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20.36
COSAS EXTRAÑAS Y ASOMBROSAS.

El misterioso mundo natural

por Vivianne Loría
Numen Revista de Arte nº 4






Pocos períodos de la historia resultan tan fascinantes como aquel al que se ha llamado la «Era de los Descubrimientos» y que abarca aproximadamente desde la segunda mitad del siglo XV hasta la primera mitad del siglo XVIII, coincidiendo casi plenamente con lo que en Historia se conoce como Edad Moderna. Se trata de un período caracterizado, en efecto, por los descubrimientos geográficos y los subsecuentes hallazgos científicos y culturales, y animado por las descripciones literarias y plásticas de aquellos otros mundos extraordinarios, en los que civilizaciones extrañas y animales maravillosos coexistían en climas a veces crueles, a veces paradisíacos. Aquella era fraguó el pleno sentido de lo exótico.

El estudio del mundo natural constituye un capítulo crucial de esta fase histórica. Esos trescientos años que vieron el desarrollo vertiginoso de la cartografía fueron testigos también de una expansión de los conocimientos sobre la naturaleza que llenó el arte de bestias y plantas desconocidas hasta entonces y conllevó el perfeccionamiento en la representación de la anatomía humana y animal. Esta sería la edad de oro de la fitología, marcada por la propagación de especies exóticas en los jardines botánicos. Pero los descubrimientos naturales más asombrosos derivarían del mundo fáunico.
El nuevo espíritu cientifista de la Edad Moderna desterró la interpretación simbólica del mundo natural cultivada durante el Medioevo. Plantas y animales comenzaron a ser observados y retratados con un afán de objetividad que irá desplazando las figuraciones fantasiosas a favor de la descripción rigurosa. No obstante, el universo de los animales exóticos, el más fértil en términos plásticos, esencial en la iconografía de la creación del mundo y muy apropiado para adornar escenas mitológicas, todavía deparará representaciones basadas en descripciones o en otras imágenes, dada la dificultad para observar de forma directa determinadas especies.
El incremento de las incursiones europeas en otros continentes ofreció la oportunidad de observar en vivo las caprichosas bestias descritas con vehemencia por los viajeros de centurias pasadas. En efecto, al comercio de piedras y metales preciosos, de sedas, porcelanas y especias, se añadió el de esclavos y especies exóticas, que pasaron a engrosar la lista de los bienes suntuarios que justificaban aquellas arriesgadas travesías.
Por otra parte, el espíritu renacentista inspiró a los poderosos el interés por la ciencia y les llevó a cultivar notables colecciones de plantas, animales y minerales. Las muestras zoológicas animaban los gabinetes de curiosidades de nobles y tonsurados, pero era en las colecciones de animales salvajes vivos -que ya habían existido en el mundo antiguo y que en Europa reaparecieron durante la alta Edad Media - donde se alojaban los más preciados ejemplares importados de lejanas latitudes para el solaz de reyes y príncipes y para el beneplácito de los artistas, que gracias a estas «casas de fieras» podían estudiar del natural especímenes deslumbrantes de la fauna exótica. La ménagerie de Luis XIV, construida por Le Vau entre 1662 y 1669, inauguraría el modelo de casa de fieras barroca, plena expresión del poder y el fausto del monarca francés.

Colecciones naturales como la de Cassiano dal Pozzo (1588-1657) señalaban, en cambio, un interés más claro por el serio estudio de las especies. Dal Pozzo, hombre perteneciente al círculo cardenalicio próximo al papa, fue un ávido coleccionista que recogió en su pequeño palazzo romano una espléndida colección de especímenes, instrumentos científicos, libros, estampas y pinturas relacionadas con el mundo natural. Poseía también animales vivos y disponía de un laboratorio propio para llevar a cabo disecciones y experimentos. Las láminas de Dal Pozzo procedían de encargos a artistas, a los que pedía copiar del natural plantas y animales, representándolos a tamaño real, aunque también encargó copias de modelos preexistentes. Aquellos trabajos pasarían a conformar su «Museo Cartaceo».
Los jardines reales y clericales eran también espacios aptos para el estudio directo de la flora exótica que lograba adaptarse al clima del Viejo Continente. Ya a principios del siglo XVII las plantas eran cultivadas pensando cada vez más en su carácter estético, por encima de sus cualidades medicinales. El florilegium de Alexander Marshal (ca. 1620-1682), en cuya elaboración empleó unos treinta años, documenta el milagro de la eclosión y las distintas etapas que viven las hermosas flores de un jardín inglés a lo largo de un año.




Anna Maria Sibylla Merian


Los viajes europeos a las Indias propiciarían la observación in situ de las especies, llevada a cabo por estudiosos cuyo trabajo se desenvolvía en la frontera del arte y la ciencia. En el tránsito del siglo XV al XVI, Leonardo da Vinci se convirtió en el modelo por excelencia de un arte insuflado por el espíritu científico, pero a aquellos investigadores que viajaron a tierras lejanas para observar plantas y animales extraños en su hábitat específico les preocupaba más el aspecto científico que la expresión artística, aunque sus minuciosas descripciones no adquirían pleno sentido sin la representación plástica que las acompañaba. La observación de los especímenes en su contexto daría como fruto magníficas imágenes, como la del Águila calva (Haliaeetus leucocephalus) en pleno vuelo o el extravagante Bisonte americano (Bison bison) con acacia rosa (Robinia hispida) en actitud de embestir, de Mark Catesby (1682-1749), autor de la Historia natural de Carolina, Florida y las Islas Bahamas (1729-1747).

Pero entre las más prodigiosas visiones del mundo natural de aquella época destacan las de Maria Sibylla Merian (1647-1717), una naturalista excepcional que formó parte de una expedición a Surinam entre 1699 y 1701. En aquella colonia holandesa del sur de América se dedicó a estudiar insectos y plantas autóctonos, que plasmó en alucinantes imágenes donde conviven arañas, hormigas, gusanos, mariposas, cucarachas, batracios y reptiles, que danzan entre plantas aborígenes luciendo brillantes colores o aterciopelados tegumentos. A través de arabescos esplendentes, Merian exponía asuntos como la metamorfosis de la palomilla o el fantasioso ataque de una Avicularia avicularia (tarántula de patas rosadas) a un colibrí, en composiciones que funcionan como prontuarios de la escena natural, que conformarían la espléndida obra Metamorphosis insectorum Surinamensium (1705).

Todo aquel interés por la naturaleza, siempre extraña y estrambótica a los curiosos ojos humanos, tuvo su reflejo tanto en el gran arte como en las artes decorativas, propiciando el gusto por la representación de bestias insólitas, insectos asombrosos, plantas feraces y estrafalarios frutos. Es así que palmeras del desierto, rinocerontes africanos, crisálidas y piñas tropicales llegaron a formar parte de un mismo universo imaginativo, donde lo exótico se transformaba en fuente de exquisitez y deslumbrante belleza, en el ocaso de aquella evocadora Era de los Descubrimientos.

Numen Revista de Arte nº 4





Categoría: Textos | Visiones: 3081 | Ha añadido: esquimal | Tags: ciência, Descubrimientos, Naturalismo | Ranking: 0.0/0

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