Dmitry Vilensky
El tema de mi charla de hoy será el valor de uso del arte
y la búsqueda de nuevas formas y lugares en los que el arte podría conseguir un
papel emancipador en la sociedad. También me gustaría dirigir vuestra atención
hacia nuestro más reciente proyecto colectivo, que hemos titulado Activist Club. Su genealogía está obviamente enraizada en
el proceso de desarrollo de las llamadas Casas de Cultura Obreras de la Unión
Soviética, y querría hacer de esta obra reciente una especie de caso de estudio
que espero nos ayude a abordar diferentes aspectos de la problemática que
plantea este seminario. También quiero informaros de que mi charla se basa en
el trabajo editorial que hace poco he llevado a cabo para el último número de
nuestro periódico Chto Delat? [¿Qué hacer?],
que hemos titulado What’s the Use of Art?[1]
Así pues, me gustaría comenzar con una especie de
«pregunta irreverente» que a menudo plantea al arte o al pensamiento crítico
algo muy sencillo: «¿De qué sirve lo que haces?»
Esta pregunta, por supuesto, puede provocar una reacción
negativa: podría entenderse como fuera de lugar, como una ingenuidad o como
algo carente de sentido. Pero si la consideramos con más detenimiento, veremos
que se trata de una cuestión tan legítima como esencial.
Está claro que cuando analizamos lo que esta pregunta
plantea, llegamos al viejo problema de la diferencia entre los valores de cambio
y de uso que caracterizan a todo producto de la actividad humana. Hoy día
resulta difícil tomarse en serio la idea de que la importancia del arte está
relacionada con el carácter antifuncional que puede adquirir cuando intenta
escapar a ser instrumentalizado por parte de la industria cultural o de la
acción política directa. La idea de que el arte se puede disolver en la vida,
de que debería ser abolido por completo en favor de las funciones más básicas
de la vida cotidiana, tampoco puede tomarse en serio.
¿Cómo podemos encontrar una manera de proseguir no solo
el proyecto de la Bildung —el
proceso de desarrollo individual por medio de la educación estética (a pesar de
toda la aversión que este proyecto despierta)—, sino también encontrar una
nueva continuidad para el proyecto del arte y del pensamiento entendidos en
cuanto herramientas para la transformación radical de las conciencias?
Desde los tiempos de Schiller, la finalidad del arte como
educación estética ha sido lograr el desarrollo armónico del individuo, la
formación integral de un hombre con capacidades creativas. Ahora bien, esta
concepción estaba orientada hacia el individuo burgués: en última instancia, se
trataba de lograr la formación de un individuo egoísta. Es evidente que hoy
resultaría reaccionario volver a dicha concepción, como lamentablemente se
encargó de demostrar la última edición de la Documenta [12, en 2007].
Al mismo tiempo, creo que existe un consenso generalizado
sobre el hecho de que la batalla decisiva se libra actualmente alrededor de la
producción de subjetividad. Esta afirmación nos lleva a un importante punto de
partida de este seminario: el análisis del productivismo soviético, el cual
planteó de la manera más descarnada la cuestión de cómo elaborar un programa de
«construcción de la vida». Como declaró Borís Arvatov en su libro Arte y producción, «la fórmula de existencia del
arte proletario debe ser: el arte como instrumento de utilización sistemática,
directa y consciente en la edificación de la vida».[2]
¿Podemos compartir hoy esa forma de sentir? ¿Y dónde
podemos encontrar una manera de continuar el proyecto de un arte proletario?
Por una parte, vivimos en la prolongada transición al posfordismo y al
capitalismo cognitivo. El adiós a la cadena de montaje nos deja las manos
libres. Pero entonces, ¿dónde se encuentra actualmente la fábrica con la que
soñaban los productivistas? Lo que en tiempos constituyó una fuente de
esperanza para el progreso y la emancipación acabó por convertirse
históricamente en un fenómeno reaccionario que había que superar. La formación
de «nuevos sujetos políticos», de cuyo análisis se encargó el obrerismo
italiano en los años sesenta, es la antítesis de lo que deseaban los
productivistas. El éxodo natural de los trabajadores de la fábrica comenzó
entonces, y con él empezó a derrumbarse el modelo colectivista de formación del
sujeto basado en la cadena de montaje.[3]
¿Dónde podemos encontrar hoy esa fábrica, o esos medios
de producción, cuya apropiación nos dotaría de un impulso emancipatorio lo más
preciso posible? Hoy día, esta fábrica no existe y está en todas partes. El
desarrollo del capitalismo nos permite observar cómo se produce una falsa
subjetividad en el conjunto de las prácticas del capital, que en la actualidad
se llevan a cabo en todos los ámbitos: en el corazón de la vida cotidiana, en
las instituciones de la cultura, en las propias redes de interacción social.
Necesitamos entender esto como precondición para abrir nuevos espacios de
lucha, no simplemente para producir un trabajo y un saber no alienados, sino
también para romper nuestras ataduras con el trabajo y la producción.
En esta nueva situación, y aunque estoy convencido de que
muchos activistas no estarían de acuerdo conmigo, creo que lo que necesitamos
es un nuevo tipo de saber y de arte como nunca antes hemos conocido. Lo
necesitamos como el aire que respiramos: lo necesitamos para producir «oxígeno»
en una atmósfera totalmente contaminada con los subproductos de las «industrias
creativas». Aunque ¿qué aspecto ha de tener este nuevo arte/ saber? ¿En qué
lugar puede ser útil y significativo?
Pero antes de nada echemos un vistazo a la situación
actual, en la que están desarrollándose nuevas prácticas artísticas que funden
lo estético, el arte y el activismo.
En los últimos años, cierto número de artistas y
ensayistas han logrado idear las bases teóricas y realizar una serie de
trabajos que nos permiten hablar de una nueva situación en el arte. Estos
proyectos han logrado hallar puntos de conexión entre el arte, las nuevas
tecnologías y el movimiento global contra el capitalismo neoliberal. El linaje
de este nuevo interés en el arte político se remonta a la Documenta X (1997) y
coincide con la emergencia del «movimiento de movimientos» que irrumpió en el
horizonte político en Seattle en 1999. Esta situación se ha puesto de
manifiesto posteriormente con una serie de proyectos culturales caracterizados
por una mirada crítica hacia los procesos de globalización capitalista y por
hacer hincapié en principios de autoorganización y autoedición inspirados por
una nueva comprensión de la autonomía, entendida como la realización de tareas
políticas al margen del sistema de poder parlamentario. Todos estos factores
han permitido evocar la idea de un retorno de «lo político» en el arte. ySi se
piensa que todos estos procesos son meramente «políticos » y no artísticos, se
subestima gravemente la situación en la que nos encontramos. Es evidente que
estamos hablando de algo que puede ser interpretado como la emergencia de un
movimiento artístico: quienes participan en él están comprometidos con el
desarrollo de una terminología común basada en una comprensión política de la
estética, y la autonomía de su praxis se fundamenta en la confrontación con la
industria cultural. Dicho movimiento ha ido materializándose consistentemente
en un marco internacional de realización de proyectos vehiculados a través de
redes de colectivos autoorganizados que trabajan en interacción con grupos de
activistas, instituciones progresivas, publicaciones varias, herramientas online, etc.[4]
Sabemos por la historia que tales rasgos fueron en su día
característicos de una vanguardia. No obstante, es mucha la gente que considera
que la vanguardia quedó desprestigiada por la experiencia soviética, en la que
la «dictadura del proletariado » degeneró rápidamente en una «dictadura sobre
el proletariado »: una situación totalitaria que la mayoría de los actuales
activistas y artistas rechazan de manera explícita. Aun así, pese a que el
«movimiento de movimientos» se funda en principios antivanguardistas, creo que
algunas de las características esenciales de las vanguardias siguen resultando
cruciales a la hora de desarrollar una nueva comprensión del
arte contemporáneo. Como Jacques Rancière dijo una vez (y estoy totalmente de
acuerdo con él): «Si el concepto de vanguardia tiene un sentido en el régimen
estético de las artes [no es] en el aspecto de los destacamentos avanzados de
la novedad artística, sino en el aspecto de la invención de las formas
sensibles y de los cuadros materiales de una vida futura.»[5]
Y sin embargo, al mismo tiempo, cualquier tipo de
pensamiento y de estética revolucionarios se encuentran hoy con grandes
problemas, por las limitadas posibilidades que se tienen de verificar en la
práctica esas formas y cuadros materiales de una vida futura.
Resulta vital que, frente a toda dificultad y en
cualquier ocasión, «no cedamos terreno»: he ahí el «coraje» especial del que
habla Badiou. Pero, al mismo tiempo, debemos tratar de evitar caer en la locura
y en la total marginalización, algo que ha sucedido con frecuencia entre las
sectas izquierdistas revolucionarias.
Nuestro colectivo Chto Delat? tiene su propia postura al
respecto: apropiarnos de los medios de producción existentes no resulta hoy una
estrategia eficaz. Pensamos que es mejor establecer nuestros propios medios de
producción para demostrar cuán diversamente podemos hacerlos funcionar; y así,
desde esa posición, poner en práctica negociaciones políticas con el sistema.
Lo que necesitamos, por lo tanto, es establecer nuestra propia estructura, y
Chto Delat? se concibe a sí mismo como un nuevo tipo de institución basada en
el principio de cristalización. ¿Y qué significa eso? Significa que lo que
intentamos no es disolver nuestro trabajo en la vida, sino todo lo contrario:
lo que buscamos es hacer cristalizar algunas prácticas artísticas en una
diversidad de situaciones, dentro y fuera del marco de las
instituciones culturales. Si nos sentimos cercanos a estas ideas es porque en
Rusia, desde un principio, tuvimos que distanciarnos del territorio artístico,
para mantenernos así activos en otro campo, realizando y presentando nuestro
trabajo principalmente en el mismo marco que lo hacían otros grupos activistas,
organizaciones no gubernamentales y foros sociales, así como en Internet.
Hay que tener presente la problemática general que
representan asuntos tan complejos como estos, porque es la que subyace a
nuestra manera de acometer la realización del Activist
Club.
El proyecto surgió hace unos pocos años de mi taller con
jóvenes estudiantes de arte y activistas italianos, que fue organizado en el
marco del proyecto Common House (2006),
comisariado por Marco Scotini en la Fondazione Teseco per l’Arte, con sede en
Pisa.
Evidentemente, la idea de nuestro proyecto tenía su
origen en el concepto de Club Obrero, introducido en la Unión Soviética a
mediados de los años veinte, concepto que fue ampliamente difundido por la
famosa pieza realizada por Aleksandr Ródchenko. Creado en 1925 para la
Exposición Internacional de las Artes Decorativas e Industriales Modernas de
París, el Rabochii Klub [Club Obrero] de Ródchenko
nunca llegó a ser producido en la vida real, de manera que se quedó en una
especie de modelo de cómo ese tipo de lugares debían organizarse. La pieza
sirvió para presentar al público burgués occidental un método completamente
diferente de poner en escena actividades culturales: el aplicado en la Unión
Soviética en el tiempo libre de los trabajadores (con dispositivos tales como
la llamada «esquina Lenin», que consistía en un espacio para reuniones y
seminarios o para la realización de «prensa en vivo»).[6]
Alexander
Rodchenko, Workers' Club (1925)
El objetivo de un club obrero consistía en orientar a los
trabajadores en temas relacionados con la lucha política, introduciéndolos en
un tipo diferente de experiencia estética e invitándolos a practicar el arte en
forma de seminarios, conferencias y talleres. La idea socavaba la figura
obsoleta de un consumidor ocioso, el cual, mediante la experiencia estética que
se deriva de la contemplación del objeto artístico en el museo, puede
supuestamente obtener placer y «emanciparse» de su miserable experiencia
cotidiana. El club obrero, frente a eso, trataba de construir un espacio basado
en una metodología educativa, en la creatividad y en la participación.
Existe en la actualidad un interés creciente en esta
idea, e incluso ha habido intentos de reconstrucción exacta del Club Obrero. Christiane Post intentó algo parecido en la
6ª Bienal de Werkleitz;[7] también
hubo una instalación de Susan Kelly;[8] se
hizo una reconstrucción para la exposición Forms of
Resistance en el Van Abbemuseum de Eindhoven;[9] y
finalmente está el proyecto de Chto Delat?
Alexander
Rodchenko, Workers' Club, reconstruction (Van Abbe Museum, Eindhoven, NL)
Cuando preparábamos nuestra primera aproximación al
concepto de «club activista» en Pisa me encontré una publicación en
bookstorming.com y en Galerie Decimus Magnus Art Editeurs,[10] realizada
por el artista francés Michel Aubry, que documentaba meticulosamente la
reconstrucción del Club Obrero de
Ródchenko. Resultó muy inspirador ver una de las más famosas obras de la
vanguardia rusa en una reconstrucción tan asombrosamente detallada. Además,
también arrojó luz sobre muchos detalles de la composición que no eran visibles
en la documentación fotográfica histórica del proyecto.
Alexander
Rodchenko, Workers' Club, reconstruction by Michel Aubry
Pero lo que nos interesaba no era reconstruir, sino
iniciar un proceso que yo llamaría de «actualización» del concepto genérico;
una actualización en el sentido que le daba Walter Benjamin, como el proceso de
reclamar potencialidades perdidas. Para el materialismo histórico, decía
Benjamin, la historia no consiste en una cadena de acontecimientos: revoluciones
o momentos de movilización popular cada uno de los cuales sería la culminación
de una lucha revolucionaria por la emancipación. Es bastante más importante
extraer la conclusión de que la formación de una nueva subjetividad no se
modela exclusivamente en relación con la situación política actual: también se
forma en sus relaciones con el pasado. ¿Por qué volver atrás? Porque la
posibilidad de «devenir» se halla no solo en las potencialidades del presente,
sino que también hunde sus raíces en todas las oportunidades perdidas en el
pasado, que necesitan ser actualizadas.
Así pues, hemos tomado la decisión de concentrarnos en
trabajar en el concepto de un club activista. Y pensamos que aún tiene sentido
intentar realizarlo bajo la forma de un proyecto artístico.
¿Por qué tiene que ser artístico? ¿Por qué no intentar
realizarlo en el seno de lo que se denomina la multitud? ¿Por qué no en algún
lugar en medio de la vida social real? ¿Por qué nos resulta necesario volver a
refugiarnos dentro del mundo del arte para hacer tales cosas? He ahí algunas
preguntas importantes que nos preocupan, y que tienen que ver con la necesidad
que sentimos de poner a prueba la importancia del arte: primero queremos
comprobar si el proyecto resiste la presión de ese marco institucional; después
veremos si se puede reclamar su inserción en la vida real...
Hay otros aspectos de carácter más práctico. En este
momento resulta difícil, en Rusia o en cualquier otro lugar, llevar a cabo este
tipo de ideas fuera del mundo del arte. Y en este punto entramos de lleno en
las viejas discusiones sobre la relación entre la creación espontánea de las
masas —que supuestamente no necesitan arquitectos o artistas para realizar su
actividad— y aquellos profesionales que buscan materializar un punto de vista
diferente, que no se deje influir por una lógica utilitarista ni por un
populismo coyuntural, sino que más bien atienda a la historia de las rupturas
que se oponen a las convenciones de la producción artística, e impulse el
desarrollo de un laboratorio vivo y emancipatorio donde se experimenten las
formas de una vida futura, de algo que aún no existe.
Nos gusta mucho esta provocadora frase del joven Marx:
«No le decimos al mundo: "¡Cesad vuestras luchas, son un desatino! ¡Nosotros os
daremos los lemas correctos para luchar!” Nos limitamos más bien a mostrar al
mundo por qué lucha en realidad, y esa conciencia es algo que se tiene que
adquirir aunque no se quiera» (carta a Arnold Ruge, septiembre de 1843).
Siempre es el momento de hacer esa afirmación. Esta cita constituye para mí el
punto de partida de toda idea revolucionaria que sea capaz de actualizar las
múltiples tradiciones de la vanguardia.
Volviendo a la idea del club activista, es necesario
explicar también que se trata de un reto que nos exigimos a nosotros mismos,
comparable hasta cierto punto con el que en su momento el gobierno soviético
planteó a Ródchenko: mostrar al público burgués otros medios de producir el
espacio en el que pueda darse la confluencia del arte con el aprendizaje y la
subjetivación política. Existe evidentemente una diferencia crucial entre una
tarea autoimpuesta llevada a cabo con el apoyo de instituciones occidentales de
arte contemporáneo, y aquella otra realizada con el apoyo concreto del Estado
soviético. Sin duda, se trata de una diferencia sobre la que nos conviene
reflexionar. Aun así, si observamos con detalle el núcleo de ambas tareas, nos
daremos cuenta de que se trata esencialmente de lo mismo: de cómo el artista
puede afirmar cuál es el verdadero valor del arte.
Me ha inspirado también la discusión que actualmente está
teniendo lugar en torno al concepto y la función de los centros sociales. Es
importante señalar que en los últimos años algunos museos de perfil progresista
han asumido cambios que se derivan de la decisión de replantearse su función en
su calidad de instituciones públicas. Ese fue uno de los temas de discusión en
un seminario reciente que tuvo lugar aquí mismo en el MACBA, con el título Museo molecular,[11] que
trataba, entre otras cuestiones, de la relación entre los museos y los centros
sociales. Creo que el concepto de centro social resulta muy importante para
todos nosotros, si lo entendemos además como un lugar en el que el arte puede
revelar su verdadero valor de uso, dejando al margen su valor de cambio. Los
nuevos centros sociales luchan por implicar en ellos a un amplio espectro de
sujetos oprimidos, dándoles la oportunidad de combinar la práctica cultural con
la lucha por sus derechos y por ser reconocidos. La discusión sobre el futuro
de los centros sociales se puede relacionar con el concepto de club obrero
desarrollado en la Unión Soviética porque ambos hacen hincapié en el valor de
uso del arte, sobre el cómo la gente puede participar en producirlo.
Pero volvamos a mirar con atención el concepto de club
obrero, observando cómo se implementó tardíamente en la vida cotidiana de la
Unión Soviética bajo la forma de centros de cultura —o casas de cultura—
obreros. Veamos en qué consistían.
Desgraciadamente, se investigó muy poco al respecto en el
periodo de la Unión Soviética, y tampoco después de que el sistema se hundiera.
Pero es muy importante tener en cuenta la dimensión que adquirió el desarrollo
de tales proyectos. En 1988 existían más de 137.000 clubes en toda la Unión Soviética. Y
creo que toda mi generación ha extraído de estos lugares una experiencia rica y
positiva.
Las Casas de Cultura (dom
kultury) se establecieron para albergar todo tipo de actividades
recreativas y lúdicas: deportes, coleccionismo, artes. Los Palacios de Cultura
se diseñaron para dar cobijo a una variedad de edificios destinados a
actividades culturales. Un Palacio típico contenía uno o más cines, auditorios,
emisoras de radio amateur, bibliotecas públicas. Su uso fue gratuito hasta hace
muy poco. Se trataba de edificios construidos habitualmente por organizaciones
sindicales de alguna fábrica; casi siempre lo eran por iniciativa de las
autoridades locales que buscaban ponerlos al servicio del interés general, o
bien de intereses concretos como podía ser el apoyo a la educación infantil
fuera del horario escolar. Se trataba por tanto de una estructura que abarcaba
todo el espectro de lo que se llamaría el desarrollo armónico de la persona. En
comparación con esto, la sala de Ródchenko consistía en una propuesta bastante
más modesta, pues se trataba de diseñar un solo módulo espacial. Aun así, su
club se convirtió años después en un reto de la máxima importancia para muchos
arquitectos famosos que recibieron el encargo de construir edificios
gigantescos con la misma finalidad.
Projects of cultural houses in the USSR
Resulta evidente que el concepto de centro social se
encuentra muy próximo a la idea de casa de cultura popular; y pienso que la
semejanza que existe entre estas experiencias debería estudiarse con más
detalle.
Pero volvamos a nuestro proyecto. ¿Por qué activista?
Creo que justo ahora, en un momento en el que existen muy
pocas oportunidades para el desarrollo de una cultura de los oprimidos, tenemos
que pensar de nuevo en la vieja pregunta planteada por Paulo Freire: «[S]i la
práctica de esta educación [liberadora] implica el poder político y si los
oprimidos no lo tienen, ¿cómo realizar, entonces, la pedagogía del oprimido
antes de la revolución? Esta es, sin duda, una indagación altamente importante.
[...] [U]n primer aspecto de esta indagación radica en la distinción que debe
hacerse entre la educación sistemática,
que solo puede transformarse con el poder, y los trabajos
educativos que deben ser realizados con los oprimidos, en el proceso
de su organización.»[12]
¿Por qué menciono esta cita? Porque plantea de manera muy
precisa la cuestión de los procesos de organización. «Su» organización: se
trata obviamente de organizar a todos aquellos que, en virtud de su posición de
clase, experimentan de forma aguda la injusticia del mundo, pero que al mismo tiempo
no poseen el conocimiento suficiente para ser conscientes de cuáles son las
tareas estratégicas necesarias a fin de emanciparse a sí mismos. Es decir: de
acuerdo con el viejo principio universalmente aceptado, existen ciertos agentes
externos privilegiados capacitados para ayudar a desarrollar esas prácticas de
emancipación. Por eso las discusiones en torno al papel que habría de
desempeñar la figura del educador fueron tan importantes en la Unión Soviética
y en América Latina. Antiguamente, se trataba de personas relacionadas con Dios
y la Iglesia; más tarde vinieron los partidos revolucionarios y los
psicoanalistas. Tras el evidente fracaso de todos esos tipos de mediadores, la
pregunta no obstante permanece: ¿es posible que tenga lugar la educación sin un
maestro? Lo que está hoy seriamente en duda es la figura del maestro/ pedagogo
que, bajo el signo de la educación, representa en realidad la represión.
Pero puede tener sentido reconsiderar esta figura de una
manera dialéctica, entendiéndola como alguien que opera dentro de un proceso de
intercambio de saberes, alguien que sabe algo pero siempre está a punto para
participar en un proceso de aprendizaje y que devuelve este conocimiento una
vez transformado.
Así pues, por volver a nuestro tema de hoy, yo diría que
la idea del club obrero carece actualmente de utilidad en el plano de
la formación de la subjetividad. Me parece importante tener en cuenta el
desplazamiento que se ha producido del obrero al activista. Históricamente, la
identidad obrera se ha caracterizado por una posición política determinada,
pero dudo que eso se mantenga hoy. En el momento actual, la subjetividad
política se modela dentro y fuera de las relaciones laborales, y la posición
del sujeto político se determina más bien por el papel que se asume como
activista.
Se ha publicado recientemente en Rusia un ensayo
elaborado por Carina Clément, socióloga francesa que dirige el Instituto de
Acción Colectiva (IKD) de Moscú,[13] con
los resultados de su investigación sobre los nuevos movimientos sociales en
Rusia. Resulta interesante que, a la hora de analizar los procesos mediante los
cuales se forman estos nuevos movimientos, Clément utilice un esquema bipolar
de formación de la subjetividad en el que existen dos posiciones: por un lado,
el «ignorante» (el ciudadano apolítico y pasivo); por otro, el activista.
Clément cita el testimonio de sus interlocutores-activistas, quienes describen
su experiencia de desplazamiento hacia posiciones activistas. Hablan de cómo
comenzaron a ver sus vidas desde una nueva perspectiva, la de sentirse
conectados a la totalidad social: la transformación del sujeto hace que este vea
el mundo desde la perspectiva universal de la totalidad. Afirman haber logrado
un sentimiento de autoestima, de confianza y de solidaridad colectiva, sentirse
dotados de un sentimiento de fuerza y arrojo.
Así que era importante para nosotros dirigirnos a toda
esas personas, pero sin pensarlos aisladamente como ejemplos puros del
comportamiento correcto en oposición al comportamiento equivocado; más bien se
trataba de afirmar que todo el mundo puede ser activista, que esa experiencia
está al alcance de cualquiera.
Siguen surgiendo experiencias inspiradoras de ese tipo en
los diferentes centros sociales de toda Europa, en los cuales los activistas
construyen sus propios entornos donde realizar actividades autopedagógicas.
Pero me decepciona con frecuencia el tipo de imaginación bastante pobre que se
aplica a la producción espacial de los centros sociales, de los espacios
okupados, de los campamentos de protesta. Por supuesto que me encuentro bien en
ellos, y me resultan de lejos preferibles a los clubes de moda que adora la
nueva «clase creativa», con su repugnante intimismo hedonista. Lo que sucede es
que, en mi opinión, tales espacios autónomos deberían organizarse de manera
diferente. En una ocasión, nuestros amigos de la Universidad Nómada
escribieron: «Desde hace tiempo, circula en las discusiones de la Universidad
Nómada una palabra-valija que quiere resumir cuál consideramos que habría de
ser uno de los resultados del esfuerzo crítico por parte de los movimientos y
otros actores políticos postsocialistas. Hablamos de crear nuevos prototipos mentales de la acción política.»[14] Yo
sugeriría que se aplicara este enfoque a la producción espacial de esos mismos
movimientos y actores políticos. En este proyecto en particular, la instalación
del Club activista realizada para una
institución artística, lo que intentábamos demostrar también era cómo se
podrían realizar y qué aspecto podrían tener esos «prototipos espaciales». Y mi
esperanza es que esta sea una de las posibles maneras en las que el arte se
pueda desarrollar hoy.
Los marcos institucionales en los que se insertan mis
construcciones sirven como módulos de contextualización que facilitan a los
espectadores experimentar en un entorno adecuado el tipo de obras de arte que
produce nuestro colectivo. Se trata de espacios en los que proyectamos nuestros
trabajos de cine y vídeo, donde se distribuyen periódicos y otros materiales
impresos, y en los cuales es posible dar cobijo a actividades seminariales
y discursivas, o llevar a cabo investigaciones que comprometen al público. Se
trata de espacios en los que contactar con el público y recibir su respuesta, espacios
cuya estructura se organiza para servir a tales necesidades. Yo los denominaría
también «espacios para llevar», porque animamos a que los utilice cualquier
colectivo que necesite un lugar para reunirse o proyectar algo. El momento
participativo es muy importante.
Nuestras construcciones constituyen de esta forma
espacios en los que el espectador puede enfrentarse a la obra de arte en un
escenario adecuado, que entendemos como un escenario educativo. No creo que sea
necesario para ello partir de un «concepto » universal; por el contrario, lo
que intentamos es más bien desarrollar un método, una manera de afrontar la
producción del espacio que pueda tener como resultado una dimensión universal.
Me parece que la afirmación de universalidad se malinterpreta a veces como un
punto de vista totalizador o excluyente de cualquier diferencia, pero no hace
falta ser filósofo para caer en la cuenta de que no necesariamente es así. La
verdadera universalidad se construye basándose en las experiencias singulares,
locales, diferenciadas, exactamente tal y como Marx y Engels lo expresaron en
el Manifiesto Comunista: «De las numerosas literaturas nacionales y locales se
forma una literatura universal.»
Este texto ha sido publicado previamente en: Los nuevos productivismos,
Marcelo Expósito (ed.), Museu d'Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y
Servei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB),
2010.
[2] Borís
Arvatov: Arte y producción. El programa del productivismo [1926].
Traducción de José Fernández Sánchez. Madrid: Comunicación, Alberto Corazón
Editor, 1973, p. 91. [N. del T.]
[3] De
entre las genealogías clásicas sobre la evolución del proletariado como sujeto
social, político e histórico elaboradas en el amplio ámbito del obrerismo
italiano en los años sesenta y setenta, a las que alude
el autor, se encuentran las de Mario Tronti: Obreros y
capital [1966]. Madrid: Akal, Cuestiones de Antagonismo, 2001; y
las tesis de Antonio Negri sobre el tránsito del obrero
masa al obrero social (véase
Del obrero masa al obrero social.
Barcelona: Anagrama, 1980; y Los libros de la autonomía
obrera. Madrid: Akal, Cuestiones de Antagonismo, 2004). [N. del
T.]
[5] Jacques
Rancière: La división de lo sensible. Estética y política.
Traducción de Antonio Fernández Lera. Salamanca: Centro de Arte de Salamanca,
2000, p. 48. [N. del T.]
[8] Se
refiere a What Is to Be Done? Questions for the 21st Century,
un proyecto de largo alcance de Susan Kelly. Abarca la construcción de un
archivo en proceso desde 2003 que periódicamente se exhibe en formatos de
instalación inspirados en el mobiliario diseñado por Ródchenko para su Club
Obrero. [N. del T.]
[12] Paulo
Freire: Pedagogía del oprimido [1970].
Traducción de Jorge Mellado. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002, p. 54. [N. del T.]
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