpo mismo quien voltea contra sí su poder utópico
y hace que todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el
espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, entre en el
espacio que le está reservado. Entonces el cuerpo, en su materialidad,
en su carnalidad, sería como el producto de sus propios fantasmas.
Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no se encuentra
precisamente dilatado según un espacio que le es a la vez interior y
exterior? ¿Y los que están drogados también? ¿Y los poseídos, cuyo
cuerpo deviene infierno, cuyo cuerpo deviene sufrimiento, redención,
paraíso sangriento? Fui verdaderamente torpe, hace un rato, al creer que
el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí y que se oponía a
toda utopía.
5. Mi cuerpo está siempre en otra parte
Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, vinculado con todos los allá
que hay en el mundo; y, a decir verdad, está en otro lugar que no es
precisamente el mundo, pues es alrededor de él que están dispuestas las
cosas; es en relación a él, como si se tratara de un soberano, que hay
un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un delante, un detrás,
un cerca y un lejos: el cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde
los caminos y los espacios se encuentran. El cuerpo no está en ninguna
parte: está en el corazón del mundo, en ese pequeño núcleo utópico a
partir del cual sueño, hablo, avanzo, percibo las cosas en su lugar, y
también las niego en virtud del poder indefinido de las utopías que
imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol: no tiene lugar, pero a
partir de él surgen e irradian todos los lugares posibles, reales o
utópicos.
Después de todo, los niños
tardan mucho tiempo en llegar a saber que tienen un cuerpo. Durante
meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso,
miembros, cavidades, orificios, y todo ello sólo se organiza,
literalmente toma cuerpo, en la imagen del espejo. De manera aun más
extraña, los griegos de Homero no tenían palabra alguna para designar la
unidad del cuerpo. Por paradójico que parezca, frente a Troya, bajo los
muros resguardados por Héctor y sus compañeros, no había cuerpos: había
brazos levantados, pechos valerosos, piernas ágiles, cascos relucientes
sobre las cabezas, no cuerpos. La palabra griega que quiere decir
cuerpo sólo aparece en Homero para designar el cadáver.
Consecuentemente, son ese
mismo cadáver y el espejo los que nos enseñan, o en todo caso los que
respectivamente enseñaron a los griegos y enseñan a los niños ahora que
tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene
un contorno, que en ese contorno hay espesor, un peso, en resumen que el
cuerpo ocupa un lugar. Son el espejo y el cadáver los que asignan un
espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo;
son el espejo y el cadáver los que acallan, apaciguan y encierran dentro
de un ámbito oculto para nosotros esa gran rabia utópica que desvencija
y volatiliza nuestro cuerpo a cada instante. Es gracias a ellos,
gracias al espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple
utopía. Ahora que si pensamos que la imagen del espejo se halla en un
lugar inaccesible para nosotros, y que nunca podremos estar allí donde
está nuestro cadáver; si pensamos que el espejo y el cadáver están ellos
mismos en una lejanía inexpugnable, entonces descubrimos que la utopía
profunda y soberana de nuestro cuerpo sólo puede estar oculta y ser
clausurada mediante otras utopías.
Quizás valdría decir que hacer
el amor implica sentir que el cuerpo propio se cierra sobre sí mismo,
que por fin se existe fuera de toda utopía con toda la densidad de uno
entre las manos del otro: bajo los dedos del otro que te recorren, tu
cuerpo adquiere una existencia; contra los labios del otro tus labios
devienen sensibles; delante de sus ojos entrecerrados nuestro rostro
adquiere una certidumbre y hay, por fin, una mirada para ver tus pupilas
cerradas. Al igual que el espejo y que la muerte, el amor también
apacigua la utopía de tu cuerpo, la acalla, la calma, la encierra en
algo así como una caja que después sella y clausura; es por eso que el
amor es tan cercano pariente de la ilusión del espejo y de la amenaza de
la muerte. Y, si a pesar de esas dos peligrosas figuras, nos gusta
tanto hacer el amor, es porque cuando se hace el amor el cuerpo está aquí.
Nota y traducción de Rodrígo García
http://www.fractal.com.mx/RevistaFractal48MichelFoucault.html