CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA EN LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
nº 171 · marzo 2011
What about the time we met?
Well, I suppose that you could say
That we were playing hard to get.
Didn’t understand a thing,
But we could always sing.
Los problemas que afronta todo biógrafo de un personaje célebre se
pueden ilustrar perfectamente pensando en los que han encontrado los que
han querido escribir la vida de John Lennon, pues se choca aquí con un
tipo de figura pública que lleva hasta el extremo estas dificultades.
Mucho más que cuando se trata de políticos, hombres de negocios o
artistas de la alta cultura, estas celebridades están unidas a sus
partidarios por un vínculo afectivo que sólo puede compararse al de los
líderes religiosos –como subraya a la perfección el anglicismo fan–
y, por lo tanto, se encuentran en un estado de fetichización tan
avanzado y mineral que es casi imposible salirse del cliché de la
hagiografía, pues éste recubre la práctica totalidad de la vida del
«santo» en cuestión (en este caso, el «genio incomprendido» que es en
realidad un héroe que sacrifica su vida por la paz mundial), y tal
parece que sólo es factible añadir anécdotas triviales a favor o en
contra de esa imagen ya elevada a los altares; e independientemente de
cuál sea la intención del biógrafo –más «desmitificadora» en el caso de
Albert Goldman, más «simpatizante» en el caso de Philip Norman–, resulta
imposible evitar que ese ejército de fanáticos sea el principal
destinatario de estos libros y, al mismo tiempo, que dicho ejército o
sus generales consideren invariablemente que la biografía «no está a la
altura» del personaje y es «ignorante y ridícula» (como dice Norman de
la biografía de Goldman), o bien que lo ha tratado con «mezquindad»
(como dijo Yoko Ono de John Lennon de Philip Norman).
La raíz de todas estas dificultades no reside, sin embargo, en ningún
defecto de los biógrafos –dos periodistas solventes en esta ocasión,
aunque Norman sintonice más que Goldman con la cultura pop–, sino en un
problema que afecta a la propia vida que se pretende narrar. Si la vida
de John Lennon, en lo personal, parece una sucesión de hechos absurdos,
increíbles, insustanciales y deshilachados a partir de los veintitrés
años, y si da la impresión de que, en lo artístico, estaba ya acabada en
1969, convirtiendo los respectivos relatos a partir de esas fechas en
algo inverosímil, no es porque los autores de estos textos no hayan
encontrado el registro adecuado para su historia, sino porque es
objetivamente un disparate que un muchacho de veintitrés años haya
conseguido ya a esa edad, sin haber hecho otra cosa que seguir sus
inclinaciones más irreflexivas, los logros suficientes como para vivir
de ellos como un rey no solamente durante el resto de su vida (aunque
hubiera sido muy larga), sino durante varias vidas, igual que es del
todo inverosímil que un artista, por grande que sea su genialidad, se
encuentre ya consagrado como un dios antes de los treinta años,
convertido en un niño mimado a quien no se le niega ni el más
extravagante de sus caprichos, y completamente enterrado por sus propios
éxitos: así nos lo muestra Robert Hilburn en su cálido Desayuno con John Lennon,
confesándose paralizado a la hora de escribir una canción nueva por una
especie de superego que le recordaba a cada paso: «Eh, a ver lo que vas
a hacer, no te olvides de que eres John Lennon, el autor de A day in the life».
La lógica narrativa que gobierna la vida de los grandes héroes, como
supo percibir Hegel a propósito de los personajes de la historia
universal, parece exigir que su relato termine precisamente en el punto
en que realizan su hazaña, y lo que resulta narrativamente incongruente,
irrelevante y contradictorio es que sigan viviendo después de ese
momento, que sobrevivan a su propio e incontestable triunfo.
Por este motivo, el retrato psicológico de la personalidad de Lennon no
puede adquirir en la narración mayor madurez de la que tenía en 1963 y, a
pesar de sus simpatías o antipatías, tanto Goldman como Norman se las
arreglan para que emerja de entre sus páginas el alma de un adolescente
herido desde niño por el «abandono» de sus padres, que ocultaba su
vulnerabilidad sentimental tras una mezcla de agresividad, arrogancia,
agudeza verbal y franqueza negligente y que, como podemos observar
fácilmente en quien no ha tenido otra materia que su vida psíquica para
componer canciones al frenético y despiadado ritmo exigido por la
industria discográfica, dibuja en temas como You Can’t Do that, Run for Your Life, Hide Your Love Away o I’ll Cry Instead la
«escena originaria» de su bestia negra: el miedo cerval a fracasar en
su relación con las mujeres y ser ridiculizado por ello por sus
compinches varones. Lo demás, es decir, las «aventuras» de Lennon con
las faldas, con los gurús o con las drogas a partir de ese momento,
hasta llegar al descabellado circo montado con Yoko en el edificio
Dakota, así como la explotación póstuma de su falsa imagen de militante
pacifista, es solamente la consecuencia de un carácter prematuramente
destruido por la gloria.
Mucho más interesante habría sido, sin duda, una biografía musical de
Lennon –aunque, desde luego, no era eso lo que los lectores ávidos de
carnaza demandaban de los biógrafos para luego caer sobre ellos
acusándoles de vileza–, porque lo único públicamente interesante de la
vida de Lennon es el modo en que supo convertir sus miserias y sus
alegrías, junto con otros muchos elementos de su cultura ambiente, en
unas canciones excepcionales cuyo carácter inaugural hace que aún hoy
resulten definitivas en su género. Resulta engañoso hacerle portavoz o
estandarte de tal o cual idea, credo o movimiento: no fue su afiliación
ideológica lo que reunió en Liverpool a estos cuatro músicos, que no son
la referencia de los hippies (no pueden compararse en este punto con algunos grupos y solistas estadounidenses), ni del pacifismo (la ambigua Revolution,
de 1968, nos permite escuchar las vacilaciones de Lennon ante la idea
de apoyar o no el uso político de la violencia) ni de la contracultura
(las «espirituales» melodías de George Harrison basadas en el sitar
tienen su contrapeso en la vitriólica Sexy Sadie, auténtica
revancha contra la superchería del Guru Maharishi, de cuya escuela
fueron huéspedes en la India). Todos esos elementos formaban parte de su
entorno vital, y a estos cuatro muchachos les confundían tanto como a
los demás. Pero los Beatles no sólo pusieron música a su tiempo hasta el
punto de que no habría hoy una manera más precisa y a la vez más
general de comprender la década de 1960 que escucharlos, sino que al
hacerlo lo volvieron audible para cientos de miles de personas en el
mundo que no eran conscientes de lo que tenían en común, hicieron
posible sentir, expresar, desahogar y volver cantabile algo que
antes no había manera de formular, de experimentar o de hacer público:
pusieron al descubierto el corazón de su época, que aún se oye latir.
Precisamente por ello hay un detalle en todos los relatos aquí
comentados que sí resulta un poco «mezquino» con respecto a esa
biografía artística o musical de Lennon, y es, si no la omisión (pues es
imposible omitirlo), sí el no haber subrayado con el énfasis necesario
el gigantesco papel desempeñado en ella por Paul McCartney, amparándose
en el hecho fortuito de que, por suerte para él, no ha encarnado con la
misma fatalidad que Lennon la figura del héroe mítico. Esto es algo que,
probablemente, tampoco encajaría bien en el cuadro fetichista que tanto
agrada a los fanáticos del personaje o a los guardianes de su supuesta
herencia ideológica, pero es rigurosamente cierto: a los efectos de lo
que verdaderamente importa, que es su música, es imposible escribir una
biografía de John Lennon, la única biografía posible es la de Lennon
& McCartney, y los intentos de deshacer el enredo son miserables y, a
la larga, inútiles. La alianza implícita establecida entre ellos a
partir de aquel 6 de julio de 1957 en Liverpool fue tan estrecha, y tan
decisiva para la música popular contemporánea, que se volvieron
musicalmente inseparables para siempre. En la última línea de su canción
de homenaje a John, Here today, McCartney escribió en 1981
algo que, como tantas otras veces en sus temas, parece que podría ser
una cursilería, pero que acaba no siéndolo en absoluto: que Lennon está
presente en todas las canciones de Paul. La inversa es igualmente
cierta. Suele decirse que una de las funciones de Lennon en esta
maquinaria «dual» era la de reducir la tendencia de McCartney a lo cursi
y la de corregir su relativo desdén hacia las letras (como cuando le
preguntó «Estás de coña, ¿no?», después de escuchar la primera rima
original de I Saw Her Standing There, que decía: «She was just
seventeen /She was a beauty queen» [Sólo tenía diecisiete años / era una
reina de la belleza], y no paró hasta que Paul cambió el segundo verso
por «You know what I mean» [Ya sabes]), así como McCartney se encargaba a
menudo de pulir los engranajes melódicos de John –que, sin embargo, era
infalible como letrista–, suavizando tosquedades como las que
inicialmente afectaban a Nowhere Man. Pero estas funciones
pronto se independizaron de sus portadores, y tanto en el grupo como en
sus carreras posteriores a los Beatles (aunque en ellas nunca produjeron
nada de una calidad comparable) puede percibirse claramente que hay un
McCartney interno en las melodías de John, y un Lennon incluido en las
de McCartney, y probablemente ello se remonta a las largas horas (muchas
de ellas hurtadas a la escuela) que pasaron inventando juntos en casa
de Paul unas canciones que al principio no podían presentar en público
en sus actuaciones en Liverpool o en Hamburgo, porque la audiencia sólo
quería oír los «grandes éxitos» del momento, pero que gracias al celo de
McCartney fueron cuidadosamente conservadas en un cuaderno bajo el
prematuro título de «Originales de Lennon & McCartney». El productor
George Martin, «descubridor» de su talento y luego artífice durante
años de todas las audacias del sonido Beatles, los convocó en 1962 a una
sesión de prueba para que sus ayudantes pudieran decidir quién de los
dos iba a ser el «líder» de aquella formación de cara a la grabación de
su primer disco, cosa que ya entonces resultó imposible de dirimir. A
pesar de ello, Lennon nunca olvidó que había sido él quien, tiempo
atrás, había «admitido» a Paul en el grupo (¡un «grupo» en el que aún no
estaban ni George ni Ringo!), y siempre pensó que aquella era su banda.
Y más debido a esto que a la influencia de Yoko, tan maltratada por los
biógrafos, cuando John atravesó una crisis creativa y personal en 1968,
tras regresar de la India y romper con su primera esposa, no pudo
soportar el hecho de que McCartney estuviese dirigiendo artísticamente
el trabajo tras la muerte de su mánager, Brian Epstein, y anunció el 20
de septiembre de 1969 que abandonaba el grupo, lo que de hecho suponía
la disolución (también Ringo y Harrison habían intentado abandonar unos
meses antes, pero en el primer caso McCartney no tuvo problema alguno en
hacerse cargo de la batería, y en el segundo John y él habían discutido
la posibilidad de ofrecer el puesto a Eric Clapton; Lennon, sin
embargo, era claramente tan imprescindible como Paul).
Vinieron entonces los años locos de la Plastic Ono Band, la
terapia del «grito primario» con Arthur Janov para curarse de sus muchas
adicciones, con un gran número de actuaciones en directo pero muy pocas
horas de ensayo, y aquellos discos en los que aborrecía la nostalgia
del pasado, descreía de los Beatles y decía cosas horribles de Paul
haciendo sarcasmo de la vieja «leyenda urbana» de su muerte secreta
(«Aquellos fans acertaron cuando dijeron que estabas muerto / Fuiste tú
quien se equivocó», How do You Sleep?). De los ocho discos
grabados por Lennon después de los Beatles, uno de ellos, Shaved Fish,
es poco más que una recopilación de temas ya grabados, y otro, Rock ‘n’ roll,
es una colección de clásicos de los años cincuenta y sesenta no
demasiado memorable. A pesar de lo muy sobrevaloradas que están –siempre
por razones extramusicales–, algunas canciones de los otros seis, como
las algo pasteleras ImagineJust Like Starting Over (lanzada como single casi
al tiempo que se producía su asesinato en Nueva York), es manifiesto
cómo la inspiración va abandonando a Lennon a medida que el tiempo lo
separa de sus ingleses años dorados, y se diría, si se trata de nuevo de
buscar una coherencia forzada a la historia del héroe, que la chispa
fue apagándose al mismo tiempo que se extinguía el espíritu del tiempo
que la había dado vida, el de lo que los sociólogos llaman «décadas
doradas» del Estado del bienestar. En el terreno de lo personal, las
biografías sugieren que Lennon había alcanzado en 1980 una cierta tregua
interior tras vencer algunas de sus pesadillas y reconciliarse con
Paul, como si hubiera dejado de querer ocultar su vulnerabilidad. Así
parece indicarlo al menos esa fotografía en la que aparece completamente
desnudo abrazado a Yoko, tomada por Annie Leibovitz sólo unas horas
antes de su muerte.
El próximo mes de abril sale a la venta el libro Un día en la vida de los Beatles, de Don McCullin, publicado por La Fábrica Editorial