Nos encontramos en un momento histórico en el
que está comúnmente aceptada una suerte de relativismo artístico por el
cual "cualquier cosa puede ser una obra de arte". Esta concepción parte
del hecho de que no existe una esfera objetiva a la que acudir en caso
de polémica en torno a un objeto del que hemos de discernir si es arte o
no, para concluir que un estado de cosas cualquiera puede ser una obra
de arte. El conocido y reconocido crítico norteamericano Arthur C. Danto
cuestiona la posición en la que se encuentra la crítica de arte con la
siguiente pregunta: "¿Qué significa vivir en un mundo en el que
cualquier cosa puede ser una obra de arte?" (Arthur C. Danto, "Arte y
significado").
Partiendo del hecho de que hoy las obras de arte
ya no se pueden "dar por tácitamente reconocibles y distinguibles de
otras cosas", de que eso que las convierte en arte "no es algo visible
al ojo", Danto responde a su pregunta argumentando que ser crítico en un
mundo en el que cualquier cosa puede ser arte "es inventar una crítica
adecuada para un objeto, sea o no una obra de arte (...). Es imaginar lo
que el objeto podría significar si fuera el vehículo de una declaración
artística". Aun compartiendo los presupuestos de los que Danto parte
para su argumentación, creo que esta respuesta que ofrece entra en
abierta contradicción con otra que articula y que localiza la
"artisticidad" de una obra en su "significado", donde "significado" se
entiende como el contenido de las obras de arte, aquello sobre lo que
son y encarnan [ 1 ] .
Pretendo, por un lado, matizar las conclusiones
habituales del relativismo artístico -estableciendo una comparación con
otro relativismo, el moral- y por otro, abocetar el marco de relaciones
en el que encuadrar la búsqueda -más bien construcción- del significado
de las obras de arte (de cada una), cuya explicitación, afirma Danto,
"es tarea de la crítica". Pretendo responder a la pregunta planteada por
Danto con la misma respuesta que él articula -que sitúa la
"artisticidad" de una obra en su significado-, pero entendiendo éste de
una manera completamente distinta, no como algo que está detrás de la
obra, sino como algo que hay que construir en una tarea que es grupal.
Para este objetivo, me ayudaré de la guía del
filósofo norteamericano Richard Rorty en la medida en que considero que
la crítica de arte ha de ser "racional" en el sentido pragmatista del
término.
A riesgo de adelantarme a mi argumentación, quiero recordar que
para los pragmatistas racional "designa un conjunto de
virtudes morales" y "significa algo más cercano a civilizado que a
metódico" (Richard Rorty, "La ciencia como solidaridad", en: Objetividad, relativismo y verdad ).
La elaboración de un concepto de racionalidad así entendida tiene como
objetivo inmediato la sustitución de la idea de "verdad" (verdad como
correspondencia con los hechos [ 2 ]
) por la de "acuerdo no forzado". Aplicado esto a nuestro terreno, la
cuestión sobre el significado de las obras de arte queda desplazada de
un plano metafísico (en el que nos veríamos obligados a dar continuas
vueltas a la irresoluble cuestión de cómo "la obra encarna su
significado", que decía Danto), a un plano, se podría decir, "político",
en la medida en que el objetivo de la crítica de arte no sería tanto
explicitar el verdadero contenido o significado de la obra de
arte, sino más bien conseguir en torno a esa cuestión "una mezcla
adecuada de acuerdo no forzoso con desacuerdo tolerante" (R. Rorty) -lo
cual es señalado por algunos filósofos como el objetivo de la política-.
De ahí el título de este texto, que parafrasea al conocido artículo de
John Rawls, "La justicia como equidad política, no metafísica".
Se puede negar la posibilidad real de una
fundamentación última y definitiva de los derechos humanos y no obstante
afirmar la necesidad de la formulación de los mismos, y,
consecuentemente, exigir que se establezcan las medidas necesarias para
su escrupuloso cumplimiento por parte de todas las personas (más allá de
que crean o no en tal carta de derechos). En el mismo sentido, podemos
negar categóricamente que exista algo así como una esfera objetiva de
valores morales que dé estatuto de Verdad a nuestros valores y no entrar
en contradicción con esta creencia cuando nos indignamos moralmente
ante las atrocidades cometidas, por ejemplo, por los nazis.
La creencia
en la imposibilidad de la fundamentación última de los propios valores
no conlleva necesariamente que uno no los defienda hasta las últimas
consecuencias. Simplemente se trata de la convicción de que no existe
una esfera objetiva a la que remitirse en el caso de que dos sistemas de
valores entren en contradicción, sin que esto nos obligue a una
inacción ética, sin que nos impida nuestras reacciones naturales ante lo
que privadamente entendemos por inmoral o injusto, y, sobre todo, sin
que deslegitime en ningún sentido nuestros valores personales (como se
empeñan en afirmar ciertos tutores de la salud moral). Una cosa es que
creamos en que nuestros valores no pueden ser demostrados como
Verdaderos y otra cosa es que no creamos en ellos.
De la misma manera, el hecho de que podamos
compartir el relativismo artístico que declara que en principio todo
puede ser arte no implica necesariamente que no podamos emitir juicios
de valor sobre las obras que contemplamos. Dicho de otro modo, el hecho
de que no podamos remitirnos a un criterio único de distinción entre lo
que es y lo que no es arte no implica que no podamos exponer con total y
absoluta franqueza lo que nosotros consideramos artísticamente "bueno" o
"malo", y que, consecuentemente, intentemos convencer de ello a quien
podamos. Todo lo contrario. También aquí podemos afirmar la
imposibilidad fundamental de demostrar de manera definitiva nuestra
concepción privada del arte como la buena o verdadera y, al mismo
tiempo, creer en que eso que nos permite "experimentar el milagro del
mundo, descubrir la divinidad en el cosmos, y en otro hombre" [ 3 ] o eso que hace "que el mundo no sea habitable solo para los imbéciles" [ 4 ] es verdaderamente arte; eso y no otra cosa .
No puede ser de otra manera. Al fin y al cabo,
quienes nos hemos acercado al mundo del arte tenemos nuestros motivos,
nuestras convicciones. Cada vez que cruzo la puerta de una galería,
ansío vivir algo parecido a lo que experimenté cuando por primera vez
tuve delante el retrato que Giacometti hizo de su hermano y que cuelga
en las paredes del Museo Guggenheim Bilbao, o a lo que siento con obras
de Klee, Mondrian, Magritte, Calder, Hopper, Chema Madoz y tantos otros
(entre los que destaca aquélla que me ha enseñado todo lo que sé de arte
-y todo lo que ansío-, y que me ha criado entre sus cuadros, ayudándome
a comprender las motivaciones de aquel que no desespera en la búsqueda
de algo más que lo meramente cotidiano). De la misma manera, cada vez
que comienzo a leer un libro, espero encontrar en sus páginas al menos
una línea, al menos una palabra, que despierte en mí algo aunque sea
lejanamente cercano a lo que me enseñaron mis héroes Camus, Dostoievski,
Arlt, Girondo, Kundera, Neruda, Kapuscinski, Calvino y, por qué no
decirlo, también Nietzsche, Feyerabend, Lévinas o Patxi Lanceros
(quienes me han ayudado a sentir lo que es la filosofía ).
Pero incluso dando un paso más, me atrevo a
afirmar que del hecho de que un criterio tal como el que hemos descrito
no exista no se infiere que no podamos elaborarlo y establecer las
medidas necesarias para hacerlo efectivo. Algo que, de hecho, ya sucede
en los espacios privados -léase galerías-, donde nadie acude,
relativismo en mano, a acusar a sus gestores de exponer solamente un
determinado tipo de arte y no otro, ya que, se supone, tienen toda la
libertad de hacerlo, más allá de que hoy cualquier cosa pueda ser arte.
En la misma medida, creo que el crítico de arte, a título individual, no
tiene por qué esconder su concepción privada de lo que es el arte -o lo
que debe ser-.
Tampoco tiene por qué dejarla entre paréntesis a la hora
de abordar una crítica, en pro de una búsqueda quimérica de una
supuesta objetividad, entendida como compromiso con los hechos (con la
obra). Tal gesto supondría, por un lado, una falsificación de la propia
naturaleza (epistemológica) de la disciplina (debemos abandonar ya de
una vez para siempre el supuesto horizonte de verdad) y, por otro, un
menoscabo a la propia obra que se juzga (en la medida en que se pretende
juzgar desde arriba ). Como bien afirma Rorty, "el erróneo intento de
ser ‘científico' es una confusión entre un recurso pedagógico -el
recurso de resumir el resultado de la propia narrativa en pequeñas
fórmulas densas- y un método para descubrir la verdad". Pero esta
renuncia por principio a alcanzar el horizonte de verdad [ 5 ]
-el verdadero significado encarnado en la obra- no implica que se
pueda decir cualquier cosa sobre cualquier obra. Este relativismo que
pone en pie de igualdad la concepción que, por ejemplo, tiene un
profesor universitario de química del proceso de combustión de la
gasolina con la que tiene un brujo de una tribu africana, lo califica
Rorty de "relativismo absurdo" o "relativismo tonto" (en nuestro caso,
las dos concepciones que podríamos enfrentar son la de, por ejemplo, un
experimentado crítico con la de una persona que se acerca por primera
vez a una galería).
Su máximo exponente sería el filósofo de la ciencia
Paul K. Feyerabend (aunque yo, ciertamente, no creo que las críticas del
ácido Feyerabend al método científico sean tan alegremente
desechables). Para Rorty, la idea de que ambas concepciones enfrentadas
están en pie de igualdad significa "epistemológicamente en pie de
igualdad", lo que supone una "afirmación verdadera, pero trivial", en la
medida en que si están o no en pie de igualdad "lo dirá el tiempo, no
la epistemología", ya que eso depende de que alcancemos o no un acuerdo
"sobre si un conjunto particular de desiderata se ha satisfecho o no".
Esto supone un giro importante, en la medida en
que, de este modo, las ciencias no se distinguirían entre las que versan
sobre "hechos duros" -ciencias naturales- y "hechos blandos" -ciencias
humanas-, sino que se establece la "aproblemática distinción sociológica
entre ámbitos en los que el acuerdo no forzoso es relativamente
infrecuente y ámbitos en los que es relativamente frecuente" (R. Rorty).
La crítica de arte sería de los ámbitos del primer tipo y, para Rorty,
solo se distinguiría de otras disciplinas del saber, como la física o la
paleontología, en la medida en que "algunas instituciones parecerán
internamente más diversas, más complejas, más polémicas en relación con
los desiderata finales que otras".
Ante una concepción así de las disciplinas del
saber humano surgen dos escollos, principalmente. El primero de ellos,
evocado por los cientificistas, insiste en la separación entre "hechos
duros" y "hechos blandos" ("terrones" y "textos" en la terminología
rortyana), argumentando que, en cualquier caso, existen hechos sobre los
que solamente cabe una única interpretación. Dicho de otro modo,
"cuando el químico afirma que el oro no es soluble en ácido nítrico, se
acabó la historia" (R. Rorty). Para los pragmatistas, sin embargo, esta
distinción crea más problemas de los que resuelve (este es el argumento
principal para desecharla), y la única diferencia que hay entre ambos
tipos de hechos "está entre las reglas de una institución (la química) y
las de otra (la crítica)" (R. Rorty). Esto es, la diferencia entre
ambas disciplinas, química y crítica de arte, no estribaría en que una
encuentra "mayor resistencia de la realidad", mientras que en la otra
cabe cualquier cosa, sino que residiría en que los miembros de la
"comunidad de indagación" de los químicos han llegado a un mayor
consenso en torno a las reglas que rigen su juego que el que han
conseguido los miembros de la comunidad artística.
El segundo escollo que una concepción tal ha de
solventar es consecuencia del primero, y se puede formular
sencillamente: ¿acuerdo no forzado entre quiénes? ¿Quiénes forman esa
"comunidad de indagación"? ¿Cómo se legitima el interlocutor válido en
estos ámbitos? El filósofo norteamericano es en este punto contundente
y, a la vez, todo lo ambiguo que puede: "Por supuesto, la respuesta es
[acuerdo entre] ‘nosotros'". Pero esta respuesta es vacía, ya que Rorty
la reconoce como abiertamente etnocéntrica, pero después la matiza
afirmando que "siempre podemos ampliar ese alcance del ‘nosotros'
considerando a los demás pueblos o culturas como miembros de la misma
comunidad de indagación que nosotros -tratándolos como parte del grupo
dentro del cual se busca un acuerdo no forzado-".
Desde mi punto de
vista, esto es lo mismo que no decir nada. Y lo es en cuanto que podemos
entender que los consensos dentro de la institución de, por ejemplo, la
química no competen a todo el mundo. Dicho de otro modo, la "comunidad
de indagación" que componen los químicos no atiende a las proposiciones y
sugerencias de todo aquel que se presente como tal. La pregunta es:
¿habría de hacerlo?, ¿habría la comunidad de químicos de atender a las
sugerencias de cualquiera que se autonombrara, sin más, como "uno de
nosotros"?
Creo que la tentación natural es la de responder
negativamente a estas preguntas y afirmar que los químicos no tienen
por qué asumir las sugerencias sobre su campo de conocimiento realizadas
por cualquiera. Al contrario, para que nuestras sugerencias sean
siquiera tenidas en cuenta, se nos exige, entre otras cosas, la
utilización de un determinado lenguaje común y la aceptación de una
serie de reglas mínimas de funcionamiento (como, por ejemplo, no
recurrir continuamente a los preceptos de teorías ya clausuradas).
Planteemos ahora la pregunta dentro del ámbito
de la crítica de arte, y de su campo de conocimiento: el arte
contemporáneo. ¿Cómo delimitamos ese "nosotros"? ¿Dónde establecemos los
límites que configuran nuestra comunidad de indagación? Dicho de otro
modo, ¿ha de atender la crítica a cualquier sujeto que se autodenomina
artista o crítico? O, más bien, ¿se ha de exigir a quien pretenda formar
parte de nuestra comunidad de indagación la utilización de un
determinado lenguaje común y la asunción de una serie de reglas mínimas
de funcionamiento (como, por ejemplo no evocar continuamente los
preceptos de movimientos ya clausurados)? La cuestión así planteada, en
nuestro campo, no parece a primera vista muy distinta.
Para exponer adecuadamente esta cuestión, hemos
de volver a considerar el relativismo que evocábamos al comienzo de
este artículo, y que rezaba que "cualquier cosa puede ser una obra de
arte". Esta consideración es una conclusión que surge de un hecho, que
señala Arthur C. Danto, según el cual "no podemos definir las obras de
arte en términos de ciertas propiedades visuales particulares que
deberían tener. No hay imperativos a priori sobre el aspecto de las
obras de arte, sino que pueden parecer cualquier cosa" ( Después del fin
del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia , Paidós,
1999). Así planteada, la cuestión parece un problema, en la medida en
que el objeto principal de estudio de nuestra disciplina parece no poder
delimitarse. Sin embargo, el problema se disuelve, como se disuelve el
terrón de azúcar en el café, en el preciso momento en que convenimos que
el aspecto visual de la obra de arte solamente es una dimensión de la
misma, y en ocasiones ni siquiera la más importante -como sucede, por
ejemplo, en los ready-made de Duchamp-. Esto es, la obra de arte no se
agota en su dimensión visual; va más allá del plano físico. Por ello,
cuando el crítico se enfrenta a un objeto determinado, ha de atender a
ese aspecto que va más allá. Y ese aspecto que va más allá es la razón
de ser de la obra, su significado.
Pero no es algo que esté dado; no
está, como decía Danto, "encarnado en la obra", sino que es algo que
nosotros -con nuestras narrativas- le damos. Además, nunca se cierra, no
es definitivo, y está en continuo devenir. Este "devenir del
significado" comienza en el mismo instante en que el artista da por
terminada la obra y ésta, por decirlo de algún modo, deja de ser algo
que solo le compete a él (la "obra abierta" de Umberto Eco). De este
modo, más que rastrear el significado, la tarea de la crítica es la de, a
título individual y en un primer movimiento, construirlo , proponerlo,
para, en un segundo momento -en una tarea ya grupal, de la comunidad de
indagación-, consensuarlo .
Un ejemplo válido y aprovechable para entender
el devenir del significado de las obras de arte y la construcción
consensuada del mismo, lo encontramos en cómo los humanos hemos
convivido con los vestigios de las civilizaciones que nos precedieron,
con nuestro pasado. Cualquier cultura que haya tenido en su hábitat
restos arqueológicos de alguna anterior, ha realizado una labor de
(re)interpretación de éstos con base en los presupuestos de su propia
cosmovisión. Y no siempre esta interpretación ha desembocado en una
buena convivencia con el pasado. Por ejemplo, los cristianos de la Edad
Media aborrecían las ruinas de la antigua Roma, en la medida en que sus
relatos comunitarios señalaban el Imperio Romano como la reencarnación
del mal en la tierra. Esto conllevó durante siglos la desidia de las
autoridades en lo que respecta a los edificios emblemáticos de la
ciudad, cuando no su agresión directa, llevada incluso al extremo del
derribo. Históricamente, la actitud más generalizada ha sido, no
obstante, la de asumir las obras en la nueva cosmovisión,
rebautizándolas mediante su utilización para los nuevos ritos (los
templos paganos convertidos en iglesias serían un ejemplo).
La población
también ha contribuido de modo importante al devenir del significado de
los vestigios arqueológicos mediante la creación de todo tipo de
leyendas, cuentos y relatos en torno a unas ruinas que había que
explicar. Rastrear estos relatos, las sucesivas lecturas que el hombre
ha hecho de sí mismo, es un ejercicio fascinante que nos lleva a meditar
inevitablemente sobre el lugar que el ser humano ocupa en su propia
historia, sobre el lugar que cada uno ocupa en eso que llamamos
"humanidad". Aunque me tienta el hacerlo, no voy a extenderme en
ejemplos. Lo único que quiero señalar es que no podemos pensar que la
lectura que nosotros realizamos de nuestro pasado sea la verdadera
(aquella que se corresponde con los hechos); ni siquiera que sea "la
mejor de las posibles".
Tampoco tenemos razones para pensar que la
visión que proyectamos de nuestro presente, en el arte contemporáneo,
sea la verdadera ni la mejor. Sin duda alguna, con el correr de los años
adquiriremos una perspectiva histórica que hará que nuestra visión del momento artístico presente varíe. Pero, ¿qué es eso que llamamos
"perspectiva histórica"? Desde mi punto de vista, no es sino el filtro
que el tiempo impone sobre las diversas lecturas que se han realizado
acerca de un momento histórico, tendiendo a agrupar en un solo y
coherente relato a aquellas que coinciden en los puntos fundamentales, y
haciendo desaparecer paulatinamente las que discrepan en los mismos.
Estas lecturas diversas suponen diferentes construcciones de significado
en torno a las obras de arte, que, en muchos casos, poco o nada tienen
que ver con la intención primera del artista o con la lectura inmediata
de la crítica. Algunas de ellas irán cogiendo peso, mediante consensos, y
poco a poco irán formando un fondo de significado de la obra, que las
sucesivas interpretaciones de la misma no podrán obviar -en la medida en
que la obra ya no será separable de ese fondo-.
De este modo, en un
determinado momento, se pondrá fin a la suma indiscriminada de
significados, haciéndose valer la sentencia de que "no todo se puede
decir de cualquier cosa". En este sentido, y desde el análisis que
anteriormente hacíamos a partir de Rorty, la diferencia entre la crítica
y la historia del arte estribaría básicamente en que, en la segunda, el
nivel de consenso logrado es mayor.
Lo que sí parece claro, no obstante, es que la
perspectiva histórica no se alcanzará si cada uno de los miembros de la
comunidad de indagación no se libera de la inacción crítica a la que
pretende llevarnos ese relativismo mal entendido del que tratábamos
anteriormente. De este modo, cada miembro de la comunidad de indagación
ha de declarar abiertamente su opinión sobre los objetos y cuestiones en
torno a los cuales se tratan. Esto decir, asumir por principio el
relativismo artístico no implica, tal y como decíamos antes, que no
podamos emitir nuestra opinión sobre las obras de arte y,
consecuentemente, aspirar a que esa opinión sea tenida en cuenta -y sea
tenida en cuenta más que otras- y pretender que a la misma se sumen más
personas (esto es, que nuestra opinión devenga "crítica"). El innegable
relativismo de las formas en arte no es, pues, una especie de cláusula
wittgensteiniana que obligue a callarse. Al contrario, cuanto más nos
empeñemos en señalar el relativismo, mayor sentido tendrán dentro de
nuestra comunidad de indagación las opiniones enfrentadas. Yo defiendo
una crítica abierta, en la que cada uno pueda exponer su "concepción
privada de lo que es el arte", e intentar hacer partícipes de la misma a
cuantos crea conveniente.
En la medida en que cada uno, o cada grupo,
consiga más aceptación de sus propuestas, la comunidad de indagación
dirigirá su mirada hacia un lado u otro. En este sentido, la
construcción del significado de las obras y, por ende, del significado
de lo artístico, es algo muy cercano a cómo se delimita lo justo. No
podremos consensuar una idea de la justicia si no entran en juego las
diferentes concepciones que de la misma tengamos todos. La construcción
de la idea de lo justo es una cuestión de la colectividad que está en
continuo devenir y se entiende como una eterna búsqueda colectiva, una
tarea que tiende al infinito (la justicia absoluta sería un horizonte
inalcanzable, pero al que nunca se debe renunciar). Una búsqueda tal
supondría un encuentro, en el que cada uno libremente exponga sus
posiciones, más allá de que creamos o no en la posibilidad de que la
indagación llegue algún día a converger en un único punto, en palabras
de Rorty, un "‘encuentro libre y abierto' -el tipo de encuentro en el
que la verdad [ 6 ] no puede dejar de triunfar".
Sirva, pues, este artículo como apología de la
crítica y de su función en el momento actual. Una apología, además, que
quiero extender, sobre todo, a la crítica "dura", aquélla que censura
sin remilgos lo que considera que no posee valía artística. El crítico
no debe evitar bajo ningún concepto la polémica (con el artista, con
otros críticos, con el público), y debe hacer suya la máxima de
Heráclito, pues precisamente en esa polémica reside el sentido de su
labor. Me viene a la cabeza el ejemplo de cierto crítico de arte que ha
sido sistemáticamente reprobado por su enfrentamiento con un determinado
artista, cuando probablemente sus textos han servido más de acicate
creativo para este artista que los halagos gratuitos de toda la corte
real de trasnochados seguidores que en vida tuvo (quienes nunca se
atrevieron a llevar la contraria "al genio" y ahora, tras su muerte,
obvian sus indicaciones sobre el trato a sus obras, exponiéndolas en
espacios que explícitamente éste declaró aborrecer).
No solo creo que aquel crítico hizo bien en dar a
conocer sus ideas, sino que incluso estoy convencido de que tenía la
obligación -moral- de hacerlo así. Si existe alguna actitud realmente
censurable en la crítica de arte, ésta es la del halago gratuito, la de
dotar a la obra de una validez que no entendemos, la de fingir ante ella
una emoción que no existe. Hay otras actitudes que hacen daño a nuestra
disciplina, pero ninguna de ellas hace tanto mal como el halago
sistemático que tan bien se les da a quienes perdieron hace tiempo la
facultad de emocionarse verdaderamente ante los productos de la
creatividad humana.
NOTAS
[ 1 ]
. La cita textual es: "Argumentaba, en primer lugar, que las obras de
arte siempre son sobre algo y que, por consiguiente, tienen un contenido
o un significado; y, en segundo lugar, que para ser una obra de arte
algo tiene que encarnar su significado". Arthur C. Danto, "Arte y
significado", en: La Madonna del futuro. Ensayos en un mundo del arte plural , Barcelona, Paidós, 2003.
[ 2 ]
. Para Rorty, "la verdad como correspondencia con la realidad" es una
metáfora que está gastada y que no se puede hacer efectiva". Richard
Rorty, en: Objetividad, relativismo y verdad , Barcelona, Paidós, 1996.
[ 3 ] . Zagajewski, Adam. En la belleza ajena . Valencia. Pretextos. 2003.
[ 4 ] . Parafraseando a Aldo Pellegrini, en "Para contribuir a la confusión general", Buenos Aires, Leviatán, 1987.
[ 5 ] . Más bien, esta negación de que tal horizonte exista. Quizá la metáfora certera sería la de un espejismo.
[ 6 ]
. Aquí la "verdad", claro, debe interpretarse en el sentido pragmatista
del término, es decir, "como aquello que nos es bueno creer".
[ 7 ]
. The exact quote is: "I argued, in the first place, that works of art
are always about something and that, therefore, they have a content or a
meaning; and, in the second place, that for something to be work of art
it has to embody its meaning". Arthur C. Danto, "Art and Meaning," in: The Madonna of the Future: Essays in a Pluralistic Art World , Barcelona, Paidós, 2003 (Translated into English from the Spanish version).
[ 8 ]
. Rorty considers that "the truth as an equivalent of reality" is a
hackneyed metaphor that cannot become effective." Richard Rorty, in: Objectivity, Relativism and Truth , (Spanish Ed.) Barcelona, Paidós, 1996.