Marguerite Yourcenar Homenatge a Giovanni Battista PIRANESI Eudald Alabau Selva
Tomadas en conjunto y, ya se trate de la edición de 1761 o de otra más antigua, lo primero que nos choca es que las Carceri se
parecen muy poco a la imagen tradicional de una cárcel. Desde siempre,
la mayor pesadilla del encarcelamiento ha consistido sobre todo en verse
oprimido dentro de un lugar estrecho, en verse tapiado en el interior
de un calabozo que tiene ya las dimensiones de una tumba. Tu in questa tomba... Comporta
asimismo la miseria física, la suciedad, los parásitos, las ratas
moviéndose en la sombra, todo el decorado repelente de los calabozos y
de las mazmorras que obsesionaron la imaginación romántica. A estas
características lúgubremente permanentes, nuestra época añadiría el frío
funcionalismo de sus cárceles modelos, la banalidad siniestra de los
barracones en campos de concentración, tras la cual se esconden la
tortura y la muerte modernas, la irrisoria higiene de las duchas de
Belsen, la imagen de una humanidad almacenada en masa dentro de los
mataderos de la primera mitad del siglo XX. Nos hallamos muy lejos de
ese infecto horror y de esa sórdida hipocresía con las Prisiones megalómanas de Piranesi. La contemplación de los lugares de reclusión de la antigua Roma no pudo inspirarle esas Carceri sublimes: la espantosa Cárcel Mamertina,
en donde agonizaron las víctimas de la República y las de César, sólo
consiste en dos agujeros negros superpuestos de los cuales el más bajo
apenas alcanza la estatura humana; Yugurta y Vercingetorix sofocaron
dentro de esa fosa sin más salida que el desagüe de la Cloaca Máxima.
Tampoco se acordó Piranesi de los calabozos medievales, aunque bien pudo
retener, del antiguo Mausoleo de Adriano ciertos elementos de su
estructura interior, como el pasillo helicoidal o el panteón de las
tumbas, para utilizarlos después, modificados, en ciertas planchas de
las Prisiones; y los Plomos y Pozos de Venecia, cuya
memoria pudo obsesionar a este veneciano cuando dibujaba calabozos,
pertenecían asimismo a esa clase de cárceles en donde el encarcelado se
ahoga y se hiela dentro de un espacio estrecho. El arte pictórico del
pasado y, en particular, las antiguas pinturas hagiográficas italianas,
que este hombre del siglo XVIII apenas debió mirar, ofrecen todas de la
prisión la variante de una jaula de hierro o de la celda cerrada por una
pesada reja, apenas lo bastante espaciosa para que el Santo pueda
recibir en ella la visita del ángel que viene a prepararlo para el
martirio o bien, por el contrario, a salvarlo; y también Rafael
representó en esa forma exigua la prisión de San Pedro en las Logias del Vaticano.
La mayoría de los comentaristas de Piranesi, buscando un punto de partida a las delirantes Carceri,
se remontan, a falta de algo mejor, a un tal Daniel Marot, dibujante y
grabador francés que trabajó en Inglaterra y publicó en 1708 una breve
serie de grabados de los cuales uno: la Prision de Amadis anuncia
ya el estilo exagerado de los calabozos pintados por Piranesi. Pero ese
hilo conductor es muy flojo y parece ser más bien que ambos grabadores
partieron por separado de un proyecto de decoración imaginaria o real:
un rey de tragedia cautivo del usurpador del trono, un caballero de
ópera prisionero de un encantador podría, llegado el caso, llenar con el
bel canto de su desconsuelo esos palacios vertiginosos que no se
parecen a prisión alguna para auténticos presos. La escena I del Acto
III del Artajerjes de Metastasio, compuesto en 1730, proporciona,
por ejemplo, las breves indicaciones siguientes que, dada la afición de
la época al «trompe l'oeil» y a los juegos de perspectiva, hubieran
podido llevar muy lejos a un decorador menos preocupado por la
verosimilitud que por los bellos efectos de masas y de sombras
proyectadas: Parte interna della Fortezza nella quale è ritenuto
Arbace. Cancelli in prospetto. Picciola porta a destra, per la quale si
ascende alla Reggia. Fue probablemente de un practicable de este
tipo del que se lanzó Piranesi para alcanzar una región en donde reina
una angustia más misteriosa que la del teatro, y que parece traducir la
angustia de toda la condición humana.
Contemplemos esas Prisiones que son, junto con las Pinturas negras
de Goya, una de las obras más misteriosas que nos ha legado un hombre
del siglo XVIII. En primer lugar, se trata de un sueño. Ningún conocedor
en materia onírica vacilará ni un instante ante esas páginas marcadas
por las principales características del estado de sueño: la negación del
tiempo, la desnivelación del espacio, la levitación sugerida, la
embriaguez de lo imposible reconciliado o superado, un terror más
cercano al éxtasis de lo que piensan aquellos que, desde fuera, analizan
los productos del visionario, la ausencia de lazos o contactos visibles
entre las partes o los personajes del sueño y, finalmente, la fatal y
necesaria belleza. Además, y para dar a la fórmula baudelairiana su
sentido más concreco, es un sueño de piedra. La piedra formidablemente
tallada y colocada por la mano del hombre constituye casi la única
materia de las Prisiones; únicamente aparecen a su lado, por aquí y por
allá, la madera de una viga, el hierro de un gato o de una cadena; al
revés de lo que ocurría en las Vistas y en las Antigüedades,
piedra, hierro y madera han dejado de ser sustancias elementales para
no ser más que una parte constituyente del edificio, sin relación con la
vida de las cosas. El animal y la planta son eliminados de esos
interiores en donde reina exclusivamente la lógica y la locura humanas;
ni el más mínimo musgo desluce esas paredes desnudas. Los elementos
mismos están ausentes o estrechamente subyugados: la tierra no aparece
por ninguna paree, cubierta por enlosados o pavimentados
indestructibles; el aire ni circula; ni un soplo de viento en la
plancha donde figuran trofeos anima la seda andrajosa de las banderas;
una inmovilidad perfecta reina en esos grandes espacios cerrados. En la
parte inferior de la plancha IX, una fuente de piedra ante la que se
inclina una mujer (y tanto el personaje como el objeto parecen escapados
de las Vistas de Roma) constituye la única señal imperceptible
de la presencia del agua en ese mundo petrificado. En varias planchas,
por el contrario, se halla presente el fuego: asciende el humo de un
brasero colocado al borde del vacío, sobre el saliente de una cornisa, y
nos recuerda así el brasero del verdugo o el pebetero del mago. En
realidad, parece, sobre todo, como si Piranesi se hubiese complacido en
oponer la leve e informe ascensión del humo a la verticalidad de las
piedras. El tiempo, al igual que el aire, tampoco se mueve; el perpetuo
claroscuro excluye la noción de la hora, y la espantosa solidez de los
edificios la del desgaste producido por los siglos. Cuando Piranesi no
ha podido evitar el introducir en esos conjuntos una viga roída o un
noble trozo de ruina antigua, los ha incrustado, como valiosas piedras
añadidas, en medio de construcciones sin edad. Finalmente, ese vacío es
sonoro: cada Prisión está concebida como una inmensa caja de
resonancias. Al igual que en las Antichità se oía resonar
vagamente el arpa eólica de las ruinas, el rumor del viento en las
malezas y malas hierbas, el oído alerta percibe aquí un formidable
silencio en donde el paso más mínimo, el más ligero suspiro de los
extraños y diminutos personajes perdidos dentro de esas galerías aéreas,
resonaría de una punta a la otra de las vastas estructuras de piedra.
En ninguna pane se halla uno al resguardo del ruido, ni tampoco al
resguardo de la mirada, dentro de esos torreones huecos, vacíos por
dentro, según parece, y que unas escaleras o unas claraboyas unen a
otros torreones invisibles; y esa impresión de exposición total, de
inseguridad total, contribuye quizá más que cualquiera otra cosa a
convertir estos fantásticos palacios en prisiones.
El gran protagonista de las Antigüedades es el Tiempo; el héroe del drama en las Prisiones es
el Espacio. El desnivel, las perspectivas voluntariamente inclinadas
abundan también en los álbumes romanos de Piranesi; siguen siendo un
procedimienro de grabador preocupado por reproducir la totalidad de un
edificio o de un paraje, sus diversos aspectos que el ojo, en realidad,
no percibe simultáneamente, pero que el recuerdo y la reflexión reúnen
inconscientemente después. Casi en todas partes, en sus vistas
interiores de basílicas romanas, Piranesi parece colocarse y colocarnos a
la entrada del edificio que está dibujando, como si acabáramos de
cruzar su umbral con él. De hecho, ha retrocedido al menos un centenar
de pasos, suprimiendo mentalmente la fachada que se alza tras él y trás
nosotros, lo que le permite incluir en su dibujo el interior de la
iglesia todo entero, pero reduce las figuras situadas en primer término a
las dimensiones de transeúntes vislumbrados a media distancia, mientras
que los personajes del fondo se convierten en simples puntos dentro de
este universo de líneas. La receta da por resultado el aumentar
desmesuradamente la desproporción ya existente entre la estatura humana y
el monumento elevado por el hombre. El alargamiento o el esviaje de las
perspectivas de calles y plazas produce el mismo efecto apartando o
alejando las construcciones que estorbaban a la vista, alzando
majestuosamente la Fontana di Trevi o los colosos de Mont Cavallo dentro
de un vacío mayor que el espacio libre real, pero que más tarde
influirá en los arquitectos y urbanistas del porvenir. En las Carceri,
ese juego con el espacio se convierte en lo equivalente de lo que son,
en la obra de un novelista genial, las libertades que éste se toma con
el tiempo.
Nuestro vértigo ante el mundo irracional de las Prisiones proviene,
no de la falta de medidas (pues nunca Piranesi empleó tanto la
geometría), sino de la multiplicidad de cálculos que sabemos exactos y
que se refieren a unas proporciones que sabemos falsas. Para que estos
personajes situados en una galería al fondo de la sala tengan esas
dimenciones de briznas de paja, es preciso que ese balcón, prolongado
por otras cornisas aún más inaccesibles, se halle separado de nosotros
por horas de camino, y esto, que basta para probar que el sombrio
palacio no es más que un sueño, nos llena de una angustia análoga a lo
que sería la de una lombriz de tierra que se esforzase por recorrer los
muros de una catedral. A menudo, el arranque de un arco cubre, en la
parte superior de la imagen, los grados superiores de unas escaleras, y
sugiere unas altitudes aún más elevadas que las de los peldaños y
rellanos visibles; la indicación de otra escalera que se prolonga más
abajo del nivel en donde estamos nos advierte de que ese precipicio
sigue también más allá del margen inferior; la sugestión se precisa aún
más cuando una linterna suspendida casi al ras del mismo margen confirma
la hipótesis de negras profundidades invisibles. El artista logra
convencernos de que esta sala desmesurada está, por lo demás, cerrada
herméticamente, incluso por la cara del rectángulo que no veremos nunca
por hallarse situada detrás de nosotros. En los pocos casos (planchas
II, IV y IX) en que una impracticable salida se abre sobre un exterior a
su vez cerrado por cuatro paredes, esta especie de «trompe l'oeil» no
hace sino agravar, en el centro de la imagen, la pesadilla del espacio
cerrado. La imposibilidad de discernir un plan de conjunto añade un
nuevo elemento al malestar que nos causan las Prisiones: casi nunca
tenemos la impresión de estar en el eje del edificio, sino únicamente en
un radio vector; la preferencia del barroco por las perspectivas
diagonales acaba por darnos aquí la sensación de existir en un universo
asimétrico. Pero ese mundo privado de centro es, al mismo tiempo,
perpetuamente expansible. Detrás de esas salas cuyos tragaluces se
hallan cerrados por rejas, sospechamos que existen otras salas todas
iguales, deducidas o que deben deducirse indefinidamente en todas las
direcciones imaginables. Las leves pasarelas, los aéreos puentes
levadizos que se añaden casi por todas partes a galerías y escaleras de
piedra, parecen responder a la misma preocupación de lanzar al espacio
todas las curvas y todas las paralelas posibles. Este mundo cerrado
sobre sí mismo es matemáticamente infinito.
En contra de lo que podría esperarse, este inquietante juego de
construcción se revela, al estudiarlo, formado por componentes muy
concretos que Piranesi reintroducirá en otros lugares de su obra bajo
unos aspectos en apariencia más reales pero, de hecho, no menos
visionarios. Esas salas subterráneas se asemejan a los antiguos
depósitos del Emisario del lago de Albano o a la Cisterna de Castel Gandolfo;
esos trofeos, al pie de las nobles gradas de la plancha VIII, recuerdan
los de Mario sobre la rampa del Capitolio; esos hitos unidos por
cadenas provienen de fachadas y patios de palacios romanos en donde
sirven comúnmente para cerrar el paso a los coches; esas escaleras que
enjaulan al abismo con sus balaustres y sus tramos son aunque a una
escala de pesadilla las mismas que subían y bajaban diariamente los
príncipes y prelados de la Roma barroca; ese hemiciclo que se ve en la
plancha IV a través de un arco ornado con bajorrelieves antiguos se
parece pero a la manera en que parecen las cosas en sueños a la
columnata de San Pedro; ese complicado sistema de bóvedas y arcos de
medio punto es, en más atrevido, como el de las Termas de Caracalla o de Diocleciano;
esos anillos de bronce entre los dientes de los mascarones de granito
están ahí menos para retener a unos débiles cautivos que para amarrar al
muelle las galeras de César. La preocupación por el detalle
arqueológico específicamente romano acaba por imponerse con pesada
insistencia en las tres planchas añadidas en 1761: con sus bloques
apilados al borde de la excavación abierta, sus bajorrelieves poblados
de monstruosas fieras, sus busto vislumbrados en medio de una luz
sepulcral, parece como si al delirio del arquitecto hubiera venido a
añadirse el residuo de las pesadillas del anticuario.
Del mismo modo, las fantásticas máquinas que adornan tan temiblemente las Prisiones no
son sino viejos aparatos de construcción, cuyo uso ha persistido hasta
hoy, y que cualquier ingeniero acostumbrado a las herramientas antiguas
reconocería y nombraría a la primera ojeada. El patíbulo dibujado en la
segunda prueba de la plancha IX es una escuadra sosteniendo una polea,
que sirve desde tiempos inmemoriales para levantar cargas; las escaleras
evocadoras del castigo en la horca son las mismas que usan los
albañiles y que, en las Antigüedades, son apoyadas, aquí y allá,
en los muros de Roma; el cilindro armado de largas púas es un torno; el
caballete que Piranesi llenó después astutamente de clavos es el que
usan los chiquichaques; esa inquietante pirámide de vigas es un cric
cuyo dibujo diseñó el mismo artista en Modo de elevación de grandes bloques de travertino y otros mármoles que sirvieron para construir el sepulcro de Cecilia Metella;
esos cadalsos son andamios. El parecido muy real que existía entre el
instrumento de tortura de una época y sus herramientas técnicas permitió
a Piranesi sugerir en las Prisiones la omnipresencia del verdugo
y, al mismo tiempo, mantener al pie de unos muros ya titánicos la
imagen de lo inacabado y de lo provisional, el símbolo agotador de los
trabajos forzados del arquitecto. Pronto quiso explicar Piranesi la
presencia de esas temibles máquinas mediante su empleo en manos de
esbirros, ya que, a partir de la Sombría prisión, publicada en 1743 en la Prima Parte de Architettura que el artista, más tarde, no unió a la colección de las Carceri,
encontramos la mención siguiente: Carcere oscura con antenna pel
suplizzo de'malfattori. De hecho; en su obra no se ven por ningún sitio
cadáveres colgando de esas horcas inmensas, como el Campanero de Félicien Rops, suspendido de la campana mayor del campanario. Ni en las más negras segundas pruebas de las Prisiones,
la cuerda de una polea y la plomada de un péndulo sirven para otra cosa
que no sea rayar, con una curva y una recta magistrales, el abismo
rodeado de muros. Ocurre lo mismo con las ruedas gigantescas que se
alzan al fondo de los calabozos y que a veces encontramos en las Antigüedades de Roma reducidas al modesto papel de ruedas hidráulicas o de cabestrantes: ningún ser humano es triturado por sus enormes llantas.
En realidad y aunque los comentadores hayan insistido de buen grado
sobre los «suplicios extraordinarios» a los que se ven sometidos
numerosos condenados en las Carceri, nos sorprende, por el
contrario, la relativa infrecuencia y, sobre todo, la insignificancia de
esas imágenes de tormento. Formando reborde al enorme ojo de buey que
llena paradójicamente la parte superior de la plancha IX, unos
personajes minúsculos flagelan a un prisionero pequeño atado a un poste;
un vibrión, desprendido de una cruz de San Andrés, cae como un acróbata
desde una altura prodigiosa; y esas inciertas siluetas desempeñan aquí
el mismo papel que en lo alto de las murallas de las Antigüedades los
desmedrados arbustos azotados por el viento. En el centro de la plancha
XIII, dos figuras que bajan unas escaleras son, indudablemente, unos
cautivos con las manos atadas; en una de las planchas añadidas en 1761
(II), al fondo de una fosa gigantesca, semejante a una ruina
despanzurrada de algún monumento antiguo, dos pigmeos arrastran por los
pies a un condenado alto, semejante a una estatua derribada; unos
curiosos encaramados al borde de esa latomía excitan a los verdugos, a
menos que su gesticulación vaya dirigida a un cantero que, un poco más
abajo, está cincelando un bloque. Diseminados aquí y allá, hay otros
cautivos y otros carceleros que la mirada discierne tras sondear los
lugares más recónditos de las Prisiones. Pero estas pequeñas
imágenes apenas ocupan más sitio que un combate o una agonía de
insectos. Tan sólo una vez (plancha X), Piranesi representó claramente a
un grupo de condenados a suplicio: un conjunto escultórico de cuatro o
cinco titanes atados a unos postes, doblados o postrados en la cúspide
de una inmensa dovela. Se dirían un Cristo o un Prometeo desdoblados en
varias figuras idénticas, como en ciertas representaciones de los
sueños. Colosales, sin relación con la insignificante humanidad que
merodea a lo largo de voladizos o que sube unos escalones, apenas nos
conmueven más que el cautivo del frontispicio, hermano de los Ignudi de
Miguel Angel y aún más de las jóvenes figuras que en algunos techos
pintaron los Garracci, y que llevan al cuello su cadena como si fuera el
nudo de un lazo.
Al igual que sus congéneres de las Antigüedades de Roma, los pequeños habitantes de las Prisiones sorprenden
por su alacridad muy del siglo XVIII. Paseantes, cautivos o carceleros,
algunas de esas marionetas saltarinas llevan en la mano una varita que
tal vez sea una pica, pero que se parece más al arco de no se sabe qué
agria música, o al péndulo de un funámbulo, y que sustituye aquí al
junquillo que suelen emplear los ganaderos y que el Piranesi de las Antigüedades acostumbra poner en manos de sus rústicos. Hay una sugerencia de suplicios flotando por el aire de las Prisiones, pero es casi tan vaga como la sugerencia de un mal encuentro en las Vistas de parajes desiertos de la Campiña romana. El verdadero horror de las Carceri reside
menos en unas cuantas y misteriosas escenas de tormento que en la
indiferencia de esas hormigas humanas vagando dentro de espacios
inmensos, y cuyos grupos diversos no parecen comunicar casi nunca entre
sí, ni siquiera percatarse de su respectiva presencia y aún menos darse
cuenta de que, en un rincón oscuro, están dando tormento a un condenado.
Y el rasgo más inquietante de esta pequeña multitud, quizá sea la
inmunidad al vértigo. Ligeros, muy a gusto en esas alturas delirantes,
estos mosquitos no parecen advenir que se hallan al borde del abismo.
Pero, ¿por qué Piranesi dio a las Prisiones imaginarias esos
caracteres a la vez ficticios y sublimes o, lo que viene a ser lo mismo,
por qué eligió para esos suntuosos fantasmas arquitectónicos el nombre
de Carceri? La influencia de una ilustración de novela
caballeresca producida cerca de cuarenta años atrás por un grabador casi
desconocido, la hipótesis de un proyecto de decorado para una ópera
cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros, no explican sino de modo
incompleto la elección de ese tema y de esa serie de dieciocho obras
maestras.
Con toda seguridad, las Prisiones podrían ser uno de los primeros
y más misteriosos síntomas de esa obsesión por el encarcelamiento y el
suplicio, que invade cada vez más los espíritus durante los últimos
decenios del siglo XVIII. Recordamos a Sade y los calabozos de la villa
florentina donde su Mirsky encierra a sus víctimas, no porque Piranesi
como ya hemos visto preludie tan significativamente como podria creerse
las crueles manías del autor de Justina, sino porque Sade y el Piranesi
de las Prisiones expresan ambos ese abuso que es, de alguna
manera, la conclusión inevitable de la voluntad de poder barroca.
Recordamos el requisitorio de Beccaria contra las atrocidades cometidas
en las prisiones de la época, que pronto conmovería las conciencias y
contribuiría a tomar por asalto las bastillas del Antiguo Régimen.
Recordamos, sobre todo, con la sensación del contraste casi grotesco
existente entre la visión interna de los poetas y la realidad anecdótica
de la historia, que treinta años apenas separan las fantásticas Carceri
de las prisiones nada poéticas del Terror, y que el amable Hubert
Robert, amigo y émulo de Piranesi, iba a tener la ocasión de pintar, en
la sórdida incomodidad burguesa de la Conserjeria, a Camille Desmoulins
esperando la muerte entre un catre, un orinal, una escribanía y una
miniatura de su Lucile. Mas pese al grupo prometeico de los
cautivos en la plancha X, a pesar también del gesto de compasión o de
espanto que parecen esbozar unos personajillos en la sombra, no es nada
seguro que Piranesi se hubiera visto afectado por el ataque de horror y
de rebelión prerrevolucionaria de los cuales sus Prisiones son,
no obstante, una de las señales precursoras. En la última plancha de las
segundas pruebas, las oscuras inscripciones incompletas: Infamos... Adterrorem increscen... Audacias... Impietati et malis artibus, parecen poner al autor del lado de la vindicta pública, del orden romano, y convertir a los prisioneros de las Carceri en malhechores y no en mártires.
Relegando a un segundo plano la explicación del sadismo antes de tiempo o
de la presencia revolucionaria, acaso haya que buscar el secreto de las
Prisiones en un concepto que ha preocupado particularmente la
imaginación italiana y que en todo tiempo, ha sido fecundo en obras de
arte: el del Juicio Final, el del Infierno, el del Dies Irae. Pese a la total ausencia de cualquier concepción religiosa como trasfondo de las Prisiones,
esos negros abismos y esas inscripciones lúgubres no dejan de ser el
único y grandioso equivalente que el arte bárroco ha dado del terrible
embudo y del Lasciate ogni speranza de Dante. Elie Faure, en su Historia del Arte, había anotado al pasar que el autor de las Carceri seguía dentro de la gran tradición del Juicio Final
de Miguel Angel, y esto es cierto incluso únicarnente desde el punto de
vista de las perspectivas inclinadas y de la ordenación del espacio y,
más verdad todavía, en cuanto a perspectivas interiores. La obra de
Miguel Angel, impregnada del pensamiento dantesco, parece haber servido
de intermediario entre las Prisiones laicas de Piranesi y las viejas concepciones sagradas de la Justicia Inmanente. Ningún Dios, es verdad, asigna, dentro de las Carceri,
su puesto a los condenados, en los diferentes pisos del abismo, pero su
misma omisión hace aún más trágica la imagen de las ambiciones
desproporcionadas y del perpetuo fracaso del hombre. Esos lugares de
reclusión de donde se eliminan el tiempo y las formas de la naturaleza
viva, esas habitaciones cerradas que tan pronto se transforman en
cámaras de tortura, pero en donde sus habitantes, en su mayoría, parecen
encontrarse peligrosa y obtusamente a gusto, esos abismos sin fondo y,
no obstante, sin salida, no son una prisión cualquiera: son nuestros
Infiernos.
«Dinamarca es una prisión»; dice Hamlet. «Entonces, el mundo también lo
es», replica el insípido Rosencraz, ganándole por una vez la partida al
príncipe vestido de negro. ¿Habrá que suponerle a Piranesi una
concepción del mismo estilo, la visión clara de un universo de
prisioneros? Fácil es para nosotros ensombrecidos por dos siglos
suplementarios de aventura humana- reconocer ese mundo limitado y, sin
embargo, infinito; en donde hormiguean obsesivos y minúsculos fantasmas:
reconocemos el cerebro del hombre. No podemos dejar de pensar en
nuestras teorías, en nuestros sistemas, en nuestras magníficas y vanas
construcciones mentales, en cuyos recovecos acaba siempre escondiéndose
un condenado. Si esas Prisiones relativamente despreciadas
durante mucho tiempo, llaman ahora como lo hacen la atención del público
moderno, tal vez no sea, como ha dicho Aldous Huxley, porque esa obra
maestra de contrapunto arquitectónico prefigure ciertas concepciones del
arte abstracto, es sobre todo porque ese mundo ficticio y, no obstante,
siniestramente real, claustrofóbico y, sin embargo, megalómano, no deja
de recordarnos aquel en que la humanidad moderna se encierra más cada
día, y del que empezamos a reconocer los mortales peligros. Cualesquiera
que hayan podido ser para su autor las implicaciones casi metafísicas
de las Carceri (o al contrario, su total ausencia), existe, entre
las palabras escapadas de labios de Piranesi, una frase que él quizá
pronunciara en tono de broma pero que indica que no ignoraba el lado
demónico de su propio genio: «Necesito grandes ideas y creo que si me
ordenasen hacer el plano de un nuevo universo, cometería la locura de
emprender esa tarea». Una vez en su vida, conscientemente o no, el
artista ha realizado esa hazaña casi arquimediana, consistente en trazar
una serie de dibujos de un mundo construido únicamente por poder o
voluntad del hombre: el resultado han sido las Prisiones.
Como la mayoría de las glorias artísticas, la de Piranesi fue
intermitente y fragmentaria, en el sentido de que afectó sucesivamente a
las diversas partes de su obra. Las Vistas y las Antigüedades de Roma
fueron inmediatamente célebres, sobre todo fuera de Italia en donde, al
principio, encontraron menos entusiasmo. Puede decirse que reflejaron,
para siempre, cierto aspecto de Roma en un momento determinado de su
historia. Hicieron más aún: como no poseemos, de épocas anteriores a la
de Piranesi, ninguna documentación que las iguale en abundancia ni,
sobre todo, en belleza, y que, en particular, nunca conoceremos el
aspecto físico de la Roma antigua a no ser por frías e hipotéticas
reconstrucciones arqueológicas, la imagen que él nos dejó de las ruinas
romanas de su tiempo se ha ido extendiendo poco a poco retroactivamente
en la imaginación humana y cada vez que se nombra tal o cual edificio de
Roma, nos sorprendemos pensando maquinalmente en sus ruinas tal como
las pintó Piranesi.
A partir de los últimos años del siglo XVIII, no ha habido probablemente
en ningún sitio ni un solo alumno de arquitecto que no se haya visto
influenciado directa o indirectamente por los álbumes de Piranesi, y
puede afirmarse que, de Copenhague a Lisboa y de San Petersburgo a
Londres o inclusive al joven Estado de Massachusetts, los edificios y
las perspectivas urbanas dibujadas en aquella época y durante los
cincuenta años siguientes, no serían lo que son si no hubieran ojeado
sus autores las Vistas de Roma. Piranesi tuvo seguramente mucho
que ver con la obsesión que acabó arrastrando a Goethe hacia Italia en
donde encontró una segunda juventud , así como a Keats, que allí murió.
La Roma de Byron es piranesiana, como piranesianas son también
las de Chateaubriand y aquella, más olvidada, de Mme. de Staël, y lo
mismo pasa con la «ciudad de las tumbas» de Stendhal. Hasta 1870, por lo
menos, y la oleada de especulaciones inmobiliarias siguiente a la
elección de Roma como capital del nuevo reino de Italia, la apariencia
de la ciudad seguía siendo piranesiana, y es aún en gran pane el
recuerdo de esa Roma medio antigua, medio barroca el que hoy nos
arrastra irresistiblemente hacia esa ciudad más cambiada cada día.
Al difundir entre el gran público el amor a las ruinas, que se limitaba,
a finales del siglo XVIII, a unos cuantos artistas y poetas, la
influencia de Piranesi dio el paradójico resultado de modificar la ruina
misma. El afán de preservar y restaurar, en ocasiones abusivamente, las
obras de arte antiguas, es muy anterior al de preservar y restaurar los
escombros de los que habían salido. Hasta el día en que se desarrolló
esa poesía de la arqueología, cuyos primeros indicios aparecen en los
álbumes de Piranesi, las ruinas con muy pocas excepciones habían sido
consideradas como una mina de donde extraer obras de arte, que se
transportaban después a las colecciones papales o principescas; o
también, de lo que se quejó el mismo Piranesi, como una cantera de
mármol, explotada con vistas a la construcción de nuevos monumentos, por
unos papas interesados en devolver a la gloria del cristianismo (y a la
suya propia) lo que había sido grandeza pagana en la Antigüedad. Son
esas ruinas resquebrajadas y trágicas las que grabó Piranesi, y la
difusión misma de su obra cuenta entre los elementos que han ido
cambiando poco a poco el comportamicnto del público, y finalmente de las
mismas autoridades, y que nos ha llevado a las ruinas etiquetadas,
limpias de polvo y revocadas de hoy día, objeto de la solicitud del
Estado, y riqueza nacional del turismo organizado.
La moda de las Vistas y de las Antigüedades de Roma se
fundaba sustancialmente no sobre un mérito estético o técnico que muy
pocos son capaces de juzgar, sino sobre los temas representados; éstos
respondían a los gustos de unos aficionados para quienes los grandes
nombres y los grandes parajes de la historia romana formaban parte del
caudal escolar. Con las generaciones siguientes, estos conocimientos se
reducirían a poca cosa. Además, el interés arqueológico propiamente
dicho iba dirigido, en gran parte, a los monumentos de Grecia, hasta
entonces inaccesibles ahora devueltos al patrimonio europeo y a Egipto
y Oriente Medio, nuevamente explorados o investigados. Roma dejaba de
ser esa única reina del mundo antiguo que había sido hasta finales del
XVIII. Finalmente, esas planchas tan admirables desde tantos puntos de
vista, sufrieron la inflación que afectó al grabado en el siglo XIX,
confundiéndose entre la multitud sin gloria de las estampas de parajes o
monumentos célebres, cuyos ejemplares, con grandes márgenes y
enmarcados de caoba o de madera de palisandro, decoraban los comedores
de provincias. Poco a poco, las Antigüedades y las Vistas
de Piranesi pasaron con todo lo demás a un rincón oscuro del pasillo, o
incluso del desván. Hoy las recuperamos con esa admiración a un tiempo
nueva y motivada por primera vez, que a menudo se experimenta en
presencia de otras ya fuera de la moda, y luego del olvido que siguió a
esa moda.
Los álbumes decorativos de Piranesi, esos dibujos que, más allá del Luis XV, del Luis XVI y del Directorio,
anticipaban el estilo Imperio, hallaron inmediatamence cierco eco en
Inglaterra, en doncle el autor era miembro, desde 1757, de la Sociedad
de Anticuarios de Londres; contribuyeron eiertamente por toda Europa al
deslizamiento del barroco haaa el neo clasicismo. Pero, en conjunto,
para que esa obsesión casi exagerada por lo antiguo se impusiera a la
imaginación de decoradores y ebanistas, hubo que esperar a que los
acontecimientos pusieran al orden del día la Roma consular y la de los
Césares, así como los cuarenta siglos de historia del Egipto de los
Faraones. Es curioso observar, especialmente, que el primer germen de
ese estilo seudo egipcio, con su profusión de Esfinges, de Osiris y de
momias, se encuentra, no como podría creerse en los dibujos de estatuas
del valle del Nilo, en la Descripción de Egipto de Jomard, comenzada en la época de Napoleón y terminada bajo Luis XVIII, sino en el álbum de Piranesi: el Arte d'adornare i cammini
de 1769, inspirado por las modestas estatuas seudo egipcias halladas en
la Villa Adriana entre 1740 y 1748, y hoy en el Vaticano.
El destino de las Prisiones imaginarias fue diferente del resto
de la obra de Piranesi. Fueron -como ya hemos visto , muy poco
apreciadas en su época, salvo por algunos escasos entendidos. A partir
de 1763, sin embargo, las Prisiones figuraban en la biblioteca de
Luis XV, y la nota de accesión alababa sus hermosos efectos de luz.
Casi ignorados por el gran público durante el siglo XIX, esos edificios,
nacidos de la varita de un sombrío brujo, encantaron, no obscance, a
algunos poetas: Théophile Gautier hubiera querido que se representara Hamlet en
un decorado extraído de las Prisiones, con lo cual se hallaba a un
tiempo mur atrasado y muy adelantado sobre las ideas de decoración
teatral de su siglo. Pero fue sobre todo Victor Hugo quien parece
haberse visto más influido por Piranesi, y las alusiones al gran
grabador italiano son bastante frecuentes en su obra. Fue,
evidentemente, a través de las Antigüedades y de las Vistas,
como este hombre que sólo vislumbró Roma una vez durante su
existencia, y con los ojos de un niño de corta edad se figuró la ciudad
de los Césares; es probable que la Oda al Arco de Triunfo, con
su evocación de las ruinas de ciudades del pasado y de los escombros del
París futuro, no fuera lo que es si el autor no hubiera ojeado a menudo
esas grandes imágenes de la decrepitud romana. Al Hugo poeta (y quizá
también al Hugo dibujante) le obsesionaron las Prisiones imaginarias.
Esas «espantosas torres de Babel que soñaba Piranesi» sirvieron
probablemente de telón de fondo a algunos de sus poemas; en ellas
reconocía su propia inclinación hacia lo sobrehumano y lo misterioso. El
visionario se encontraba con el visionario.
No obstante, fue sobre todo en Inglaterra donde la influencia de las Prisiones parece
haber ejercido mayor fuerza sobre ciertas imaginaciones de poetas y
artistas. Horace Walpole veía en ellas «unas escenas caóticas e
incoherentes en donde la Muerte ríe sarcásticamente», apreciación en sí
misma más melodramática que exacta, pero esas negras imágenes parecen
resurgir en su novela The Castle of Otranto, publicada en 1764,
tres años después, por tanto, de la edición definitiva de las Carceri, y
cuyo decorado es un imaginario torreón italiano. El fantástico William
Beckford también se contaba entre los admiradores de Piranesi, y las
espaciosas salas subterráneas de su Vathek, publicado en 1784, tal vez se resientan también de las fuliginosas Prisiones.
Cosa curiosa, Walpole y Beckford, los dos maestros de la novela gótica,
fueron asimismo dos constructores apasionados, y las caprichosas
estructuras rococó góticas de uno y gótico moriscas del otro, sin que
pueda decirse que toman el relevo del barroco de Piranesi, delatan, no
obstante, la misma obsesión por una arquitectura subjetiva. Pero el más
hermoso de los textos ingleses concerniente a Piranesi no emana de estos
dos ricos entendidos; proviene de las Confesiones de un opiómano de De Quincey, o más bien de reminiscencias de Coleridge recogidas por De Quincey. Releámoslo:
Un día en que yo estaba mirando las Antigüedades de Roma de
Piranesi en compañía de Coleridge, éste me describió una serie de
grabados de este artista titulada los Sueños, en donde pintaba sus
propias visiones durante el delirio producido por la fiebre. Algunos de
estos grabados (los describo basándome únicamente en el recuerdo de lo
que me contó Coleridge) representan unos amplios vestíbulos góticos;
formidables artefactos o máquinas: ruedas, cables, catapultas, etc., dan
testimonio en ellos de un enorme poder puesto en marcha o de una enorme
resistencia superada. Se ve una escalera, que se eleva a lo largo de
una muralla, y a Piranesi subiendo a tientas sus peldaños. Un poco más
arriba, la escalera se acaba de pronto, sin barandilla alguna y sin
ofrecer más salida que la de caer al abismo. Sea lo que fuere del
infortunado Piranesi, se supone que de una manera o de otra, sus fatigas
terminan ahí. Pero alzad los ojos y veréis una segunda escalera,
situada aún más arriba, sobre la que encontramos de nuevo a Piranesi,
esta vez de pie en el orde extremo del abismo. Levantad la vista una vez
más y vislumbraréis una serie de peldaños aún más vertiginosos y,
encima de éstos, al delirante Piranesi prosiguiendo su ambiciosa
escalada; y así sucesivamente, hasta que aquellas escaleras infinitas y
aquel desesperado Piranesi se pierden juntos por entre las tinieblas de
las regiones superiores. Con esa misma capacidad de ilimitado desarrollo
crecía la arquitectura de mis sueños, multiplicándose hasta el
infinito...
Lo que primero nos llama la atención en esta página admirable, es su
entera fidelidad al espíritu de la obra de Piranesi, y luego su
extraordinaria infidelidad en cuanto a su exactitud real. El título, en
primer lugar, es erróneo, ya que las Prisiones nunca se llamaron
Sueños, y es interesante ver a los dos poetas apartar, por decirlo así,
del frontón de esos prodigiosos palacios, su apelación de Prisiones.
Seguidamente, la imagen de unos vestíbulos góticos, introducida
inconscientemente por los dos grandes románticos en ese mundo
arquitectónico específicamente romano. Pero, sobre todo, buscaríamos en
vano, en las dieciocho planchas que constituyen la serie completa de las
Carceri, esa delirante escalera que prosigue su ascensión,
interrumpida en algunos tramos por escalones ausentes, y en donde el
mismo personaje que sería Piranesi reaparece un poco más arriba cada
vez, sobre unos nuevos peldaños separados de los anteriores por el
abismo. Esta representación, tan característica de cierto tipo de sueños
obsesivos, o bien fue Coleridge quien la transmitió a De Quincey, o
bien el mismo De Quincey que nunca había visto con sus propios ojos el
álbum de las Prisiones la insertó después en la descripción que
le había hecho Coleridge. Uno u otro se vieron perdonablemente inducidos
a error por la misma naturaleza de tan extraño álbum. En efecto, las Prisiones penenecen
a ese tipo de obras semi hipnóticas en las que se diría que, entre dos
ojeadas, los personajes se han movido, desaparecido o surgido, y que los
mismos lugares han cambiado misteriosamente. Las Carceri d'invenzione di G. B. Piranesi han suscitado así, en el autor de Christabel o en el de Suspiria de Profundis,
la imagen de una escalera simbólica y de un simbólico Piranesi, más
verdaderos que los auténticos, emblemas de su propia ascensión o de su
propio vértigo. De este modo se engendran unos a otros los sueños de los
hombres.
La historia de las planchas de Piranesi debería hacerse aparte.
Francesco Piranesi las llevó a París durante él período revolucionario;
pasaron al editor Firmin Didot que las revendió un poco más carde a la
Academia de San Lucas de Roma, en donde aún están. Piranesi calculaba
que podía sacar de cada cobre un total de tres mil ejemplares, número
muy superior al de la mayoría de los grabadores de su época, cuyas
planchas se deterioraban, a veces, tras un centenar de pruebas. Esta
extraña resistencia de los cobres, que permitió una amplia difusión de
la obra de Piranesi, era debida a la admirable sencillez de sus
procedimientos de grabado. Trabajaba lo más posible con trazos
paralelos, evitando los contraplumeados que forman en la plancha un
islote en donde se almacena la tinta indebidamente durante el entintado.
A pesar de esta perfección técnica, los originales de Piranesi acabaron
por desgastarse tanto que ya no pueden utilizarse hoy. Incluso cuando
él vivía, a menudo volvió a repasar las rayas que tendían a borrarse.
Esto hace que sus impresiones más recientes sean también las más
oscuras. Conviene no olvidar este detalle cuando se buscan razones
psicológicas para el oscurecimiento de las segundas pruebas de las
Prisiones, aunque la necesidad de tales retoques debió imponerse menos
en este caso que para el resto de las obras del mismo artista,
reproducidas con mayor frecuencia. Sea lo que fuere, me ha parecido útil
terminar este estudio con unos detalles técnicos que demuestran, una
vez más, cómo las modestas preocupaciones de perfección artesanal que
sentía Piranesi contribuyeron al perfeccionamiento de esas obras
maestras, a menudo inquietantes, del gran virtuoso.
Mount Desert Island, 1959-1961
En A beneficio de inventario
Trad. Emma Calatayud Read more: http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2012/05/marguerite-yourcenar-el-negro-cerebro.html#ixzz1v3QfMEm3
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