Dr. Miguel Á. Hernández-Navarro Universidad Católica San Antonio de Murcia
Joel Peter Witkin
Resumen
Existe
en el arte reciente una desmedida pasión por lo real. Una fascinación
que se presenta bajo un rostro janeiforme: por un lado, como un intento
de subversión y transgresión de las reglas del contexto artístico para
llegar al mundo real, y, por otro, como una tentativa de abolir las
reglas sociales para llegar a un estadio preedípico más allá de la ley
y la cultura. Si se observa bien, estos dos modos de presentación de lo
real coincidirían, en primer lugar, con una suerte de «pasión por la
realidad», la esfera de las cosas y la experiencia del mundo de vida,
tal y como fue intuida por Michel de Certeau ( L'Invention du
quotidien. París, Gallimard, 1990); y, en segundo, con la desmedida
«pasión por lo real» del siglo XX atisbada por Alain Badiou, para quien
lo Real, en sentido lacaniano, es aquello que «fractura» la realidad
para poner «las cosas en su lugar » ( El siglo . Buenos Aires,
Manantial, 2005). Aun a riesgo de simplificar demasiado, podríamos
decir que lo real aparece en el arte contemporáneo de dos maneras no
tan radicalmente opuestas como se podría pensar a primera vista: como
un intento de presentar la realidad más allá del arte, y como un
intento de presentar lo real del sujeto más allá de la cultura. Dos
movimientos de alejamiento. El primero pretende bajarse del arte para
entrar en la vida cotidiana, y el segundo, bajarse del mundo real para
penetrar en lo que hay más allá de las convenciones culturales.
En
este breve ensayo, me gustaría plantear algunas cuestiones referentes a
estos dos modos de lo «real», nunca con la intención, ni mucho menos,
de sentar cátedra, sino, más bien, con la de trazar algunas posibles
líneas fuga para posteriores trabajos más extensos y sosegados. Pasaré,
eso sí, un poco de puntillas sobre la «pasión por la realidad», para
tratar con mayor énfasis el arte de lo Real, intentando proponer, a la
luz de la idea de «antivisión» y del concepto freudiano de «lo
siniestro», una mirada alternativa –complementaria – a las prácticas
artísticas analizadas por Hal Foster en su célebre El retorno de lo
real .
La pasión por la realidadUna
de las ideas esenciales del Voto de Castidad del manifiesto Dogma95,
enunciado por Lars von Trier y Thomas Vinterberg, era una «regreso a la
realidad» que sacara al cine de las convenciones a las que había
llegado el oficio, en una especie de vuelta de tuerca al cinema-verité
de los sesenta: «queremos la verdad, queremos fascinación y sensaciones
puras e infantiles, como las que uno experimenta en cualquier arte
verdadero». Si se observan las prácticas artísticas contemporáneas
–prefiero no citar nombres porque cualquier nómina de artistas sería
ridícula e incompleta–, la emergencia del documentalismo, la acción
política, las estéticas relacionales, la atención al contexto
específico, en definitiva, el alejamiento de la ilusión, podríamos
afirmar sin ningún tipo de complejos que nos encontramos en la era de
un art-verité. Un arte de la realidad que pretende alejarse del mundo
del arte para acercarse al mundo real, al espectador real, un arte de
la vida cotidiana que se eleva sobre el mandato de la experiencia y el
acercamiento a las cosas mismas. Un arte realmente que, si volvemos a
la concepción benjaminiana del aura como aquello que alejaba lo
cercano, deberíamos calificar de «postaurático» en todo su sentido. El
fin de la representación, del alejamiento; el inicio de una nueva era
de lo cercano, la era de la presencia real. Un momento que contrastaría
con el pretendido fin de la realidad predicado por las estéticas
posmodernas. Observa Paul Ardenne ( Contemporary Practices: Art
As Experiencie , París, Dis-Voir, 2001) que el artista de hoy ya no
siente la necesidad de crear mundos, revertiendo la célebre definición
del arte de Nelson Goodman como «maneras de hacer mundos». Las
prácticas contemporáneas que juegan con esta pasión por la realidad se
alejan del idealismo artístico y atienden al mundo como algo ya creado
sobre lo que es necesario actuar, intervenir y observar. En este
sentido cabría entender la idea de postproducción , enunciada
recientemente por Nicolas Bourriaud ( Postproducción. Buenos Aires,
Adriana Hidalgo, 2004), según la cual todo está dado ya de antemano y
al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino
entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made . Si la
teoría del arte de lo Real parece haber tenido una mayor repercusión en
Norteamérica, esta pasión por la realidad parece propia del contexto
europeo y, por contaminación, del latinoamericano, tanto en la práctica
como en la crítica. Seguramente la mejor aproximación hasta el momento
es la realizada por Paul Ardenne, quien ha definido esta mirada a la
realidad y la experiencia real del arte contemporáneo bajo el término
de «arte contextual» ( Un arte contextual . Murcia, Cendeac, 2006): una
serie de estrategias, prácticas y experiencias artísticas alejadas de
la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la
mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, desde
finales de los años cincuenta y hasta la actualidad –si bien los
orígenes se rastrean en el realismo de Courbet–, pretenden acercar lo
máximo posible el arte a la realidad bruta, situándose respecto a ella
en situación de acción, interacción y participación. El artista
contextual borra la línea que lo separa del público e interactúa con
éste, convirtiéndose en un actor social implicado, creando en
colectividad y subvirtiendo, por tanto, la concepción de artista
individual. A diferencia de dicho artista, el contextual no se sitúa
fuera de la realidad para mostrarla a los demás, sino in media res, en
medio de ella, viviéndola, experimentándola. Por eso, quizá la palabra
maestra de esta pasión por la realidad sea «copresencia» –habitar con
la realidad–, pero también «actuar pareil et autrement », es decir, con
la realidad, dentro de ella, como un ser entre las cosas, pero de una
manera distinta a la cotidiana, para enseñar, mostrar y, sobre todo,
experimentar otras formas de relación con el contexto. Un contexto que,
aunque tiene como lugar esencial la ciudad, cronotipo mitológico de la
contemporaneidad, también cabe encontrarlo en el paisaje, en la red...
en el espacio público o socialmente significativo, que el artista
trabaja alejándose siempre de la ilustración o el decorativismo para
quedarse con su aspecto vivencial, haciéndose con él en el sentido
entendido por Michel de Certeau al hablar de práctica del espacio . Este
tipo de prácticas, que, si se observa bien, recuperan un cierto
pragmatismo en el sentido teorizado por Richard Shusterman ( Estética
pragmatista. Barcelona, Idea Books, 2002), no son ni mucho menos
nuevas, sino que han sido llevadas a cabo de un modo menos sistemático
sobre todo desde los sesenta, si bien ahora emergen con mayor
profusión, aunque quizá con menos capacidad de subversión, ya que la
institución fagocita todo intento de transgredir sus límites. Nathalie
Heinich, habla, en este sentido, de un triple juego basado en tres
momentos: transgresión, reacción y aceptación ( Le triple jeu de l'art
contemporain . París, Minuit, 1998). El artista transgrede, el
espectador reacciona y el especialista –la institución – acepta. Rainer
Rochlitz, dejando al espectador «fuera de juego», propone una versión
aún más interesante del modo en que la institución asimila sus
transgresiones, al establecer una dinámica de s ubversión y subvención
; sólo dos fases, transgresión y aceptación ( Subversion et subvention.
Art contemporain et argumentation esthétique . París, Gallimard, 1994).
El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino que,
además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una ilusión
de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el artista.
Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí mismo. La pasión por lo RealEn
El retorno de lo real (Madrid, Akal, 2001), Hal Foster utilizó la
noción lacaniana de «lo Real» para codificar una serie de
preocupaciones comunes en el arte, especialmente americano, de los años
noventa. Desde entonces el concepto se ha convertido en un término
maestro de la crítica de arte –en ocasiones, un significante vacío–
utilizado para analizar y examinar un tipo específico de arte que
trabaja con el trauma, lo obsceno y la abyección. Partiendo de una
lectura traumática del Pop Art, en especial de Warhol, Foster agrupó
toda una faz del arte contemporáneo, ejemplificada en artistas como
Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy
o Mike Kelley, bajo la idea de un «realismo traumático» que opera
«desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real
como un evento del trauma». Cuando Foster se refiere a lo Real,
lo hace en el sentido que el término tiene para Jacques Lacan. Aunque
es de sobra conocido, nunca está de más volver sobre el lugar que el
concepto ocupa en el pensador francés. Para Lacan, existen tres
registros o dimensiones – dit-mansions– del sujeto: lo Imaginario, lo
Simbólico y lo Real. Tres estadios o registros sincrónicos y en
constante relación, pero también diacrónicos –Real, Imaginario,
Simbólico–, tanto en la configuración del sujeto como en la propia
enseñanza de Lacan –y no en el mismo orden. A partir de los años
sesenta, Lacan comienza a dejar de lado el pensamiento estructural y la
atención a lo Simbólico para centrarse en el estudio de lo Real como lo
imposible del sujeto, la dimensión inalcanzable de éste. Si lo
Simbólico era el reino del lenguaje, de la ley en tanto que
Nombre-del-Padre, lo Real será lo que escapa a la significación, lo que
está más allá de la ley, antes de que el sujeto se cree como tal. Lo
Real será la prehistoria del sujeto y también aquello a lo que éste
tienda. Como señala Massimo Recalcati ( Il vuoto e il resto. Il
problema del Reale in Lacan , Milán, CUEM, 2001), no hay una teoría
lacaniana de lo Real, porque lo Real excede a cualquier teorización; es
el punto ciego del lenguaje, la barra que divide al sujeto en dos, el
antagonismo esencial que hace que siempre seamos dos en lugar de Uno. Esa
dimensión de lo Real es también denominada por Lacan das Ding , la
Cosa, el vacío primordial que se encuentra fuera del lenguaje, y que,
precisamente, por estar «más-allá-del-significado», no puede ser
simbolizado. Es ese real de la Cosa lo que sustenta al sujeto, el
centro ausente en torno al cual éste gira sin cesar, aquello que aquél
persigue, el objeto causa del deseo, el lugar de la jouissance suprema
a la que aspira el sujeto. Sin embargo, ese goce supremo –que sería
mejor traducir como gozo , casi en el sentido del éxtasis de la
mística– es siempre inalcanzable, puesto que está regulado por el
principio del placer, esa barrera inaccesible que hace que el sujeto
literalmente «se tuerza» al llegar a él y se encuentre en el otro lado.
Es el vacío insalvable frente al que el sujeto siempre está o demasiado
cerca o demasiado lejos. La Cosa es la extimidad ( extimité ) del
sujeto. Su ausencia centrante, la oquedad que sostiene la estructura
borromeica del Real, Simbólico, Imaginario. Lo Real, en palabras
de Lacan, es «lo que vuelve siempre al mismo lugar», si bien cada vez
de un modo diferente. Por tal razón sólo puede ser repetido y nunca
representado. Su repetición es lo que retorna, y su encuentro produce
en el sujeto un cortocircuito, una ansiedad y angustia traumática. Un
goce que quema, inaccesible por la misma preservación impuesta por el
principio del placer. Cuando el sujeto se acerca demasiado al goce de
das Ding , literalmente se desmonta, se de-sujeta. Y eso es lo que,
según Foster, sucede en cierto arte postmoderno que literalmente
intenta penetrar en lo Real. Uno de los elementos claves de la
argumentación de Foster es la vinculación entre el arte excesivo de lo
abyecto, lo traumático y lo obsceno con la mirada tal y como es
concebida en el esquema perceptivo enunciado por Jacques Lacan en su
Seminario XI. Para Foster la clase de arte mencionada anteriormente
rasga o sugiere que la pantalla-tamiz , el lugar donde sucede el
armisticio entre el sujeto y la mirada, está rasgada, y por esa
pantalla rasgada penetra lo Real. Por tal razón este tipo de arte se
alejaría de la concepción lacaniana del arte en tanto que doma-ojo y
trampa para la mirada. En lo que sigue me gustaría sugerir que el
arte que Foster observa como una «llamada de lo Real» y un intento de
acercamiento a lo preedípico por medio del exceso, lo obsceno y la
abyección, presenta tan sólo una cara de la moneda. Frente a la
estrategia de lo excesivo, podemos encontrar un arte silente, oculto y
desaparicionista; un arte que parece dejar de lado el componente
visual, quitando, reduciendo, ocultando o haciendo desaparecer todo
cuanto hay para ver. Frente el exceso-excedente del arte de las sobras
–ése es en definitiva el sentido que en Kristeva tiene lo abyecto, la
sobra éxtima – nos encontramos con un arte de lo invisible, o de lo
apenas visible donde el exceso se transforma en defecto y el «ver
demasiado» en «apenas ver nada». Si lo Real es también el punto
de ruptura del discurso y la fractura del lenguaje, el lugar de lo
innombrable, donde la palabra naufraga y surge el silencio, donde uno
debe callar; el arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce
o hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en consecuencia,
un arte de lo Real. La antivisión y lo RealEn el arte
contemporáneo reciente, junto a la estrategia de lo obsceno, abyecto y
excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo Real, otro tipo de
decepción de la mirada . Observemos, a modo de ejemplo, las siguientes
cuatro obras producidas en los últimos años. En 1995 el artista
británico Martin Creed, perteneciente a la generación de los YBA (Young
British Artists), llevaba a cabo la primera de una serie de
instalaciones que, en 2001, le valdrían el prestigioso premio Turner de
las artes plásticas inglesas, otorgado por la Tate Gallery. Se trataba
de una habitación totalmente vacía, una gran Nada –la obra pasó a ser
conocida popularmente como Nothing –, un espacio vacío cuya nihilidad
sólo se hallaba paliada por unos tubos de neón que, situados en el
techo, se encendían y apagaban rítmicamente, iluminando y oscureciendo
el espacio a intervalos de un minuto, mostrando y de-mostrando lo que
había para ver, y, al mismo tiempo, proporcionando título a la
instalación: The Lights Going On and Off . En 2001, el mismo año
en que le fue concedido a Creed el premio Turner, Teresa Margolles, la
artista mexicana fundadora del grupo SEMEFO, exponía en el PS1 de Nueva
York una obra titulada Vaporización. Otro espacio vacío. En esta
ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino que
una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no había nada
para ver. El espectador se enteraba después de que aquella bruma había
sido producida por la vaporización del agua con la que se lavan los
cadáveres en la morgue de la Ciudad de México. Esa misma idea fue
reactivada por Margolles en Aire, donde el espacio sí que aparecía
completamente definido, pero el aire que se respiraba había sido
filtrado por unos vaporizadores de aguas de las utilizadas en la
morgue. Los cadáveres se lavan antes y después de la realización de una
autopsia. Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a
lavar después, constatado el fin del fin. Al año siguiente, en
septiembre de 2002, Santiago Sierra inauguraba el nuevo espacio de la
Lisson Gallery de Londres con una obra curiosa: Espacio cerrado con
metal corrugado . Sierra había cerrado el acceso a la galería de arte
con una gran puerta de metal que impedía el paso incluso a aquellos que
habían pagado la obra. Dentro no había nada, o no se podía saber si
había algo. La obra clausuraba la galería. No era la primera vez que
Sierra obstruía un espacio, ni tampoco, como todos saben, la última. La
clausura más famosa la haría al año siguiente en el pabellón español de
la Bienal de Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al
que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación de
nacionalidad española. Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera
oscura y la ceguera blanca (casi a lo Saramago), aquí se tornaba
imposibilidad; imposibilidad de penetrar al espacio de la galería,
impidiendo el paso físico, pero sobre todo el paso de la mirada. En el
espacio cerrado de la Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no
porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía ver. El
sujeto sólo puede observar el velo, y queda así completamente escindido
entre el lugar en el que está y el lugar en el debiera estar su visión. Por
último, en noviembre de 2002, Josechu Dávila realizaba 158m 3 de polvo
en suspensión procedente del Museo Arqueológico Español . La obra
consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían unos
restos de polvo que el artista había llevado desde el Museo
Arqueológico hasta Puebla, el lugar de la exposición. A cualquier
aficionado al arte contemporáneo enseguida le viene a la mente Criadero
de polvo , la famosa fotografía de Man Ray que presentaba el Gran
Vidrio de Duchamp colmado de polvo. Y es que el polvo es uno de los
elementos infraleves por antonomasia que Bachelard define como lo
«visible invisible». Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el
espectador no pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba
directamente en sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir
de un «mausoleo residual» como es un Museo Arqueológico, se presentaba
como resto de un resto, como residuo de un residuo, un polvo
tautológico, como esa ceniza que queda tras la quema de un cadáver:
resto del resto. Como es lógico, estas cuatro obras no son
comparables en muchos aspectos –por no decir en la mayoría–, dado que
responden a impulsos artísticos y poéticas radicalmente diferentes. Sin
embargo, hay algo que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento
común que las pone en profunda relación, un parecido de familia, un
–por decirlo en palabras de Rosalind Krauss– «inconsciente óptico» que
las une: una suerte de «antivisión». En todas ellas se articula un
espacio vacío en el que no hay nada para ver. No muestran nada al ojo.
El elemento escópico –esencial en la producción artística– ha
desaparecido. No hay nada para ver. Por tanto: nihilidad escópica.
Nihilidad y también frustración, porque, en la contemplación de estas
obras, el ojo se frustra: la mirada se inquieta, y en el espectador se
produce un profundo efecto de ceguera, de no saber a ciencia cierta qué
está viendo, o más bien, qué no está viendo; de no saber a ciencia
cierta lo que allí se muestra, o más bien, lo que no se muestra. En
el espectador se produce una especie de eclipse en la visión, un efecto
de ceguera transitoria que hace que sea posible afirmar, como ha hecho
Subirats en el análisis del «último objeto», que el espectador «no ve
nada, no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta
titubea como un ciego en la infinita noche [...] Nada entiende. No
reacciona. Una especie de innominada ataraxia se apodera de todo su
ser. En este milagroso instante la rigidez espiritual y muscular de
este espectador ideal recuerda en cierta medida el estado de catatonia
[...] Es la nada existente. Es lo inexperimentable, incognoscible e
inexpresable» (Eduardo Subirats, Culturas virtuales . Madrid,
Biblioteca Nueva, 2001). Este tipo de obras que juegan con la
nada, el vacío o el vaciamiento, pero también con la desaparición u
ocultación de lo que hay para ver, no son, ni mucho menos, nuevas en la
historia del arte, sino que se han desarrollado con profusión a lo
largo del siglo XX . De hecho, si algo achacaba una importante parte de
la crítica londinense a la obra de Martin Creed era, precisamente, una
absoluta falta de originalidad, comparándola con aquel Estado de
materia prima de sensibilidad pictórica estabilizada –instalación más
conocida como El vacío (1957-1962)– realizado por el francés Yves
Klein: otra galería vacía, pintada totalmente de blanco, en la que
tampoco había nada expuesto, nada para ver. Un d é jà-vu , o más bien,
un d é jà-non-vu . Se podría afirmar que esta denigración de lo
visual se relaciona con una cierta iconoclastia, no sólo como un
rechazo a las imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberado
de lo visible. Quizá ésa sea la razón por la que muchas de las obras
incluidas en la exposición Iconoclash (Beyond the Image Wars in
Science, Religion, and Art ) tengan que ver con este «procedimiento
ceguera» o esta, como más adelante la llamaremos, anorexia de la
visión. En uno de los textos del catálogo («Dematerialized, Emptiness
and Cyclic Transformation», en B. Latour y P. Weibel, Iconoclash.
Cambridge, Mass., MIT Press, 2002), Dörte Zbikowski, a través de una
relación de ejemplos cuyo origen remonta a Duchamp, presenta una serie
de estrategias del arte contemporáneo que están relacionadas con este
alejamiento (ocultación) de lo que hay para ver. Ocultaciones como la
obra de Sol LeWitt Burried Cube Containing an Object of Importance but
Little Value (1968), el Vertical Earth Kilometer (1977) de Walter de
Maria; desapariciones o invisibilizaciones, como la Invisible Sculpture
de Claes Oldenburg en Central Park (1967) o la de Warhol, cuando en
1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el llevado a cabo por
Yves Klein en su exposición de abril de 1958 Le Vide. Siguiendo con la
frase del artista francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte», y
con su literal desmaterialización de la obra de arte, Zbikowski acaba
su texto reflexionando sobre el fuego y la quema y destrucción de la
propia obra. Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo
de las estrategias de negación de lo visual. Desde luego, no es algo
demasiado estudiado, si bien, a modo de esbozo, podríamos distinguir al
menos cuatro: 1) reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía
pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la de
Carl Andre que, en ocasiones, llega a la propia identificación del
suelo); 2) ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en
Duchamp ( Un ruido secreto ) y una de las realizaciones esenciales en
Seedbed de Acconci, donde el meollo de la obra está alejado de la
visión del espectador; 3) desmaterialización , no tanto en el sentido
acuñado por Lucy Lippard cuanto en sentido literal: desolidificación de
la obra, como en las esculturas de vapor de Morris o los vahos de
Teresa Margolles; y 4) desaparición , una tendencia más dramática que
se relacionaría con una poética de la huella y su progresivo
desvanecimiento (Ana Mendieta) o incluso con lo que Derrida llamó la
ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido, como en Jochen Gerz. Traigo
a colación estos ejemplos, aunque se podrían ofrecer muchos más, de
estas obras invisibles que, tal y como ha observado recientemente
Galder Reguera («La cara oculta de la luna», Lápiz , 218), también
podríamos denominar «obras veladas». Obras que, sin duda, se relacionan
con una especie de apófasis o renuncia a la simbolización, algo que
tiene que ver también con cierta actitud presente en la literatura
hacia el silencio, la mudez o la incomprensibilidad. Una negación de lo
visible que opera como procedimiento y, en ciertas ocasiones, como
discurso y estrategia retórica. Un proceso centrado, más que en la
percepción, en la negación de ésta, al menos en la negación de sus
fundamentos. Aunque las actitudes respondan –y hayan respondido–
a condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar
una cierta nachleben en la formalización de las obras: una estética
apofática del vacío y la nada, una estética sublime, que lleva al arte
al umbral de lo visible, a lo apenas visible. Parece claro, en
cualquier caso, que es admisible identificar en cierto arte
contemporáneo si no una tendencia, sí al menos una cierta «actitud»,
una toma de postura contra la visualidad que, retomando un término
utilizado por Rosalind Krauss («Antivision», October, 36), podríamos
llamar «antivisión», y que sin duda alguna transita por un camino
equivalente al trazado por Martin Jay en su estudio del pensamiento
avanzado del siglo XX ( Downcast Eyes. The Denigration of Vision in
Twentieth-Century French Thought . Berkeley, Univ. California Press,
1994) , a saber, una denigración y descrédito de la visión como sentido
privilegiado de la modernidad, una crisis en el ocularcentrismo
cartesiano. Lo siniestro y lo RealMe gustaría sugerir
ahora que estas poéticas antivisuales, en tanto que un arte de la
ceguera, se relacionan de modo directo con el concepto freudiano de «lo
siniestro». Para Freud, lo siniestro –también traducido como «lo
ominoso» o «la inquietante extrañeza »– es «aquella suerte de sensación
de espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo
atrás» («Lo siniestro» [1919], Obras Completas , Madrid, Biblioteca
Nueva, 1996). Lo siniestro sería algo con resonancias de lo familiar (
heimlich ) pero que, a la vez, nos es extraño ( unheimlich ), como una
especie de déjà-vu que puede llegar a establecer una virtual conexión
entre una «noprimera- vez» y una «primera-vez». Algo que acaso fue
familiar y ha llegado a resultar extraño e inhóspito, y que
precisamente por esa razón nos perturba y nos angustia, porque recuerda
algo que debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz. En las
poéticas antivisuales, lo siniestro aparece como alteración (reducción,
ocultación, desmaterialización o desaparición) de lo dado a ver, como
desfamiliarización: quitar de la vista aquello que tendría que estar
ahí. Freud instaura un «trauma escópico» de origen a partir del cual la
mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del objeto y a la angustia
causada por no poder ver. Mirar es perder. Y según observa Paul-Laurent
Assoun, el sujeto entra en la lógica de la mirada tras contemplar por
primera vez la falta en el genital de la madre y no poder comprenderla:
«lo que se encuentra entonces es la encarnación de la pérdida en una
escena (pre)originaria: la de la separación y la pérdida de la vista ,
en la que la mirada recibe su impronta primitiva, de dolor [...] La
mirada de dolor primitivo nos instruye así sobre el dolorismo de la
mirada» ( Lecciones psicoanalíticas sobre la mirada y la voz , Buenos
Aires, Nueva Visión, 1997). Este trauma escópico original se
expone de modo literal en las obras antivisuales. Cuando nos
encontramos ante una galería de arte cerrada, un espacio vacío, una
escultura de humo... cuando lo que esperamos ver nos es quitado de la
vista, llevado a otro lugar, el ojo se inquieta y queda mudo. El falo,
que desde un principio es identificado con el ojo y la mirada, no puede
penetrar en ninguna superficie y, por tanto, su goce queda aplazado,
más aún, desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella,
algún resto de lo visible. Mostrando lo «apenas visible», lo antivisual
se sitúa en el umbral de la mirada, atrayendo al ojo para después
frustrarlo. El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la
transposición metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación
que sucede a menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en
ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila
examinada más arriba, que parece una ilustración de El arenero, el
cuento de Hoffman que inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece
como «un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren
dormir y les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de
sus órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del Museo
Arqueológico Español el espectador tiene esa sensación de que alguien
le arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no
hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se ciega y
angustia, inquietando y despertando al sujeto. Lo siniestro, como
el propio Freud apuntó, es el lugar donde más cerca está la estética
del psicoanálisis; de ahí que se haya argumentado en más de una ocasión
que Freud lo trata como una categoría estética del mismo calado, por
ejemplo, que lo sublime (Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro .
Barcelona, Seix Barral, 1982). Una vuelta de tuerca a lo anterior sería
vincular lo siniestro freudiano con lo Real lacaniano, algo que, aunque
pudiera parecer evidente, no ha sido enfatizado tanto como se debiera.
Es ciertamente extraño que Hal Foster, aun habiendo analizado lo
siniestro como un tropo que se repite en todas las formas del
surrealismo ( Compulsive Beauty . Cambridge, The MIT Press, 1993), sin
embargo, no haya notado tal vinculación en El retorno de lo real,
donde, sin embargo, examina la relación entre el punctum de Barthes y
la tyché que Lacan toma de la causalidad aristotélica, como el
encuentro fallido entre el sujeto y lo Real. En el recientemente
publicado Seminario X, L'Angoisse , Lacan realiza una lectura atenta
del texto de Freud y relaciona el sentimiento de angustia que se
produce en el sujeto ante la contemplación de las formas de «lo
siniestro» con la dimensión de lo Real ( Le Séminaire. Livre X.
L'Angoisse . París, Seuil, 2004). El objeto de la angustia para Lacan
aquí será el excedente del proceso de entrada en lo Simbólico, ese
recuerdo constante de lo Real. «El verdadero problema –sostiene Lacan–
surgirá cuando falte la falta; allí aparece la angustia». La angustia,
por tanto, será producida por la emergencia de lo Real –la falta
primordial «sin fisuras»– en lo Simbólico, como una escisión que
recuerda que somos «no-todo». Lo siniestro, para Lacan, es la muestra
palpable de la imposibilidad de lo Real. La contemplación de lo vacío
nos indicará, entonces, la imposibilidad de llenarlo todo, la
imposibilidad de conseguir la jouissance ; el vacío, la nada o la casi
nada nos confronta con el objeto causa del deseo en su desnudez,
mostrando la falta de la falta. Debemos entender lo «siniestro
lacaniano» como aquello que nos abre –para no entrar, por supuesto– las
puertas de lo Real, produciendo un cortocircuito en lo Simbólico, un
corte en el lenguaje por el que penetra lo innombrable. En The Matrix ,
el film de los hermanos Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras
contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso antes y
lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte: «un déjà vu
suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian algo». El déjà vu ,
que es una de las formas por antonomasia de lo siniestro, se muestra
aquí como un fallo en lo Real. Cuando, en Matrix, no tiene esa
sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se introducen
agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como portal de acceso
a lo Real, como lugar de «emergencia» en la red, como una muestra de
que el sujeto está «demasiado cerca». Lo siniestro, en resumen, nos
confronta con lo Real. Y esta lectura ha conducido a Andrea Bellavita,
en el que es quizá el mejor estudio sobre las correspondencias entre lo
siniestro, el pensamiento lacaniano y lo visual, a concluir que lo
siniestro «es el lugar de emergencia de lo Real en lo Simbólico»
Schermi perturbanti: per un'applicazione del concetto di unheimliche
all'enunciazione cinematografica. Milán, Vita&Pensiero, 2005). Lo
siniestro lacaniano no intenta satisfacer la pulsión y recubrir lo Real
para tapar una falta, como sostiene la concepción fantasmática
freudiana, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de
agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión
faltante en la que el sujeto es Uno. Es la evidencia de la «falta de la
falta», de ahí la angustia que produce su contemplación. Quizá venga
bien recordar la distinción realizada por Wajcman entre un arte
freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea ( El
objeto del siglo , Buenos Aires, Amorrortu, 2002). Lo siniestro será,
así, el más certero proceder para intentar descorrer el velo que
recubre la falta y horadar la iconostasis de lo Real. Todo lo
anterior nos lleva a afirmar que el arte, que de suyo bordea lo real,
cuando, como sucede en las estrategias antivisuales, trabaja mediante
lo que podríamos llamar «procedimiento siniestro », como lugar de
emergencia de lo Real, es el medio más efectivo para llevarnos lo más
cerca posible de das Ding y conseguir, como el punctum del que habla
Barthes en La cámara lúcida , punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y
de-sujetarnos; todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como
aquel joven protagonista de La naranja mecánica, somos literalmente
sujetados con los postigos de hierro de la visión. Anorexia y bulimiaEn
otro lugar he sugerido que la pantalla-tamiz del esquema lacaniano se
ha llenado e hipertrofiado tras el desplazamiento desde el arte hasta
la imagen-espectáculo de la «trampa para la mirada», según la
definición lacaniana del arte. Esa pantalla, que hacía posible el
señuelo, era la pantalla de negociación entre el objeto y el sujeto,
entre la mirada y el ojo. En la imagen-espectáculo, podemos decir, la
pantalla se ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja
traslucir siquiera que tras ella hay algo de Real, que tras ella está
la mirada. Si volvemos a las prácticas analizadas por Foster en
El retorno de lo real y las confrontamos con las que llamamos
antivisuales, podríamos decir que ambas constituyen dos modos de
acercamiento a lo Real, una por exceso y otra por defecto. Podríamos
hablar de «realismo traumático» y «realismo apofático», dos intentos de
vaciar esa pantalla-tamiz lacaniana para los que se utilizan dos
estrategias extremas: anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión;
nunca el equilibrio del señuelo. Estrategias que actúan a la manera de
un diurético, adelgazando la pantalla para llegar a lo Real. Quizá
el mejor modo de entender la dialéctica que se produce entre lo
traumático y lo apofático, entre ver demasiado y ver apenas nada, sea
posicionar ambas actitudes en una banda de Moebius, esa superficie
continua en la que interior y exterior se confunden y lo que estaba en
un lado acaba en el lado contrario y viceversa. La banda se constituye
en torno a un centro ausente que se bordea por arriba y por abajo.
Anorexia y bulimia girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo
Real. Y es que, como sostiene Recalcati, lo vacío y lo sobrante son
caras diferentes de la misma moneda, y «en el corazón de todo, se
desvela la nada: la imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el
objeto la Cosa» ( Clínica del vacío. Anorexias, dependencias, psicosis
, Madrid, Síntesis, 2003). En cierto modo, se podría argumentar
también que ambas estrategias diuréticas son producto de la misma
patología que sufre el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica , una
ceguera por haber visto la escena primordial, el vacío esencial. Ante
dicha escena, ante la evidencia de que tras el señuelo no hay nada –y
ante la ausencia del propio señuelo–, se pierde el equilibrio, el arte
se tambalea... y ya nunca más podrá ver –ni ser visto– igual que antes.
Esa escena primordial es siempre demasiado traumática. Ante ella el
sujeto siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde. Anorexia /
escopofobia ; bulimia / escopofilia . Tras el tambaleamiento de la
pantalla ante la contemplación del vacío, tiene lugar un corrimiento,
un dramático deslizamiento: del lado del objeto ( escopofobia
-desaparición-anorexia), o del lado del sujeto ( escopofilia -presencia
obscena-bulimia). Y la pantalla, que siempre había estado fija en el
pensamiento de Lacan, se «nomadiza», se «moviliza», deja de estar
quieta y se desplaza desde el centro hacia la x, en un vaivén mareante,
sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco un
día de marejada. Ante un fondo de imágenes, ante el equilibrio y
la transparencia, ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la
inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. La decepción
de la mirada. Lo infra y lo supra. La sombra y la sobra. La oscuridad y
el resto. La so(m)bra. Desaparecer o vomitar.
1 Publicado originalmente en Revista de Occidente Nº 297, 2006 UCAM, Subdirector del CENDEAC, Crítico de Arte
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