En la portada de un libro, vemos una fotografía del tenista Rafael Nadal. Joven, fuerte, guapo. El título : Rafael Nadal. Una biografía. En otras portadas: el rostro de Picasso, de Joan Miró, de Andy Warhol. No son jóvenes, fuertes ni guapos. Pero son artistas.
En una sociedad donde las industrias del consumo y del entertainment marcan los ritmos y las demandas culturales, la construcción de la imagen del artista plantea cuestiones que se alejan de los mitos románticos y modernos fabricados por las vanguardias. La caída de los valores arquetípicos de la originalidad y la genialidad, del héroe trágico y existencialista, del artista maudit y del sauvage , del revolucionario o del artista constructor y transformador de la sociedad responde no solo a un cambio del paradigma mítico-social de su figura -en un mundo en que el éxito es una condición para acceder a la esfera pública-, sino al sistema económico y financiero en que ésta se encuentra engranada y que, como ya afirmó Adorno en el prólogo a la Dialéctica de la Ilustración , homologa todos los productos -incluso el pensamiento- por igual. Tanto el capitalismo como el marxismo confirieron un culto a la personalidad del artista, mitificando ideológicamente una figura resistente y heroica, algunas veces tan pobre y desahuciada como en otras ocasiones exitosa y triunfante, concediéndole un rol simbólico y social, y adecuando su imagen -o contra imagen- a los nuevos modelos y funciones que requería una sociedad de masas e industrializada.
Las diferentes identidades, desde el genio romántico hasta el artista ingeniero o creador, que fueron adoptando los artistas a lo largo del siglo xx responden a los mitos que la cultura ha tejido en torno a valores como la máquina, la belleza, la cotidianidad, la historia, la otredad , lo real, la razón, la muerte o la locura, y, a partir de los años cincuenta, con la reconstrucción de un nuevo mundo, la nación.
Así, asistimos a la creación por el capitalismo de un arte norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial, a la búsqueda de una identidad nacional y de un mercado propio frente al europeo, que se inspiró en las figuras de pintores abstractos como Jackson Pollock, Barnett Newman, Clifford Still y Mark Rothko, que representaban un Estados Unidos original con raíces en las etnias indias y en la paleontología, un país rico, de paisajes inmensos y héroes como cowboys , rebeldes, trágicos y narcisistas (en el cine, las figuras de James Dean y Marlon Brando), demiurgos enfrentados al poder de la técnica y de un gran mercado que, al tiempo que los encumbraba como ídolos, los hundía en el suicidio, el accidente o el fracaso personal. Posteriormente, la creación de movimientos figurativos como el de la Transvanguardia italiana, cosmopolita, paródica e irónica, propugnada por críticos como Achille Bonito Oliva, o la promoción sistemática de las figuras de Salle, Basquiat o Schnabel en Nueva York como superestrellas de los Estados Unidos para un mercado de masas, supusieron el lanzamiento de los artistas por los comisarios en las grandes bienales y muestras europeas. En el caso del Neoexpresionismo alemán, con los Nuevos Salvajes, con artistas de la talla de Georges Baselitz, Anselm Kiefer, Markus Lüpertz y A. R. Penck, se dio el diseño de un nuevo artista confrontado al poder: culto y política y socialmente crítico, insolente y negativo, aparentemente atravesado por una desesperación subterránea, que atacaba violentamente la configuración de la realidad, de la ciudad y de la historia. Al tiempo que lanzaban la consigna: "un puño de artista es también un puño", se adaptaban a los altos precios del programa galerístico y se infiltraban en el poderoso sistema comercial desarrollado a partir de los años ochenta por coleccionistas y marchantes.
La tensión entre el carácter crítico y marginal de la obra y su participación en el mercado puso al artista en una situación de ambigüedad. Frente al marketing que diseñaba la figura de un artista incorporado en las estructuras capitalistas y la sociedad de bienestar, los logros artísticos de los creadores contestatarios y radicales de los años sesenta y setenta -del accionismo vienés al happening , de fluxus y la performance al land art -, que buscaban una ruptura con los modelos del mercado de lujo así como un arte político, revolucionario y comprometido con las estructuras sociales y urbanas, fueron sistemáticamente estetizados e incorporados a los programas del culto mercantil. Como escribiría Marcel Duchamp en una carta a Hans Richter en 1962: "Yo cogí mis botelleros y el orinal y se los tiré a la cara a modo de reto, y ellos ahora los admiran por su belleza estética".
La imagen del artista rebelde y contestatario, su función socio-simbólica de héroe crítico -aquel que denuncia el conflicto donde aparentemente reina el orden; que desoculta la tensión y resiste a la violencia de un sistema-, acaba siendo absorbida por una crisis de sentido provocada por la tecnología, por la inserción del artista en el mercado y en la institución, por la propia propaganda que lo mitifica. La capacidad crítica del artista corre el peligro de ser neutralizada por el contexto expositivo y por un complejo aparato de administración y difusión, que edulcora la obra como un producto publicitario del mismo rango que el de la industria de la canción, la moda, el deporte o el cine de masas, y la normaliza, bien tratándola como un desecho simbólico y negativo de la sociedad, necesario para "desaguar" inofensivamente los conflictos, bien sacralizándola y proveyéndola de una dimensión cultual extraordinaria.
La reproducción masiva de imágenes ha frivolizado y disuelto los que se consideraban los "contenidos", remitiéndolos a la apariencia e incluyendo la imagen del artista en lo que Jean Baudrillard, en un ataque lúcido aunque en exceso furibundo, denomina, en El complot del arte , una "pornografía" de las imágenes. En un metalenguaje de la banalidad, donde el artista ya no representa un papel dramático ni heroico, sino una parodia sarcástica de la cultura, en la que el arte, en forma de venganza, muestra una desilusión radical, ya no existiría diferencia entre el rostro de Nadal y el de Picasso, entre un deportista y un artista: ambos son producidos, vendidos y devorados por un sistema de fabricación, distribución y consumo de imágenes (que aprovecha incluso las singularidades para aumentar el valor).
En este sentido, Baudrillard sostiene la "destrucción del arte desde adentro" y la inscripción de los artistas en el " gag publicitario, humor, ironía, crítica en trompe l'oeil que caracteriza hoy a la publicidad e inunda el mundo artístico", y que ofrece una y otro, en el mismo nivel visual de venta y consumo, al cliente y al espectador. En los años sesenta, Andy Warhol comprendió estos fenómenos como pocos lo harían, reconstruyendo con su propia vida la imagen del artista rebelde y outsider en una simulación desdramatizada cuya ambigüedad e ironía -en los retratos de Liz Taylor, Marilyn Monroe, Mao Tse Tung y Elvis Presley, y en las botellas de Coca Cola o en las cajas de detergente Brillo - se insertaba de lleno en las dimensiones del mercado, la apariencia y la publicidad. Al contrario que Duchamp, que atacó el sistema del arte desestructurando el contexto (museístico) en que se insertaba la obra, negando su valor estético, los artistas postmodernos, encabezados por Warhol, insertaron la obra en un contexto (mercantil), publicitando su valor estético. Con él, se dio paso a una nueva concepción del artista socializado en parties -inauguraciones y fiestas-, adorado y altamente cotizado en museos, galerías y mass media , que vendía su imagen de ficción en el mercado como un producto estético. Contribuyó, así, a elaborar y gestionar la figura de un "artista" cuya personalidad singular sobrepasaba el valor de la obra. Su rostro pálido, su cuerpo delgado, su forma de vestir o de caminar conformarían la marca mundialmente reconocida de un tipo de vida, una etiqueta de garantía que establecía una semejanza indudable entre la calidad de su figura y la de sus obras y fundía la apariencia del autor con el vacuum de sus retratos. Se colocó en el mismo rango visual que Marilyn Monroe, Elvis Presley y Mao Tse Tung y se definió a sí mismo como "una máquina", no exenta de la pulsión de muerte que atraviesa a todo héroe.
No menor mitología construyó Beuys con su bastón, su traje y su sombrero, elaborando con su figura de chamán de urbe moderna una contraimagen del homus tecnicus que retaba al nuevo mundo con la sinergia de sus instalaciones, con el campo magnético de una arqueología postbélica y postindustrial, y que, al igual que Warhol, fijaba su personalidad en las superficies fantasmales de las fotografías de catálogos, revistas internacionales y libros de arte, valorizándola más allá de la significación de la obra. Pues una de las leyes fijas de la publicidad es que la identidad de una imagen ha de ser inmutable: como una botella de Coca Cola, su forma permanece siempre igual, para ser reconocida y no disolverse en la confusión de imágenes que circulan velozmente por el universo efímero de la virtualidad. Y del mismo modo que la imagen ha de revelar la identidad profesional de un tenista, un futbolista, un cantante o un político, en el decorado y con la indumentaria precisa, el artista ha de identificarse como artista, generando una escenografía y un estilo, detentando los atributos imaginarios y simbólicos que lo legitimen y caractericen.
No es otro el juego de Gilbert & George, o el que creó la pareja John Lennon y Yoko Ono o el de Jeff Koons con el perrito Puppy , convertidos por sí mismos en ídolos.
Pero mientras estos artistas parodian el fetiche, otros lo aprovechan para el culto de masas. Así la "empresa Chillida", en la que participa la propia familia del escultor, creando una Fundación con el nombre del artista, grandes inauguraciones con asistencia de reyes, financieros y políticos y la distribución mundial de su obra, con un logo particular que la distingue como objeto de lujo en diversos productos; o los "emporios" Picasso, Dalí o Miró, cuyas imágenes más conocidas se insertan en el consumo popular, en un culto a la personalidad del artista que trasciende la significación rebelde y creativa de la propia obra y de su vida. La adopción de sus nombres, por parte de ciertas empresas, para identificar un producto y publicitar una mercancía, desde un automóvil a un perfume -a veces en contra de las propias instituciones y familias-, indica hasta qué punto la originalidad de la figura del artista es absorbida por un capitalismo sin límites como un valor intangible.
Las cuestiones referentes a si la imagen de un artista es fabricada por la industria cultural y los circuitos mediáticos tal como se diseña la de un tenista, un cantante o una estrella de cine, o de cuál es el significado y la mercancía que vende tal imagen en el mercado, o bien de si existe una diferencia entre la imagen de un artista y las de otras figuras públicas -futbolistas, políticos, actores, etc.-, distribuidas por la máquina del espectáculo como fetiches, parecen inevitables en una sociedad mediática. Es obvio que el artista está inmerso en una estructura capitalista que soporta y difunde el arte, y sin la cual éste no existiría tal y como hoy se produce. Toda nostalgia de un paraíso perdido -que, en todo caso, nunca existió-, en el que el artista estaría desligado de los imperativos de la economía, es inútil. Encumbrado al triunfo o hundido en la miseria, la trayectoria profesional de un artista es construida por la gestión y promoción de galerías, ferias, museos, curadores, críticos y medios de difusión; es lo que sucede con las diversas imágenes que, de la violencia al cinismo, adopta o le son atribuidas, explotadas como un juego simbólico. Los artistas cotizan en los procesos de un sistema mercantil y de circulación de imágenes en el que los valores visuales, críticos y estéticos de la obra producen un consumo igual al de las telecomunicaciones, el sector de la moda, las industrias de la alimentación y del turismo. Movilizan masas turísticas en museos como la Tate Modern de Londres o el Guggenheim de Bilbao, en bienales como las de Venecia y São Paulo, en la Documenta de Kassel... Se exhiben en las ferias, galerías, colecciones y subastas de las principales ciudades; llenan con sus obras, entrevistas y manifestaciones las páginas de libros, periódicos y revistas especializadas de todo el mundo y alcanzan precios astronómicos. Aunque su relación con el mercado es anómala. Como señala Marek Claassen en ¿Cómo funciona el mundo del arte? : "La facturación de las existencias es muy baja, se mueven considerables sumas de dinero en poco frecuentes transacciones, los coleccionistas adquieren su obra sin recibo, los pagos se realizan en efectivo, la privacidad de cara a los impuestos desempeña un papel importante, y el artículo en sí pasa a ser un bien sagrado".
Asimismo, el nombre y la figura de la mayoría de los artistas se distribuyen en un circuito institucional y público más cerrado y críptico que el de las grandes estrellas del consumo cultural de masas, ya que el conocimiento de su obra exige una preparación intelectual que el de éstas, desde la low culture , no requiere. Cualquier ignaro puede leer la vida de un futbolista -que se identifica con un relato social del esfuerzo y del éxito- o entusiasmarse con un partido de tenis, pero pocos lectores acceden a la comprensión de la obra de los artistas o a la admiración hacia unas vidas más bien caracterizadas por la opacidad y la rebeldía, cuando no identificadas con la locura, la penuria o la excentricidad.
La sacralización y el alto precio de la obra, por otra parte, la convierten en inaccesible a la masificación del mercado. Ello hace que los artistas -aunque participen de un culto a la imagen y de una maquinaria comercial y publicitaria cuyo objetivo es, como al tenista, al futbolista o al cantante, hacerlos famosos con el fin de que su obra cotice o convertirlos en fetiches de un símbolo institucional o nacional- no se erijan como modelos sociales arquetípicos, no sean invitados, como éstos, a los talk shows televisivos y que su reconocimiento por el gran público sea restringido y accesible tan solo a los artistas de culto, cuya obra ha sido, ya en gran parte, históricamente asimilada.
Pero si bien el mercado es la estructura que organiza, difunde y construye la imagen del artista y la circulación de su obra, sería insuficiente limitar o reducir la complejidad de su existencia al marco mercantil, sin tener en cuenta su subjetividad y la tensión inherente a la relación compleja entre diversas fuerzas. La aporía del artista contemporáneo consiste en estar inmerso en el juego dinámico del amo y del esclavo en un sistema al que combate y en el que participa, que le nutre al tiempo que le explota: ambos movimientos, en intensidad proporcional. Como las figuras de Pozzo y Lucky, en Esperando a Godot , de Beckett, representan al amo y al esclavo, y están unidos por una relación de dependencia y necesidad mutua, de donde deriva la crueldad, la miseria y el delirio de ambos y la parálisis de la situación. Ni el esclavo, por su indefensión, quiere abandonar al amo, ni el amo puede liberar al esclavo, de quien a su vez depende para funcionar. Ambos ejercen un dominio sobre el otro, convirtiéndose a la vez, cada uno, en amo y esclavo. La posición del artista que, desde la resistencia, ataca al sistema capitalista, político e institucional -y la crítica es lo único que distingue al arte de una tarjeta postal- no puede ser desligada de una relación de mutua dependencia, a menudo turbia por inconfesada, violenta por insoluble, y oscuramente arraigada en el deseo y el narcisismo, el poder y la precariedad.
Es en esa tensión interna -la cuerda que une a Pozzo y Lucky, de la que el primero, insistente, tira, y la maleta con los alimentos del amo, que el segundo, inseparable, porta- donde se produce el movimiento de respuesta del artista. La insolencia e incoherencia del discurso con el que el esclavo se enfrenta al amo y la insatisfacción de éste evidencia la quiebra de ambos, el fracaso de un sistema en que el esclavo se alimenta de los huesos del pollo que da de comer al amo, y que éste le tira para que los roa. El núcleo de una relación tal está constituido por la permanencia de una discordancia sin fin, cuyo sentido final no está en la reconciliación ni en la liberación -como propusieron el Romanticismo y las vanguardias-, sino en su conflictiva emergencia.
Para romper la dependencia, numerosos artistas rechazan el circuito mercantil y museístico y eligen el ataque a las estructuras del arte para desestabilizarlas desde dentro, desarrollando alternativas fuera de las mediaciones mercantiles -como el mail art , el cyber art o el net.art -, difundiendo publicaciones extramediáticas y adoptando actitudes radicales a través de intervenciones, manifiestos y performances en las calles, en pequeñas galerías y en los barrios de las grandes ciudades. Cuentan con el apoyo de centros culturales y pequeños museos, con un concepto más abierto y radical del arte, o crean lugares excéntricos con talleres comunitarios, cooperativas, exposiciones en patios o estudios privados. Rompen los circuitos convencionales con acciones en las que incluyen la relación directa, la reflexión crítica y sociopolítica, con el espectador.
Sin embargo, un artista que no participa en los mecanismos visibles del mercado, simplemente no existe. Su existencia es precaria; el alcance de su obra, limitado, y la publicidad de su imagen, circunscrita a ámbitos reducidos, es utilizada como aglutinante para dotar a la ciudad de una marca artística que atrae el capital, mientras que en realidad se les provee de escasos medios para su mantenimiento o para la producción de obra, se recortan o eliminan presupuestos que los apoyen o se les abandona a su suerte. En estos casos, la imagen sociocultural del artista es manipulada sin escrúpulos para afirmar la imagen de la institución política, que se remite a una inversión de propaganda y prestigio (en las dictaduras, de exaltación del dictador; en las democracias, de votos para las elecciones y publicidad en los media ), magnificando al partido de turno y a las empresas financiadoras. Lo mismo ocurre en ferias, bienales y macroexposiciones, donde una larga lista de nombres de artistas, conocidos y desconocidos, engruesan los catálogos y folletos publicitarios con vistas a atraer, en competencia con otros eventos de masas de la sociedad del espectáculo, el mayor número de visitantes.
Sin embargo, una vez realizada la inauguración -con asistencia de autoridades y numeroso público-, la capacidad crítica de los artistas es ignorada o silenciada, evidenciándose su ausencia en debates colectivos en los que se dirimen problemas artísticos, urbanos, políticos y socioculturales. La fuerza crítica de los artistas queda paralizada por el contexto y por un espacio normativo, cuyo significado, si bien la obra rompe, es simultáneamente silenciado o neutralizado por el aparato burocrático y didáctico. La serie de huelgas secretas, Secret Strikes , realizada por Alicia Framis en diversas empresas e instituciones públicas como la Tate Modern de Londres, la empresa Inditex, el cap de Burdeos o la sede de un banco en Utrecht, en las que trabajadores y público quedan detenidos, interrumpiendo toda acción, mientras la maquinaria productiva y la cámara siguen trabajando, evidencian la parálisis interna que la técnica y la economía producen en sus propios operarios, así como el secreto deseo de éstos de boicotearla con la inacción.
Los artistas, a lo largo del siglo xx , han adoptado diferentes posturas, críticas o afirmativas, con respecto a su posición en la sociedad, bien con la supresión de la figura del artista como productor -poniendo, desde el Dadaísmo al Minimalismo y el land art , el énfasis en la ejecución impersonal de la obra-, bien confirmando el mito, como Picasso, Warhol o los neoexpresionistas alemanes, en el culto a la personalidad, el narcisismo y la genialidad del creador. Ambas posiciones son hoy evidentes en numerosos artistas que luchan por sobresalir y adquirir una identidad entre la masa que en diversos niveles competitivos puebla la escena artística tanto como en aquellos artistas que están ya consagrados. En cualquier caso, participan de una cultura de masas que les beneficia. Ya a finales de los sesenta, Pierre Restany advirtió: "Abandonando el viejo concepto del objeto único, del ‘producto de lujo' para uso individual, el artista está ahora inventando un lenguaje nuevo de comunicación entre los seres humanos. Renunciando a su papel ambiguo de aventurero marginal y productor independiente, el artista está preparado para su papel dominante: la organización del ocio". Lo que Adorno llamó "un mundo administrado", evidenciando la dominación de la economía capitalista sobre la naturaleza y la conversión de la cultura en industria y mercado cultural, incluye la producción del artista, que deviene empresario para gestionar su obra. Como dicen Joost Smiers y Marieke van Schijndel en un artículo titulado "Imaginando un mundo sin copyright", "debemos admitir que los artistas son empresarios. Ellos son los que toman la iniciativa de moldear unos trabajos determinados y ofrecerlos a un mercado".
Como cualquier trabajador, el mercado obliga al artista a entrar en un circuito administrativo y fiscal de pagos de facturas, impuestos, cálculo de ganancias, derechos de autor y Seguridad Social, al tiempo que la financiación de su obra por las instituciones y el cobro o fee por su trabajo le permiten desarrollar proyectos para museos y espacios públicos de gran envergadura, como en el caso de Richard Serra en el Guggenheim de Bilbao, el de Bill Viola con la producción de Tristán e Isolda para la Ópera de París o el de Anish Kapoor en la Tate Modern de Londres. Requieren asistentes, viajan incesantemente, editan catálogos de su obra, vídeos, imágenes digitales y páginas web ; redactan sus currículos y trabajan con equipos formados por arquitectos, ingenieros, curadores, técnicos de iluminación, sonido y montaje, etc. Utilizan como herramientas los instrumentos tecnológicos creados por los ingenieros y proyectan obras y exposiciones por ordenador, al tiempo que son usuarios y consumidores de programas informáticos. Su visualidad y su sintaxis se identifican, con una distancia crítica e irónica en el mejor de los casos, con la televisión, el cine, la publicidad fotográfica, el diseño y las páginas web . A través de la técnica, se introducen en la estética de mundos virtuales, en la fábrica de imágenes y en la industria del espectáculo, produciendo, en el peor de los casos, un arte de efectos ambientales, a juego con el entorno. Sus identidades son múltiples: del artista "filósofo", inspirado en unas cuantas citas de Platón, Foucault y Deleuze, al que participa en el complot del arte y la pornografía de las imágenes; del que sigue la cultura del amusement y de la fiesta, del artista que reivindica el deseo y la sexualidad gay, lesbiana o queer , al que asume la defensa de colectivos marginales, denunciando la violencia, atribuyéndose el papel de una ong o relatando la crónica de la catástrofe. Las posiciones que adoptan los artistas de hoy están imbricadas en una sociedad que permite su presencia como un residuo del sentido.
Tomado de: http://www.revistasculturales.com/articulos/10/lapiz-revista-internacional-de-arte/819/4/en-la-cuerda-de-la-mercancia.html