Marguerite YourcenarHomenatge a Giovanni Battista PIRANESI Eudald Alabau Selva. «El negro cerebro de Piranesi...», dice en alguna parte Victor Hugo. El
hombre a quien pertenecía ese cerebro nació en 1720 de una de esas
familias venecianas en las que convivían armoniosamente la vida
artesana, las profesiones liberales y la Iglesia. Su padre cantero-, su
tío Matteo Lucchesi ingeniero y arquitecto, junto al cual adquirió el
joven Giovanni Battista los rudimentos de saberes técnicos que, más
tarde, sustentaron su obra, y su hermano Angelo -cartujo-, que le enseñó
la historia de Roma, contribuyeron a formar los diversos aspectos de su
por venir de artista. El tío Matteo, sobre todo, fue si nos atrevemos
a llamarlo así , una suerte de primer y bastante mediocre antecedente
de Piranesi: su sobrino heredó de él, no sólo una teoría errónea sobre
los orígenes etruscos de la arquitectura griega, que defendió con
obstinación durante toda su vida, sino también su respeto por el arte
arquitectónico considerado como una forma de creación divina. El gran
grabador, que fue el intérprete y casi el inventor de la trágica belleza
de Roma, ostentó hasta el final con orgullo, y acaso algo
arbitrariamente, el título de arquitecto veneciano: architectus venitianus.
Fue igualmente en Venecia donde aprendió la pintura con los hermanos
Valeriani y, más significativamente aún, con los Bibbiena, virtuosos y
poetas de arquitecturas de teatro. Finalmente, tras regresar por unos
meses a Venecia en 1744, cuando ya empezaba a echar sus raíces en Roma,
parece ser que frecuentó brevemente el taller de Tiépolo; en cualquier
caso, este último maestro del gran estilo veneciano ejerció sobre él su
influencia.
Fue en 1740 y a la edad de veinte años cuando Piranesi, como dibujante
agregado al séquito del embajador veneciano Foscarini, cruzó por primera
vez la Puerta del Pueblo. Ningún hombre si en aquel momento se hubiera
podido pronosticar su porvenir merecía tanto como él una entrada
triunfal en la Ciudad Eterna. De hecho, el joven artista empezó por
estudiar el grabado junto a un tal Giuseppe Vasi, minucioso fabricante
de vistas de Roma, a quien su alumno parecía demasiado buen pintor para
que llegara a ser nunca un buen grabador. Con razón pues el grabado, en
manos de Vasi y de otros muchos honrados fabricantes de estampas, no era
más que un procedimiento económico y rápido de reproducción mecánica,
para el cual un exceso de talento resultaba más peligroso que útil. No
obstante y por motivos en parte exteriores tales como la dificultad de
hacer carrera de arquitecto y decorador en la Roma un tanto adormecida
del siglo XVIII , en parte debidos al temperamento mismo del artista, el
grabado acabará siendo para Piranesi el único medio de expresión. Las
veleidades del pintor de decorados, la vocación entusiasta del
arquitecto, ceden en apariencia el pasó al grabador: en realidad, han
impuesto a su buril cierto estilo y ciertos temas. Al mismo tiempo, el
artista ha encontrado su tema, que es Roma, con cuyas imágenes llenará,
durante casi treinta y ocho años, las aproximadamente mil planchas de su
obra descriptiva. En el grupo más restringido de las obras de su
juventud, donde reina, por el contrario, una libre fantasía
arquitectónica y, en particular, en las fogosas Prisiones imaginarias, combinará con audacia elementos romanos, transferirá a lo irracional la sustancia de Roma.
Aparte la breve ausencia de 1744, en que regresa a Venecia por la razón
que suele obligar a los poetas y artistas a volver a casa: la falta de
dinero, Piranesi no abandonó Roma más que para explorar sus alrededores
inmediatos y para hacer dos peregrinaciones de más consideración sobre
todo en aquellos tiempos de caminos difíciles , una de ellas a Umbría en
1764, a la búsqueda de antigüedades etruscas de Corneto y de Chiusi; la
otra en 1774 al reino de Nápoles, en donde Pompeya y Herculano,
recientemente descubiertas, y Pesto, hallada no hacía mucho, eran por
entonces unas atracciones novísimas. Piranesi nos ha dejado unos croquis
alucinados de las calles muertas de Pompeya; de Pesto se traerá unos
dibujos admirables que prueban una vez más que los ojos y las manos de
un pintor son más sabios que su cerebro, dado que él continuó
considerando hasta el final la arquitectura griega como un simple
sucedáneo de la etrusca y muy inferior al arte del albañil romano. Esta
teoría, menos insostenible entonces que en nuestros días debido a la
ignorancia casi total en que se estaba de la Grecia propiamente dicha,
lo comprometió en una larga querella con algunos anticuarios de su
tiempo, entre otros el ardiente Wincklemann, amante y teórico de la
estatuaria griega. El incomparable abate situaba a Grecia en el lugar
que le correspondía, en el primero, pero al carecer casi por completo de
originales helénicos de la época grande, llegaba a exaltar, como
características del arte griego, unas mediocres copias helenísticas o
grecorromanas, y a caer, a su vez, en la sistematización y el error.
Esta vana querella sirvió a Piranesi, sin duda, tan pronto de excitante
como de derivativo; merecería ser olvidada si no fuera interesante ver
enfrentarse así, ante un problema mal planteado, a dos hombres que
revivificaron nuestro concepto de lo antiguo.
Se conocen algunos de los sucesivos domicilios romanos que ocupó
Piranesi: primero fue el palacio de Venecia, entonces embajada de la
Serenísima República cerca de la Santa Sede; más tarde la tienda del
Corso en donde, de regreso a su visita al país natal y reñido con su
familia que le había suprimido su ayuda material, se instaló como agente
del mercader de estampas veneciano Giuseppe Wagner; finalmente, el
taller de la Via Felice la vía Sixtina de hoy , en donde las segundas
pruebas de las Prisiones se hallaban en venta en casa del autor
al precio de veinte escudos y en el cual Piranesi acabó su existencia de
artista afamado y cubierto de honores, Miembro de la Academia de San
Lucas en 1757 y ennoblecido por Clemente XIII en 1767.
Como tantos otros hombres de buen gusto por entonces instalados en Roma,
el caballero Piranesi no desdeñó dedicarse al provechoso oficio de
corredor de antigüedades; algunos de los grabados de sus Vasi, Candelabri, Cippi, Sarcophagi, Tripodi, Lucerne ed Ornamenti antichi sirvieron
para que, entre los aficionados, circulase la imagen de una pieza
hermosa. Al parecer, se rodeó sobre todo de un grupo de artistas y de
conocedores extranjeros: el amable Hubert Robert que parece, a veces,
haberse impuesto la tarea de retraducir, en términos de rococó, la Roma
barroca de Piranesi; el editor Bouchard, que publicó las primeras
pruebas de las Prisiones y de las Antigüedades romanas.
«Buzzard», como lo escribía Piranesi que, sin duda, ceceaba su nombre a
la manera veneciana. Entre los ingleses se contaban el arquitecto y
decorador Robert Adam, que adaptó el clasicismo italiano a los gustos y
usos británicos, y ese otro arquitecto londinense, George Dance, que se
inspiró, según dicen, de las Prisiones imaginarias para construir
los muy tangibles calabozos de Newgate. El hilo que hasta el final lo
unió a Venecia fue, durante aquellos años, la amiscad de la familia
papal y bancaria de los Rezzonico: el papa Clemente XIII le encomendó
menudas tareas de decorador y se dirigió a él como arquitecto para hacer
unos trabajos en San Juan de Letrán que, por lo demás, jamás se
realizaron, ni siquiera se emprendieron. En 1764, un sobrino del papa,
el cardenal Rezzonico, encargó a su vez a Piranesi que reconstruyera
parcialmente y redecorase la Iglesia de Santa María del Aventino,
propiedad de la Orden de Malta, de la que él era Gran Prior. Este
encargo modesto se prestaba menos a la majestad que a la gracia:
Piranesi transformó la pequeña fachada de la iglesia y los grandes muros
de la plaza de los Caballeros de Malta, en un amable conjunto ornado de
blasones y trofeos en donde, al igual que en sus Grutescos, se
combinaban elementos arquitectónicos de la antigüedad con fantasías
venecianas. Esta fue la única ocasión en que aquel hombre, loco por la
arquitectura, pudo expresarse con verdadero mármol y verdaderas piedras.
Lo que sabemos sobre la vida privada de Piranesi se reduce a su
matrimonio con la hija de un jardinero, hermosa niña de ojos negros en
quien el artista creyó ver el tipo romano más puro. Cuenta la leyenda
que Piranesi conoció a esta Angelica Pasquini en las ruinas entonces
noblemente desiertas del Foro, en donde se hallaba dibujando aquella
tarde, y la tomó por mujer tras haberla poseído en el acto sobre aquel
suelo consagrado a la memoria de la Antigüedad. Si la anécdota es
auténtica, el violento soñador debió figurarse que estaba gozando de la
misma Magna Tellus, de la Dea Roma encarnada en aquel
cuerpo sólido de joven popolana. Una versión disrinta pero que no
contradice a la primera, dice que el artisca se apresuró a celebrar el
matrimonio cuando supo que la hermosa le aportaría en dote la cantidad
de ciento cincuenta piastras. Fuera lo que fuese, tuvo tres hijos de
esta Angelica, que continuaron, sin genialidad pero asiduamente, sus
trabajos: Francesco el más competente, unió como su padre al oficio de
grabador el de arqueólogo y corredor de antigüedades; él fue quien le
procuró a Gustavo III de Suecia los mármoles mediocres (y a veces
dudosos) que hoy forman una pequeña colección conmovedora de «entendido
aficionado» del XVIII, en una sala del Palacio Real de Estocolmo.
Debemos a un francés, a Jacques Guillaume Legrand, el haber recogido de
labios de Francesco Piranesi la mayoria de los detalles que poseemos
sobre la vida, las palabras y el carácter de Piranesi, y lo que aún
queda de los escritos del artista confirma sus declaraciones. Vemos a un
hombre apasionado, ebrio de trabajo, que se despreocupaba de su salud y
de sus comodidades, que despreciaba la malaria de la Campiña romana y
se alimentaba exclusivamente de arroz frío durante sus largas estancias
en los parajes solitarios y malsanos que eran por aquel entonces la
Villa de Adriano y las antiguas ruinas de Albano y de Cora; que sólo una
vez a la semana encendía su parco fuego de campamento para no distraer
nada del tiempo de dicado a sus exploraciones y trabajos. «La verdad y
el vigor de sus efectos señala Jacques Guillaume Legrand con esa sobria
pertinencia que caracteriza a los pensadores del siglo XVIII , la justa
proyección de sus sombras y su transparencia, o felices liceneias a
este respecto, la indicación misma de las tonalidades de color, se deben
a la observación exacta que él hacía de la naturaleza, bajo el sol
ardiente o el claro de luna.» Es fácil ìmaginarse, bajo el insoportable
resplandor del mediodía o en la noche clara, a esce observador al acecho
de lo inalcanzable, buscando en lo que parece inmóvil aquello que se
mueve y cambia, escudriñando con la mirada las ruinas para descubrir en
ellas el secreto de un resalto, el lugar de un sombreado, al igual que
otros lo hicieron para descubrir tesoros o para ver salir a los
fantasmas. Este gran artesano sobrecargado de trabajo murió en Roma en
1778, de una enfermedad del riñón mal curada; fue enterrado a expensas
del cardenal Rezzonico en la iglesia de Santa María del Aventino, en
donde hoy se visita su tumba. Un retrato situado en el frontispicio de
las Prisiones nos lo muestra cuando tendría unos treinta años,
con el pelo corto, los ojos vivos, las facciones algo blandas, muy
italiano y muy hombre del siglo XVIII, a pesar de sus hombros y sus
pectorales desnudos de busto romano. Destaquemos, desde el punto de
vista de la cronología únicamente, que Piranesi era, con unos pocos años
de diferencia, el contemporáneo de Rousseau, de Diderot y de Casanova, y
que pertenecía a una generación anterior al inquietante Goya de los Caprichos, al Goethe de las Elegías romanas,
al obseso Sade, y a ese gran reformador de las prisiones que fue
Beccaria. Todos los ángulos de reflexión y de incidencia del siglo XVIII
tienen su intersección en el extraño universo lineal de Piranesi.
A primera vista, parece posible hacer una selección dentro de la obra
casi demasiado abundante de Piranesi; relegar, por ejemplo, como lo
hicieron antaño algunos críticos timoratos, las dieciséis planchas de
las Prisiones al apartado reservado a la locura y al delirio, y reverenciar, por el contrario, en las Vistas y en las Antigüedades de Roma
, un discurso lógico, una realidad cuidadosamente observada y
noblemente transcrita. O bien, al intervenir como siempre la moda para
invertir paradójicamente los términos, hacer de las Prisiones la única obra en donde el gran grabador ejerció libremente su genio, y rebajar las Antigüedades y las Vistas a
la categoría de lugares comunes de un virtuosismo admirable, pero
fabricados para atender las necesidades de una clientela prendada de
tópicos históricos y de parajes célebres asegurándose así su venta. Y es
cierto que nunca se insistirá lo bastante en que las voluminosas
colecciones de las Vistas y de las Antigüedades de Roma
representaron, para el hombre de buen gusto del siglo XVIII, lo
equivalente a los álbumes de fotografías artísticas que hoy se ofrecen
al turista que desea confirmar o completar sus recuerdos, o al lector
sedentario que sueña con viajar. Casi podría decirse que, en comparación
con los grabadores que lo precedieron, Piranesi, en las Vistas,
se halla en la posición que hoy ocupa, respecto a sus más mediocres y
literales colegas, el gran fotógrafo que aplica con virtuosismo efectos
de contraluz, de bruma o de crepúsculo, ángulos de vista insólitos
reveladores. Y, sin embargo, desnaturalizaríamos por completo la obra de
Piranesi si estableciéramos una escala de valores partiendo del nivel
casi artesanal de su álbum Sobre diversos modos de adornar las chimeneas, o de sus modelos de péndulos o de góndolas, para subir después al grado aún semi comercial de las Vistas y de las Antigüedades y alcanzar en las Prisiones una suerte de pura visión subjetiva. En realidad, el delgado álbum de las Prisiones,
con sus negras imágenes nacidas, según se dice, de un ataque de fiebre,
corresponde también a un género establecido y casi a una moda: un
pintor como Pannini, unos grabadores como los Bibbiena, edificaron,
antes que Piranesi o al mismo tiempo que él, esas audaces maquetas de
ópera o de tragedia imaginarias, esas construcciones hechas de elementos
reales hábilmente imbricados en el plano del sueño. Por otra parte, sus
dibujos de artesano dan testimonio, no sólo del mismo temperamento,
sino de las mismas obsesiones que sus más audaces o poderosas obras
maestras. La chimenea ornada con símbolos y animales fabulosos del Arte d'adornare i cammini,
digna de encuadrar el fuego en el gabinete de un Rosa Cruz, es de la
misma mano que trazó los gigantescos leones en la plancha V de las Prisiones; el dibujo de un proyecto para una carroza atestigua la misma exquisita sensibilidad que el complicado esquema de las Grandes Termas de la Villa de Adriano.
Sìn la advertencia que suponen estos trabajos de tipo artesanal, tal
vez descuidáramos situar sus obras mayores dentro de la época y de la
moda; daríamos demasiada poca importancia al decorador y al hombre hábil
que también era. Sin las Antigüedades y las Vistas, el universo fantasmagórico de las Prisiones nos
parecería harto rebuscado o ficticio; no discerniríamos en él los
materiales auténticos que reaparecen obsesivamente en pleno sueño. Sin
las audacias casi demoníacas de las Prisiones vacilaríamos en reconocer, bajo el aparente clasicismo de las Vistas y de las Antigüedades romanas, el canto profundo de una meditación a la vez visual y metafísica sobre la vida y la muerte de las formas.
Los temas de los grabados descriptivos de Piranesi entran en dos
categorías que, naturalmente, se entrecruzan. Por una parte, el edificio
barroco, aún nuevo o casi: la fachada rectilínea de muro macizo; el
obelisco que secciona las perspectivas; la calle en donde la fila de
palacios dibuja una línea levemente curva, que es uno de los milagros de
Roma; la elipse o el polígono irregular de las plazas llanas y
desnudas; el paralelepípedo de las vistas interiores de basílicas; el
cilindro y la esfera truncada de los interiores de iglesias con cúpula;
la rotonda que gira a cielo abierto; la fuente monumental cuyo pilón
redondo imita la curva de la ola; el revestimiento liso y pulido de
suelos y paredes. Por otra parte, la ruina vieja ya de unos quince
siglos, la piedra hendida el ladrillo hecho migajas, la bóveda que se
derrumba y favorece la intrusión de la luz, el túnel de salas oscuras
que se abre a lo lejos sobre una brecha de luz natural, el plinto en
vilo, suspendido al borde de su caída; el gran ritmo quebrado de
acueductos y columnatas; los templos y basílicas abiertos y como si
estuviesen del revés, por culpa de las depredaciones del tiempo y de los
hombres, de tal suerte que lo de dentro se ha convertido en una especie
de exterior, invadido en todas partes por el espacio como un edificio
por el agua. Un equilibrio de vasos comunicantes se establece en
Piranesi entre lo que todavía es para él lo moderno y lo que ya es, para
él y para nosotros, lo antiguo; entre el monumento sólidamente anclado
en un tiempo que sigue siendo el suyo, y el momumento que llega ya al
final de su trayectoria de siglos. Una vez derrumbado, ese San Pablo extramuros apenas diferiría del templo clásico al que antaño pertenecieron sus columnas; deteriorada, esa Columnata de San Pedro se asemejaría a los pórticos del Circo de Nerón a los que sustituye. De estar intactos, ese Templo de Venus o esas Termas de Caracalla,
por el lujo de los mármoles, por la abundancia de los estucos y lo
exagerado de sus estatuas gigancescas, responderían a las mismas
preocupaciones de boato y de prestigio que una construcción de Bernini.
El genio del barroco dio a Piranesi la intuición de esa arquitectura
prebarroca que fue la de la Roma imperial; lo salvó del frío
academicismo de sus sucesores, con quienes en ocasiones se le confunde y
para quienes los monumentos de la antigüedad son textos escolares. Al
barroco le debe, en las Vistas de Roma, esas repentinas rupturas
de equilibrio, ese reajuste voluntario de las perspectivas, ese análisis
de las masas que fue en su momento una conquista tan considerable como
más tarde el análisis de la luz por parte de los Impresionistas. Le debe
asimismo esos grandes juegos imprevistos de sombra y de luces, esa luz
que se mueve, tan distinta de los cielos de eternidad que los pintores
del Renacimiento ponían tras sus palacios y sus templos imitados de la
antigüedad, que el Corot italiano hallará de nuevo en el siglo XIX.
Finalmente, le debe al barroco ese sentido de lo sobrehumano que llevará
hasta sus últimas consecuencias en las Prisiones.
Bien es cierto que el autor de las Vistas y de las Antigüedades romanas
no inventó ni la afición a las ruinas ni el amor a Roma. Un siglo antes
que él, Poussin y Claude Gelée también habían descubierto Roma, con
ojos nuevos de extranjeros; su obra se había alimentado de esos parajes
inagotables. Pero, mientras para un Claude Gelée, para un Poussin, Roma
había sido sobre todo el admirable telón de fondo de un ensueño personal
o, por el contrario, de un discurso de orden general; un lugar sagrado,
finalmente, cuidadosamente purificado de toda contingencia
contemporánea, situado a mitad de camino del divino país de la Fábula,
es la Ciudad misma, en todos sus aspectos y con todas sus implicaciones,
de las más triviales a las más insólitas, lo que Piranesi captó en
cierto momento del siglo XVIII, en sus aproximadamente mil planchas a la
vez anecdóticas y visionarias. No se limitó a explorar los monumentos
antiguos, como un dibujante que busca un punto de vista; él en persona
hurgó en los escombros, un poco por encontrar las antigüedades con que
comerciaba, pero sobre todo para averiguar el secreto de sus cimientos,
para aprender y demostrar cómo fueron construidos. Fue arqueólogo en una
época en que ni esta misma palabra era de uso corriente. Siguió hasta
el final numerando prudentemente en las planchas cada parte de edificio,
cada fragmento de ornato que permanecía en su sitio y poniendo, en el
margen inferior, las notas explicativas correspondientes, sin
inquietarse nunca, como lo haría seguramente un artista de hoy, de si
disminuía con aquellas precisiones de manual o de dibujo lineal, el
valor estético o pintoresco de su obra. «Cuando me percaté de que en
Roma, la mayor parte de los monumentos antiguos yacían abandonados en
campos o jardines, o bien servían de cantera para construir nuevos
edificios, resolví preservar su recuerdo en mis grabados. Por lo tanto,
traté de poner en ellos la mayor exactitud posible.» Hay algo ya
goethiano en esta frase, en donde se afirma una modesta voluntad de ser
útil. Para darse cuenta de la importancia que tuvo esta empresa de
salvamento, hay que recordar que al menos un tercio de los monumentos
dibujados por Piranesi han desaparecido de entonces acá y los que aún
quedan han sido a menudo despojados de los revestimientos y estucos que
permanecían, para ser luego modificados y restaurados en ocasiones con
gran torpeza entre finales del siglo XVIII y nuestros días. En nuestra
época, cuando el artista ha creído liberarse rompiendo los lazos que le
unían al mundo exterior, vale la pena mostrar de qué solicitud tan
precisa por el objeto contemplado salieron las obras maestras casi
alucinadas de Piranesi.
Gran número de pintores geniales han sido también arquitectos; muy pocos
pensaron únicamente en términos de arquitectura para su obra pintada,
dibujada o grabada. Por otra parte, ciertos pintores que han intentado
ser al mismo tiempo arqueólogos, como el Ingres de Stratonice,
por ejemplo, no han conseguido más que un resultado postizo y
decepcionante. Por el contrario, sus estudios de arquitecto enseñaron a
Piranesi a reflexionar muy continuamente en términos de equilibrio y de
peso, de mortero y de obra gruesa. Sus búsquedas de anticuario, por otra
parte, lo acostumbraron a reconocer en cada fragmento de antigüedad las
singularidades o especificaciones de especie; fueron para él lo que
para el pintor de desnudos es la disección de los cadáveres. Parece ser,
sobre todo, que la pasión por construir, reprimida en este hombre, que
tuvo que limitarse durante toda su vida a las dos dimensiones de una
placa de cobre, lo volvió especialmente apto para hallar en el monumento
ruinoso el impulso que, en otro tiempo, levantó ese mismo monumento.
Casi puede decirse que el material de construcción en las Antigüedades es
expresado por él mismo: la imagen de las ruinas no desencadena en
Piranesi una amplificación sobre la grandeza y decadencia de los
imperios, ni sobre la inestabilidad de los asuntos humanos, sino una
meditación sobre la perennidad de las cosas y su lenta usura, sobre la
opaca identidad que prosigue en el interior del monumento su larga
existencia de piedra. Recíprocamente, la majestad de Roma sobrevive,
para él, más en una bóveda rota que en una asociación de ideas con César
muerto. El edificio se basta a sí mismo; es a la vez drama y decorado
del drama, lugar de un diálogo entre la voluntad humana aún inscrita en
esas construcciones, la inerte energía mineral y el irrevocable Tiempo.
Esta secreta poesía metafisica parece desembocar, en ocasiones, para ese
incomparable compatriota de Arcimboldo, en un rudimento de doble
imagen, debido menos a un juego del espíritu que a la intensidad de
mirada del visionario. La cúpula desplomada de Canope y la del Templo de Diana en Baies son el cráneo reventado, la caja craneana de donde cuelgan filamentos de hierba; la Columna Antonina y la Columna Trajana recuerdan
irresistiblemente, en esta obra tan desprovista de erotismo, sin
embargo, a tal verso delirante de Théophile Gautier sobre la Columna Vendôme; el obelisco que yace hecho pedazos al pie del Palacio Barberini es un cadáver descuartizado por no se sabe bien qué bravi.
Con más frecuencia aún, en lugar de asimilar simplemente a la forma
humana la forma creada por el hombre, la metáfora visual tiende a sumir
de nuevo el edificio dentro del conjunto de fuerzas naturales, de las
cuales la más complicada de nuestras arquitecturas no es sino un parcial
e inconsciente microcosmos. Las ruinas se apoyan en el palacio nuevo
como un tocón en las arboledas vivas; la cúpula, medio enterrada, parece
un montículo que escalan rebaños de arbustos; el edificio adquiere
aspecto de escoria o de esponja, alcanza ese grado de indiferenciación
en el que ya no se sabe si esa piedra recogida en la playa fue antaño
trabajada por mano del hombre o modelada por las olas. El extraordinario
Muro de sostenimiento de la tumba de Adriano es un acantilado
azotado por los siglos; el Coliseo vacío es un cráter apagado. Esta
intuición de las grandes metamorfosis naturales acaso no sea nunca tan
visible en Piranesi como en los dibujos que se trajo de Pesto y que su
hijo Francesco terminó honorablemente tras su muerte, poblándolos de
rústicos y de ganado teocritianos. Pero la violencia cede el paso a la
calma; la metáfora se disuelve en una simple afirmación del objeto
contemplado. Grecia, a la que el dibujante se acercaba sin conocerla,
respira en ellos con su robusta belleza a un tiempo individual y
abstracta, tan diferente de la grandeza utilitaria y romántica de Roma.
El templo destruido no es más que el resto de un naufragio en el mar de
las formas; él mismo es Naturaleza: sus fustes son lo equivalente a un
bosque sagrado; sus llenos y sus vacíos son una melodía al modo dórico;
su ruina sigue siendo un precepto, una admonición, un orden de las
cosas. La obra de este poeta trágico de la arquitectura va llegando a su
fin con este éxtasis de serenidad.
Antes de dejar las Vistas, miremos un instante con la lupa en la
mano la minúscula humanidad que gesticula sobre las ruinas o por las
calles de Roma. Fantoccini, burattini, puppi: esas damas con miriñaque,
esos gentileshombres con espada y traje a la francesa, esos monjes
encapuchados y esos monseñores pertenecen al repertorio de la Italia del
XVIII; una atmósfera de Goldoni o de Casanova, un perfume más veneciano
que romano emana de los mismos. A estos personajes dignos de un cuadro
costumbrista reducidos a infimas proporciones por la enormidad de las
arquitecturas, Piranesi unió el picaresco tropel de muleros de la
campiña romana, de trasteverinas cargadas de chiquillos, de mendigos, de
cojos y, diseminados por todas panes, de cabreros hirsutos y ágiles,
apenas más humanos que sus carneros y sus cabras. En ninguna parte trató
el artista como tantos pintores barrocos y románticos de Roma lo
hicieron antes o después que él de armonizar la nobleza y la gravedad
humanas con la dignidad de los edificios. Apenas si, por aquí y por
allá, una figura menuda de algún hermoso joven, de pie o tumbado,
paseante solitario, soñador o simplemente mozo de turno, sugiere entre
esos fuegos fatuos humanos lo equivalente a una estatua antigua. «En
lugar de estudiar el desnudo o los únicos modelos buenos, como son los
de la estatuaria griega escribe a finales del siglo XVIII su primer
biógrafo Bianconi , se complacía dibujando los más feos lisiados y los
jorobados más horrorosos que podian verse en Roma. Cuando había tenido
la suerte de encontrar a uno de estos monstruos mendigando a la puerta
de la iglesia, se alegraba tanto como si hubiera descubierto a un nuevo Apolo del Belvedere.»
La presencia de estos pordioseros pone a veces, en los parajes
desiertos de Piranesi, la sugerencia de un peligro. En una de las
planchas de las Antigüedades, dos danzarines violadores de
sepulturas se disputan un esqueleto casi tan gracioso como ellos mismos;
otro ladrón se ha apoderado del cráneo mientras que, a dos pasos de
allí, sobre la tapa volcada del sarcófago, un bucráneo esculpido pone la
imagen de la calavera animal al lado de la calavera humana.
Literalmente, la ruina hormiguea: a cada ojeada que le echamos
descubrimos un nuevo grupo de insectos humanos bafullando entre los
escombros y las malezas. Harapos, hábitos y falbalaes penetran de
concierto en los relucientes interiores de iglesia, sin olvidar a los
perros, que se muerden unos a otros y se espulgan hasta al pie de los
santos altares. Los curiosos y los merodeadores de Piranesi viven con
esa vida alegre, endiablada, a veces inquietante y mefistofélica antes
de tiempo que, de creer a los pintores, desde Watteau hasta Magnasco y
desde Hogarth a Goya, fue desde el comienzo al fin una de las
características del siglo.
El grotesco contraste entre las pompas papales y las grandezas antiguas,
por una parte, y por la otra las miserias y pequeñeces de la actual
vida romana, ya había sido percibida por el Du Bellay de las Añoranzas,
que fue también uno de los primeros poetas en celebrar in situ la
majestad de las ruinas de Roma. Estalla de nuevo en Voltaire, en la
estridente opertura de los Viajes de Escarmentado («Partí muy
contento de la arquitectura de San Pedro»); volveremos a encontrarlo un
siglo más tarde en Belli. Parecería natural prestarle al autor de las Vistas las
mismas intenciones de contrapunto burlón, pero esos personajillos de
comedia costumbrista o de novela picaresca son demasiado corrientes de
aspecto y de formato para suponer necesariamente un fondo de ironía en
Piranesi, o de oculto desdén: esa frívola chusma y ese pimpante mundillo
le sirvieron simplemente, como a tantos otros grabadores de su tiempo,
para destacar la altura de las bóvedas y la longitud de las
perspectivas. Todo lo más fueron para él un scherzo contrastante con el
solemne largo de las arquitecturas. Y sin embargo, esos homúnculos que
nos encontramos absurdamente encaramados en los vertiginosos pisos de
las Prisiones, responden demasiado a cierto sentido de lo
irrisorio y lo fútil de la vida humana para no adquirir, al menos
implícitamente, un valor de pequeñísimos símbolos, para no recordarnos a
un jugueteo medio matemático, medio satírico, que obsesionó a muchas de
las mejores cabezas del siglo XVIII: Micromegas, Gulliver en Lilliput.
El primer álbum de las Prisiones o, para traducir más exactamente su título, de las Prisiones imaginarias (Invenzioni
Capric di Carceri), no está fechado, pero se supone que fue publicado
en 1745. El mismo Piranesi les asigna una fecha más antigua en el
catálogo de sus obras: «Planchas realizadas en 1742»; su autor, por
aquella época, tenía, pues, veintidós años. De modo que esas catorce
planchas de las primeras Prisiones imaginarias son poco más o menos contemporáneas de dos obras de juventud: Prima Parte di Architetture y Opere varie di architettura,
en las que Piranesi pone en pie unos edificios ficticios de
perspectivas sabiamente complicadas, retazos de bravura casi obligados
para los artistas educados en la tradición barroca, y entre los cuales
figura ya la imagen aislada de una Sombría Prisión. Siguen de cerca a la publicación de las fantasías arquitectónicas de Giuseppe Bibbiena: Architettura e Prospettiva,
publicadas en Augsburgo en 1740. Su conclusión, o sus primeros
retoques, se sitúan hacia la época de la estancia en Venecia de 1744,
durante la cual se supone que Piranesi trabajó junto a Tiépolo, otro
prestidigitador de las arquitecturas de teatro. Pero estas imágenes que,
por muchos de sus aspectos, entran a formar parte de una moda, se salen
deliberadamente de ella por su intensidad, lo extraño de sus formas, su
violencia; por el efecto de no se sabe qué clase de quemadura negra.
Si, como se afirma, las delirantes Carceri nacieron de un ataque
de fiebre, el paludismo de la Campiña romana favoreció al genio de
Piranesi liberando momentáneamente unos elementos que hubieran podido
permanecer controlados hasta el fin, y como subyacentes en su obra.
Hay que ponerse de acuerdo sobre lo que significa la palabra delirio. De
suponer auténtica su legendaria malaria de 1742, la fiebre no le abrió a
Piranesi las puertas de un mundo de confusión mental, sino las de un
reino interior peligrosamente más amplio y complejo del hasta entonces
vivido por el joven grabador, aunque compuesto, en suma, de materiales
casi idénticos. Aumentó, sobre todo hasta el eretismo y casi hasta la
tortura- las percepciones del artista, haciendo posibles, por una parte,
el impulso vertiginoso, la embriaguez matemática, y de la otra, la
crisis de agorafobia y de claustrofobia aunadas, la angustia del espacio
prisionero, de donde salieron, con toda seguridad, las Prisiones. Nada
más útil, desde ese punto de vista, que comparar esas Prisiones imaginarias con una de las planchas técnicamente perfectas pero fríamente lineales de la Prima parte de Architettura y del Proyecto para un Templo, fechado en 1743 y, por consiguiente, contemporáneo o incluso un poco posterior a las primeras pruebas de las Prisiones.
Prolongad esas perspectivas; elevad esa bóveda artesonada de ya
desproporcionada altura; envolved a esas arquitecturas aún secas y a
esos pequeños figurantes de ópera en una atmósfera de ensueño; haced que
suba de modo más inquietante el humo de esas urnas clásicas; agravad y
simplificad cada línea y lo que obtendréis diferirá poco de esas Prisiones alucinadas. Lo que significa, en suma, que, en las Prisiones, el genio de Piranesi entra en juego por primera vez.
Esta sucesión inaudita de catorce planchas y la serie, más ligera, de cuatro composiciones decorativas: los Grutescos de
1744, son las únicas obras en donde Piranesi se abandona a lo que él
mismo llama sus caprichos o, para expresarlo mejor, sus obsesiones y sus
fantasmas. Por muy diversos que sean, Prisiones y Grutescos acusan ambos el primer choque de lo antiguo y lo romano sobre el veneciano Piranesi. Los Grutescos combinan
en encantador «pot pourri» rococó, fragmentos de columnas,
bajorrelieves rotos y calaveras que recuerdan un poco los adornos
gentilmente macabros de algunas losas sepulcrales del siglo XVI, y
también los cráneos y esqueletos frágiles del cincelado alejandrino. Las
elevadas Prisiones, en cambio, ofrecen una especie de imagen
invertida de la grandeza romana y barroca reflejada en la cámara osgura
de un cerebro visionario. La sombría fantasía que, más tarde,
reabsorbida en el interior de lo real y concreto, seguirá impregnando
las Antigüedades romanas, se halla en estas dos obras de juventud al estado libre y, por decirlo así, químicamente pura. En las Prisiones,
sobre todo, conviene recordar que el autor de esta extraordinaria serie
sólo tenía veintidós años. Si se pudiera comparar a un artista de la
era barroca con un poeta de la época posromántica, nos arriesgaríamos a
probar que esas Carceri del joven Piranesi son el equivalente de las Iluminaciones de un Rimbaud que no hubiera renunciado después a escribir. Quizá fueron también su Estancia en el Infierno.
Esas Prisiones que la crítica moderna pone en el pináculo no
fueron, por lo demás y como era de esperar, ni apreciadas ni entendidas,
con lo cual se vendieron muy poco. En 1716, es decir, casi diecisiete
años después de publicarse el álbum en su primer formato, Piranesi, que
tenía ya cuarenta años, ofrecía al público una segunda edición, muy
retocada: (Carceri d'invenzione di G. B. Piranesi) y esta vez,
contenía dieciséis planchas. Al mismo tiempo, la palabra Capricho que
figuraba, en buen lugar, en el frontispicio de las primeras pruebas,
había desaparecido de esta edición definitiva, por una omisión
significativa o tal vez debida únicamente a la modificación formal de la
portada.
Mirándolo bien, los otros cambios introducidos por Piranesi en las Prisiones son
casi todos de dos clases: ha multiplicado los trazos que permiten
entintados más generosos, ha disminuido los grandes espacios claros y ha
oscurecido y aumentado los rincones de sombra; ha añadido también por
todas partes , a las misteriosas máquinas que se perfilan en primer
plano o en los lugares más recónditos de las salas, ruedas, poleas,
grúas, tornos y cabestrantes que las convierten, decididamente, en
instrumentos de tortura más que en los artefactos de construcción que
también hubieran podido ser; las ruedas y plataformas se han erizado
siniestramente de clavos; de un brasero que arde, paradójicamente, al
borde de una galería proyectada en pleno vacío, han surgido unas estacas
ennegrecidas que sugieren confusamente la idea de suplicios; en la
plancha IV de las segundas versiones, una inmensa y oscura rueda de
Santa Catalina ha ocupado el lugar de la noble columna sobre la que se
centraba la perspectiva; los racimos de cadenas que cuelgan de las
murallas han proliferado como los de una detestable viña. Además,
Piranesi ha añadido a la colección dos nuevas planchas (II y V), más
vehementes y más sobrecargadas que las demás de reminiscencias
arqueológicas. Para terminar, ha suprimido la decimocuarta y última hoja
del primer álbum, en donde se veia, sobre un fondo casi claro, a dos
personajes bajando los peldaños de una escalera central, mientras que
una figura pequeña y tapada, especie de misterioso contrapeso, aparecía a
la derecha en una escalera excusada. Esta obra de encanto extraño que
parece, antes de tiempo, lo equivalente a una especie de final en un
ideal Fidelio, ha sido sustituida por la imagen de un negro
panteón ornado con bustos romanos que gesticulan y de lúgubres
inscripciones que recalcan, casi excesivamente, que nos hallamos dentro
de una prisión.
De entre las numerosas razones que puede tener un artista genial para
modificar su obra, la más corriente nada tiene que ver aquí. No se trata
de un trabajo aún tachado de inexperiencia y que el autor vuelve a
repetir una vez alcanzada la maestría: nada, por el contrario, iguala o
supera el virtuosismo manifestado en estas segundas pruebas si no es,
quiza, de las primeras. Todo lo más puede decirse que, en el intervalo,
Piranesi ha estudiado más a Rembrandt, cuya obra de grabador sabemos
admiraba y que, con toda seguridad, influyó en sus producciones, tan
típicamente italianas, sin embargo. Es posible, ciertamente que Piranesi
fuera arrastrado junto con todo su siglo por la corriente que llevaba
al arte barroco hacia el prerromanticismo, y que modificara
voluntariamente su obra en el sentido de la novela gótica. También puede
ser que, por una razón cualquiera, la idea de crimen, la noción de
vindicta legal hayan preocupado cada vez más al autor de las Prisiones.
Pero no olvidemos, sobre todo, la presuposición de qué el artista del
siglo XVIIl debía ofrecer a su público un discurso organizado, cuya
significación sería patente para todos, y no el producto más o menos
indescifrable de una ensoñación subjetiva. Todo sucede en esas Prisiones,
como si Piranesi cuando estaba lúcido se hubiera esforzado por hacer
más convincentes, más coherentes, esas imágenes que acaso habían perdido
para él su sentido, el que habían tenido durante la inspiración o el
delirio; por justificar su título añadiendo a esos calabozos
trascendentales y a esas cámaras de tortura vertiginosas el detalle
irrecusable tomado de los calabozos auténticos y de las torturas
verdaderas; por volver, en suma, a situar en el plano de nociones y
emociones comprensibles aún hallándose despierto, lo que en un principio
que una prodigiosa alucinación de arquitecto, el sueño de un
constructor ebrio de puros volúmenes y de puro espacio.
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