Suicide by Edouard Manet, 1877
Eduardo Arroyo es un enfant terrible de
las tradiciones. La paradoja de calificarlo así podría estirarse más,
llamándolo, por ejemplo, cultivado voyou que hace el gamberro
con exquisito celo artístico. Su magnífica obra pictórica es una
sucesión variada de actos de engolfamiento irónico de un cuadro, una
figura, un concepto o unas formas preexistentes, y en los libros que ha
escrito no ha sido nunca menos irreverente, a la vez que ocurrente,
tanto en los de agitación, como su temprano Trente cinq ans après
(1974), los más ensayísticos (El Trío Calaveras, 2003),
biográficos (Panama Al Brown 1902-1951, 1982) o de ficción (su
pieza teatral Bantam).
La primera tradición a la que este desfachatado
artista se acoge es inevitable, y no sé si «acoger» es el verbo adecuado
en su caso; quizá sería más justo «pertenecer». Lo cierto es que un
pintor que escribe, y que escribe bien, es una noticia llamativa, de
portada, en la historia del arte, constituyendo sus practicantes de
verdadero genio, Miguel Ángel, Delacroix, Wyndham Lewis, Dalí, una
reducida liga de honor en la que bien podremos situar a Arroyo. Por
supuesto, hay más nombres distinguidos (Turner, Fromentin, Almada
Negreiros, Jorge Oteiza o Picasso me vienen ahora a la mente), pero se
trata de artistas plásticos que hacían una escritura de domingo, del
mismo modo que no podemos poner en el mismo registro a aquellos poetas
-como William Blake o Dante Gabriel Rossetti- que pintaban en lienzo
extensiones coloreadas de la obsesiva mitología de sus versos.
Minuta de un testamento se presenta,
sin serlo, como unas memorias, aunque eso no es lo más sorprendente del
libro; podría ser, incluso, conociendo a nuestro hombre, una boutade
del género que los ingleses llaman window dressing. Arroyo
anuncia desde la primera página haberse inspirado en la obra de igual
título publicada en 1876 por el político krausista Gumersindo de
Azcárate (ahora lejano pariente suyo por vía sentimental), y que, a modo
de ritornello, cansino a fuerza de retornar, el autor va
citando y glosando intermitentemente hasta el final de su propia Minuta.
Con todos los respetos para el prohombre decimonónico, pocas de las
citas de don Gumersindo tienen relieve o chispa, al contrario que la
mayoría de los excursos malévolos, eruditos y evocativos que Arroyo
emprende cuando se libra del pie forzado de Azcárate.
La parte memorialística, que existe, aunque no
con la abundancia de detalle que uno querría conociendo el caudal
recordatorio y la gracia narrativa del pintor madrileño, repasa los años
de su infancia y adolescencia, su huida a Francia («Yo no fui un
exiliado económico: me fui porque me aburría»), sus agitados años
parisenses, sus viajes, sus casas y su retorno a España, todo ello
animado por una galería de retratos en la que se mezclan padres, amigos
persistentes, alguna persona amada, varias odiadas, y pequeñas viñetas
anecdóticas, como las dedicadas al cineasta Antonioni, para quien hizo
de comparsa en la escena de la larga fiesta de La notte, y al
torero, poeta, donjuán profesional y actor ocasional Mario Cabré, del
que reproduce con encomio exagerado un curioso poema a Walt Disney. De
Jacinto Benavente, que me tomo más en serio como escritor que la mayoría
de mis coetáneos, echo en falta, en los pasajes que lo evocan
cálidamente como amigo íntimo de Juan González Arroyo, padre del pintor,
un poco más de pesquisa, sobre todo en lo referente a ese epistolario
desaparecido. ¿Ha leído realmente bien Arroyo a Benavente? ¿Conoce, por
ejemplo, El rival de su mujer, su obra más conspicua y
atrevida, escrita en 1933 y nunca estrenada en España, y que para el
inolvidable Emilio Sanz de Soto, que me la descubrió, constituía el
nacimiento de la comedia gay contemporánea?
El talento de Arroyo para la invectiva traspasa,
como tiene que ser en estos talentos, la parcela de los gustos
privados. Así, no compartiendo su desprecio por los artistas británicos
Gilbert & George, me reí como un poseso leyendo lo que escribe de
ellos: artistas «de un solo cuadro, de una sola cristalera», semejantes a
«esas dos tías que tenemos todos y que, ya viejas, no se deciden a
separarse después de haberse soportado años y años en una soledad
impensable». Tampoco le gusta Turner, y allá él, aunque quizá no le
falte razón diciendo que es un «pintor exclusivamente para ingleses»;
antes de vivir en Gran Bretaña y sufrir más de ocho años en mi
mediterránea carne los estragos de la ventisca y la humedad, la pintura
marítima de Turner me resultaba árida. Hay más dardos, mojados en
variables dosis de veneno, en su reciente Los bigotes de La Gioconda,
un ensayo sobre la copia, el pastiche y otros modos de expropiación del
genio ajeno. Es este un libro algo desmadejado, como si fuese el fruto
(ignoro si lo es, y en ninguna parte se aclara) de una serie de
conferencias ilustradas con filminas, pero está muy bien editado e
ilustrado, y como Arroyo es un hombre sabio y facétieux, sus
páginas nunca decepcionan. Cuenta en él minuciosamente su curioso
rifirrafe, por persona interpuesta, con Joan Miró, que se molestó por la
Masía revisited que el madrileño pintó en 1967, y no se corta
en reiterar lo que ya le hemos leído o quizá sólo oído antes: su
desgana, más que desprecio, respecto a Duchamp, que en cierto momento
provocó el enfado de Octavio Paz. Resulta, por otro lado, muy elocuente
su defensa del antivanguardismo de Francis Picabia, un artista que hace
«coexistir lenguajes brutalmente contradictorios» y cuyo aparente
«pompierismo» le parece «una vacuna eficaz para no caer jamás en la
satisfacción duchampiana, esa noble y estreñida manera de estar en el
arte». Y cuando Arroyo escribe que Picabia «pintó lo que le dio la gana
sin preocuparse por saber si el cuadro era fallido o no, si era feo o
no, si era admisible o no», uno, que admira a ambos, piensa que la frase
sirve para los dos.
No quiero, sin embargo, propalar la impresión de
que Arroyo es un hombre esencialmente ácido. Los dos libros reseñados
tienen también sus remansos de loa y beatitud. Ha sido para mi un
descubrimiento en Los bigotes de La Gioconda la cálida
ponderación del maldito Alberto Greco, que sólo conocía de oídas, y muy
grato leer en Minuta de un testamento los perfiles, incluso
cuando no pasan de ser una instantánea en fotomatón, de Gilles Aillaud,
de Klaus Michael Grüber y de ese personaje tan sugestivo del «buen
poeta» y «excelente estalinista» Pierre Golendorf; las páginas que le
dedica (300-304) constituyen en su intensa brevedad lo más cercano en
Arroyo a una novela-río.
Una impresión final sobre la españolidad. Pese a
ser tan viajado y tan ardientemente antipatriota, hay que ver lo
español que es Eduardo Arroyo. La coña taurina, tan recurrente en su
obra, no pasa de ser un indicio atávico, y de su amor al otro gran
espectáculo de arte bruto, el boxeo (espléndidamente recogido e
ilustrado en el catálogo del MuVIM), tampoco hay que extraer
conclusiones raciales. Lo más delator, para mí, es ese dolorido je-m'en-foutisme
suyo, esa cosa tan española de no querer saber nada de la tierra que
nos vio nacer y, al mismo tiempo, rabiar si ella se queda sorda a
nuestros lamentos. Arroyo ha hecho un testamento previo y distinto al
del libro, por el que ante notario se compromete a dejar, sólo en
circunstancias post mórtem, su legado pictórico al pueblo de Robles de
Laciana -en la zona montañosa de León fronteriza con Asturias-, donde
tiene ahora su estudio y refugio preferido y estaría esa fundación,
llamada casi esotéricamente Justino de Azcárate-Eduardo Rodríguez.
Si es que la deja al fin. A la vista de los
últimos acontecimientos políticos de la doliente España, es probable,
escribe el autor de Minuta de un testamento, «que modifique
sustancialmente estas disposiciones», pues «No dejar nada al Estado me
parece uno de los actos más nobles que una persona dotada del uso de
razón puede acometer». Y, en una demostración de su fidelidad al
espíritu -tan críticamente corrosivo como íntimamente vanidoso- que
alienta la tradición de nuestros más esclarecidos despatriados
contemporáneos (Blanco White, Cernuda, Juan Goytisolo), añade Arroyo:
«¿Cómo se puede abandonar nuestras pasiones en manos de burócratas sin
rostro o de funcionarios analfabetos que en el instante mismo de la
donación abandonarán nuestras cajas y paquetes en sótanos polvorientos e
insalubres.
Arthur Cravan, después del combate contra Jack
Johnson, 1996. Eduardo Arroyo
Tomado de:
http://www.revistasculturales.com/articulos/96/revista-de-libros/1245/2/el-pintor-sin-patria.html