por
Patricia Damiano
Fotografía: Gary Breckheimer
Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba
"profanar". Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían
de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas
al libre uso y al comercio de los hombres, no podían
ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o
gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara
o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba
exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas
propiamente "sagradas") o infernales (en este caso, se las llamaba
simplemente "religiosas"). Y si consagrar ( sacrare) era el
término que designaba la salida de las cosas de la esfera del
derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos
al libre uso de los hombres. "Profano ,-escribe el gran
jurista Trebacio- se dice en sentido propio de aquello que,
habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la
propiedad de los hombres". Y "puro" era el lugar que había
sido desligado de su destinación a los dioses de los muertos, y
por lo tanto ya no era más "ni sagrado, ni santo, ni religioso,
liberado de todos los nombres de este género" (D. 11,7,2).
Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida
al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece
aquí como algo natural: a él se accede solamente a través de
una profanación. Entre "usar" y "profanar" parece haber una
relación particular, que es preciso poner en claro.
Es posible definir la religión como aquello que sustrae cosas,
lugares, animales o personas del uso común y los transfiere
a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación,
sino que toda separación contiene o conserva en sí un núcleo
auténticamente religioso. El dispositivo que realiza y regula la
separación es el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos,
según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss
han pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje
de algo que pertenece al ámbito de lo profano al ámbito de lo
sagrado, de la esfera humana a la divina. En este pasaje es esencial la
cesura que divide las dos esferas, el umbral que la víctima
tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en el otro.
Lo que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido por
el rito a la esfera profana. Una de las formas más simples de
profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo
sacrificio que obra y regula el pasaje de la víctima de la
esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las
vísceras, exta:1 el hígado, el corazón, la vesícula biliar, los
pulmones)
es reservada a los dioses, mientras que lo que queda
puede ser consumido por los hombres. Es suficiente que
los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas
se conviertan en profanas y puedan simplemente ser comidas. Hay un
contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo
sagrado había separado y petrificado.
El término religio no deriva, según una etimología tan
insípida como inexacta, de religare (lo que liga y une lo humano
y lo divino), sino de relegere, que indica la actitud de
escrúpulo y de atención que debe imprimirse a las relaciones
con los dioses, la inquieta vacilación (el "releer")' ante las
formas -las fórmulas- que es preciso observar para respetar
la separación entre lo sagrado y lo profano. Religio no es lo
que une a los hombres y a los dioses, sino lo que vela para
mantenerlos separados, distintos unos de otros. A la religión
no se oponen, por lo tanto, la incredulidad y la indiferencia
respecto de lo divino sino la "negligencia", es decir una actitud
libre y "distraída' -esto es, desligada de la religio de las
normas- frente a las cosas y a su uso, a las formas de la separación
y a su sentido. Profanar significa abrir la posibilidad
de una forma especial de negligencia, que ignora la separación
o, sobre todo, hace de ella un uso particular.
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse
también a través de un uso (o, más bien, un reuso) completamente
incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido
que la esfera de lo sagrado y la esfera del juego están
estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos que
conocemos deriva de antiguas ceremonias sagradas, de riruales
y de prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la
esfera estrictamente religiosa. La ronda fue en su origen un
rito matrimonial; jugar con la pelota reproduce la lucha de
los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar derivan de
prácticas oraculares; el trompo y el tablero de ajedrez eran
instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre
juego y rito, Emile Benveniste ha mostrado que el juego no
sólo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa
de algún modo su inversión. La potencia del acto sagrado escribe
Benveniste- reside en la conjunción del mito que cuenta
la historia y del rito que la reproduce y la pone en escena. El
juego rompe esta unidad: como ludus, o juego de acción,
deja caer el mito y conserva el ritual; como jocus, o juego de
palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el mito. "Si lo sagrado
se puede definir a través de la unidad consustancial del
mito y el rito, podremos decir que se tiene juego cuando solamente
una mitad de la operación sagrada es consumada, traduciendo
sólo el mito en palabras y sólo el rito en acciones."
Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad de
la esfera de lo sagrado, pero sin abolirla simplemente. El uso al
cual es restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide
con el consumo utilitario. La "profanación" del juego no atañe,
en efecto, sólo a la esfera religiosa. Los niños, que juegan
con cualquier trasto viejo que encuentran, transforman en
juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía,
de la guerra, del derecho y de las otras actividades que estamos
acostumbrados a considerar como serias. Un automóvil, un arma de fuego, un contrato jurídico se transforman de
golpe en juguetes. Lo que tienen en común estos casos con
los casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una
religio, que es sentida ya como falsa y opresiva, a la negligencia
como verdadera religio, y esto no significa descuido (no
hay atención que se compare con la del niño mientras juega),
sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos entregan
a la humanidad. Se trata de un tipo de uso como el
que debía tener en mente Walrer Benjamin, cuando escribió,
en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado, sino solamente
estudiado es la puerta de la justicia. Así como la religio
no ya observada, sino jugada abre la puerta del uso, las potencias
de la economía, del derecho y de la política desactivadas
en el juego se convierten en la puerta de una nueva felicidad.
El juego como órgano de la profanación está en decadencia
en todas partes. Que el hombre moderno ya no sabe jugar
más lo prueba precisamente la multiplicación vertiginosa de
juegos nuevos y viejos. En el juego, en los bailes y en las fiestas
el hombre busca, de hecho, desesperada y obstinadamente,
justo lo contrario de lo que podría encontrar: la posibilidad
de volver a acceder a la fiesta perdida, un retorno a lo sagrado
y a sus ritos, aunque sea en la forma de las insulsas ceremonias
de la nueva religión espectacular o de una lección de tango
en un salón de provincia. En este sentido, los juegos televisivos
de masas forman parte de una nueva liturgia, secularizan
una intención inconscientemente religiosa. Restituir el juego
a su vocación puramente profana es una tarea política.
Es preciso distinguir, en este sentido, entre secularización y
profanación. La secularización es una forma de remoción que
deja intactas las fuerzas, limitándose a desplazarlas de un lugar
a otro. Así, la secularización política de conceptos teológicos
(la trascendencia de Dios como paradigma del poder soberano)
no hace otra cosa que trasladar la monarquía celeste en
monarquía terrenal, pero deja intacto el poder. La profanación
implica, en cambio, una neutralización de aquello que
profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y separado
pierde su aura y es restituido al uso. Ambas son operaciones
políticas: pero la primera tiene que ver con el ejercicio del
poder, garantizándolo mediante la referencia a un modelo sagrado;
la segunda, desactiva los dispositivos del poder y restituye
al uso común los espacios que el poder había confiscado.
Los filólogos no cesan de sorprenderse del doble, contradictorio
significado que el verbo profanare parece tener en laún: por
una parte, hacer profano; por otro -en una acepción utilizada en
muy pocos casos-, sacrificar. Se trata de una ambigüedad que
parece penenecer al vocabulario de lo sagrado como tal: el adjetivo
sacer, en un contrasentido que ya Freud había notado, significaría
así tanto "augusto, consagrado a los dioses" como "maldito,
excluido de la comunidad". La ambigüedad, que está aquí en
cuestión, no se debe solamente a un equívoco sino que es, por así
decir, constitutiva de la operación profanatoria (o de aquella,
inversa, de la consagración). En cuanto se refieren a un mismo
objeto, que debe pasar de lo profano a lo sagrado y de lo
sagrado a lo profano, ellas deben tener en cuenta siempre algo
así como un residuo de profanidad en roda cosa consagrada y
un residuo de sacralidad presente en todo objeto profanado.
Veamos e! término sacer. Él designa aquello que, a través
del acto solemne de la sacratio o de la devotio (con el cual el
comandante consagra su vida a los dioses infernales para asegurarse
la victoria) ha sido consignado a los dioses, pertenece
exclusivamente a ellos. Y sin embargo, en la expresión homo
sacer, el adjetivo parece designar a un individuo que, habiendo
sido excluido de la comunidad, puede ser matado impunemente,
pero no puede ser sacrificado a los dioses. ¿Qué es
lo que ha sucedido aquí? Que un hombre sagrado, es decir,
que pertenece a los dioses, ha sobrevivido al rito que lo ha
separado de los hombres y sigue llevando una existencia aparentemente
profana entre ellos. En el mundo profano, a su
cuerpo es inherente un residuo irreductible de sacralidad, que
lo sustrae al comercio normal con sus pares y lo expone a la
posibilidad de una muerte violenta, la cual lo restituye a los
dioses a los que en verdad pertenece. Considerado, en cambio,
en la esfera divina, él no puede ser sacrificado y está excluido
del culto, porque su vida es ya propiedad de los dioses
y sin embargo, en la medida en que sobrevive, por así decir, a
sí misma, ella introduce un resto incongruente de profanidad
en el ámbito de lo sagrado. Sagrado y profano representan,
así, en la máquina del sacrificio, un sistema de dos polos, en
los cuales un significante flotante transita de un ámbito al
otro sin dejar de referirse al mismo objeto. Pero es precisamente
de este modo que la máquina puede asegurarse la repartición
del uso enrte los humanos y los divinos, y restituir
eventualmenre a los hombres aquello que había sido consagrado a los dioses. De aquí la promiscuidad entre las dos operaciones
en el sacrificio romano, en el cual una parece de la propia
víctima consagrada es profanada por contagio y consumida
por los hombres, mientras que otra es asignada a los dioses.
Desde esta perspectiva se vuelven quizá más comprensibles
la cura obsesiva y la implacable seriedad de las cuales debían dar
prueba, en la religión cristiana, teólogos, pontífices y emperadores
para asegurarse en la medida de lo posible la coherencia y
la inteligibilidad de la noción de transustanciación en el sacrificio
de la misa y de encarnación y homousía en el dogma trinitario.
Estaba en juego nada menos que la supervivencia de un sistema
religioso que había involucrado al propio Dios como víctima
en el sacrificio y, de este modo, había introducido en él esa
separación que, en el paganismo, tenía que ver solamente con
las cosas humanas. Se trataba, así, de hacer frente, a través de la
presencia contemporánea de dos naturalezas en una única persona
o en una única víctima, a la confusión entre divino y
humano que amenazaba con paralizar la máquina sacrificial
del cristianismo. La doctrina de la encarnación garantizaba
que la naturaleza divina y la humana estuvieran presentes sin
ambigüedad en la misma persona, así como la transustanciación
aseguraba que las especies del pan y del vino se transformaran
sin residuos en el cuerpo de Cristo. Resulta de
esto que, en el cristianismo, con el ingreso de Dios como
víctima en el sacrificio y con la fuerte presencia de tendencias
mesiánicas que ponían en crisis la distinción entre lo
sacro y lo profano, la máquina religiosa parece alcanzar un
punto limite o una zona de indecibilidad, en la cual la esfera
divina está siempre en acto de colapsar en la humana y
el hombre traspasa ya siempre en lo divino.
El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes
fragmentos póstumos de Benjamin. Según Benjamin,
el capitalismo no representa sólo, como en Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es él mismo esencialmente
un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario del cristianismo. Como tal, como religión
de la modernidad, está definido por tres características: 1) Es
una religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que haya
jamás existido. Todo en ella tiene significado sólo en referencia
al cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o
de una idea. 2) Este culto es permanente, es "la celebración de
un culto sans treve et sans meret'3. Los días de fiesta y de vacaciones
no interrumpen el culto, sino que lo integran. 3) El
culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación
de una culpa, sino a la culpa misma. "El capitalismo es
quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante...
Una monstruosa conciencia culpable que no conoce
redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa,
sino para volverla universal... y para capturar finalmente
al propio Dios en la culpa... Dios no ha muerto, sino que ha
sido incorporado en el destino del hombre."
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la
redención, sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación,
el capitalismo como religión no mira a la transformación
del mundo, sino a su destrucción. Y su dominio es en
nuestro tiempo de tal modo total, que aun los tres grandes
profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran,
según Benjamin, con él; son solidarios, de alguna manera,
con la religión de la desesperación. "Este pasaje del planeta
hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta
soledad de su recorrido es el éthos que define Nietzsche. Este
hombre es el Superhombre, esto es, el primer hombre que
comienza conscientemente a realizar la religión capitalista".
Peto también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del
culto capitalista: "Lo reprimido, la representación pecaminosa...
es el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente
paga los intereses". Yen Marx, el capitalismo "con los intereses
simples y compuestos, que son función de la culpa... se
transforma inmediatamente en socialismo".
Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la
perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir, entonces,
que el capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente
en el cristianismo, generaliza y absolutiza en cada ámbito
la estructura de la separación que define la religión. Allí
donde el sacrificio señalaba el paso de lo profano a lo sagrado
y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme,
incesante proceso de separación, que inviste cada cosa,
cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma
y que es completamente indiferente a la cesura sacro/profano,
divino/humano. En su forma extrema, la religión capitalista
realiza la pura forma de la separación, sin que haya
nada que separar. Una profanación absoluta y sin residuos
coincide ahora con una consagración igualmente vacua e integral.
Y como en la mercancía la separación es inherente a la
forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y
valor de cambio y se transforma en un fetiche inaprensible,
así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido -incluso
el cuerpo humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje-
son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera
separada que ya no define alguna división sustancial y en
la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible. Esta
esfera es el consumo. Si, como se ha sugerido, llamamos
espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos
viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de
sí misma, entonces espectáculo y consumo son las dos caras
de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser
usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición
espectacular. Pero eso significa que profanar se ha vuelto imposible
(o, al menos, exige procedimientos especiales). Si
profanar significa devolver al uso común lo que fue separado
en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema
apunta a la creación de un absolutamente Improfanable.
El canon teológico del consumo como imposibilidad de
uso fue fijado en el siglo XIII por la Curia romana en el contexto
del conflicto que la opuso a la orden franciscana. En su
reivindicación de la "altísima pobreza", los franciscanos afirmaban
la posibilidad de un uso completamente sustraído a la
esfera del derecho, que ellos, para distinguirlo del usufructo y
de todo otro derecho de uso, llamaron usus jáeti, uso de hecho
(o del hecho). Contra ellos, Juan XXII, adversario implacable
de la orden, emana su bula Adeonditorem eanonum.
En las cosas que son objeto de consumo, argumenta, como
la comida, los vestidos, etcétera, no puede existir un uso
distinto de la propiedad, porque él se resuelve integralmente
en el acto de su consumo, es decir de su destrucción
(abusus). El consumo, que destruye necesariamente la cosa,
no es sino la imposibilidad o la negación del uso, que presupone
que la sustancia de la cosa quede intacta (salva rei
substantia). Y no sólo eso: un simple uso de hecho, distinguido
de la propiedad, no existe en la naturaleza, no es en ningún
modo algo que se pueda "tener". "El acto mismo del uso no
existe en la naturaleza antes de ejercitarlo, mientras se lo ejercita
ni después de haberlo ejercitado. El consumo, en efecto,
aun en el acto de su ejercicio, es siempre ya pasado o futuro
y, como tal, no se puede decir que exista en la naturaleza,
sino sólo en la memoria o en la expectativa. Por lo tanto
no se lo puede tener si no en el instante de su desaparición."
De este modo, con una inconsciente profecía, Juan XXII
provee e! paradigma de una imposibilidad de usar que debió
alcanzar su cumplimiento muchos siglos después, en la sociedad
de consumo. Esta obstinada negación de! uso capta, sin
embargo, más radicalmente la naturaleza de lo que lo pudieron
hacer los que lo reivindicaban dentro del orden franciscano.
Dado que e! puro uso aparece, en su argumentación, no
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tanto como algo inexistente -él existe, de hecho, instantáneamente
en el acto del consumo-- sino más bien como algo que
no se puede tener jamás, que no puede constituir nunca una
propiedad (dominium). El uso es, así, siempre relación con
un inapropiable; se refiere a las cosas en cuanto no pueden
convertirse en objeto de posesión. Pero, de este modo, el uso
también desnuda la verdadera naturaleza de la propiedad, que
no es otra que el dispositivo que desplaza el libre uso de los
hombres a una esfera separada, en la cual se convierte en derecho.
Si hoy los consumidores en las sociedades de masas son
infelices, no es solo porque consumen objetos que han incorporado
su propia imposibilidad de ser usados, sino también
-y sobre todo- porque creen ejercer su derecho de propiedad
sobre ellos, porque se han vuelto incapaces de profanarlos.
La imposibilidad de usar tiene su lugar tópico en el Museo.
La museificación del mundo es hoy un hecho consumado.
Una después de la otra, progresivamente, las potencias
espirituales que definían la vida de los hombres -el arte, la
religión, la filosofía, la idea de naturaleza, hasta la política se
han retirado dócilmente una a una dentro del Museo.
Museo no designa aquí un lugar o un espacio físico determinado,
sino la dimensión separada en la cual se transfiere aquello
que en un mamenro era percibido como verdadero y decisivo,
pero ya no lo es más. El Museo puede coincidir, en este
sentido, con una ciudad entera (Evora, Venecia, declaradas por
esto patrimonio de la humanidad), con una región (declarada
parque u oasis natural) y hasta con un grupo de individuos
(en cuanto representan una forma de vida ya desaparecida).
Pero, más en general, todo puede convertirse hoy en Museo,
porque este término nombra simplemente la exposición de
una imposibilidad de usar, de habitar, de hacer experiencia.
Por esto, en el Museo, la analogía entre capitalismo y
religión se vuelve evidente. El Museo ocupa exactamente el
espacio y la función que hace un tiempo estaban reservados
al Templo como lugar del sacrificio. A los fieles en el Templo
-o a los peregrinos que recorrían la tierra de Templo en
Templo, de santuario en santuario- corresponden hoy los
turistas, que viajan sin paz en un mundo enajenado en Museo.
Pero mientras los fieles y los peregrinos participaban al
final de un sacrificio que, separando la víctima de la esfera
sagrada, reestablecía las justas relaciones entre lo divino y lo
humano, los turistas celebran sobre su persona un acto
sacrificial que consiste en la angustiosa experiencia de la destrucción
de todo uso posible. Si los cristianos eran "peregrinos",
es decir, extranjeros sobre la tierra, porque sabían que
tenían su patria en el cielo, los adeptos del nuevo culto capitalista,
no tienen patria alguna, porque viven en la pura forma
de la separación. Dondequiera que vayan, ellos encuentran
multiplicada y llevada al extremo la misma imposibilidad
de habitar que habían conocido en sus casas y en sus
ciudades, la misma incapacidad de usar que habían experimentado
en los supermercados, en los shoppings y en los
espectáculos televisivos. Por esto, en tanto representa el culto
y el altar central de la religión capitalista, el turismo es
hoy la primera industria del mundo, que involucra cada año
más de 650 millones de hombres. Y nada es tan asombroso
como el hecho de que millones de hombres comunes lleguen
a vivir en carne propia la experiencia quizá más desesperada
que es dada a hacer a todos: la de la pérdida irrevocable
de todo uso, de la absoluta imposibilidad de profanar.
Es posible, sin embargo, que lo Improfanable, sobre lo
cual se funda la religión capitalista, no sea verdaderamente
tal, que se den todavía hoy formas eficaces de profanación.
Para esto es preciso recordar que la profanación no restaura
simplemente algo así como un uso natural, que preexistía a
su separación en la esfera religiosa, económica o jurídica. Su
operación -como muestra con claridad el ejemplo del juego es
más astuta y compleja, y no se limita a abolir la forma de la
separación, para reencontrar, más acá o más allá de ella, un
uso incontaminado. También en la naturaleza se dan profanaciones.
El gato que juega con el ovillo como si fuera un
ratón -exactamente como el niño juega con antiguos símbolos
religiosos o con objetos que pertenecieron a la esfera económica-
usa conscientemente en el vado los comportamientos
propios de la actividad predatoria (o, en el caso del niño,
del culto religioso o del mundo del trabajo). Estos no son
borrados, sino que, gracias a la sustitución del ratón por el
ovillo, o del objeto sagrado por el juguete, son desactivados
y, de este modo, se los abre a un nuevo, posible uso.
Pero, ¿de qué uso se trata? ¿Cuál es, para el gato, el uso
posible del ovillo? Éste consiste en liberar un comportamiento
de su inscripción genética en una esfera determinada (la
actividad predatoria, la caza). El comportamiento así liberado reproduce e incluso imita las formas de la actividad de
que se ha emancipado, pero vaciándolas de su sentido y de
la relación obligada a un fin, las abre y dispone a un nuevo
uso. El juego con el ovillo es la liberación del ratón de su ser
presa y de la actividad predatoria de su necesario estar orientada
a la captura y la muerte del ratón: y, sin embargo, pone
en escena los mismos comportamientos que definían la caza.
La actividad resultante deviene, así, un medio puro, es decir
una praxis que, aun manteniendo tenazmente su naturaleza
de medio, se ha emancipado de su relación con un fin, ha
olvidado alegremente su objetivo y ahora puede exhibirse
como tal, como medio sin fin. La creación de un nuevo uso
es, así, posible para el hombre solamente desactivando un
viejo uso, volviéndolo inoperante.
La separación se lleva a cabo también, y sobre todo, en la
esfera del cuerpo, como represión y separación de determinadas
funciones fisiológicas. Una de éstas es la defecación,
que, en nuestra sociedad, es aislada y escondida a través de
una serie de dispositivos e interdictos (que tienen que ver
tanto con los comportamientos como con el lenguaje). ¿Qué
querría decir profanar la defecación? No ya reencontrar una
pretendida naturalidad, ni simplemente gozar de ello en forma
de trasgresión perversa (que es sin embargo mejor que
nada). Se trata, en cambio, de alcanzar arqueológicamente
la defecación como campo de tensiones polares entre la naturaleza y la cultura, lo privado y lo público, lo singular y lo
común. Es decir: aprender un nuevo uso de las heces, como
los niños intentaban hacerlo a su manera, antes de que intervinieran
la represión y la separación. Las formas de este
uso común podrán ser inventadas solamente de manera colectiva.
Como hizo notar una vez !talo Calvino, incluso las
heces son una producción humana como las otras, sólo que
de ellas no se ha hecho nunca una historia. Por eso, cada
intento del individuo de profanarlas sólo puede tener valor
paródico, como en la escena de la defecación alrededor de
una mesa en la película de Buñuel.
Las heces -está claro- son aquí solamente un símbolo de
aquello que ha sido separado y puede ser restituido al uso
común. ¿Pero es posible una sociedad sin separaciones? La
pregunta está, quizá, mal formulada. Ya que profanar no significa
simplemente abolir y eliminar las separaciones, sino
aprender a hacer de ellas un nuevo uso, a jugar con ellas. La
sociedad sin clases no es una sociedad que ha abolido y perdido
toda memoria de las diferencias de clase, sino una sociedad
que ha sabido desactivar los dispositivos para hacer
posible un nuevo uso, para transformarlos en medios puros.
Nada es, sin embargo, más frágil y precario que la esfera de
los medios puros. Aun e! juego, en nuestra sociedad, tiene un
carácter episódico, después de! cual la vida normal debe retomar
su curso (y e! gato, su caza). Y nadie sabe mejor que los
niños cuán atroz e inquietante puede ser un juguete, cuando e!
juego de! que formaba parte ha terminado. El instrumento de
liberación se convierte, entonces, en un torpe trozo de madera,
la muñeca sobre la cual la niña ha vertido su amor, en un gélido
y vergonzoso muñeco de cera, que un mago malvado puede
capturar y hechizar para servirse de él en contra de nosotros.
Este mago malvado es el gran sacerdote de la religión
capitalista. Si los dispositivos del culto capitalista son tan
eficaces, es porque actúan no sólo, y no tanto, sobre los
comportamientos primarios, como sobre los medios puros,
es decir sobre comportamientos que le han sido separados
de sí mismos y, de este modo, desligados de su relación
con un fin. En su fase extrema, el capitalismo no es más que
un gigantesco dispositivo de captura de los medios puros, es
decir de los comportamientos profanatorios. Los medios
puros, que representan la desactivación y la ruptura de cada
separación, son a su vez separados en una esfera especial. Un
ejemplo es el lenguaje. Ciertamente, el poder siempre ha
tratado de asegurarse el control de la comunicación social,
sirviéndose del lenguaje como medio para difundir la propia
ideología y para inducir a la obediencia voluntaria. Pero
hoy esta función instrumental -todavía eficaz en los márgenes
del sistema, cuando se verifican situaciones de peligro y
de excepción- ha dejado lugar a un procedimiento de control diferente, que, separándolo en la esfera espectacular,
inviste el lenguaje en su girar en el vacío, es decir en su posible
potencial profanatorio. Más esencial que la función de
propaganda, que concierne al lenguaje como instrumento
para un fin, es la captura y la neutralización del medio puro
por excelencia, es decir del lenguaje que se ha emancipado de
sus fines comunicativos y se dispone, así, para un nuevo uso.
Los dispositivos mediáticos tienen precisamente el objetivo
de neuttalizat este poder profanatorio del lenguaje como
medio puro, de impedir que abra la posibilidad de un nuevo
uso, de una nueva experiencia de la palabra. Ya la iglesia, después
de los dos primeros siglos de esperanza y espera, había
concebido su función como dirigida esencialmente a neutralizar
la nueva experiencia de la palabra que Pablo, poniéndola
en el centro del anuncio mesiánico, había denominado
pístis, fe. Del mismo modo, en el sistema de la religión
espectacular, el medio puro, suspendido y exhibido en
la esfera mediática, expone el propio vado, dice solamente
su propia nada, como si ningún nuevo uso fuera posible, como
si ninguna otra experiencia de la palabra fuera ya posible.
Esta nulificación de los medios puros es evidente en el
dispositivo que más que ningún otro parece haber realizado
el sueño capitalista de la producción de un Improfanable. Se
trata de la pornografía. Quien tiene alguna familiaridad con
la historia de la fotografía erótica sabe que, en sus comienzos,
las modelos ostentan una expresión romántica y casi soñadora,
como si el objetivo las hubiera sorprendido, no visto,
en la intimidad de su boudoir. A veces, perezosamente
rumbadas sobre un canapé, fingen dormir o hasta leer, como
en cierras desnudos de Braquehais y de Camille de Olivier;
otras veces, el fotógrafo indiscreto las ha sorprendido justo
mientras, solas consigo mismas, están mirándose en el espejo
(es la puesta en escena preferida por Auguste Belloc). Pronto,
no obstante, de la mano de la absolutización capitalista
de la mercancía y el valor de cambio, su expresión se transforma
y se vuelve atrevida, las poses se complican y se mueven,
como si las modelos exageraran intencionalmente la indecencia,
exhibiendo, de este modo, su conciencia de estar
expuestas al objetivo. Pero es recién en nuestra época que este
proceso alcanza su estadio extremo. Los historiadores del cine
registran como una novedad desconcertante la secuencia de
Monika (1952), en la cual la protagonista Harriett Andersson
mantiene de manera imprevista la mirada fija por algunos
segundos en el objetivo ("aquí por primera vez en la historia
del cine", comentará retrospectivamente el director, Ingmar
Bergman, "se establece un contacto descarado y directo con
el espectador"). Desde entonces, la pornografía ha vuelto
ciertamente banal el procedimiento: las pornostars, en el acto
mismo de practicar sus caricias más íntimas, miran ahora resueltamente
al objetivo, mostrando que están más interesadas
en el espectador que en sus partners.
De este modo se realiza plenamente el principio que
Benjamin había ya enunciado en 1936, mientras escribía el ensayo
sobre Fuchs, es decir que "aquello que en estas imágenes
funciona como estímulo sexual, no es tanto la visión de la desnudez,
como la idea de la exhibición del cuerpo desnudo delante
del objetivo". Un año antes, para caracterizar la transformación
que sufre la obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica, Benjamin creó el concepto de "valor de exposición"
(Ausstellungswert). Nada mejor que este concepto podría
caracterizar
la nueva condición de los objetos y hasta del cuerpo humano
en la edad del capitalismo realizado. En la oposición
marxista entre valor de uso y valor de cambio, el valor de exposición
insinúa un tercer término, que no se deja reducir a los dos
primeros. No es valor de uso, porque lo que está expuesto es,
en tanto tal, sustraído a la esfera del uso; no es valor de cambio,
porque no mide en modo alguno una fuerza de trabajo.
Pero es quizás sólo en la esfera del rostro humano que el mecanismo de! valor de exposición encuentra su lugar propio.
Es una experiencia común que el rostro de una mujer que se
siente mirada se vuelve inexpresivo. La conciencia de estar expuesta
a la mirada hace, así, el vacío en la conciencia y actúa
como un potente disgregador de los procesos expresivos que
animan generalmente el rostro. Es la indiferencia descarada lo
que las mannequins, las pornostars y las otras profesionales de la
exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver
otra cosa que un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía).
De este modo el rostro se carga hasta estallar de valor de
exposición. Pero precisamente por esta nulificación de la expresividad,
el erotismo penetra allí donde no podría tener lugar:
en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está
siempre ya desnudo. Exhibido como puro medio más allá
de roda expresividad concreta, se vuelve disponible para un
nuevo uso, para una nueva forma de comunicación erótica.
Una pornostar, que hace pasar sus prestaciones por
perfórmances artísticas, ha llevado recientemente al extremo
este procedimiento. Se hace fotografiar en el acto de cumplir
o padecer los actos más obscenos, pero siempre de modo
que su rostro sea bien visible en primer plano. Y en vez de
simular, según la convención de! género, el placer, ella afecta
y exhibe -como los mannequins- la más absoluta indiferencia,
la más estoica ataraxia. ¿A quién es indiferente Chloe
Des Lyces? A su partner, ciertamente. Pero también a los
espectadores, que se enteran con sorpresa que la estrella,
incluso sabiendo perfectamente que está expuesta a la mirada,
no tiene con ellos la más mínima complicidad. Su
rostro impasible despedaza así toda relación entre la vivencia
y la esfera expresiva, ya no expresa nada, pero se deja ver
como lugar inexpresado de la expresión, como puro medio.
Es este potencial profanatorio lo que el dispositivo de la
pornografía quiere neutralizar. Lo que es capturado en ella es la
capacidad humana de hacer girar en el vacío los comportamientos
eróticos, de profanarlos, separándolos de su fin inmediato.
Pero mientras ellos se abrían, de este modo, a un posible uso
diferente, que concernía no tanto al placer del partner, como a
un nuevo uso colectivo de la sexualidad, la pornografía interviene
en este punto para bloquear y desviar la intención
profanatoria. El consumo solitario y desesperado de la imagen
pornográfica sustituye, así, a la promesa de un nuevo uso.
Todo dispositivo de poder es siempre doble: él resulta,
por un lado, de un comportamiento individual de subjetivación
y, por el otro, de su captura en una esfera separada. El
comportamiento individual en sí no tiene, a menudo, nada
censurable y puede expresar más bien un intento liberatorio;
es reprobable eventualmente -cuando no ha sido constreñido
por las circunstancias o por la fuerza- solamente su haberse
dejado capturar por el dispositivo. Ni el gesto descarado
de la pornostar, ni el rostro impasible de la mannequin
son, como tales, reprochables: son infames, en cambio -políticamente
y moralmente- el dispositivo pornografía, el dispositivo
desfile de moda, que los han apartado de su posible uso.
Lo Improfanable de la pornografía -todo improfanable- se
funda sobre la detención y sobre la distracción de una intención
auténticamente profanatoria. Por esto es necesario
arrancarles a los dispositivos -a cada dispositivo- la posibilidad
de uso que ellos han capturado. La profanación de lo
improfanable es la tarea política de la generación que viene.
Notas
I [N. de T.} Exta, Mrum: entrañas, intestinos.
2 [N. de T.] En italiano, "rileggere". El autor hace aquí un juego con
"relegere".
3 [N. de T.] Sans tréve et sans merci: sin tregua y sin respiro.
En Profanaciones
Traducción de Flavia Cosra y Edgardo Casrro
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005.
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