Vivianne Loría
Lápiz. Revista
Internacional de Arte nº 247, Noviembre 2008
"En nuestros días está clarísimo que algo puede
parecerse en todo a una obra de arte sin serlo en absoluto". Esta
aseveración de Arthur C. Danto, contenida en su libro El abuso de la
belleza (Editorial Paidós, 2005), identifica la fuente de las
numerosas diatribas de las que, cada vez más, es víctima el objeto
artístico contemporáneo. No son pocos los columnistas y caricaturistas
que se han hecho eco de esos ataques, a veces con mucha gracia, sin
duda. Y es que incluso en los sagrados niveles de la
ultraespecialización se viven situaciones embarazosas ante objetos cuya
identidad artística es difícilmente detectable a simple vista. No ser
capaz de reconocer el trasfondo conceptualista del clásico montón de
basura tirado en la esquina de una sala, o incluso en medio de una
calle, es la pesadilla del crítico especializado. El arte ha salido
fuera de las salas hace tiempo ya, y puede asaltarnos en un inusitado
recoveco de la urbe. Cualquier escombro podría esconder una obra de
arte, y también cualquier acumulación de peluches al azar, o incluso una
silla o una mesa de aspecto totalmente utilitario.
A propósito de esta fuente de confusión en la
que parece haberse convertido el arte, Mario Vargas Llosa afirmaba en un
artículo publicado en el diario El País el 5 de octubre:
"Como hemos renunciado a los cánones y a las tablas de valores en el
dominio del arte, en este no hay otro criterio vigente que el de los
precios de las obras de arte en el mercado, un mercado, digamos de
inmediato, susceptible de ser manipulado, inflando y desinflando a un
artista, en función de los intereses invertidos en él". Esta aseveración
la funda el escritor en la observación del caso Hirst: los 111 millones
de libras esterlinas que alcanzaron las 223 obras suyas subastadas en
Londres el pasado septiembre. Vargas Llosa odia el tipo de trabajo que
crea Hirst y llama a la revolución contra esos "ilusionistas plásticos"
que ni siquiera fabrican aquellas obras falsarias con sus propias manos.
Arremete de paso contra los críticos vendidos a la operación
publicitaria de ese arte impostor y promueve el "puro subjetivismo, el
derecho que tiene cada uno de decidir, por sí mismo, de acuerdo a sus
gustos y disgustos, si aquel cuadro, escultura o instalación es
magnífica, buena, regular, mala o malísima". Y es ahí donde reside la
gran contradicción de su tesis, pues insiste en negar a la vez la
posibilidad de que aquello que Hirst fabrica pueda gustar e interesar a
alguien sinceramente, y en eso se equivoca de verdad, para bien o para
mal. El escritor sueña con que el arte vuelva a surgir del "barro
nutricio que es la colectividad", pasando por alto que nunca fue esa
tanto como hoy la fuente de inspiración del Gran Arte. Antes bien, en el
que sigue considerándose su indudable período de gloria, es decir, los
siglos del Renacimiento y el Barroco, poco tenía que ver la
"colectividad" con la inspiración artística. Resumiendo, Vargas Llosa
funda su respetable, e incluso muy comprensible, opinión en cimientos
falsos. No obstante, señala un malestar que va generalizándose todavía
poco a poco, y que se ve estimulado notablemente por la innegable
banalización del sistema artístico, hoy verdaderamente esclavo de las
veleidades del mercado, y por la trivialización del discurso,
continuamente vejado por las sandeces propagadas por los medios de
masas; en especial, por los diarios y por las revistas de "estilo",
decoración o moda.
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