Boris Buden
¿Por qué hablamos hoy de crítica institucional en el campo
del arte? La respuesta es muy sencilla: porque (todavía) creemos que el arte
está intrínsecamente provisto con el poder de la crítica. Por supuesto no nos
referimos aquí simplemente a la crítica de arte sino a algo más, a la capacidad
que el arte tiene de criticar el mundo y la vida más allá de su propio ámbito,
e incluso de cambiarlos ejerciendo esa crítica. Esto incluye, sin embargo,
algún tipo de autocrítica, o para ser más precisos la práctica de la
autorreflexión crítica, lo que significa que también esperamos —al menos antes
lo esperábamos— que sea críticamente consciente de sus condiciones de
posibilidad, lo que generalmente quiere decir sus condiciones de producción.
Estas dos nociones —ser consciente de sus condiciones de posibilidad y de sus
condiciones de producción— apuntan a dos ámbitos mayores de la crítica moderna:
los ámbitos teórico y práctico-político. Fue Kant quien se interrogó, por
primera vez, sobre las condiciones de posibilidad de nuestro saber y fue él también
quien entendió esta cuestión explícitamente como un acto crítico. De ese
momento en adelante podemos decir que la reflexión moderna es crítica —y de
esta manera autorreflexiva— o no es moderna.
Pero no vamos a seguir este hilo teórico sobre la crítica
moderna. Nos concentraremos más bien en su significado práctico y político, que
se puede describir de manera sencilla como una voluntad de cambio radical, en
definitiva, como la reivindicación de la revolución como la forma última de
crítica práctica y política. La revolución francesa no sólo se preparó mediante
la crítica burguesa del Estado absolutista. Era esta crítica en acto, su última
palabra convertida en acción política. La idea de la revolución como la máxima
acción crítica encontró su expresión más radical en los conceptos teóricos y
políticos marxistas. Recordemos, el joven Marx calificó su filosofía
revolucionaria explícitamente como «la crítica de todo lo existente». Lo decía
en el sentido más radical, como una crítica que «opera» en la misma base de la
vida social, es decir, en el ámbito de su producción y reproducción material,
lo que hoy entendemos, de forma simplifiada, como el ámbito de la economía.
De esta manera, la crítica se ha convertido en una de las
cualidades esenciales de la modernidad. Durante casi dos siglos ser moderno
significó sencillamente ser crítico: tanto en filosofía como en cuestiones
morales, tanto en política y en la vida social como en el arte.
Pero hay también otro concepto que, como una especie de
complemento, ha acompañado durante largo tiempo a la idea y a la práctica de la
crítica moderna: el concepto de crisis. La experiencia moderna también se basa
en la creencia de que ambos, crisis y crítica, tienen algo en común; que hay
una auténtica relación entre ambos o, mejor dicho, una interacción. Por lo
tanto, un acto de crítica implica casi necesariamente la conciencia de una
crisis y viceversa: el diagnóstico de una crisis implica la necesidad de una
crítica. Crítica y crisis no entraron en el escenario histórico al mismo
tiempo. La crítica es hija de la Ilustración dieciochesca. Nació y se
desarrolló a partir de la separación entre política y moral, una separación que
la crítica profundizó y ha mantenido viva a través de toda la era moderna. Fue
sólo mediante este proceso de crítica —la crítica de todas las formas de saber
tradicional, creencias religiosas y valores estéticos, la crítica de la
realidad jurídica y política existente y, finalmente, la crítica del propio
intelecto— que la creciente clase burguesa pudo imponerse (imponer sus propios
intereses y valores) como la instancia suprema del juicio y, de este modo,
desarrollar la autoconfianza y autoconciencia necesarias para las luchas
políticas decisivas que estaban por venir.[1]
En este contexto no deberíamos subestimar el papel de la crítica artística y
literaria especialmente en el desarrollo de la moderna filosofía de la
historia. Fue precisamente la crítica artística y literaria la que en aquel
momento produjo, entre la intelligentsia, la conciencia de contradicción
entre lo «viejo» y lo «moderno», dando forma así a una nueva comprensión del
tiempo capaz de diferenciar el futuro del pasado.
Pero al final de este periodo surge también la conciencia
de una crisis que se aproxima: «Nous approchons de l’état de crise et du
siècle des revolutions» [Nos aproximamos al estado de crisis y al siglo de
las revoluciones], escribe Rousseau. Mientras que para los pensadores de la
Ilustración la revolución es sinónimo de progreso histórico inevitable, lo cual
sucede necesariamente como una suerte de fenómeno natural, Rousseau la entiende
como la expresión última de una crisis que nos lleva a un estado de
inseguridad, disolución, caos, nuevas contradicciones, etc. La crítica, en
conexión con la crisis que ha contribuido a preparar e iniciar, pierde su
ingenuidad original y su presunta inocencia. A partir de entonces crítica y
crisis van juntas dando forma a la era moderna de las guerras civiles y de las
revoluciones que, en lugar de traer el esperado progreso histórico, causan
disoluciones caóticas y oscuros procesos regresivos, con frecuencia fuera del
control racional. La interacción entre crítica y crisis es una de las
cualidades mayores de lo que más tarde se conceptualizó como dialéctica de la
Ilustración. En ese intervalo, la relación entre ambas nociones se convirtió en
una suerte de término técnico del progreso modernista que introducía la
diferencia —y simultáneamente establecía una relación— entre lo «viejo» y lo
«nuevo». Decir que algo ha entrado en crisis significaba sobre todo decir que
se había hecho viejo, es decir, que había perdido su derecho a existir y que
por lo tanto debía ser reemplazado por algo nuevo. La crítica no es sino el
acto de establecer este juicio que ayuda a que lo viejo muera con rapidez y lo
nuevo nazca con facilidad.
Esto se aplica asimismo al desarrollo del arte moderno,
que sigue también la dialéctica de la crítica y la crisis de sus formas. Es así
que entendemos por ejemplo el realismo como una reacción crítica a la crisis
del romanticismo o la idea de arte abstracto como una crítica del arte
figurativo, el cual, tras agotar su potencial, había entrado en crisis. También
la tensión entre el arte y la «realidad prosaica» se interpretó de acuerdo con
la dialéctica de la crisis y la crítica. Es así que el arte moderno,
especialmente en el romanticismo, fue entendido como una crítica de la vida
ordinaria, de lo ordinario como tal, es decir de una vida que había perdido su
autenticidad o su significado: una vida que también entró en una suerte de
crisis.
Volvamos ahora a la pregunta de si esta dialéctica de la
crítica y la crisis tiene aún sentido para nosotros.
Hace unos meses tuve la oportunidad de hacer esta pregunta
en Austria. Moderaba un debate cuyo tema era el legado actual de la vanguardia
artística en la Europa postcomunista del Este. Esperaba que todo el mundo
estuviera de acuerdo cuando dije que la vanguardia es todavía el caso más
radical de crítica artística modernista, tanto en términos de crítica del arte
tradicional de su tiempo como en el sentido de crítica de la realidad
existente, precisamente en el momento de una crisis, ampliamente reconocida.
Tras cinco horas de discusión la conclusión fue que hoy ya no es de ninguna
manera útil la experiencia crítica del arte de vanguardia, al menos no en el
este de Europa.
Quienes participaban en el debate eran en su mayoría
artistas jóvenes de Europa Central y del Sureste: República Checa, Eslovaquia,
Hungría, Serbia, Rumanía y también Turquía. En realidad sólo el representante
de Turquía se tomó el tema en serio y creía que la postura crítica de la
vanguardia todavía tiene sentido para nosotras y nosotros hoy. El más
abiertamente radical en su rechazo de la cuestión vanguardista fue el
representante de la República Checa. Argumentó que la experiencia de la
vanguardia es en realidad un problema entre generaciones. Para él, son los y
las artistas, las historiadoras y los historiadores de arte de la vieja generación
quienes todavía ven un reto en pensar la cuestión de la vanguardia y se
preocupan por ello. La generación más joven, creía, está más allá del problema
de la significación política del arte o de las relaciones entre política y
estética. Puso como ejemplo el hecho de que la vieja generación aún discuta
vehementemente si deberíamos tomar o no en consideración el significado
político del trabajo de Leni Riefenstahl. Para la generación joven, por el
contrario, esto ya no tiene ninguna importancia, porque mantiene, por así
decir, una comprensión directa del arte exenta de connotaciones políticas. Lo
ven como realmente es: un arte puro en su puro valor y significado estéticos.
En realidad no me motivaba en absoluto
discutir esta cuestión porque, conociendo bien a estas personas y sus
intereses, no esperaba que estuvieran interesadas en la vanguardia. Pero había
otro asunto allí que sí me interesaba. Todas las personas que participaban en
ese debate eran miembros del llamado proyecto Transit, que fue lanzado hacía
unos años por un banco austriaco con el propósito de ayudar al arte en Europa
del Este. Los invitados e invitadas eran representantes del proyecto en sus
respectivos países. Como sabía que este banco había ganado una enorme cantidad
de dinero en Europa del Este, tenía curiosidad por saber si esas personas
tendrían alguna opinión al respecto, es decir, sobre la manera en que se les
pagaba por su trabajo artístico, o sobre el papel del arte y el patrocinio
artístico bajo tales circunstancias.
También me motivó a ir al debate un artículo publicado en
esos días en el diario vienés Der Standard, sobre los beneficios de los
bancos y las compañías de seguros austriacas en el este de Europa. Decía por
ejemplo que la llamada «actividad de negocios» de la Generali Holding Viena
(una compañía de seguros) era el triple respecto al año anterior, habiendo
duplicado sus ganancias. Uno se pregunta cómo es posible. La respuesta la da el
mismo artículo en su subtítulo: «Europa del Este, una máquina de crecimiento».
Debido a la expansión del holding hacia el Este, de la misma manera que
lo hacían los bancos austriacos, se
podían obtener tales ganancias. Quería que quienes participaban en la discusión
tocaran de alguna manera este asunto, hablarlo abiertamente, provocar algún
tipo de crítica. Desafortunadamente no funcionó. Nadie encontró necesario
mencionar las condiciones económicas y materiales de su trabajo artístico.
Parece que el legado crítico de la vanguardia en la Europa
postcomunista está finalmente muerto. Más aun, parece también que no hay entre
los y las jóvenes artistas interés en la crítica institucional, es decir, en lo
que más arriba hemos llamado autocrítica: conciencia crítica de las condiciones
de posibilidad de su arte, lo que quiere decir sobre las condiciones de su
producción.
La razón es obvia: nuestra percepción de la crítica
vanguardista [en el este de Europa] está esencialmente enmarcada por la
experiencia histórica del comunismo. Esto significa que la experiencia de la
vanguardia, tanto como la experiencia de la crítica radical, sólo se nos
muestra desde nuestra perspectiva postcomunista (postotalitaria o
postideológica), esto es, como un fenómeno de nuestro pasado; como un fenómeno,
por utilizar la noción de Fukuyama, de un estado inferior de la evolución
ideológica de la humanidad: un problema que compete, en palabras del colega
checo, a una generación más vieja que tarde o temprano morirá.
Pero permitidme en este punto plantear una pregunta
«imposible»: ¿está realmente muerto el comunismo? Hasta donde conozco no sólo
está aún vivo, sino que también se muestra, en algunos campos, superior al
capitalismo. Sí, efectivamente me refiero a la China actual. (Por favor no se
me diga que éste no es el comunismo real. Nunca ha habido un comunismo real. Recuerdo
bien que desde la perspectiva del comunismo yugoslavo —a su vez con frecuencia
descartado como inauténtico por su economía de mercado— el comunismo de la
Unión Soviética y de todo el Bloque del Este era definido como una suerte de
capitalismo de Estado.) ¿Por qué no aprendemos algo de la crítica y la
autocrítica radicales del comunismo chino que obviamente parece haber tenido
más éxito que sus colegas occidentales? Pero antes de interrogar a la máxima
autoridad teórica del comunismo chino sobre el verdadero significado de la
crítica y la autocrítica, permitidme recordaros un hecho histórico: en la
realidad histórica de los siglos XIX y XX la idea de la revolución comunista
devino en sí misma una institución bajo la forma del movimiento comunista, es decir,
de los partidos políticos comunistas. Como institución, el movimiento comunista
también desarrolló su propia institución de la crítica, la institución de la
llamada autocrítica, que jugó un papel extremadamente importante en su
historia: con el fin de aleccionar al sujeto autoconsciente sobre la acción
revolucionaria y más tarde sobre la comunidad socialista.
Para el presidente Mao, la práctica consciente de la
autocrítica era una de las marcas distintivas del Partido Comunista frente al
resto de los partidos políticos. Permitidme citarlo: «Decimos que el polvo se
acumulará si una habitación no se limpia regularmente, nuestras caras se
ensuciarán si no se lavan regularmente. Las mentes de nuestros camaradas y el
trabajo de nuestro Partido también pueden llenarse de polvo, y necesitan ser
barridas y lavadas». Por lo tanto, la autocrítica es para Mao «el único modo
eficaz de evitar que todo tipo de polvo y gérmenes políticos contaminen las
mentes de nuestros camaradas y el cuerpo de nuestro Partido». Hoy nos parece
gracioso, como un cuento infantil ideológico, pero dejadme señalar una
contradicción crucial en el concepto de autocrítica de Mao: no tiene que ver en
absoluto con la crisis del capitalismo ni con ningún tipo de crisis. Aunque Mao
describe la autocrítica comunista como el arma más efectiva del
marxismo-leninismo, no lo justifica con los principios ideológicos del
marxismo-leninismo. Por el contrario, su definición de autocrítica parece
completamente no-ideológica, simplemente una cuestión de trivial sentido común:
una cara limpia es mejor que una sucia, una habitación limpia mejor que otra
llena de polvo, los gérmenes son malos para la salud, etc.
¿Por qué esta trivialización? Y lo que es más importante,
¿dónde está la crisis, adónde ha ido, por qué ha desaparecido repentinamente?
¿Por qué esta forma particular de crítica comunista, una autocrítica que no
está relacionada con ningún tipo de crisis? En la estela del movimiento
político comunista tanto la crisis del capitalismo como su crítica se fundieron
en una sola institución en la que no hay posibilidad de diferencia. En otras
palabras, precisamente al fundirse se han convertido cada una en exterior
respecto de la otra. Para el movimiento comunista la crisis del capitalismo
estaba repentinamente ahí, en el exterior de su propia institución. Pero
también sucede que en el capitalismo la crítica de su crisis sólo se entiende
como algo que viene del exterior.
El resultado es que los comunistas no podían verse a sí
mismos como parte de la crisis del capitalismo y por lo tanto, en lugar de
resolverla, lo que lograron finalmente criticándola fue hacerlo más fuerte, más
eficiente, lo que quiere decir que hicieron que la crisis fuera más sostenible
o, dicho con más sencillez, permanente.
El problema era que el comunismo y el capitalismo, o si lo
preferís, el capitalismo como crisis y su crítica comunista, nunca han
alcanzado un punto de exclusión mutua radical sino que, al contrario, se han
ayudado mutuamente en momentos de crisis.
¿Por qué habríamos de olvidar que fue precisamente el
capital estadounidense el que ayudó a la Rusia bolchevique a recuperarse de la
destrucción que provocó la guerra civil? ¿Por qué olvidar el papel que jugó el
arte en esta historia? Los soviéticos, como bien se sabe, intercambiaron
algunas de sus obras de arte más preciosas y también más caras, principalmente
pinturas francesas del siglo XIX, por nueva tecnología industrial proveniente
de Estados Unidos. En nuestra jerga liberal lo llamaríamos hoy una perfecta win-win
situation, un negocio en el que todos ganan. Una de las partes se
desprendía de lo que consideraba entonces insignificante e históricamente
obsoleto, es decir, del arte burgués, mientras que la otra podía expandir sus
mercados, crear empleo y consiguientemente estabilizar la situación social,
pacificar a su clase trabajadora, o sea: evitar su crisis.
Esto fue posible no porque, como muchos estúpidos
anticomunistas piensan hoy, los bolcheviques fueran primitivos que no podían
reconocer el valor real de las obras de arte que poseían. Lejos de eso, sabían
muy bien, de acuerdo con una lógica puramente capitalista, cuál era el valor de
mercado de estas obras. Las manejaron estrictamente como mercancías. Pero esto
fue posible sólo después de que estas obras fueran artísticamente devaluadas,
después de haber perdido su valor artístico como consecuencia de una auténtica
crítica artística. Fue en efecto el arte de vanguardia el que afirmó la crisis
del arte tradicional y —de acuerdo con lo que hoy entendemos puramente como
historia del arte— criticó radicalmente todas esas pinturas francesas
destruyendo su valor artístico. Más aún, era la propia vanguardia la que
necesitaba ahora fábricas y masas trabajadoras —con el fin de articular sus
principios y producir sus propios valores artísticos— en lugar de museos y
depósitos en los que almacenar sus obras de arte, que eran presentadas a un
público al que esas obras ni le importaban ni le gustaban. ¿Y quién podía
proveer las fábricas y la clase trabajadora necesaria? La tecnología industrial
estadounidense, esto es, el capitalismo.
Es un maravilloso ejemplo de cómo tanto la crisis y la
crítica del capitalismo como el arte pueden trabajar juntos de forma exitosa
con el fin de producir... ¡la normalidad!, por supuesto en un marco general
capitalista.
Otro ejemplo de cómo el capitalismo y el comunismo pueden
funcionar en armonía es, sin duda, la China de hoy. Traduciendo la realidad a
la dialéctica de la crisis y su crítica, diríamos que son las reglas de una
crítica institucionalizada del capitalismo, esto es, las reglas del Partido
Comunista chino, lo que hoy facilita que la crisis del capitalismo sobreviva,
es decir, que siga existiendo. No sólo abriendo el mayor mercado del mundo al
capital global multinacional, sino también proveyéndolo de mano de obra barata
y altamente disciplinada.
Esto no ocurre, como muchos piensan, porque los comunistas
chinos de hoy hayan traicionado los principios de la idea comunista, esto es,
porque hayan dejado de criticar el capitalismo para comenzar a mejorarlo. No
han traicionado a Mao. Por el contrario, se aferran fielmente a su verdadero
legado. Permitidme citar de nuevo al presidente cuando, hablando de la
necesaria autocrítica, abogaba por la necesidad del sacrificio personal:
«¿Podemos nosotros, los comunistas chinos, que nunca vacilamos ante el
sacrificio personal y estamos siempre dispuestos a dar nuestra vida por la
causa, dudar en descartar cualquier idea, punto de vista, opinión o método que
no sea adecuado para las necesidades del pueblo? ¿Podemos permitir que el polvo
político y los gérmenes ensucien nuestras caras limpias o coman en el interior
de nuestros organismos sanos? ¿Puede haber algún interés personal que no
sacrifiquemos o algún error que no descartemos?».
Recordemos, los famosos juicios-farsa estalinistas nunca
hubieran sido posibles sin la institución de la autocrítica y del sacrificio
personal. Como bien sabemos hoy, fueron introducidos en los inicios de los años
treinta, precisamente en el momento en que la colectivización comenzó a traer
resultados catastróficos, esto es, cuando la sociedad soviética entró en una
crisis profunda. Fue la autocrítica lo que ayudó entonces a proyectar esta
crisis hacia un exterior, a presentarla como efecto de la subversión externa,
el trabajo de espías y de agentes imperialistas. Era por tanto totalmente
comprensible que la institución tuviera que ser limpiada de todos esos
«gérmenes y parásitos» que comían en el interior del organismo sano de la
sociedad soviética.
La crítica —bajo la forma de autocrítica comunista— fue
utilizada (o abusada, si lo preferís) no para revelar la crisis y sus
antagonismos e intervenir en ella (lo que hubiera constituido un acercamiento
marxista clásico) sino, por el contrario, para ocultarla y de esta manera convertirla
en permanente, esto es, para transformar o traducir la crisis en una suerte de
normalidad.
Esto es típico en la situación actual: ni somos capaces de
experimentar nuestro tiempo como crisis, ni intentamos devenir sujetos mediante
el acto de la crítica.
En tiempos de la modernidad clásica, la crisis siempre se
experimentaba como una posibilidad concreta de ruptura y la crítica como la
ruptura en sí misma. Hoy, obviamente, ya no somos capaces de realizar esta
experiencia. Ya no hay ningún tipo de experiencia de interacción entre crisis y
crítica.
No se puede ignorar sin más la advertencia de Giorgio Agamben: que una
de las experiencias más importantes de nuestro tiempo es el hecho de que no
somos capaces de extraer de él ninguna experiencia. El resultado es una crítica
permanente ciega ante la crisis y una crisis permanentemente sorda frente a la
crítica; en suma: ¡una armonía perfecta!
[1] Véase
Reinhart Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Rialp,
1965 Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
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