Jaime Vindel "Verum ipsum factum” (Giambattista Vico. Dell´antichisima
sapienza italica, 1710)
Los conceptos de "factografía” y "operatividad” fueron dos de las
ideas-fuerza que articularon y galvanizaron el productivismo soviético. Su
irrupción supuso una alteración de la praxis
artística que afectó tanto a la estructura de las obras como a su función
social[1].
Si la primera de ellas vehiculaba la "escritura de la historia” como propósito
último de la política del arte, la segunda pronosticaba un nuevo modelo de
eficacia que aspiraba a superar las restricciones impuestas por el régimen
mimético del arte (Fore 2006: 3-4). Sin dejar de subrayar las diferencias histórico-contextuales,[2] la apropiación deliberadamente anacrónica[3] de ambos conceptos que
aquí proponemos pretende contribuir a arrojar luz sobre el
sentido y el devenir de la relación entre arte y política en la práctica y el
discurso de la vanguardia argentina de los años sesenta, resaltando su relación asincrónica con otras prácticas
artísticas coetáneas situadas bajo la égida del "conceptualismo global”.[4]
Algunos estudios recientemente concretados han permitido cartografiar
con mayor detalle la historia del productivismo soviético, cuya singularidad en
el panorama de las vanguardias rusas e "históricas” no ha de dejar de ser
resaltada.[5]
A dichos esfuerzos se han sumado otros que además exploran el modo en que esas
prácticas fueron recuperadas por la neovanguardia de los países "centrales”
(Río 2010).[6]
En relación con este último enfoque, si bien la pulsión factográfíca se refleja
tanto en la producción de diversos artistas de la neovanguardia internacional
como de la vanguardia argentina, la radicalidad de la crítica productivista de
la función social del arte no encuentra entre los primeros el compromiso límite
que caracterizó el devenir de la relación entre arte y política en buena parte
del arte argentino —y no solo en su vertiente vanguardista— de finales de los
años sesenta y principios de los setenta.
Un buen punto de partida para nuestra apuesta
interpretativa es la producción teórica y práctica de Oscar Masotta, articulada
en torno a conceptos como "discontinuidad” o "desmaterialización”. El primero
de ellos atacaba la organicidad de la obra de arte y tuvo una repercusión
inmensa en el trabajo de artistas que, como Ricardo Carreira o Roberto Plate,
llevaron la deconstrucción de la unicidad del objeto artístico al linde con la
crítica institucional. En ocasiones, sus estrategias remisivas
instalaron en el campo del arte reflexiones derivadas de la tradición de
pensamiento marxista, como la relación entre fuerza de producción y mercancía.
Así, en 1968, Plate dispuso simultáneamente en dos galerías porteñas una matriz
(Matriz, exhibida en la galería Vignes) y las planchas surgidas de ella
(Producto, obra expuesta en la galería Lirolay).[7]
Radicalizando hasta un punto límite la dispersión objetual de propuestas como Soga
y texto (Ricardo Carreira, 1966), el montaje de Plate exigía al
espectador reconstruir mental y diferidamente la acción-trabajo, cuyo rastro se
perdía en los productos resultantes. La plusvalía del trabajo se veía además
complementada por la que el mercado del arte otorgaba a la aparición en su
contexto del objeto-mercancía.
Por su parte, el concepto de "desmaterialización” disfrutó
de otras elaboraciones teóricas durante la época.[8]
En el caso que nos ocupa, Masotta lo enunció tras la lectura de un texto de El
Lissitzky, "The future of the book”, publicado originalmente en 1927 y
reeditado en New Left Review a
principios de 1967.[9]
Aunque el texto se centrara en
analizar las aportaciones que los artistas de vanguardia podían realizar a la
industria editorial desde el punto de vista del diseño tipográfico, el
argumento que captó la atención de Masotta fue aquel en el que el
constructivista ruso disertaba acerca de las potencialidades derivadas de una
nueva alianza entre arte y técnica:[10]
Hoy los
consumidores son todo el mundo, las masas. La idea que actualmente mueve a las
masas se llama materialismo; sin embargo la desmaterialización es la
característica de la época. Piénsese en la correspondencia por ejemplo: crece
el número de cartas, la cantidad de papel escrito, se extiende la masa de
material consumido, hasta que la llegada del teléfono la alivia. Después se
repite el mismo fenómeno: la red de trabajo y el material de suministro crecen,
hasta que son aliviados por la radio. Resultado: la materia disminuye; el
proceso de desmaterialización aumenta cada vez más (El Lissitzky 2000: 43).
Aunque es cierto que movimientos coetáneos como el minimalismo viraron
su atención hacia el constructivismo ruso (Foster 2001: 3-36), su relectura
osciló entre la cita -no exenta de ironía- del modo en que la indistinción
aparente entre los objetos artísticos y los de fabricación industrial difumina
la singularidad aurática de aquellos —sustento parcial de su autonomía— y la
revaluación de la relación física del espectador con el "objeto” artístico, sin
reconsiderar de modo radical la función del artista en su contexto social. Por
lo que respecta al arte conceptual, las consecuencias de la recuperación del
concepto de "desmaterialización” en el ensayo de Masotta se situaban en un
horizonte diferente a la alteración de la experiencia fenomenológica de las
obras —sumidas en la invisibilidad de un Robert Barry— o su conversión
lingüística en enunciados informativos —que idealmente subvertían la lógica del
mercado—, apuntando hacia la potencia emancipatoria implícita en la
receptividad masiva procurada por la expansiva industria cultural. Tal vez ello
explique que, a diferencia de Marta Minujín, David Lamelas u Oscar Bony,
quienes desarrollaron su experimentación con las tecnologías mediáticas
fundamentalmente en el interior de las instituciones de vanguardia, Masotta y
los integrantes del grupo denominado "Arte de los Medios de Comunicación” —los
artistas Roberto Jacoby y Eduardo Costa y el periodista Raúl Escari, a los que
se sumó esporádicamente Juan Risuleo— "construyeran sus obras en los mismos
circuitos de comunicación masiva”, ya que atisbaban en ese deslizamiento "la
reconexión del arte con la cultura de masas, su inédita expansión hacia un
receptor masivo […] e incluso una potencial herramienta política” (Longoni y
Mestman 2007: 161). Su trabajo con los medios persiguió generar hiancias,
extrañamientos o interrupciones en el flujo normalizado de la información y la
visualidad en la industria cultural contemporánea, invitando mediante esa
operación al espectador a la toma de conciencia de la naturaleza de los medios
que lo encauzan.
En este sentido, pueden detectarse dos ambiciones complementarias en su
actividad: por un lado, la voluntad desmitificadora; por otro, la pretensión
final de constituir verdaderos circuitos de "contrainformación” independientes
y paralelos a aquellos considerados en manos imperialistas.
La desmitificación mediática conocerá, básicamente, dos estrategias:
por un lado aquellas de extrema autorreferencialidad que subrayaban la
materialidad intrínseca del medio; por otro, las que aspiraban a desvelar el
carácter mítico de los medios mediante la creación de un nuevo mito. Del
primero de los casos son ejemplos intervenciones desplazadas de los contextos
institucionales como El mensaje fantasma de
Oscar Masotta y Circuito automático,
de Roberto Jacoby, ambas de 1966, cuya reciprocidad tautológica subvertía la
lógica comunicativa de los dispositivos en que se infiltraban; en ellas, la
negación de toda exterioridad, lejos de ser deudora de una apriorística y
dogmática esencialidad del medio, trataba de desvelar su sumisión a una
racionalidad instrumental.
En cuanto a la desmitificación resultante de la creación de un nuevo
mito, este propósito se hacía explícito en la cita barthesiana incluida en el
manifiesto "Contra el happening”, redactado por el propio Jacoby en 1967. El
fragmento, extraído del artículo "Le Mythe aujourd´hui” (incluido en el volumen
Mythologies, 1957), rezaba así: "En
verdad, la mejor arma contra el mito es mitificarlo a su turno, es decir,
producir un mito artificial (…) Es lo que se podría llamar un mito
experimental; un mito de segundo grado” (Jacoby 2007: 238). Jacoby será el
impulsor del Happening para un jabalí
difunto (1966), propuesta que concretaba la politización del mito propuesta
por Barthes. El anti-happening
consistió en la difusión mediática de información escrita y visual
correspondiente a un evento (el supuesto happening)
que jamás tuvo lugar. La iniciativa, que contó con la complicidad de diversos
periodistas, señalaba el surgimiento de una nueva modalidad artística, el arte
de los medios, que asumía las consecuencias de la rápida neutralización
mediática e institucional del happening
como una nueva moda (Longoni 2004: 69). Al centrarse en los medios de
comunicación, instancias protagónicas de ese proceso, los artistas ponían en
juego una reflexión que excedía las fronteras de la historia de la vanguardia
institucional. Con este ejercicio de simulación perseguían no tanto desvelar la
falsedad de la información difundida por los medios como poner de manifiesto,
mediante una operación equivalente, el hecho de que estos fabrican el acontecimiento (Longoni 2004:
72-73).[11]
No se trataba solo de "demostrar que la prensa engaña o deforma”, puesto que
eso era considerado algo "obvio y de sentido común”, sino de establecer "un
juego con la realidad de las cosas y la irrealidad de la información, con la
realidad de la información y la irrealidad de las cosas, con la
materialización, por obra de los medios de información masivos, de hechos
imaginarios, el de un imaginario construido sobre un imaginario” (Jacoby 2007:
238). La materialidad fáctica del nuevo vehículo de enunciación se oponía a la
materialidad literaria de los géneros artísticos tradicionales, propiciando un
espacio de incertidumbre epistemológica que comprometía la permanencia de la
frontera entre verdad y ficción, realismo y constructivismo:[12]
El
relato de algo que no había ocurrido (y por lo mismo falso, ficticio) no era
sin embargo una simple ficción literaria –lo sería si estuviera incluida en un
libro de cuentos- ya que el contexto comunicacional le daba una materialidad
fáctica y no literaria (Jacoby
2007: 238).
Arte de los medios, "Happening para un jabalí difunto", 1966.
De esta manera, la experiencia se relacionaba con la "superación
dialéctica” de la relación antitética entre calidad literaria y compromiso
político, forma y contenido, sugerida por Walter Benjamin en su artículo "El
autor como productor”.[13] Para
Benjamin, la disolución de los géneros tradicionales del arte y la literatura
en beneficio de una materialidad fáctica aproximaba al artista al surgimiento
de una nueva forma "literaria”, el periódico, destinada a postergar esas
oposiciones, así como a desvanecer la distinción entre autor y lector.[14]
Como ejemplo que fundamentara sus tesis, el autor alemán recordaba la actividad
de Sergei Tretiakov, artista productivista ruso, quien durante la segunda
década de los años veinte desarrollara su actividad en el kolhoz El Faro Comunista,[15]
impulsando iniciativas como la creación de un periódico elaborado por los
propios campesinos, cuyo amateurismo en la producción se oponía al elitismo de
la práctica artística burguesa.[16]
En el caso de la vanguardia argentina de los años sesenta, las
consideraciones benjaminianas en torno a la operatividad del artista productor
aparecían filtradas por el referido texto de Roland Barthes. En la escritura
del semiólogo francés, la revolución generaba un espacio discursivo ubicado más
allá del dominio del mito. El lenguaje de la revolución se correspondía con el
del "hombre productor”:
Il y a
donc un langage qui n´est pas mythique, c´est le langage de l´homme producteur:
partout où l´homme parle pour transformer le réel et non plus le conserver en
image, partout où il lie son langage à la fabrication des choses, [...] le
mythe est impossible. Voilà pourquoi le langage proprement révolutionnaire
ne peut être una langage mythique. La révolution se définit comme un acte
cathartique destiné à révéler la charge politique du monde: elle fait le monde,
et son langage, tout son langage, est absorbé fonctionnellement dans ce faire (Barthes 1957:
234)[17].
"Le Mythe aujourd´hui” se
constituye, por tanto, como auténtico paratexto del decurso de la vanguardia
argentina de los años sesenta. Si el arte de los medios había develado la
miticidad de la información mediante la construcción de un mito de segundo
grado, los protagonistas del "itinerario del 68” habitaron el intervalo entre
vanguardia artística (avant-garde) y política (vanguard), signado
por un impulso revolucionario que pretendía cuestionar la pervivencia de la
representación en el terreno del arte crítico.[18]
La autodenominación vanguardista, en su dimensión performativa, conectaba lo
lingüístico con aquella necesidad de "hacer” que llevó a los artistas a
recuperar el modelo operativo implementado por Tretiakov en los años veinte,
posteriormente evocado por Bertolt Brecht. Según ha descrito Georges
Didi-Huberman, "Tretiakov hablaba de la ‘literatura revolucionaria’ en términos
cinematográficos y contrainformativos de ‘nuevos reportajes’, el poeta
debía colocarse ‘más cerca del periódico’ de lo que nunca había estado antes”
(2008: 20 -el subrayado es mío). Justamente el concepto de "contrainformación”
será uno de los argumentos recurrentes en el reporterismo de Tucumán Arde (Longoni
y Mestman 2008). Encarnando la ideología colectivista presente en los debates
de la vanguardia rusa postrevolucionaria (Zalambani 1998: 62-65), los artistas
redimensionaron la criticidad de las experiencias del "arte de los medios” para
generar espacios marginales o circuitos paralelos de información. Este
propósito trajo consigo una alteración procedimental y contextual de la
producción y la recepción artísticas. Resulta curioso que en Tucumán Arde la
enunciación de las ideas centrales del "arte de los medios” jugara el papel de
carta de presentación ante la prensa, de maniobra de distracción de las
aspiraciones últimas de la experiencia. Es como si los artistas hubieran sido
conscientes de que el "arte de los medios” empezaba a correr la misma suerte
neutralizadora que sus integrantes habían detectado en los happenings
del Di Tella. Así, en uno de los viajes que realizaron a la provincia tucumana
como trabajo de campo para la muestra de Rosario, algunos componentes de la
experiencia dieron una conferencia de prensa en la que explicaron que se
proponían acometer una obra que giraba en torno a la relación entre "arte y
comunicación de masas”. En la línea del concepto de materialidad fáctica al que
aludimos anteriormente, los artistas manifestaron que emplearían "la realidad
concreta como material artístico a través de los medios de comunicación”,[19]
cuando en realidad el espacio pensado para la presentación final del material
recopilado en torno a la crisis azucarera tucumana era el local de un sindicato,
la CGT (Confederación General de los Trabajadores) de Rosario, alineada con el
sector no oficialista de la escindida CGT de los Argentinos. Asumían que
mientras los medios de producción cultural siguieran en manos de las clases
potentadas era forzoso crear espacios intersubjetivos alternativos que
implementaran "una red de información y comunicación por abajo”[20].
La Gaceta, 23 de octubre de 1968, página de un diario de
Tucumán en que se recoge la supuesta intención de los artistas de
realizar una obra que pusiera en relación el arte y la comunicación de
masas. Archivo Graciela Carnevale.
En el montaje de la muestra destacó el uso de la fotografía y de la
información, el cual sintetizaba dos ideologías estéticas muy determinadas: por
un lado el recurso a la imagen como testimonio de la miseria; por otro, la
integración del espectador en un entorno repleto de estímulos visuales y
textuales. En el primer aspecto, el uso de la fotografía extendía sus raíces en
lo que Jorge Ribalta ha denominado la "tradición [fotográfica] de la
víctima" (Ribalta 2008: 12-21). El hito fundacional de esta iconografía se
ha situado en la idea de fotodocumental enunciada por John Grierson en 1926 y
sus primeras realizaciones efectivas en las campañas promovidas por las
políticas reformistas de los Estados Unidos durante las décadas iniciales del
siglo XX, que encontraron su punto culminante en la segunda mitad de los años
treinta con el proyecto de la Farm Security Administration (FSA). Esta mirada,
que Martha Rosler vinculara con la "conciencia social de la sensibilidad
liberal presentada en imágenes visuales" (Rosler 2004: 70), subordinaría
en Tucumán Arde su componente estrictamente informativo a la activación
empática y compasiva del espectador en un contexto marcado por la emergencia de
la Nueva Izquierda argentina, dentro de la cual ciertos sectores del peronismo
planteaban una síntesis entre cristianismo y marxismo. La
propia Martha Rosler reveló las conexiones entre la aparición del
fotodocumental y la "ética cristiana" (Rosler 2004: 72). La noción de caridad, central en dicha ética, planeaba
sobre algunas de las iniciativas que acompañaron a la experiencia argentina,
como la instalación de un stand en el que se recogían alimentos para ser
enviados a la provincia tucumana. Junto a él, como contrapunto, se incluyó un
texto en el que se advertía de que, lejos de tratarse de una obra de
beneficencia, sus promotores deseaban paliar la injusticia social.
Dos de las fotografías tomadas por los artistas implicados en
"Tucumán Arde" durante el viaje a los ingenios azucareros de Tucumán, en
la que se evidencian las penurias sufridas por sus trabajadores, 1968,
Archivo Graciela Carnevale.
Sin embargo, no es posible establecer una teoría de la recepción de
esas imágenes considerándolas de modo aislado, dado que, en última instancia,
cada una de ellas jugó a nivel individual un rol secundario en el que
prevaleció su "adecuación metonímica" como prueba de veracidad[21].
A la hora de formalizar su aproximación al problema tucumano, se trataba
menos
de buscar la reproducción objetiva de lo real (propuesta por Grierson)
mediante
el acopio ordenado de documentos que de generar un dispositivo ambiental
que
expandiera el espectro de la revolución entre los asistentes. Para ello,
el
montaje final en la sede del sindicato supeditó el aspecto
fotodocumental y
textual de los datos recopilados al concepto de "sobreinformación",
otro de las nociones claves en la literatura del "itinerario del 68".
Ese excedente de información fue plasmado en la saturación envolvente
creada
por la multitud de estímulos sensoriales y, especialmente, informativos
presentes en la muestra, que perseguían concienciar políticamente al
espectador
al tiempo que movilizarlo políticamente en una determinada dirección.
Aunque es
posible establecer una genealogía de estas estrategias que se remontaría
a las
exposiciones de propaganda materializadas por El Lissitzky durante la
segunda
mitad de los años veinte (Aynsley 2008: 83-107 y Pohlmann 2008:
167-191), la "ocupación" del edificio del sindicato con fotografías,
estadísticas, testimonios orales, fragmentos de periódicos, escritos,
proyecciones cinematográficas, etc. iba más allá de las escenificaciones
del
constructivista ruso, ya que lejos de recluirse en un espacio más o
menos
acotado, la presentación factográfica (literalmente, "la escritura de
los hechos") del material recopilado revelaba la
radicalidad alcanzada por la vanguardia argentina de los años sesenta.
Es en
este sentido que, según señalan Ana Longoni y Mariano Mestman, "podrían
pensarse las muestras de Tucumán Arde, más que como una exposición
tradicional
de arte en un sindicato, como la puesta en juego de un modo en que el
arte se
instala en/ se apropia de/ se confunde con un espacio público
alternativo a los
circuitos artísticos" (Longoni y Mestman 2008: 201). En comparación con
los referidos "fotofrescos" de El Lissitzky, entre los que cabe destacar
el elocuentemente titulado La tarea de la prensa es la educación de las
masas, que el constructivista ruso diseñara para el pabellón soviético de
la exposición Internationale Presse-Ausstellung, celebrada en Colonia
entre mayo y octubre de 1928, y en el que se incluía material visual, textual y
estadístico (Buchloh 2004: 138), la particularidad de Tucumán Arde no estriba solo en la búsqueda de un público
alternativo —derivada del desplazamiento contextual desde una muestra
internacional a un sindicato obrero— y en el carácter colectivo del proceso de
producción-formalización, sino también en la insistencia en acabar con la forma
"exposición" como marca reconocible del arte (burgués)
mediante el desborde del formato normalizado y los espacios tradicionales para
la presentación de los documentos.
Tucumán Arde: diversos aspectos de la campaña de difusión en
Rosario y de la muestra en la sede de la CGT, 1968, Archivo Graciela
Carnevale.
Si bien es cierto que Tucumán
Arde ideó nuevas formas de visibilidad que el arte crítico ha
desarrollado con posterioridad —como las cartografías que daban cuenta
de los vínculos entre los ingenios azucareros, la dictadura de Onganía y
multinacionales emergentes como Monsanto—, la apuesta por la sobreinformación
da cuenta de la historicidad específica de la experiencia: la inminencia con la
que los artistas experimentaban la futura eclosión revolucionaria condicionó la
disposición visual del material recopilado a la pretensión de un impacto masivo
sobre el espectador, buscando de ese modo retomar para el arte el efecto
inmediato sobre la realidad del que su etapa burguesa lo había despojado[22].
Como decíamos más arriba, la experiencia se situó así en un momento político
intermedio entre dos concepciones de la vanguardia. Por aquellos años Jorge
Romero Brest había señalado que la distinción entre vanguardia política y
vanguardia artística estribaba en que la primera subordinaba su acción a una
meta, mientras que la segunda carecía de tal propósito[23].
Con independencia de cuál fuera la intención del director del Di Tella al
pronunciar estas palabras, esa distinción es procedente a la hora de
reflexionar sobre el proceso de subjetivación política que afectó a los
artistas implicados en Tucumán Arde.
En su afán antiinstitucional, estos artistas asumieron el riesgo de abandonar
la especificidad disensual de su "modo de hacer" para ser absorbidos
por una deriva que acabaría por subordinar su actividad a la teleología de la
política revolucionaria. A propósito de esta cuestión, resulta interesante
traer a colación las palabras de Susan Buck Morss cuando distinguía entre vanguard
(vanguardia política) y avant-garde (vanguardia cultural) en el
contexto de la vanguardia soviética de los años veinte:
Al consentir en la concepción cosmológica del
tiempo revolucionario de la vanguardia (vanguard), la vanguardia (avant-garde)
abandonó la temporalidad vivida de interrupción, de distanciamiento, de arresto
-en otras palabras, abandonaron la experiencia fenomenológica de la práctica
vanguardista (avant-garde). Es políticamente importante establecer esta
distinción filosófica con respecto al tiempo vanguardista (avant-garde) y al
tiempo de la vanguardia (vanguard), aunque los artistas de la vanguardia
(avant-garde) no la establecieran (Buck-Morss 2004: 82).
En el análisis de Buck Morss se aprecia una
herencia benjaminiana que opondría la singularidad política del arte
vanguardista a las nefastas consecuencias para la política revolucionaria de la
asunción como propia de la temporalidad decimonónica del progreso histórico
(Galende 2009: 49-54). Buck Morss identifica en la vanguardia cultural una
resistencia a las imposiciones teleológicas de la vanguardia política, que en
una nota al pie asocia con "la temporalidad cosmológica que
caracteriza a la concepción hegeliano-marxista" (Buck-Morss 2004: 325). Al margen de las obras que sí respondieron a
procedimientos típicamente vanguardistas, como los collages en los que
León Ferrari ponía de manifiesto la falacia de las informaciones provenientes
de los medios de comunicación en torno a la crisis tucumana, las muestras de Tucumán Arde son también un
síntoma de la lógica histórica que debía absorber la vanguardia cultural por la
política. El devenir de la idea misma de vanguardia había dejado
de lado la potencia negativa del "objeto cultural"
entendido como dispositivo capaz de "detener el flujo de la historia y
abrir el tiempo para visiones alternativas" (Buck-Morss 2004: 82) con el
objetivo de comprenderse y proyectarse como el "movimiento que niega
permanentemente el arte y afirma permanentemente la historia"[24]. En ese proceso afirmativo, la fuerza
revolucionaria que condujo a los artistas a redistribuir sus funciones en lo
social los alejó por igual tanto de la interrupción temporal de la avant-garde
institucionalmente administrada como, en la mayoría de los casos, de la
posibilidad de asumir como propios los dictados de la emergente vanguardia
política (vanguard) armada. La factografía operativa que la vanguardia
argentina de los sesenta había puesto en marcha se toparía entonces, tras el
fulgor abismal de su emergencia, con el límite discursivo y vital que
impulsaría un replanteamiento de las relaciones entre arte y política en los
años posteriores.
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[1] Según ha indicado Víctor del
Río, aunque en la literatura de la época aparecen como términos
intercambiables, el productivismo suele ser presentado por la historiografía
posterior como el reverso teórico del constructivismo (Zalambani 1998). Este
mismo autor ha matizado tal concepción en Río
2010: 49-51. [2] Derivadas, entre otros, de los
siguientes aspectos: 1) el proyecto productivista, pese a no contar con el
apoyo del aparato bolchevique, se desarrolló durante los años veinte del pasado
siglo alentado por el proceso de consolidación de la Revolución de Octubre,
mientras que en el caso de la vanguardia argentina la consumación de la
revolución se fue atisbando progresivamente como una esperanza de realización
inminente; 2) el fervor industrialista que signó la eclosión del productivismo
no mantenía su vigencia en el contexto de la vanguardia argentina, donde el interés
se desplazó hacia las nuevas tecnologías de la información.
[3] Sobre la validez del anacronismo
en la historia del arte cfr. Didi-Huberman 2008.
[4] Tras rebatir lo que él denomina
"una teología internacionalista del arte moderno", Andreas Huyssen animaba
al historiador de la cultura a resaltar las "asincronías” de la modernidad (Ungleichzeitigkeiten) para relacionarlas
"con los contextos y constelaciones específicas de las historias y culturas
regionales y nacionales” (Huyssen 2006: 336). Este breve trabajo aspira a
conciliar esa sugerencia de Huyssen con la lectura conceptual transhistórica ya
expuesta.
[5] Benjamin Buchloh apuntó en su
seminal ensayo "De la faktura a la
factografía” que movimientos como el productivismo venían a complementar la
crítica de la mímesis intrínseca a las vanguardias —y especialmente al cubismo—
con "preguntas relativas a la distribución y el público” (Buchloh 2004: 138).
Al igual que en el ensayo de Buchloh, en los mencionados estudios el concepto
de factografía ocupa un lugar central. Buena muestra de ello es el número
monográfico que le dedicó la revista October en otoño de 2006.
[6] Fue precisamente una sugerencia
de Víctor del Río, investigador y crítico de arte español, la que incentivó la
posibilidad de pensar la actualización de los mencionados conceptos
productivistas en un contexto que, en nuestra opinión, no se acoge a la
caracterización tipificada de la "neovanguardia” (Bürger 1987).
[7] Véase
Archivo CAV (UTDT), CAV_GPE_1001
[8] Véanse, entre otros, Lippard y
Chandler 1968, Lippard 2004 y Clay 1967.
[9] Susan Buck-Morss ha apuntado la
influencia de Malevich en El Lissitzky. Ambos se encontraron en Vitebsk durante
el verano de 1919, invitados por el director de la escuela de arte de aquella
ciudad, Marc Chagall (Buck-Morss 2000: 298). En el artículo mencionado, Jean
Clay situaba al artista suprematista como uno de los
precursores del concepto de "desmaterialización”: en el mismo año de su
encuentro con El Lissitzky, Malevich manifestó su deseo de transmitir
directamente sus composiciones por teléfono, ambición que Moholí Nagy
concretaría tres años después.
[10] "[L]o ‘artístico’ y lo ‘técnico’
así llamados son inseparables” (El Lissitzky 2000).
[11] Se extendía por tanto una duda
sobre la fidelidad a lo real del documento que contradiría la acusación de
Boris Groys acerca de la ingenua fe que los productivistas habrían depositado
en su neutralidad notificadora (Groys 2008: 71-72).
[12] Para una
concepción no mimética del realismo en la Rusia revolucionaria Roberts 1998:
2-16.
[13] Nótese el paralelismo entre el
apunte de Benjamin en torno al concepto de "técnica” y la reflexión de Jacoby
sobre los "medios”: "[E]l concepto de técnica proporciona el punto de partida
dialéctico desde el que puede superarse la estéril antítesis de forma y
contenido” (Benjamin 2001: 299). "El concepto de medio incluye las categorías
de contenido y forma, pero por eso mismo hay que sacar la discusión de este
último nivel para traerla al de los medios como tales” (Jacoby 2007: 239)
[14] Víctor Del Río ha hablado, a
propósito del texto de Benjamin, de "un modelo de ‘periodistificación’ de la
literatura” (2010:
166).
[15] Para un abordaje no exento de
una sagaz crítica de algunas de las fotografías tomadas durante la estancia de
Tretiakov en el kolhoz véase Cough 2006.
En cierto modo, Tucumán Arde compartiría algunos rasgos de ese "turismo
radical” al que alude Cough.
[16] Esa
pretensión encontró su reflejo en documentos como el informe resultante de la
Comisión número 3 del Encuentro de Artistas Plásticos del Cono Sur (Santiago de Chile, 1972),
titulada significativamente "Arte y comunicación de masas”, donde se leía:
"[...] la nueva política de estos medios es hacer del pueblo su protagonista y
que se adquiera el control sobre ellos. Esto implica que la clase obrera
trabajadora elabore sus propias noticias y las haga circular, que sea el emisor
directo de su comunicación […] es necesario que el pueblo tenga a su
disposición y bajo su responsabilidad la emisión y confección de órganos de
comunicación, al nivel y en la órbita donde gravita su práctica social: diarios
de fábrica, de barrio, de centros de madre, etc...”
[17] "Existe
por tanto un lenguaje que no es mítico, el lenguaje del hombre productor. Allí
donde el hombre habla para transformar lo real y no para seguir conservándolo
en imagen, allí donde liga su lenguaje a la fabricación de cosas, [...] el mito
es imposible. Ésta es la razón por la cual el lenguaje propiamente
revolucionario no puede ser un lenguaje mítico. La revolución se define como un
acto catártico destinado a revelar la carga política del mundo: ella hace el
mundo, y su lenguaje, todo su lenguaje, es absorbido funcionalmente en este
hacer" (la traducción es mía).
[18] Este punto
ha sido convenientemente analizado en Rancière 2006.
[19] Así lo recogía uno de los
periódicos locales en su artículo "Arte y comunicación de masas en el trabajo
de artistas rosarinos”, San Miguel de Tucumán, jueves 24 de octubre de 1968,
Archivo Graciela Carnevale.
[20] Comunicado de la muestra en
Buenos Aires, firmado por los "Plásticos de Vanguardia de la Comisión de Acción
Artística de la CGT de los Argentinos”, Buenos Aires, noviembre de 1968,
Archivo Graciela Carnevale.
[21] Por lo demás, hay que hacer
notar que, según señalaran Longoni y Mestman, además de las fotografías del
sesgo descrito, se incluyeron otras "de movilizaciones de la FOTIA
[Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar, el que había sido el
principal sindicato azucarero de la región], protestas y ollas populares, y de
enfrentamientos con las fuerzas de represión" (Longoni y Mestman, 2008:
203).
[22] Diversos testimonios posteriores
de artistas (Roberto Jacoby, Margarita Paksa, Pablo Suárez) implicados en la
experiencia dan cuenta de este hecho (Longoni y Mestman 2008: 342-362, 369-379
y 385-394).
[23] "[A] diferencia del
vanguardista político [el vanguardista artístico] no tiene meta objetiva para
lograr". Archivo Jorge Romero Brest, J. Romero Brest, "¿Qué
es eso de la vanguardia artística?", Consejo de Mujeres, 10/05/1967,
Ateneo de Caracas, 18/01/1968, pág. 2.
[24] Roberto Jacoby, "Mensaje
en Di Tella" (cfr. Longoni y M. Mestman 2008: 105). http://eipcp.net/transversal/0910/vindel/es
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