ARTE BAJO CERO  24.05.05, 05.46
Inicio | Contacto | Registrarse | Entrada
Buscar en el sitio

Notas

Lectores

[Libros]
En busca del espectador emancipado 

[Literatura]
Loco por ser salvado 

[Textos]
El fluir de una palabra: una breve disertación derridiana 

[Textos]
No querer ser gobernados así: la relación entre ira y crítica 

[Textos]
¿Pesimismo del intelecto, optimismo del General Intellect? 

Letras

Fotólia

Video
00:00:48

Ariston Aqualtis

  • Vistas:
  • Total de comentarios: 0
  • Valoración: 0.0
00:01:30

Sampled Room

  • Vistas:
  • Total de comentarios: 0
  • Valoración: 0.0
00:01:20

405nm laser fade out test 2 (Daito Manabe + Motoi Ishibashi)

  • Vistas:
  • Total de comentarios: 0
  • Valoración: 0.0

!Noticias!

Visitas

Inicio » 2012 » Mayo » 16 » EL NEGRO CEREBRO DE PIRANESI I PARTE
12.37
EL NEGRO CEREBRO DE PIRANESI I PARTE

Marguerite Yourcenar




Homenatge a Giovanni Battista PIRANESI  Eudald Alabau Selva.



«El negro cerebro de Piranesi...», dice en alguna parte Victor Hugo. El hombre a quien pertenecía ese cerebro nació en 1720 de una de esas familias venecianas en las que convivían armoniosamente la vida artesana, las profesiones liberales y la Iglesia. Su padre cantero-, su tío Matteo Lucchesi ingeniero y arquitecto, junto al cual adquirió el joven Giovanni Battista los rudimentos de saberes técnicos que, más tarde, sustentaron su obra, y su hermano Angelo -cartujo-, que le enseñó la historia de Roma, contribuyeron a formar los diversos aspectos de su por venir de artista. El tío Matteo, sobre todo, fue si nos atrevemos a llamarlo así , una suerte de primer y bastante mediocre antecedente de Piranesi: su sobrino heredó de él, no sólo una teoría errónea sobre los orígenes etruscos de la arquitectura griega, que defendió con obstinación durante toda su vida, sino también su respeto por el arte arquitectónico considerado como una forma de creación divina. El gran grabador, que fue el intérprete y casi el inventor de la trágica belleza de Roma, ostentó hasta el final con orgullo, y acaso algo arbitrariamente, el título de arquitecto veneciano: architectus venitianus. Fue igualmente en Venecia donde aprendió la pintura con los hermanos Valeriani y, más significativamente aún, con los Bibbiena, virtuosos y poetas de arquitecturas de teatro. Finalmente, tras regresar por unos meses a Venecia en 1744, cuando ya empezaba a echar sus raíces en Roma, parece ser que frecuentó brevemente el taller de Tiépolo; en cualquier caso, este último maestro del gran estilo veneciano ejerció sobre él su influencia.

Fue en 1740 y a la edad de veinte años cuando Piranesi, como dibujante agregado al séquito del embajador veneciano Foscarini, cruzó por primera vez la Puerta del Pueblo. Ningún hombre si en aquel momento se hubiera podido pronosticar su porvenir merecía tanto como él una entrada triunfal en la Ciudad Eterna. De hecho, el joven artista empezó por estudiar el grabado junto a un tal Giuseppe Vasi, minucioso fabricante de vistas de Roma, a quien su alumno parecía demasiado buen pintor para que llegara a ser nunca un buen grabador. Con razón pues el grabado, en manos de Vasi y de otros muchos honrados fabricantes de estampas, no era más que un procedimiento económico y rápido de reproducción mecánica, para el cual un exceso de talento resultaba más peligroso que útil. No obstante y por motivos en parte exteriores tales como la dificultad de hacer carrera de arquitecto y decorador en la Roma un tanto adormecida del siglo XVIII , en parte debidos al temperamento mismo del artista, el grabado acabará siendo para Piranesi el único medio de expresión. Las veleidades del pintor de decorados, la vocación entusiasta del arquitecto, ceden en apariencia el pasó al grabador: en realidad, han impuesto a su buril cierto estilo y ciertos temas. Al mismo tiempo, el artista ha encontrado su tema, que es Roma, con cuyas imágenes llenará, durante casi treinta y ocho años, las aproximadamente mil planchas de su obra descriptiva. En el grupo más restringido de las obras de su juventud, donde reina, por el contrario, una libre fantasía arquitectónica y, en particular, en las fogosas Prisiones imaginarias, combinará con audacia elementos romanos, transferirá a lo irracional la sustancia de Roma.

Aparte la breve ausencia de 1744, en que regresa a Venecia por la razón que suele obligar a los poetas y artistas a volver a casa: la falta de dinero, Piranesi no abandonó Roma más que para explorar sus alrededores inmediatos y para hacer dos peregrinaciones de más consideración sobre todo en aquellos tiempos de caminos difíciles , una de ellas a Umbría en 1764, a la búsqueda de antigüedades etruscas de Corneto y de Chiusi; la otra en 1774 al reino de Nápoles, en donde Pompeya y Herculano, recientemente descubiertas, y Pesto, hallada no hacía mucho, eran por entonces unas atracciones novísimas. Piranesi nos ha dejado unos croquis alucinados de las calles muertas de Pompeya; de Pesto se traerá unos dibujos admirables que prueban una vez más que los ojos y las manos de un pintor son más sabios que su cerebro, dado que él continuó considerando hasta el final la arquitectura griega como un simple sucedáneo de la etrusca y muy inferior al arte del albañil romano. Esta teoría, menos insostenible entonces que en nuestros días debido a la ignorancia casi total en que se estaba de la Grecia propiamente dicha, lo comprometió en una larga querella con algunos anticuarios de su tiempo, entre otros el ardiente Wincklemann, amante y teórico de la estatuaria griega. El incomparable abate situaba a Grecia en el lugar que le correspondía, en el primero, pero al carecer casi por completo de originales helénicos de la época grande, llegaba a exaltar, como características del arte griego, unas mediocres copias helenísticas o grecorromanas, y a caer, a su vez, en la sistematización y el error. Esta vana querella sirvió a Piranesi, sin duda, tan pronto de excitante como de derivativo; merecería ser olvidada si no fuera interesante ver enfrentarse así, ante un problema mal planteado, a dos hombres que revivificaron nuestro concepto de lo antiguo.

Se conocen algunos de los sucesivos domicilios romanos que ocupó Piranesi: primero fue el palacio de Venecia, entonces embajada de la Serenísima República cerca de la Santa Sede; más tarde la tienda del Corso en donde, de regreso a su visita al país natal y reñido con su familia que le había suprimido su ayuda material, se instaló como agente del mercader de estampas veneciano Giuseppe Wagner; finalmente, el taller de la Via Felice la vía Sixtina de hoy , en donde las segundas pruebas de las Prisiones se hallaban en venta en casa del autor al precio de veinte escudos y en el cual Piranesi acabó su existencia de artista afamado y cubierto de honores, Miembro de la Academia de San Lucas en 1757 y ennoblecido por Clemente XIII en 1767.

Como tantos otros hombres de buen gusto por entonces instalados en Roma, el caballero Piranesi no desdeñó dedicarse al provechoso oficio de corredor de antigüedades; algunos de los grabados de sus Vasi, Candelabri, Cippi, Sarcophagi, Tripodi, Lucerne ed Ornamenti antichi sirvieron para que, entre los aficionados, circulase la imagen de una pieza hermosa. Al parecer, se rodeó sobre todo de un grupo de artistas y de conocedores extranjeros: el amable Hubert Robert que parece, a veces, haberse impuesto la tarea de retraducir, en términos de rococó, la Roma barroca de Piranesi; el editor Bouchard, que publicó las primeras pruebas de las Prisiones y de las Antigüedades romanas. «Buzzard», como lo escribía Piranesi que, sin duda, ceceaba su nombre a la manera veneciana. Entre los ingleses se contaban el arquitecto y decorador Robert Adam, que adaptó el clasicismo italiano a los gustos y usos británicos, y ese otro arquitecto londinense, George Dance, que se inspiró, según dicen, de las Prisiones imaginarias para construir los muy tangibles calabozos de Newgate. El hilo que hasta el final lo unió a Venecia fue, durante aquellos años, la amiscad de la familia papal y bancaria de los Rezzonico: el papa Clemente XIII le encomendó menudas tareas de decorador y se dirigió a él como arquitecto para hacer unos trabajos en San Juan de Letrán que, por lo demás, jamás se realizaron, ni siquiera se emprendieron. En 1764, un sobrino del papa, el cardenal Rezzonico, encargó a su vez a Piranesi que reconstruyera parcialmente y redecorase la Iglesia de Santa María del Aventino, propiedad de la Orden de Malta, de la que él era Gran Prior. Este encargo modesto se prestaba menos a la majestad que a la gracia: Piranesi transformó la pequeña fachada de la iglesia y los grandes muros de la plaza de los Caballeros de Malta, en un amable conjunto ornado de blasones y trofeos en donde, al igual que en sus Grutescos, se combinaban elementos arquitectónicos de la antigüedad con fantasías venecianas. Esta fue la única ocasión en que aquel hombre, loco por la arquitectura, pudo expresarse con verdadero mármol y verdaderas piedras.

Lo que sabemos sobre la vida privada de Piranesi se reduce a su matrimonio con la hija de un jardinero, hermosa niña de ojos negros en quien el artista creyó ver el tipo romano más puro. Cuenta la leyenda que Piranesi conoció a esta Angelica Pasquini en las ruinas entonces noblemente desiertas del Foro, en donde se hallaba dibujando aquella tarde, y la tomó por mujer tras haberla poseído en el acto sobre aquel suelo consagrado a la memoria de la Antigüedad. Si la anécdota es auténtica, el violento soñador debió figurarse que estaba gozando de la misma Magna Tellus, de la Dea Roma encarnada en aquel cuerpo sólido de joven popolana. Una versión disrinta pero que no contradice a la primera, dice que el artisca se apresuró a celebrar el matrimonio cuando supo que la hermosa le aportaría en dote la cantidad de ciento cincuenta piastras. Fuera lo que fuese, tuvo tres hijos de esta Angelica, que continuaron, sin genialidad pero asiduamente, sus trabajos: Francesco el más competente, unió como su padre al oficio de grabador el de arqueólogo y corredor de antigüedades; él fue quien le procuró a Gustavo III de Suecia los mármoles mediocres (y a veces dudosos) que hoy forman una pequeña colección conmovedora de «entendido aficionado» del XVIII, en una sala del Palacio Real de Estocolmo.

Debemos a un francés, a Jacques Guillaume Legrand, el haber recogido de labios de Francesco Piranesi la mayoria de los detalles que poseemos sobre la vida, las palabras y el carácter de Piranesi, y lo que aún queda de los escritos del artista confirma sus declaraciones. Vemos a un hombre apasionado, ebrio de trabajo, que se despreocupaba de su salud y de sus comodidades, que despreciaba la malaria de la Campiña romana y se alimentaba exclusivamente de arroz frío durante sus largas estancias en los parajes solitarios y malsanos que eran por aquel entonces la Villa de Adriano y las antiguas ruinas de Albano y de Cora; que sólo una vez a la semana encendía su parco fuego de campamento para no distraer nada del tiempo de dicado a sus exploraciones y trabajos. «La verdad y el vigor de sus efectos señala Jacques Guillaume Legrand con esa sobria pertinencia que caracteriza a los pensadores del siglo XVIII , la justa proyección de sus sombras y su transparencia, o felices liceneias a este respecto, la indicación misma de las tonalidades de color, se deben a la observación exacta que él hacía de la naturaleza, bajo el sol ardiente o el claro de luna.» Es fácil ìmaginarse, bajo el insoportable resplandor del mediodía o en la noche clara, a esce observador al acecho de lo inalcanzable, buscando en lo que parece inmóvil aquello que se mueve y cambia, escudriñando con la mirada las ruinas para descubrir en ellas el secreto de un resalto, el lugar de un sombreado, al igual que otros lo hicieron para descubrir tesoros o para ver salir a los fantasmas. Este gran artesano sobrecargado de trabajo murió en Roma en 1778, de una enfermedad del riñón mal curada; fue enterrado a expensas del cardenal Rezzonico en la iglesia de Santa María del Aventino, en donde hoy se visita su tumba. Un retrato situado en el frontispicio de las Prisiones nos lo muestra cuando tendría unos treinta años, con el pelo corto, los ojos vivos, las facciones algo blandas, muy italiano y muy hombre del siglo XVIII, a pesar de sus hombros y sus pectorales desnudos de busto romano. Destaquemos, desde el punto de vista de la cronología únicamente, que Piranesi era, con unos pocos años de diferencia, el contemporáneo de Rousseau, de Diderot y de Casanova, y que pertenecía a una generación anterior al inquietante Goya de los Caprichos, al Goethe de las Elegías romanas, al obseso Sade, y a ese gran reformador de las prisiones que fue Beccaria. Todos los ángulos de reflexión y de incidencia del siglo XVIII tienen su intersección en el extraño universo lineal de Piranesi.


A primera vista, parece posible hacer una selección dentro de la obra casi demasiado abundante de Piranesi; relegar, por ejemplo, como lo hicieron antaño algunos críticos timoratos, las dieciséis planchas de las Prisiones al apartado reservado a la locura y al delirio, y reverenciar, por el contrario, en las Vistas y en las Antigüedades de Roma , un discurso lógico, una realidad cuidadosamente observada y noblemente transcrita. O bien, al intervenir como siempre la moda para invertir paradójicamente los términos, hacer de las Prisiones la única obra en donde el gran grabador ejerció libremente su genio, y rebajar las Antigüedades y las Vistas a la categoría de lugares comunes de un virtuosismo admirable, pero fabricados para atender las necesidades de una clientela prendada de tópicos históricos y de parajes célebres asegurándose así su venta. Y es cierto que nunca se insistirá lo bastante en que las voluminosas colecciones de las Vistas y de las Antigüedades de Roma representaron, para el hombre de buen gusto del siglo XVIII, lo equivalente a los álbumes de fotografías artísticas que hoy se ofrecen al turista que desea confirmar o completar sus recuerdos, o al lector sedentario que sueña con viajar. Casi podría decirse que, en comparación con los grabadores que lo precedieron, Piranesi, en las Vistas, se halla en la posición que hoy ocupa, respecto a sus más mediocres y literales colegas, el gran fotógrafo que aplica con virtuosismo efectos de contraluz, de bruma o de crepúsculo, ángulos de vista insólitos reveladores. Y, sin embargo, desnaturalizaríamos por completo la obra de Piranesi si estableciéramos una escala de valores partiendo del nivel casi artesanal de su álbum Sobre diversos modos de adornar las chimeneas, o de sus modelos de péndulos o de góndolas, para subir después al grado aún semi comercial de las Vistas y de las Antigüedades y alcanzar en las Prisiones una suerte de pura visión subjetiva. En realidad, el delgado álbum de las Prisiones, con sus negras imágenes nacidas, según se dice, de un ataque de fiebre, corresponde también a un género establecido y casi a una moda: un pintor como Pannini, unos grabadores como los Bibbiena, edificaron, antes que Piranesi o al mismo tiempo que él, esas audaces maquetas de ópera o de tragedia imaginarias, esas construcciones hechas de elementos reales hábilmente imbricados en el plano del sueño. Por otra parte, sus dibujos de artesano dan testimonio, no sólo del mismo temperamento, sino de las mismas obsesiones que sus más audaces o poderosas obras maestras. La chimenea ornada con símbolos y animales fabulosos del Arte d'adornare i cammini, digna de encuadrar el fuego en el gabinete de un Rosa Cruz, es de la misma mano que trazó los gigantescos leones en la plancha V de las Prisiones; el dibujo de un proyecto para una carroza atestigua la misma exquisita sensibilidad que el complicado esquema de las Grandes Termas de la Villa de Adriano. Sìn la advertencia que suponen estos trabajos de tipo artesanal, tal vez descuidáramos situar sus obras mayores dentro de la época y de la moda; daríamos demasiada poca importancia al decorador y al hombre hábil que también era. Sin las Antigüedades y las Vistas, el universo fantasmagórico de las Prisiones nos parecería harto rebuscado o ficticio; no discerniríamos en él los materiales auténticos que reaparecen obsesivamente en pleno sueño. Sin las audacias casi demoníacas de las Prisiones vacilaríamos en reconocer, bajo el aparente clasicismo de las Vistas y de las Antigüedades romanas, el canto profundo de una meditación a la vez visual y metafísica sobre la vida y la muerte de las formas.

Los temas de los grabados descriptivos de Piranesi entran en dos categorías que, naturalmente, se entrecruzan. Por una parte, el edificio barroco, aún nuevo o casi: la fachada rectilínea de muro macizo; el obelisco que secciona las perspectivas; la calle en donde la fila de palacios dibuja una línea levemente curva, que es uno de los milagros de Roma; la elipse o el polígono irregular de las plazas llanas y desnudas; el paralelepípedo de las vistas interiores de basílicas; el cilindro y la esfera truncada de los interiores de iglesias con cúpula; la rotonda que gira a cielo abierto; la fuente monumental cuyo pilón redondo imita la curva de la ola; el revestimiento liso y pulido de suelos y paredes. Por otra parte, la ruina vieja ya de unos quince siglos, la piedra hendida el ladrillo hecho migajas, la bóveda que se derrumba y favorece la intrusión de la luz, el túnel de salas oscuras que se abre a lo lejos sobre una brecha de luz natural, el plinto en vilo, suspendido al borde de su caída; el gran ritmo quebrado de acueductos y columnatas; los templos y basílicas abiertos y como si estuviesen del revés, por culpa de las depredaciones del tiempo y de los hombres, de tal suerte que lo de dentro se ha convertido en una especie de exterior, invadido en todas partes por el espacio como un edificio por el agua. Un equilibrio de vasos comunicantes se establece en Piranesi entre lo que todavía es para él lo moderno y lo que ya es, para él y para nosotros, lo antiguo; entre el monumento sólidamente anclado en un tiempo que sigue siendo el suyo, y el momumento que llega ya al final de su trayectoria de siglos. Una vez derrumbado, ese San Pablo extramuros apenas diferiría del templo clásico al que antaño pertenecieron sus columnas; deteriorada, esa Columnata de San Pedro se asemejaría a los pórticos del Circo de Nerón a los que sustituye. De estar intactos, ese Templo de Venus o esas Termas de Caracalla, por el lujo de los mármoles, por la abundancia de los estucos y lo exagerado de sus estatuas gigancescas, responderían a las mismas preocupaciones de boato y de prestigio que una construcción de Bernini. El genio del barroco dio a Piranesi la intuición de esa arquitectura prebarroca que fue la de la Roma imperial; lo salvó del frío academicismo de sus sucesores, con quienes en ocasiones se le confunde y para quienes los monumentos de la antigüedad son textos escolares. Al barroco le debe, en las Vistas de Roma, esas repentinas rupturas de equilibrio, ese reajuste voluntario de las perspectivas, ese análisis de las masas que fue en su momento una conquista tan considerable como más tarde el análisis de la luz por parte de los Impresionistas. Le debe asimismo esos grandes juegos imprevistos de sombra y de luces, esa luz que se mueve, tan distinta de los cielos de eternidad que los pintores del Renacimiento ponían tras sus palacios y sus templos imitados de la antigüedad, que el Corot italiano hallará de nuevo en el siglo XIX. Finalmente, le debe al barroco ese sentido de lo sobrehumano que llevará hasta sus últimas consecuencias en las Prisiones.

Bien es cierto que el autor de las Vistas y de las Antigüedades romanas no inventó ni la afición a las ruinas ni el amor a Roma. Un siglo antes que él, Poussin y Claude Gelée también habían descubierto Roma, con ojos nuevos de extranjeros; su obra se había alimentado de esos parajes inagotables. Pero, mientras para un Claude Gelée, para un Poussin, Roma había sido sobre todo el admirable telón de fondo de un ensueño personal o, por el contrario, de un discurso de orden general; un lugar sagrado, finalmente, cuidadosamente purificado de toda contingencia contemporánea, situado a mitad de camino del divino país de la Fábula, es la Ciudad misma, en todos sus aspectos y con todas sus implicaciones, de las más triviales a las más insólitas, lo que Piranesi captó en cierto momento del siglo XVIII, en sus aproximadamente mil planchas a la vez anecdóticas y visionarias. No se limitó a explorar los monumentos antiguos, como un dibujante que busca un punto de vista; él en persona hurgó en los escombros, un poco por encontrar las antigüedades con que comerciaba, pero sobre todo para averiguar el secreto de sus cimientos, para aprender y demostrar cómo fueron construidos. Fue arqueólogo en una época en que ni esta misma palabra era de uso corriente. Siguió hasta el final numerando prudentemente en las planchas cada parte de edificio, cada fragmento de ornato que permanecía en su sitio y poniendo, en el margen inferior, las notas explicativas correspondientes, sin inquietarse nunca, como lo haría seguramente un artista de hoy, de si disminuía con aquellas precisiones de manual o de dibujo lineal, el valor estético o pintoresco de su obra. «Cuando me percaté de que en Roma, la mayor parte de los monumentos antiguos yacían abandonados en campos o jardines, o bien servían de cantera para construir nuevos edificios, resolví preservar su recuerdo en mis grabados. Por lo tanto, traté de poner en ellos la mayor exactitud posible.» Hay algo ya goethiano en esta frase, en donde se afirma una modesta voluntad de ser útil. Para darse cuenta de la importancia que tuvo esta empresa de salvamento, hay que recordar que al menos un tercio de los monumentos dibujados por Piranesi han desaparecido de entonces acá y los que aún quedan han sido a menudo despojados de los revestimientos y estucos que permanecían, para ser luego modificados y restaurados en ocasiones con gran torpeza entre finales del siglo XVIII y nuestros días. En nuestra época, cuando el artista ha creído liberarse rompiendo los lazos que le unían al mundo exterior, vale la pena mostrar de qué solicitud tan precisa por el objeto contemplado salieron las obras maestras casi alucinadas de Piranesi.

Gran número de pintores geniales han sido también arquitectos; muy pocos pensaron únicamente en términos de arquitectura para su obra pintada, dibujada o grabada. Por otra parte, ciertos pintores que han intentado ser al mismo tiempo arqueólogos, como el Ingres de Stratonice, por ejemplo, no han conseguido más que un resultado postizo y decepcionante. Por el contrario, sus estudios de arquitecto enseñaron a Piranesi a reflexionar muy continuamente en términos de equilibrio y de peso, de mortero y de obra gruesa. Sus búsquedas de anticuario, por otra parte, lo acostumbraron a reconocer en cada fragmento de antigüedad las singularidades o especificaciones de especie; fueron para él lo que para el pintor de desnudos es la disección de los cadáveres. Parece ser, sobre todo, que la pasión por construir, reprimida en este hombre, que tuvo que limitarse durante toda su vida a las dos dimensiones de una placa de cobre, lo volvió especialmente apto para hallar en el monumento ruinoso el impulso que, en otro tiempo, levantó ese mismo monumento. Casi puede decirse que el material de construcción en las Antigüedades es expresado por él mismo: la imagen de las ruinas no desencadena en Piranesi una amplificación sobre la grandeza y decadencia de los imperios, ni sobre la inestabilidad de los asuntos humanos, sino una meditación sobre la perennidad de las cosas y su lenta usura, sobre la opaca identidad que prosigue en el interior del monumento su larga existencia de piedra. Recíprocamente, la majestad de Roma sobrevive, para él, más en una bóveda rota que en una asociación de ideas con César muerto. El edificio se basta a sí mismo; es a la vez drama y decorado del drama, lugar de un diálogo entre la voluntad humana aún inscrita en esas construcciones, la inerte energía mineral y el irrevocable Tiempo.

Esta secreta poesía metafisica parece desembocar, en ocasiones, para ese incomparable compatriota de Arcimboldo, en un rudimento de doble imagen, debido menos a un juego del espíritu que a la intensidad de mirada del visionario. La cúpula desplomada de Canope y la del Templo de Diana en Baies son el cráneo reventado, la caja craneana de donde cuelgan filamentos de hierba; la Columna Antonina y la Columna Trajana recuerdan irresistiblemente, en esta obra tan desprovista de erotismo, sin embargo, a tal verso delirante de Théophile Gautier sobre la Columna Vendôme; el obelisco que yace hecho pedazos al pie del Palacio Barberini es un cadáver descuartizado por no se sabe bien qué bravi. Con más frecuencia aún, en lugar de asimilar simplemente a la forma humana la forma creada por el hombre, la metáfora visual tiende a sumir de nuevo el edificio dentro del conjunto de fuerzas naturales, de las cuales la más complicada de nuestras arquitecturas no es sino un parcial e inconsciente microcosmos. Las ruinas se apoyan en el palacio nuevo como un tocón en las arboledas vivas; la cúpula, medio enterrada, parece un montículo que escalan rebaños de arbustos; el edificio adquiere aspecto de escoria o de esponja, alcanza ese grado de indiferenciación en el que ya no se sabe si esa piedra recogida en la playa fue antaño trabajada por mano del hombre o modelada por las olas. El extraordinario Muro de sostenimiento de la tumba de Adriano es un acantilado azotado por los siglos; el Coliseo vacío es un cráter apagado. Esta intuición de las grandes metamorfosis naturales acaso no sea nunca tan visible en Piranesi como en los dibujos que se trajo de Pesto y que su hijo Francesco terminó honorablemente tras su muerte, poblándolos de rústicos y de ganado teocritianos. Pero la violencia cede el paso a la calma; la metáfora se disuelve en una simple afirmación del objeto contemplado. Grecia, a la que el dibujante se acercaba sin conocerla, respira en ellos con su robusta belleza a un tiempo individual y abstracta, tan diferente de la grandeza utilitaria y romántica de Roma. El templo destruido no es más que el resto de un naufragio en el mar de las formas; él mismo es Naturaleza: sus fustes son lo equivalente a un bosque sagrado; sus llenos y sus vacíos son una melodía al modo dórico; su ruina sigue siendo un precepto, una admonición, un orden de las cosas. La obra de este poeta trágico de la arquitectura va llegando a su fin con este éxtasis de serenidad.

Antes de dejar las Vistas, miremos un instante con la lupa en la mano la minúscula humanidad que gesticula sobre las ruinas o por las calles de Roma. Fantoccini, burattini, puppi: esas damas con miriñaque, esos gentileshombres con espada y traje a la francesa, esos monjes encapuchados y esos monseñores pertenecen al repertorio de la Italia del XVIII; una atmósfera de Goldoni o de Casanova, un perfume más veneciano que romano emana de los mismos. A estos personajes dignos de un cuadro costumbrista reducidos a infimas proporciones por la enormidad de las arquitecturas, Piranesi unió el picaresco tropel de muleros de la campiña romana, de trasteverinas cargadas de chiquillos, de mendigos, de cojos y, diseminados por todas panes, de cabreros hirsutos y ágiles, apenas más humanos que sus carneros y sus cabras. En ninguna parte trató el artista como tantos pintores barrocos y románticos de Roma lo hicieron antes o después que él de armonizar la nobleza y la gravedad humanas con la dignidad de los edificios. Apenas si, por aquí y por allá, una figura menuda de algún hermoso joven, de pie o tumbado, paseante solitario, soñador o simplemente mozo de turno, sugiere entre esos fuegos fatuos humanos lo equivalente a una estatua antigua. «En lugar de estudiar el desnudo o los únicos modelos buenos, como son los de la estatuaria griega escribe a finales del siglo XVIII su primer biógrafo Bianconi , se complacía dibujando los más feos lisiados y los jorobados más horrorosos que podian verse en Roma. Cuando había tenido la suerte de encontrar a uno de estos monstruos mendigando a la puerta de la iglesia, se alegraba tanto como si hubiera descubierto a un nuevo Apolo del Belvedere.» La presencia de estos pordioseros pone a veces, en los parajes desiertos de Piranesi, la sugerencia de un peligro. En una de las planchas de las Antigüedades, dos danzarines violadores de sepulturas se disputan un esqueleto casi tan gracioso como ellos mismos; otro ladrón se ha apoderado del cráneo mientras que, a dos pasos de allí, sobre la tapa volcada del sarcófago, un bucráneo esculpido pone la imagen de la calavera animal al lado de la calavera humana. Literalmente, la ruina hormiguea: a cada ojeada que le echamos descubrimos un nuevo grupo de insectos humanos bafullando entre los escombros y las malezas. Harapos, hábitos y falbalaes penetran de concierto en los relucientes interiores de iglesia, sin olvidar a los perros, que se muerden unos a otros y se espulgan hasta al pie de los santos altares. Los curiosos y los merodeadores de Piranesi viven con esa vida alegre, endiablada, a veces inquietante y mefistofélica antes de tiempo que, de creer a los pintores, desde Watteau hasta Magnasco y desde Hogarth a Goya, fue desde el comienzo al fin una de las características del siglo.

El grotesco contraste entre las pompas papales y las grandezas antiguas, por una parte, y por la otra las miserias y pequeñeces de la actual vida romana, ya había sido percibida por el Du Bellay de las Añoranzas, que fue también uno de los primeros poetas en celebrar in situ la majestad de las ruinas de Roma. Estalla de nuevo en Voltaire, en la estridente opertura de los Viajes de Escarmentado («Partí muy contento de la arquitectura de San Pedro»); volveremos a encontrarlo un siglo más tarde en Belli. Parecería natural prestarle al autor de las Vistas las mismas intenciones de contrapunto burlón, pero esos personajillos de comedia costumbrista o de novela picaresca son demasiado corrientes de aspecto y de formato para suponer necesariamente un fondo de ironía en Piranesi, o de oculto desdén: esa frívola chusma y ese pimpante mundillo le sirvieron simplemente, como a tantos otros grabadores de su tiempo, para destacar la altura de las bóvedas y la longitud de las perspectivas. Todo lo más fueron para él un scherzo contrastante con el solemne largo de las arquitecturas. Y sin embargo, esos homúnculos que nos encontramos absurdamente encaramados en los vertiginosos pisos de las Prisiones, responden demasiado a cierto sentido de lo irrisorio y lo fútil de la vida humana para no adquirir, al menos implícitamente, un valor de pequeñísimos símbolos, para no recordarnos a un jugueteo medio matemático, medio satírico, que obsesionó a muchas de las mejores cabezas del siglo XVIII: Micromegas, Gulliver en Lilliput.

El primer álbum de las Prisiones o, para traducir más exactamente su título, de las Prisiones imaginarias (Invenzioni Capric di Carceri), no está fechado, pero se supone que fue publicado en 1745. El mismo Piranesi les asigna una fecha más antigua en el catálogo de sus obras: «Planchas realizadas en 1742»; su autor, por aquella época, tenía, pues, veintidós años. De modo que esas catorce planchas de las primeras Prisiones imaginarias son poco más o menos contemporáneas de dos obras de juventud: Prima Parte di Architetture y Opere varie di architettura, en las que Piranesi pone en pie unos edificios ficticios de perspectivas sabiamente complicadas, retazos de bravura casi obligados para los artistas educados en la tradición barroca, y entre los cuales figura ya la imagen aislada de una Sombría Prisión. Siguen de cerca a la publicación de las fantasías arquitectónicas de Giuseppe Bibbiena: Architettura e Prospettiva, publicadas en Augsburgo en 1740. Su conclusión, o sus primeros retoques, se sitúan hacia la época de la estancia en Venecia de 1744, durante la cual se supone que Piranesi trabajó junto a Tiépolo, otro prestidigitador de las arquitecturas de teatro. Pero estas imágenes que, por muchos de sus aspectos, entran a formar parte de una moda, se salen deliberadamente de ella por su intensidad, lo extraño de sus formas, su violencia; por el efecto de no se sabe qué clase de quemadura negra. Si, como se afirma, las delirantes Carceri nacieron de un ataque de fiebre, el paludismo de la Campiña romana favoreció al genio de Piranesi liberando momentáneamente unos elementos que hubieran podido permanecer controlados hasta el fin, y como subyacentes en su obra.

Hay que ponerse de acuerdo sobre lo que significa la palabra delirio. De suponer auténtica su legendaria malaria de 1742, la fiebre no le abrió a Piranesi las puertas de un mundo de confusión mental, sino las de un reino interior peligrosamente más amplio y complejo del hasta entonces vivido por el joven grabador, aunque compuesto, en suma, de materiales casi idénticos. Aumentó, sobre todo hasta el eretismo y casi hasta la tortura- las percepciones del artista, haciendo posibles, por una parte, el impulso vertiginoso, la embriaguez matemática, y de la otra, la crisis de agorafobia y de claustrofobia aunadas, la angustia del espacio prisionero, de donde salieron, con toda seguridad, las Prisiones. Nada más útil, desde ese punto de vista, que comparar esas Prisiones imaginarias con una de las planchas técnicamente perfectas pero fríamente lineales de la Prima parte de Architettura y del Proyecto para un Templo, fechado en 1743 y, por consiguiente, contemporáneo o incluso un poco posterior a las primeras pruebas de las Prisiones. Prolongad esas perspectivas; elevad esa bóveda artesonada de ya desproporcionada altura; envolved a esas arquitecturas aún secas y a esos pequeños figurantes de ópera en una atmósfera de ensueño; haced que suba de modo más inquietante el humo de esas urnas clásicas; agravad y simplificad cada línea y lo que obtendréis diferirá poco de esas Prisiones alucinadas. Lo que significa, en suma, que, en las Prisiones, el genio de Piranesi entra en juego por primera vez. Esta sucesión inaudita de catorce planchas y la serie, más ligera, de cuatro composiciones decorativas: los Grutescos de 1744, son las únicas obras en donde Piranesi se abandona a lo que él mismo llama sus caprichos o, para expresarlo mejor, sus obsesiones y sus fantasmas. Por muy diversos que sean, Prisiones y Grutescos acusan ambos el primer choque de lo antiguo y lo romano sobre el veneciano Piranesi. Los Grutescos combinan en encantador «pot pourri» rococó, fragmentos de columnas, bajorrelieves rotos y calaveras que recuerdan un poco los adornos gentilmente macabros de algunas losas sepulcrales del siglo XVI, y también los cráneos y esqueletos frágiles del cincelado alejandrino. Las elevadas Prisiones, en cambio, ofrecen una especie de imagen invertida de la grandeza romana y barroca reflejada en la cámara osgura de un cerebro visionario. La sombría fantasía que, más tarde, reabsorbida en el interior de lo real y concreto, seguirá impregnando las Antigüedades romanas, se halla en estas dos obras de juventud al estado libre y, por decirlo así, químicamente pura. En las Prisiones, sobre todo, conviene recordar que el autor de esta extraordinaria serie sólo tenía veintidós años. Si se pudiera comparar a un artista de la era barroca con un poeta de la época posromántica, nos arriesgaríamos a probar que esas Carceri del joven Piranesi son el equivalente de las Iluminaciones de un Rimbaud que no hubiera renunciado después a escribir. Quizá fueron también su Estancia en el Infierno.

Esas Prisiones que la crítica moderna pone en el pináculo no fueron, por lo demás y como era de esperar, ni apreciadas ni entendidas, con lo cual se vendieron muy poco. En 1716, es decir, casi diecisiete años después de publicarse el álbum en su primer formato, Piranesi, que tenía ya cuarenta años, ofrecía al público una segunda edición, muy retocada: (Carceri d'invenzione di G. B. Piranesi) y esta vez, contenía dieciséis planchas. Al mismo tiempo, la palabra Capricho que figuraba, en buen lugar, en el frontispicio de las primeras pruebas, había desaparecido de esta edición definitiva, por una omisión significativa o tal vez debida únicamente a la modificación formal de la portada.

Mirándolo bien, los otros cambios introducidos por Piranesi en las Prisiones son casi todos de dos clases: ha multiplicado los trazos que permiten entintados más generosos, ha disminuido los grandes espacios claros y ha oscurecido y aumentado los rincones de sombra; ha añadido también por todas partes , a las misteriosas máquinas que se perfilan en primer plano o en los lugares más recónditos de las salas, ruedas, poleas, grúas, tornos y cabestrantes que las convierten, decididamente, en instrumentos de tortura más que en los artefactos de construcción que también hubieran podido ser; las ruedas y plataformas se han erizado siniestramente de clavos; de un brasero que arde, paradójicamente, al borde de una galería proyectada en pleno vacío, han surgido unas estacas ennegrecidas que sugieren confusamente la idea de suplicios; en la plancha IV de las segundas versiones, una inmensa y oscura rueda de Santa Catalina ha ocupado el lugar de la noble columna sobre la que se centraba la perspectiva; los racimos de cadenas que cuelgan de las murallas han proliferado como los de una detestable viña. Además, Piranesi ha añadido a la colección dos nuevas planchas (II y V), más vehementes y más sobrecargadas que las demás de reminiscencias arqueológicas. Para terminar, ha suprimido la decimocuarta y última hoja del primer álbum, en donde se veia, sobre un fondo casi claro, a dos personajes bajando los peldaños de una escalera central, mientras que una figura pequeña y tapada, especie de misterioso contrapeso, aparecía a la derecha en una escalera excusada. Esta obra de encanto extraño que parece, antes de tiempo, lo equivalente a una especie de final en un ideal Fidelio, ha sido sustituida por la imagen de un negro panteón ornado con bustos romanos que gesticulan y de lúgubres inscripciones que recalcan, casi excesivamente, que nos hallamos dentro de una prisión.

De entre las numerosas razones que puede tener un artista genial para modificar su obra, la más corriente nada tiene que ver aquí. No se trata de un trabajo aún tachado de inexperiencia y que el autor vuelve a repetir una vez alcanzada la maestría: nada, por el contrario, iguala o supera el virtuosismo manifestado en estas segundas pruebas si no es, quiza, de las primeras. Todo lo más puede decirse que, en el intervalo, Piranesi ha estudiado más a Rembrandt, cuya obra de grabador sabemos admiraba y que, con toda seguridad, influyó en sus producciones, tan típicamente italianas, sin embargo. Es posible, ciertamente que Piranesi fuera arrastrado junto con todo su siglo por la corriente que llevaba al arte barroco hacia el prerromanticismo, y que modificara voluntariamente su obra en el sentido de la novela gótica. También puede ser que, por una razón cualquiera, la idea de crimen, la noción de vindicta legal hayan preocupado cada vez más al autor de las Prisiones. Pero no olvidemos, sobre todo, la presuposición de qué el artista del siglo XVIIl debía ofrecer a su público un discurso organizado, cuya significación sería patente para todos, y no el producto más o menos indescifrable de una ensoñación subjetiva. Todo sucede en esas Prisiones, como si Piranesi cuando estaba lúcido se hubiera esforzado por hacer más convincentes, más coherentes, esas imágenes que acaso habían perdido para él su sentido, el que habían tenido durante la inspiración o el delirio; por justificar su título añadiendo a esos calabozos trascendentales y a esas cámaras de tortura vertiginosas el detalle irrecusable tomado de los calabozos auténticos y de las torturas verdaderas; por volver, en suma, a situar en el plano de nociones y emociones comprensibles aún hallándose despierto, lo que en un principio que una prodigiosa alucinación de arquitecto, el sueño de un constructor ebrio de puros volúmenes y de puro espacio.
Categoría: Arquitectura | Visiones: 1604 | Ha añadido: esquimal | Tags: BIOGRAFÍAS, Arte, Arquitectura, grabado | Ranking: 0.0/0

comments powered by Disqus
Información | Contacto Copyright © 2024