Pocos períodos de la historia resultan tan
fascinantes como aquel al que se ha llamado la «Era de los
Descubrimientos» y que abarca aproximadamente desde la segunda mitad del
siglo XV hasta la primera mitad del siglo XVIII, coincidiendo casi
plenamente con lo que en Historia se conoce como Edad Moderna. Se trata
de un período caracterizado, en efecto, por los descubrimientos
geográficos y los subsecuentes hallazgos científicos y culturales, y
animado por las descripciones literarias y plásticas de aquellos otros
mundos extraordinarios, en los que civilizaciones extrañas y animales
maravillosos coexistían en climas a veces crueles, a veces paradisíacos.
Aquella era fraguó el pleno sentido de lo exótico.
El estudio del mundo natural constituye un
capítulo crucial de esta fase histórica. Esos trescientos años que
vieron el desarrollo vertiginoso de la cartografía fueron testigos
también de una expansión de los conocimientos sobre la naturaleza que
llenó el arte de bestias y plantas desconocidas hasta entonces y
conllevó el perfeccionamiento en la representación de la anatomía humana
y animal. Esta sería la edad de oro de la fitología, marcada por la
propagación de especies exóticas en los jardines botánicos. Pero los
descubrimientos naturales más asombrosos derivarían del mundo fáunico.
El nuevo espíritu cientifista de la Edad Moderna
desterró la interpretación simbólica del mundo natural cultivada
durante el Medioevo. Plantas y animales comenzaron a ser observados y
retratados con un afán de objetividad que irá desplazando las
figuraciones fantasiosas a favor de la descripción rigurosa. No
obstante, el universo de los animales exóticos, el más fértil en
términos plásticos, esencial en la iconografía de la creación del mundo y
muy apropiado para adornar escenas mitológicas, todavía deparará
representaciones basadas en descripciones o en otras imágenes, dada la
dificultad para observar de forma directa determinadas especies.
El incremento de las incursiones europeas en
otros continentes ofreció la oportunidad de observar en vivo las
caprichosas bestias descritas con vehemencia por los viajeros de
centurias pasadas. En efecto, al comercio de piedras y metales
preciosos, de sedas, porcelanas y especias, se añadió el de esclavos y
especies exóticas, que pasaron a engrosar la lista de los bienes
suntuarios que justificaban aquellas arriesgadas travesías.
Por otra parte, el espíritu renacentista inspiró
a los poderosos el interés por la ciencia y les llevó a cultivar
notables colecciones de plantas, animales y minerales. Las muestras
zoológicas animaban los gabinetes de curiosidades de nobles y
tonsurados, pero era en las colecciones de animales salvajes vivos -que
ya habían existido en el mundo antiguo y que en Europa reaparecieron
durante la alta Edad Media - donde se alojaban los más preciados
ejemplares importados de lejanas latitudes para el solaz de reyes y
príncipes y para el beneplácito de los artistas, que gracias a estas
«casas de fieras» podían estudiar del natural especímenes deslumbrantes
de la fauna exótica. La ménagerie de Luis XIV, construida por
Le Vau entre 1662 y 1669, inauguraría el modelo de casa de fieras
barroca, plena expresión del poder y el fausto del monarca francés.
Colecciones naturales como la de Cassiano dal
Pozzo (1588-1657) señalaban, en cambio, un interés más claro por el
serio estudio de las especies. Dal Pozzo, hombre perteneciente al
círculo cardenalicio próximo al papa, fue un ávido coleccionista que
recogió en su pequeño palazzo romano una espléndida colección
de especímenes, instrumentos científicos, libros, estampas y pinturas
relacionadas con el mundo natural. Poseía también animales vivos y
disponía de un laboratorio propio para llevar a cabo disecciones y
experimentos. Las láminas de Dal Pozzo procedían de encargos a artistas,
a los que pedía copiar del natural plantas y animales, representándolos
a tamaño real, aunque también encargó copias de modelos preexistentes.
Aquellos trabajos pasarían a conformar su «Museo Cartaceo».
Los jardines reales y clericales eran también
espacios aptos para el estudio directo de la flora exótica que lograba
adaptarse al clima del Viejo Continente. Ya a principios del siglo XVII
las plantas eran cultivadas pensando cada vez más en su carácter
estético, por encima de sus cualidades medicinales. El florilegium
de Alexander Marshal (ca. 1620-1682), en cuya elaboración empleó unos
treinta años, documenta el milagro de la eclosión y las distintas etapas
que viven las hermosas flores de un jardín inglés a lo largo de un año.
Anna Maria Sibylla Merian
Los viajes europeos a las Indias propiciarían la observación in situ
de las especies, llevada a cabo por estudiosos cuyo trabajo se
desenvolvía en la frontera del arte y la ciencia. En el tránsito del
siglo XV al XVI, Leonardo da Vinci se convirtió en el modelo por
excelencia de un arte insuflado por el espíritu científico, pero a
aquellos investigadores que viajaron a tierras lejanas para observar
plantas y animales extraños en su hábitat específico les preocupaba más
el aspecto científico que la expresión artística, aunque sus minuciosas
descripciones no adquirían pleno sentido sin la representación plástica
que las acompañaba. La observación de los especímenes en su contexto
daría como fruto magníficas imágenes, como la del Águila calva (Haliaeetus leucocephalus) en pleno vuelo o el extravagante Bisonte americano (Bison bison) con acacia rosa (Robinia hispida) en actitud de embestir, de Mark Catesby (1682-1749), autor de la Historia natural de Carolina, Florida y las Islas Bahamas (1729-1747).
Pero entre las más prodigiosas visiones del
mundo natural de aquella época destacan las de Maria Sibylla Merian
(1647-1717), una naturalista excepcional que formó parte de una
expedición a Surinam entre 1699 y 1701. En aquella colonia holandesa del
sur de América se dedicó a estudiar insectos y plantas autóctonos, que
plasmó en alucinantes imágenes donde conviven arañas, hormigas, gusanos,
mariposas, cucarachas, batracios y reptiles, que danzan entre plantas
aborígenes luciendo brillantes colores o aterciopelados tegumentos. A
través de arabescos esplendentes, Merian exponía asuntos como la
metamorfosis de la palomilla o el fantasioso ataque de una Avicularia
avicularia (tarántula de patas rosadas) a un colibrí, en composiciones
que funcionan como prontuarios de la escena natural, que conformarían la
espléndida obra Metamorphosis insectorum Surinamensium (1705).
Todo aquel interés por la naturaleza, siempre extraña y estrambótica a
los curiosos ojos humanos, tuvo su reflejo tanto en el gran arte como en
las artes decorativas, propiciando el gusto por la representación de
bestias insólitas, insectos asombrosos, plantas feraces y estrafalarios
frutos. Es así que palmeras del desierto, rinocerontes africanos,
crisálidas y piñas tropicales llegaron a formar parte de un mismo
universo imaginativo, donde lo exótico se transformaba en fuente de
exquisitez y deslumbrante belleza, en el ocaso de aquella evocadora Era
de los Descubrimientos.
Numen Revista de Arte nº 4