Esther Leslie
En Gran Bretaña, como en cualquier lugar, la cultura es el
artilugio maravilloso que da más de lo que pide. Como un ungüento fantástico en
algún cuento de los Hermanos Grimm, esta sustancia mágica provee y provee,
generando y aumentando el valor, tanto para el Estado como para el capital
privado. La cultura se postula como un modo de producción de valor: por sus efectos
en el relanzamiento de la economía y la creación de riqueza; por su talento
para la regeneración urbana mediante el alza en el precio de la vivienda y la
introducción de nuevos emprendimientos comerciales basados sobre todo en la
economía de servicios; y por sus beneficios como una forma de rearme moral o de
adiestramiento emocional, desde un punto de vista que se sostiene en el modelo
de la "inclusión social”; de acuerdo con este modelo, la cultura debe
hablar con –o hasta con– los grupos desfavorecidos. La cultura es
instrumentalizada por sus efectos "generadores de valor”. Para explotar al
máximo los beneficios de esta producción generadora de valor es necesario que
la cultura sea producida industrialmente. De ahí que la "industria cultural”,
sobre la que Adorno escribió críticamente, ha sido promovida con redoblados
esfuerzos en forma de "industrias culturales y creativas” desde varios
estamentos, desde gobiernos hasta institucionales supragubernamentales, ONGs e
iniciativas privadas. El discurso sobre las "industrias creativas y culturales”
penetra tanto a niveles nacionales como supranacionales. En este último caso,
por ejemplo, la UNESCO (que se describe a sí misma como "un laboratorio de
ideas que busca establecer estándares para forjar acuerdos universales sobre
cuestiones éticas emergentes”) insiste en que las "industrias culturales” (lo
que incluye editoriales, música, tecnología audiovisual, electrónica,
videojuegos e Internet) "crean empleo y riqueza”, "fomentan la innovación en
los procesos de producción y comercialización” y "son centrales en la promoción
y mantenimiento de la diversidad cultural y en la garantía del acceso
democrático a la cultura”[1]. La UNESCO lleva aún más lejos la analogía insistiendo en que las
industrias culturales "alimentan la creatividad, pues es la materia prima de la
que están hechas”. En resumen, "añaden valor a los contenidos y generan valores
para los individuos y las sociedades”. Los contenidos no parecen tener valor
inherente, o no suficiente valor, hasta que la varita mágica de la industria
los toca. Aún más, misteriosamente las industrias creativas producen valores a
partir de la nada, a partir de sí mismas. El valor es un regalo de la
industria, no una cualidad de los artefactos mismos.
Muchos documentos sobre planes políticos hacen referencia al
"valor cultural”. Este valor, tales documentos, se ha convertido en un término
degradado que sólo se concibe desde una perspectiva cuantificadora, por
ejemplo, en análisis estadísticos sobre el número de visitantes, dirigidos a
monitorizar la inclusión social y proporcionar información a los anunciantes o
patrocinadores. El valor como tal queda fácilmente subsumido en el valor
económico. El valor más valioso de todos es el monetario. El informe del quinto
aniversario de la Tate Modern en 2005 es un ejemplo entre miles[2]. En él, el anterior Secretario de Cultura del gobierno, Chris
Smith, canta las virtudes de los poderes mágicos de la producción de riqueza,
afirmando que "las industrias creativas alcanzan más de cien billones de libras
de valor económico anual, emplean a más de un millón de personas y crecen al
doble de la tasa de crecimiento del conjunto de la economía”. La comercialidad
de la cultura se debe preservar: la cultura es valiosa sólo si contribuye a la
"economía”. La cultura es cuantificada: obsérvense los gráficos en la web de la
UNESCO sobre importaciones y exportaciones mundiales de productos culturales.
Señalar esto es banal. Por supuesto que una industria, en un mundo capitalista,
produce mercancías. Esta industria en particular produce arte como mercancía de
diversas maneras. La compra de arte se extiende como mercado en capas cada vez
más amplias mediante la promoción de ferias para un tipo de arte "al
alcance del bolsillo", bien patrocinado y mercantilizado, que generaliza
la propiedad de objetos artísticos de pequeño tamaño. La experiencia artística
se mercantiliza mediante el patrocinio de exposiciones por parte de las
corporaciones y en la cuantificación que los diseñadores de políticas públicas hacen
de los beneficios sociales que se derivan de prestar atención a la cultura. Y
la institución artística se mercantiliza a sí misma como mercancía. Las
galerías de arte son reinventadas como espacios "con ánimo de lucro”, donde se
contratan los servicios de expertos en arte con fines de negocios o educativos;
y en cualquier oportunidad aparece el merchandise, en tiendas de
souvenires o en reproducciones digitales para descargar. La Tate es innovadora
en este punto, otorgando la concesión de una "rama" diseñada
estratégicamente, la Tate Modern, al minorista de la pintura y los arreglos
domésticos B&Q. Otro acuerdo comercial se mantiene con la empresa de
telecomunicaciones BT. Obras de arte realizadas por encargo que engalanan
furgonetas BT "de edición limitada” apoyan la idea compartida por BT y la Tate
de "acercar el arte a todos”, "sacando literalmente el arte a las calles”[3]. El arte se concibe como una cantidad abstracta, como otro
producto, como las judías enlatadas, pero el lenguaje de las ediciones limitadas
emula la exclusividad inherente al arte. Es el arte como mercancía, otra opción
más en el estante del supermercado, que convenientemente se le lleva a Ud.
hasta su puerta, o por lo menos pasa por delante de su casa. Se quiere que el
arte sea una sustancia especial, un incentivo que mejore la vida, y, al mismo
tiempo, se quiere que esté en "las calles”, completa y diariamente accesible,
para que sus beneficios puedan ser ampliamente distribuidos, junto con aquellos
otros que se dice que derivan de la red telefónica de BT.
La participación empresarial en la cultura –al igual que la
alianza público-privada en los sectores de la salud, la educación y el
transporte– es parte de la désétatisation, un término francés que se
sitúa entre la "privatización" y el sector público en el mundo de la
provisión cultural. Entre los aspectos cruciales de la désétatisation se
cuentan la "desinversión", la transferencia gratuita de derechos de
propiedad, el cambio de la organización estatal a la independiente, la subcontratación
de las tareas de limpieza y catering, el uso del trabajo voluntario, la
financiación privada, el patronazgo individual y el patrocinio empresarial.
Como en otros sectores estatales (por ejemplo la salud y los servicios
públicos), el desplazamiento de las políticas culturales separa a las
instituciones culturales del Estado y las obliga a atraer el dinero privado. La
privatización del mundo del arte (en la que la lógica económica es central) se
combina con una devolución del poder que ofrece alguna autonomía y
responsabilidad a los administradores locales.
En una paradoja típica del neoliberalismo, el auge de la
privatización y la inclusión de la industria privada como patrocinadora del
sector artístico se ha visto acompañado de la sujeción de la cultura a la
intervención gubernamental y estatal, bajo el nombre de las políticas
culturales. El corolario de las "industrias creativas” en el sector privado y
especialmente en el estatal es la "política cultural”. La producción cultural
es una industria crucial en la actual batalla global por el dinero turístico.
Como tal, al igual que cualquier otra industria, está sujeta a la política
gubernamental. La política cultural es a la crítica cultural lo que la
industria cultural es a la cultura. Es su mercantilización sin contrapartidas.
Mucha de la retórica de la política cultural viene a ser, en el mejor de los
casos, propaganda vacía o compensación consoladora, y en el peor, cómplice de
la remodelación económica del frente cultural, afín a la reestructuración neoliberal
de las economías ejercidas por el Fondo Monetario Internacional. Lo remarcable
es que la política cultural haya sido impulsada por las mismas fuerzas que
antes estuvieron implicadas en la crítica cultural, bajo la forma de teoría y
estudios culturales. Si la ideología de la privatización necesitaba promover la
industrialización de la cultura y su anexión a la producción de valores,
monetarios y de otro tipo, diversos teóricos culturales fueron los ideólogos
voluntarios de esta reforma.
Valor añadido: la teoría como diseño de políticas
La política cultural tiene un amplio cometido, de lo banal a lo
fatal. Tal ámbito de acción no impidió a Tony Bennett (principal promotor de
los estudios culturales en Australia) insistir en 1992 que los estudios culturales
debían volverse prácticos, implicarse en el diseño de políticas y convertirse
en consejeros de directivos y gobiernos en lugar de quejarse de los efectos de
la ideología. La larga trayectoria de los estudios culturales como promotores
del populismo cultural se transformó en una retórica sobre la libertad de
elección que se presentaba como antielitista. Lo irónico es que algunos
teóricos que antes profesaban adhesión a algún tipo de marxismo ahora promueven
la cultura como la cara benevolente y benefactora del capitalismo. ¿Cómo pudo
suceder? El primer impulso de los estudios culturales provino de observar una
carencia en las teorías marxistas de la cultura. El marxismo, de acuerdo con el
teórico de los estudios culturales Stuart Hall, "no hablaba ni parecía entender
[...] nuestro objeto privilegiado de estudio: la cultura, la ideología, el
lenguaje, lo simbólico”[4]. Nótese aquí que la cultura es subsumida en lo intangible,
no-material o sencillamente "cognitivo". El trabajo, el papel de la
producción, se escurre como una componente teorizable de la práctica. El rencor
contra la producción se ve reforzado al desplazar el enfoque hacia los públicos
y el consumo. El trabajo de la producción cultural desaparece.
Tras alejarse del marxismo tan sólo "a la distancia de un grito”,
como dijo Stuart Hall, los estudios culturales se bifurcaron. Una rama se
encaminó hacia la sociología de la cultura, la cual trata de las prácticas de
la cultura popular. La otra optó por el estilo, lo superficial, la textualidad
y el encanto de la "teoría". El resultado de ambas fue un cambio en
la comprensión de la ideología. En el inicio, un enfoque de la ideología y de
los aparatos de Estado delineado por la influencia de Althusser concebía al
Estado y sus órganos como contextos productores de un pensamiento al servicio
de intereses de clase, y al mercado como una fuerza de control, una
justificación ideológica de la opresión de clase. Ello se ve reemplazado por la
adhesión a la cultura – o a la ideología – como expresión auténtica o post
auténtica de la subjetividad. La ideología ya no es un influjo problemático
inescapable, sino más bien el lugar mismo del placer, de la resistencia, del
poder y del contrapoder. La ideología es cultura, de manera que la cultura es
inmaterial, puramente Geist. Esta conceptualización hizo posible la
remodelación de los estudios culturales como políticas culturales. Es la
presunta inmaterialidad de la cultura, su acento simbólico, lo que impulsa la
fijación en el consumidor o consumidora, quien recibe cultura como un añadido a
su identidad, como un distintivo del gusto. Numerosos teóricos culturales se
reinventaron en la forma de aspirantes a diseñadores de políticas en las
"industrias culturales". Haciéndose todavía eco de la teoría cultural
que absorbieron, elaboran el lenguaje de las investigaciones y los nichos de
mercado, las herramientas capitalistas para colocar productos en industrias
competitivasng1034[5]. John Holden, Jefe de Desarrollo en el think-tank Demos y
antiguo especialista en inversiones con másters en derecho e historia del arte,
nos dice en su ensayo El valor cultural de la Tate Modern[6] que quienes allí acuden no son "espectadores", sino
"actores". Adopta aquí una versión de la idea de Walter Benjamin
sobre el auditor cultural como productor. Pero el significado de la idea se
retuerce hasta convertirla en su parodia contemporánea. Continúa afirmando:
"Se puede dar cuenta de esta [apariencia de los visitantes del museo como
actores] en términos de marketing: se trata de personas que refuerzan su
aspecto cool aliándose con una de las marcas más cool de Gran
Bretaña; o se puede pensar de forma más suave: gente que forma su propia
identidad y expande su personalidad interactuando con lo que Tessa Jowell, la
Secretaria de Estado para la Cultura, ha llamado 'el complejo cultural'".
Adorno contra la industria
El arte no es sólo parte de "los negocios como siempre”. Es el
lubricante que hace rodar mejor las ruedas de los negocios y permite ensamblar
con suavidad los engranajes de la sociedad. El concepto de "industria cultural”
de Adorno –un acoplamiento de lo inacoplable– asumía que la industria era
anatema para la cultura. La industria significa negocio, producción sinfín.
Para Adorno, el arte es un lugar de utopía, lo que no significa que tenga nada
en común con las utopías tecnológicas que imaginaban complejas formas de
atravesar y salir del capitalismo. Adorno postula que la utopía es un lugar
para la indolencia, lo improductivo, lo inútil. Similarmente, el arte no tiene
nada que ver con la incesante producción industrial de artefactos, valores,
subproductos, resultados y objetivos: todo ello necesario para solicitar
subvenciones y elaborar informes de supervisión. El arte no es ni siquiera un
lugar en el que producir alternativas concretas: "Al igual que la teoría, el
arte no puede concretizar la utopía, ni aun negativamente”[7]. Adorno afirma:
"Arte
no significa apuntar alternativas, sino, mediante nada más que su forma,
resistirse al curso del mundo que continúa poniendo a los hombres una pistola
en el pecho”[8].
En su forma el arte propone algo distinto que los negocios
como siempre. El arte mantiene un espacio para la utopía, su forma marca los
contornos de la utopía. Pero no puede representarla; a cambio, dibuja este
tiempo futuro negativamente:
"Puede
que no sepamos qué es el ser humano o cuál es el perfil correcto de las cosas
humanas, pero lo que aquél no es y qué forma de las cosas humanas es
incorrecta, eso sí lo sabemos, y sólo en este saber específico y concreto hay
algo más, algo positivo, que se nos abre”[9].
Es esta imaginación negativa lo que impulsa al arte. Pero aun
así es posible imaginar, sin
concretizar, futuros para y en el arte, como Adorno hizo cuando escribió lo
siguiente en su Teoría estética:
"Mientras
rechaza con firmeza la apariencia de reconciliación, el arte no obstante se
aferra rápidamente a la idea de reconciliación en un mundo antagonista. Así, el
arte es la verdadera conciencia de una época en la que la utopía... es una
posibilidad real como destrucción catastrófica total”[10].
El arte podría, por su situación precaria y anómala en la sociedad
mercantil, portar una relación no concreta con la utopía. Señalar un lugar para
la ‘idea’ de utopía. Frente a la industria cultural Adorno se adhiere al arte
como el único refugio de la utopía, y como nuestra oportunidad para otro tipo
de vida. La manera en que Adorno se aferra al arte es correcta en la medida en
que sin el pensamiento del arte, al igual que sin el pensamiento de la utopía,
no habría alternativa a la industria. Pero sólo llega hasta ahí.
Después de Adorno: la política cultural como estetización de la
política
El arte en sí mismo no puede recobrarse de una situación
intrínseca al capitalismo industrial, por la cual ha sido adjuntado a la
política, léase lo económico. No puede por sí mismo separarse para regresar a
"lo estético". Rechazar este embrollo sólo llevaría a reforzar
algunas ideas precríticas, como si Walter Benjamin, T. W. Adorno y Guy Debord
nunca hubieran existido. Los movimientos artísticos se han fundido con los
negocios de la política de numerosas maneras. La política se ha convertido en
parte en un arte de la exhibición. Las afirmaciones con la que Walter Benjamin
cierra su ensayo sobre la obra de arte, acerca de la "estetización de la política”
y la "politización del arte”, han adquirido nueva validez. Es fácil observar
hoy por doquier una estetización de la política. Vivimos en un mundo del
espectáculo político mediatizado que refuerza las reacciones pasivas y sumisas.
La política es un show en el que se nos compele a mirar y en el que lo
que se oferta no son sino simples divisiones de lo esencialmente idéntico. La
frase de Benjamin indica que más allá de la estetización de los sistemas, las
figuras y los acontecimientos políticos, hay una estetización (o alienación)
más fundamental: la estetización de la práctica humana. Esto significa una
alienación de las especies vivas, hasta el punto que aceptamos y disfrutamos
ver nuestra propia destrucción. Benjamin discute el tema de la politización del
arte en el contexto de la aniquilación humana. La guerra se ha convertido en el
acontecimiento artístico final, porque satisface las nuevas necesidades del
sensorio humano, que han sido remodeladas tecnológicamente. Esto era finalizar
la tarea del arte por el arte, o del esteticismo, a la vista de 1936, lo que
significa que todo es una experiencia estética, incluso la guerra. La humanidad
observa una tecno-exhibición que conmociona y espanta[11], o lo que es lo mismo, su propia tortura. Se revela en ella. La política
genuina –la dirección racional de las tecnologías, la incorporación democrática
de quienes utilizan dichas tecnologías, las revelaciones acerca de los
intereses privados que dirigen el sistema– requiere actuar por nosotros y
nosotras mismas: autores como productores, públicos como críticos, tal como
Benjamin dijo[12]. De la misma forma, el arte que el comunismo politiza no es el
arte tal y como se conoce y hereda (y se reifica para el consumo pasivo), sino
más bien, de nuevo, una oportunidad para actuar por nosotros y nosotras mismas.
Se trata de una reversión dialéctica, no de una negación. Podría parecer
superficialmente como si la politización del arte hubiera sido adoptada de
manera amplia en la "comunidad artística”. Las exposiciones prestan con frecuencia
atención a cuestiones ‘políticas’ como la pobreza, el género, la etnicidad, la
globalización, la guerra. Pero ésta no es la victoria de la idea benjaminiana
de la politización del arte. Al contrario, es un síntoma más de la estetización
de la política. Porque lo que se produce mediante la politización real del arte
no es lo que tenemos por costumbre ver en las galerías: arte políticamente
correcto que se conforma con el sistema de galerías y becas, compitiendo en los
términos de las industrias creativas y culturales. La politización del arte
significa más bien un rechazo consciente de los sistemas de exhibición,
producción y consumo, monitorizado e inclusión, así como del elitismo y la
exclusión, por un arte que se dispersa en la práctica cotidiana y deviene
político, es decir, democráticamente disponible para todos como práctica y como
materia de la crítica.
Karl Marx señala que la actividad humana constituye la realidad
mediante la praxis, y la verdad se gana mediante procesos de desarrollo de uno
mismo. Es bien conocido cómo lo expresó: el individuo acabado del comunismo
maduro es cazador a la mañana, pescador a la tarde y pensador crítico a la
noche, sin definirse socialmente ni como cazador, ni como pescador, ni como
crítico. Es una falta de libertad característica de la sociedad de clases el
hecho de que algunas personas carguen con la tarea de ser artista, portando ese
rol social, mientras que otras son excluidas de él. Inversamente, podrida por
su mercantilización, la practica artística es hoy una deformación del
despliegue sensorial del individuo que caracteriza a toda comunidad humana
verdadera. La reificación de la actividad humana en los ámbitos separados del
trabajo y el juego, la estética y la política, nos daña a todos y a todas, y
debe ser superada. Lo estético debe ser rescatado del gueto del arte y colocado
en el centro de la vida.
Lo que quiero decir para finalizar es lo siguiente:
ninguna crítica de las industrias culturales y creativas tiene sentido a no ser
que estemos dispuestos y dispuestas a criticar al capitalismo industrial en su
conjunto, allá donde aparezca, por cualquiera de sus efectos. Si bien Adorno
pudiera tener razón al afirmar que el arte es un tipo especial de trabajo que
revela los puntos críticos de presión del sistema, en la medida en que se ha
industrializado se ha convertido efectivamente en lo mismo que cualquier otro
trabajo: una tarea de mierda alienante y aburrida. Es ahí por donde debemos
empezar: por las condiciones de trabajo allá donde tienen lugar, no sólo por
las aflicciones específicas de los y las artistas. Esto significa preguntarnos
en primer lugar por qué es necesaria la "inclusión social”, y por qué la
sociedad de clases necesita y no necesita, al mismo tiempo, al arte.
[3] Este lenguaje
sobre "las calles” es utilizado por el Jefe de Patrocinio de BT en el sitio web
del BTPLC y se reproduce por doquier con motivos promocionales y similares.
[4] Stuart
Hall, "Cultural Studies and its Theoretical Legacies", en Lawrence
Grossbert, et al., Cultural Studies, Routledge, Nueva York, 1992, pág.
279.
[5] Véase Jim
McGuigan, Rethinking Cultural Policy, Open University Press y
McGraw-Hill Education, Maidenhead, 2004, pág. 139.
[6] Véase "The
Cultural Value of Tate Modern” en Tate Modern: The First Five Years, op.
cit.
[7] Theodor W.
Adorno, Aesthetic Theory, Routledge & Kegan Paul, Londres, pág. 48
[versión castellana: Teoría estética, Taurus, Madrid, 1971, reeditada
por Orbis, Barcelona, 1983; Obras completas, vol. 7, Akal, Madrid,
2006].
[8] Theodor W. Adorno, "Commitment", en R. Taylor (ed.), Aesthetics and Politics, New Left Review,
1977, pág. 180 [versión castellana: "Compromiso", traducción de
Alfredo Brotons Muñoz, Notas sobre
literatura. Obras completas, vol. 11, Akal,
Madrid, 2003, pág. 397].
[9] Theodor W. Adorno, "Individual and Organisation", Gesammelte Schrifen, vol. VIII,
Suhrkamp, Frankfurt, 1986, pág. 456.
[10] Theodor W.
Adorno, Aesthetic Theory, op. cit., pág. 48.
[11] En el original:
"shock and awe proportions”, aludiendo al vil nombre con que Estados
Unidos bautizó su estrategia militar para la guerra de Irak [NdT].
[12] Véase Walter
Benjamin, "The Author as Producer”, Selected Writings, Volume 2, Part I,
1927-1930, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 2005
[versión castellana: "El autor como productor”, Tentativas sobre Brecht.
Iluminaciones III, Taurus, Madrid, 1990]. http://eipcp.net/transversal/0207/leslie/es
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