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11.59
LA ESTETIZACION DIFUSA DE LAS SOCIEDADES ACTUALES
Y LA MUERTE TECNOLOGICA DEL ARTE José Luis Brea
Acaso sea difícil encontrar un rasgo de identificación más
claro de las transformaciones de nuestro tiempo que el que ha sido descrito
como una "estetización" del mundo contemporáneo. Sea cual
sea el pronunciamiento que sobre el acontecimiento de este fenómeno
lleguemos a hacer, parece inevitable remitir su origen a la expansión
de las industrias audiovisuales massmediáticas y la iconización
exhaustiva del mundo contemporáneo, ligada a la progresión
de las industrias de la imagen, el diseño o la publicidad.
Haríamos mal, en todo caso, en tomar este fenómeno -entendido
como el de una más o menos inocua "estetización difusa de
los mundos de vida"- en términos puramente superficiales, como si
no conllevara consecuencias fundamentales sobre las formas de nuestra experiencia
-y aún sobre la propia constitución efectiva de los mundos
de vida, sobre la misma constitución del darse epocal del ser, de
lo real. Al contrario, las consecuencias de ese proceso son transcendentales,
y muy particularmente para la esfera de la experiencia estética,
artística.
La referencia a la "estetización de las sociedades actuales" designa
en efecto "el tránsito de rasgos de la experiencia estética
a la experiencia extra-estética, al mundo de vida, a aquella que
es definida tout court como la realidad, contrapuesta de
esta manera al mundo de la belleza y el arte" (Salizzoni).
La posición más extremada en cuanto a esta problemática
considera que ese proceso de "estetización" está ya plenamente
cumplido -dando por hecho entonces que "el propio modelo de experiencia
está caracterizado estéticamente", e incluso que "la propia
realidad en sus estructuras profundas se convierte en múltiple juego
estético", corroborando de esa forma las tesis de una ontologización
débil de nuestro presente epocal.
No sería sólo entonces que nuestra forma de experimentar
lo real sería una forma debilitada -una forma estetizada, ficcional,
narrativizada- sino que lo real mismo se daría para el hombre contemporáneo
bajo la prefiguración de unas estructuras ontológicas débiles,
difusas. Que el ser mismo, en efecto, se daría en términos
de plasticidad, dúctiles, sin imponérsenos en forma alguna.
Lo real mismo no sería sino el cristalizarse de las interpretaciones,
y cualquier concepción fuerte del ser -como algo que desde la exterioridad
se impone al sujeto- quedaría bajo esa perspectiva en nuestro tiempo
desautorizada.
Durante mucho tiempo quiso hacerse una lectura positiva y optimista de
esta situación -desde las posiciones tanto del pensamiento débil,
como desde las del primer postmodernismo, desde por ejemplo la afirmación
"transestética" baudrillardiana. Sin embargo, muy pronto ha podido
reconocerse -incluso desde estas propias posiciones- que en ellas no se
expresa sino aquella "culminación de la metafísica" que supondría,
sin más, la pura realización de su forma tecnológica.
Este mundo "estetizado" y débilmente definido, carente de consistencia
alguna en la que asentar algún principio firme de valoración
de las prácticas -tanto estéticas como éticas, y aún
especulativas- es el mundo postmoderno, el mundo de la posthistoria, un
mundo en el que el hombre habría perdido ya cualquier posibilidad
de establecer su propio proyecto por encima de la determinación
del complejo de la tecnociencia, en el que la engañosa seducción
del "todo vale" habría arrojado al hombre a los brazos inclementes
de la única determinación cuyo potencial se mantendría
intacto: el de la propia racionalidad instrumental del tejido económico-productivo.
El "cristalizarse de las interpretaciones" que modularía la forma
contemporánea del darse lo real para el hombre, en efecto, resultaría
entonces de la propia mediación que de su choque y entrecruce consentiría
-o promovería- el exhaustivo desarrollo contemporáneo de
una potentísima industria de la comunicación, crecida al
amparo y la sombra de los nuevos e impresionantes hallazgos tecnológicos.
En ese contexto, las consecuencias para cualquier tentativa de elaborar
principios de valoración ética -incluso política-,
y consecuentemente programas de actuación moral, son tremendamente
graves. Todo el debate contemporáneo entre, por ejemplo, el nuevo
comunitarismo y el pensamiento neoliberal, se hace en efecto eco de ellas.
Los presupuestos de tal pensamiento neoliberal no son otros que precisamente
esa misma indecidibilidad entre las múltiples interpretaciones posibles,
la fatalidad inexorable del pluralismo y la fragmentación de las
formas de la experiencia resultante de la estetización contemporánea
de los discursos. Como en efecto ha escrito Michael Walzer -y cito a uno
de los autores seguramente menos sospechosos de neoconservadurismo- "si,
dada la efectiva fragmentación de nuestras formas de experiencia,
difícilmente podremos llegar a consensuar un modelo de lo que consideramos
la "vida buena", ¿por qué no aceptar, según la moda
neoliberal estándar, la prioridad de la justicia procedimental sobre
cualquier concepción sustantiva del bien?"
Es sabido, en todo caso, que los teóricos de la ética -y,
al hilo de su hallazgo, también los nuevos teóricos de la
política- han acertado a encontrar en la Teoría de la
Justicia de John Rawls un punto sólido sobre el que edificar
una teoría procedimental de la justicia -que comporta a la vez interesantes
aspectos sustantivos, fundamentos válidos desde los que redefinir
todo un horizonte renovado de expectativas morales, éticas. Que
esos horizontes son allí definidos poco menos que en términos
de mínimos, en cualquier caso, es algo que no podemos olvidar -para
no creer que hacemos otra cosa que "de necesidad virtud". Como el propio
Walzer sugiere, en efecto, "si realmente somos una comunidad de extranjeros
[-si dicho de otra manera, nada nos permite elevarnos por encima del puro
entrechoque de intereses e interpretaciones incomponibles, irresolubles
por proceso alguno-] entonces ¿cómo podríamos hacer
otra cosa que poner a la justicia en primer término?".
¿Cómo, en efecto? O cómo -y quizás esta segunda
podría ser todavía mejor pregunta, y es ciertamente en ella
donde se empeñan todas las nuevas concepciones progresistas de lo
político- podríamos lograr que la promesa de una justicia
realizada exclusivamente en términos procedimentales -y no sustantivos-,
en términos de pura tecnología social, nos ofreciera todavía
alguna perspectiva sobre aquella otra promesa, la promesa de una felicidad
vinculada al sueño de la emancipación universal de la especie
humana. ¿Cómo?
Acaso en la sugerencia de Rorty de un espontáneo surgir de la solidaridad
en la experiencia de la contingencia, nutrida por el desbaratamiento ironista
de cualesquiera aspiraciones a la verdad absoluta, latería alguna
esperanza. Pero sería ciertamente una esperanza pequeña,
el "poco de esperanza" que parecería convenir a estos tiempos de
"poco de realidad". Acaso esa "esperanza, mucha esperanza, infinita esperanza
-pero no para nosotros" de que hablaba Kafka.
Pero volvamos rápidamente al terreno del arte y de la experiencia
estética. Si muy graves deberemos considerar las consecuencias de
este proceso de "estetización" difusa del mundo contemporáneo
sobre la forma general de la experiencia, y consecuentemente sobre la de
la experiencia cognitiva y todo el sistema de los procesos de legitimación
de las disciplinas, tanto especulativas como prácticas, cuánto
mayor no habrá de ser su impacto sobre la propia esfera de la experiencia
estética -y aún sobre la propia de la práctica artística,
creadora.
Para algunos autores -Bubner es seguramente el que ha planteado de manera
más clara y radical esta cuestión- ese proceso de "estetización
generalizada de la experiencia" deja por completo desahuciada, sin rasgos
distintivos propios, y en última instancia sin función social
efectiva alguna, a la misma experiencia de lo estético, de la obra
de arte, toda vez que para él, "la obra de arte ha alcanzado definitivamente
su ocaso: en este ocaso la función de exoneración
característica de la obra de arte pasa de la constelación
de la obra producida a la nebulosa pulverizada de las actitudes y de las
condiciones de lo cotidiano, ellas mismas primariamente estéticas
y exonerantes frente a la incontrolable complejidad del mundo de la técnica".
Si en efecto la forma general de la experiencia se hubiera estetizado por
completo, qué sentido o qué función en las sociedades
contemporáneas podría quedarle a lo artístico, a la
propia experiencia estética -como no fuera, quizás, la función
legitimante de dicho proceso, la de ofrecer un fondo último de garantía,
casi a título póstumo, de que el proceso de estetización
generalizada de la experiencia asegura -en su entregarnos a la desorientación
profunda de un "mundo sin verdad"- una vida noble, una vida del espíritu.
Bajo esa perspectiva -una perspectiva para la que la estetización
global de los mundos de vida contemporáneos hace que lo artístico
pierda su lugar propio, separado- ocurre con lo artístico aquello
que en un tiempo se decía a propósito del sexo o de lo político:
que está ya en todas partes -menos en el sexo o en lo político
mismo. Otro tanto podría decirse del arte y la experiencia artística:
que está ya en todas partes, menos en el propio arte. Si la forma
generalizada de la experiencia está caracterizada estéticamente,
en efecto, si el hombre contemporáneo está condenado a experimentar
su misma vida cotidiana en términos puramente ficcionales y estéticos,
entonces el lugar y la función del arte y su experiencia se habría
desvanecido, disuelto en el total completo de las formas en que el hombre
experimenta su existir.
Dicho de otra forma: si, en efecto, consideramos plenamente cumplido este
proceso de estetización de las sociedades contemporáneas
y las formas de la experiencia, el propio lugar de la obra de arte -y de
la experiencia artística- quedaría entonces en profundidad
cuestionado, y podría proclamarse su "definitiva inactualidad",
en el acontecimiento irreparable de la tanto tiempo anunciada "muerte del
arte". Siendo así que entonces nos habríamos de enfrentar
a un horizonte en el que la propia actividad creadora se vería confrontada
al más radical de los desafíos, el de su propia desaparición:
en última instancia la de su propio sentido y función en
las sociedades contemporáneas.
Como hombres de este final de milenio, vivimos en cierta forma aquélla
única justificación estética de la existencia que
proclamara Nietzsche. Nuestra relación con los discursos, con las
formas de vida, con los programas éticos, con las teorías
y los paradigmas críticos o científicos, todas ellas aparecen
prefiguradas por la forma de la experiencia estética. El mismo sistema
de los objetos se ha poblado, hasta la saturación, de elementos
estetizados, de formas moduladas hasta la saciedad por el interés
estético. Otro tanto podríamos decir de las formas de la
comunicación: sea cual sea su objetivo último, preside en
ellas una formalización estetizada. Por debajo de cualesquiera objetivos
últimos motivadores de su actuar, el hombre se imagina a sí
mismo disfrutando de sus bienes y relaciones -del poder adquisitivo que
le ofrece su dinero, su posición social, su poder- sólo si
consigue realizarlo en forma "estética". Sea cual sea su construcción
de personaje, su autoproducción de subjetividad, ésta sólo
puede aparecérsele satisfactoria al hombre contemporáneo
si logra resolverla de forma estética.
Esa definición generalizada de la experiencia y los mundos de vida
en términos estetizados deja en realidad sin función a la
propia experiencia del arte, y aún a la propia obra producida, como
tal. En el sistema de los objetos, el existir separado de un cierto "sector"
de los artísticos empieza ya a carecer por completo de lógica,
como también empieza a faltarle fundamento distintivo al propio
existir separado de una forma de experiencia artística, ya que el
hombre contemporáneo procura vivir, y creer que vive, la totalidad
de su existencia bajo la prefiguración de una forma estetizada.
La consecuencia última del contemporáneo "florecimiento"
de lo estético posee entonces e inevitablemente un signo contradictorio,
paradojal. Para que la estetización difusa, generalizada, de las
formas de la experiencia y los mundos de vida pueda culminarse, debe simultáneamente
cumplirse la disolución del existir separado de lo propiamente artístico.
En efecto, una estetización completa de la existencia sólo
podría cumplirse en el reconocimiento de la "definitiva inactualidad"
del arte, en el reconocimiento de su muerte como ya cumplida. En la era
del fin de la metafísica, en la era de su culminación en
la forma tecnológica, en la era que Heidegger llamaba del fin de
la imagen del mundo, en efecto, el arte ha de volver a aparecérsenos
como "cosa del pasado".
La pregunta es, ahora, si este realizarse actual de una muerte definitiva
del arte, como disolución de su existir separado -supone a la postre
el triunfo, o al contrario, la caída, del propio proyecto de la
vanguardia. Pues no debemos olvidar que el objetivo de autodisolución
del arte en los mundos de vida ha sido, en efecto, una constante de definición
programática del trabajo del arte en el horizonte de la vanguardia.
Pensemos por ejemplo en el programa situacionista. ¿Reconocería
Guy Debord en esta disolución contemporánea del existir separado
del arte, en esta contemporánea "muerte tecnológica" del
arte -un cumplimiento válido de sus objetivos programáticos?
Dicho de otra manera: ¿supone la contemporánea "muerte del
arte" que se expresa en los términos de una estetización
generalizada de los mundos de vida y las formas de la experiencia -un triunfo,
o más bien el definitivo fracaso del programa de las vanguardias?
La propia reflexión de Guy Debord, en su crítica de las sociedades
del espectáculo, aporta importantísimos materiales para ayudarnos
a responder esta pregunta. A su luz es fácil reconocer que este
proceso -presuntamente cumplido- de estetización difusa de las sociedades
contemporáneas no supone en absoluto la disolución de su
existir separado, autónomo, sino antes bien al contrario la consagración
de ese existir separado en una forma exhaustivamente institucionalizada
-la forma propia de la contemporánea institución-Arte. Forma
institucionalizada que, ella sí, quedaría disuelta en una
lógica más amplia: la lógica misma del espectáculo
que, entregada a los requerimientos de una industria del entretenimiento
orientada al consumo de masas, sólo supone la plena absorción
en ella de ese existir separado del arte.
Tanto para servir de aval a un proceso generalizado de estetización
difusa de las formas de la experiencia y los mundos de vida como para asegurar
el existir separado de la institución-Arte en el seno mismo de la
industria del entretenimiento y el espectáculo, la función
que se consiente al arte no representa sino su radical fracaso. Pues en
efecto, cualesquiera de los objetivos emancipatorios asociados a aquel
programa de "muerte del arte" -de autodisolución de su existir separado-
que caracterizaba el activismo de la vanguardia quedan ahora radicalmente
incumplidos: tanto el objetivo de una auténtica intensificación
de las formas de la experiencia como el de una reapropiación plena
de ésta por parte del sujeto.
Tal y como sugiere Vattimo, en efecto, la "muerte del arte" que se cumple
en el efecto de estetización difusa de las sociedades de la información
supone algo así como la mera consagración de su versión
tecnológica, descargando entonces a su figura de cualquier significación
utópica, emancipatoria. Para que ésta lograra cumplirse,
en efecto, habría de producirse asociada a un programa global de
extinción de la división del trabajo.
Sólo en tal contexto -un contexto que a la vanguardia le fue dado
imaginar, en tanto su proyecto acertó a vincularse a uno más
amplio de transformación general de los mundos de vida, de las formas
de organización de lo social y de las mismas relaciones de producción-
esa versión utópica de la muerte del arte pudo ser concebida
y desarrollada. En el de las sociedades actuales, en cambio, su forma contemporánea
de disolución no supone otra cosa que una claudicación, su
resignación a darse en los términos establecidos por unas
crecientemente poderosas industrias del espectáculo y el entretenimiento,
bajo cuyos dictados se estructura contemporáneamente la propia lógica
de la institución-Arte. Una lógica cuyo enorme potencial
de absorción desactiva cualquier gesto de resistencia, cualquier
tensión crítica, convirtiendo toda la retórica vanguardista
de la autonegación en justamente eso, una mera retórica,
una falsa apariencia requerida por el juego de los intereses creados, la
falsa apariencia del choque y la novedad que los propios intereses de renovación
periódica de los estándares dominantes en el mercado institucionalizado
del arte reclaman.
Haríamos bien entonces en desenmascarar el presunto cumplimiento
de ningún proceso real, profundo, de estetización de las
formas de experiencia, haríamos bien en denunciarlo como un proceso
de estetización banal, que no conlleva resultado emancipatorio alguno,
que no supone intensificación o reapropiación real de las
formas de la experiencia, que no redunda en beneficio de ninguna auténtica
"vida del espíritu". Haríamos bien entonces, también,
seguramente, en extender y proclamar nuestras sospechas contra la expansión
y el crecimiento exhaustivo de las formas de la institución-Arte
en las sociedades contemporáneas, tanto más cuanto que ellas
crecen indisimuladamente asociadas a los intereses de las industrias de
la cultura de masas, el espectáculo y el entretenimiento. Tanto
más cuanto que la presunta proliferación y multiplicación
de instancias legitimadoras y agentes interpretativos contribuye menos
a una auténtica proliferación de las interpretaciones diferenciales,
al disentimiento, que al establecimiento clausurado de una opinión
dominante, a la pura y mera producción de consenso, producción
de masa.
Debemos defender entonces que el fenómeno de estetización
señala no tanto un proceso acabado y cumplido, cuanto la criticidad
de un tránsito que comporta tanto enormes posibilidades emancipatorias
para la humanidad cuanto un no menos enorme riesgo. Un fenómeno
que ciertamente podría suponer -como quiere Vattimo- un "proceso
de enriquecimiento de la realidad" que anunciaría una "época
en la cual las relaciones se den en una relación de libre y dialógica
multiplicidad". Pero también justamente lo contrario: el absoluto
certificado de defunción de cualquier posibilidad de pensar el valor
moral, ético, en términos sustantivos, la definitiva consagración
de una forma de pensar la cultura y sus realizaciones tan sólo como
pura coartada y aval de un programa que esconde -en la carta marcada de
su defensa del "pluralismo insuperable de los intereses y las interpretaciones"
y en su afirmación de la fragmentación de las formas de la
experiencia- su mejor estrategia para amparar y asegurar los privilegios
de dominación de quienes los ostentan, para amparar y asegurar en
última instancia la mera supervivencia del status quo, la
segura continuidad estructural de lo establecido.
Podríamos entonces afirmar aún que en esta versión
tecnológica de la estetización difusa del mundo contemporáneo
se anuncia todavía un cierto horizonte de redención: aquél
para el que imaginar una época "en la cual las relaciones se den
en una relación de libre y dialógica multiplicidad" -según
la referida fantasía emancipatoria que Vattimo plantea en su definición
de una "ética de la interpretación"- podría suponer
todavía un potencial de subversión de los existentes órdenes
efectivos de dominación del hombre por el hombre. Pero también,
y a la vez, lo más contrario, el más extremo peligro. Podemos
en efecto reconocer en el fenómeno contemporáneo de estetización
de la experiencia el proceso mediante el que esa existencia de órdenes
efectivos de dominación puede asegurar su absoluta irrebasabilidad:
allí donde éste invoca el carácter de insuperable
del juego de las interpretaciones, sólo para precisamente legitimar
el mantenimiento de las estructuras existentes de dominación.
Sea como sea -y una vez defendido que no nos encontramos ya frente a un
destino cumplido y sellado, como querría que creyéramos el
ya dominante pensamiento único- la cuestión para el
artista actual ha de plantearse en los siguientes términos: cómo
intervenir en el curso de los procesos de construcción social del
conocimiento artístico de tal manera que éste no pueda ser
instrumentado en beneficio y cobertura de los intereses del nuevo capitalismo
avanzado -cuya estrategia cultural no es, como a veces ha querido decirse,
la homologación cultural: sino, justamente al contrario, la proclamación
del pleno cumplimiento del proceso de estetización de los discursos
y las formas de vida en su versión tecnológica, y la afirmación
taxativa de lo irrebasable del "pluralismo interpretativo" como coartada
para denegar cualesquiera otros valores que los de su puro contraste en
el plano del mercado, del supuestamente "libre mercado".
Toda la lectura deformada que instrumenta la proclamación cumplida
de un supuesto proceso de estetización pensado en términos
inocuos -tremendamente banales e insatisfactorios si se consideran en relación
al orden de promesas tanto tiempo mantenido desde el orden de la experiencia
artística- se apoya en un flagrante equívoco. Un equívoco
que tiene su piedra angular en la atribución a esa misma experiencia
de un carácter principalmente exonerante, situando en ello
su rasgo propio, diferencial, atribución cuya defensa se debe, como
es sabido, sobre todo al pensamiento de Arnold Gehlen.
Sólo si este rasgo es entendido -como lo hace Bubner, más
aún que el propio Gehlen- en términos de mera "descarga"
o "compensación", como una ocasión de mero descanso frente
a la fatiga producida por un mundo definido exhaustivamente en los términos
del complejo tecnocientífico, puede considerarse en alguna medida
cumplido un proceso de estetización generalizada de la experiencia
en la absorción por ésta de rasgos propios de la artística
-de ese rasgo propio así concebido en concreto.
Pensemos en cambio ese carácter exonerante no en términos
de "descanso" sino en los términos de una auténtica resistencia,
en términos deconstructivos. Bajo ese punto de vista, lo verdaderamente
propio de la obra de arte contemporánea no es el ofrecerse como
mero "oasis" de relax frente a una vida sometida a la necesidad del cálculo,
a la presión de la racionalidad instrumental que domina su organización
"ordinaria". Pensar así la obra de arte es pensarla como si ella
perteneciera todavía al "dimanche de la vie" -concepción
que sólo valdría para caracterizar una cierta experiencia
"dominguera" del arte, una concepción para la que su absorción
por parte de las industrias del ocio y el entretenimiento habrá
de aparecerse naturalmente fácil.
El propio pensamiento de Arnold Gehlen, en su caracterización conceptualista
del arte contemporáneo, aporta instrumentos para entender este
carácter exonerante no en tales términos, sino en los de
única auténtica resistencia, una auténtica presión
ejercida para cuestionar radicalmente las presuposiciones en base a las
que se estructura el orden logocéntrico de la representación.
El arte contemporáneo no habría tenido nunca, en efecto,
la pretensión de ofrecer ornamento, distracción o entretenimiento.
Sino más bien al contrario la de denunciar de modo radical las insuficiencias
del mundo que vivimos. Menos la de avalar un orden de la representación
que la de precisamente cuestionarlo, menos la de ofrecerle al hombre contemporáneo
un sillón cómodo en que olvidarse por un momento de sus preocupaciones,
que la de oponerle un espejo muy poco complaciente que le obligue a enfrentar
sus insuficiencias, a reconocer sus más dolorosas contradicciones.
El arte, en efecto, no es tanto oasis de paz como enardecido canto de guerra.
Canto de guerra tanto más eficiente cuanto que, por darse su requerimiento
de la interpretación y el comentario desde el propio seno de lo
visual ostenta un poder propio y específico precisamente frente
al "total condicionamiento -de nuevo Salizzoni- de la experiencia por parte
de los media audiovisuales".
Si observamos bajo esta perspectiva el arte producido en los años
noventa veremos cómo en él, en efecto, no tanto se presta
aval a la definición de las nuevas sociedades del capitalismo avanzado
cuanto, al contrario, se insiste en señalar sus insuficiencias,
en hacer su crítica radical. Todo el arte multicultural y de la
corrección política es, por ejemplo, reivindicación
de una identidad diferencial que reclama su reconocimiento frente a una
concepción universalista del sujeto -diseñada bajo la prefiguración
de un interés etnocéntrico, y aún posiblemente falocéntrico.
La referencia constante al cuerpo es testimonio dolido, antes que nada,
precisamente de su extravío, de la dificultad de habitarlo que comporta
un modelo insuficiente de concebir la subjetividad en relación a
él. Todo el nuevo arte experiencial y narrativo es denuncia de la
pobreza de experiencia que caracteriza una vida organizada bajo la presión
despótica del nuevo orden comunicativo. E incluso toda la contemporánea
indagación en las posibilidades de la utilización de nuevas
tecnologías es búsqueda de instrumentos que permitan desarrollar
esas nuevas formas de narración en las que el sujeto de experiencia
pueda encontrarse con aquello que Benjamin llamaba "el lado épico
de la verdad", la emergencia de lo extraordinario.
Enfrentemos ahora un último equívoco. Aquél que ha
consentido que el constituirse el arte como crítica logocéntrica
de la representación -como crítica de las pretensiones de
estabilidad de cualquier economía de la significancia-, y por tanto
como "máquina de multiplicación de las interpretaciones",
haya sido puesto al servicio de una afirmación falsamente "pluralista"
según la cual, y en el marco de una presunta "estética débil",
"todo vale". Ese "todo vale", que defiende un inocuo y débil pluralismo
-fácilmente convertido en coartada del nuevo liberalismo-, ignora
como poco que hay una cierta perspectiva que en arte, cuando menos, "vale
más". Aquella que es capaz de reconocer en él una última
máquina de guerra, la instancia máximamente crítica
frente a un mundo organizado desde las presuposiciones de estabilidad de
la economía de la representación.
Tanto más vale el arte cuanto más cuestiona esas presuposiciones.
Reconocer que en ello el arte opera como máquina de proliferación
de las interpretaciones es algo bien distinto a defender que todas ellas
valgan por igual. Cuando menos, puede asignarse un mayor valor a aquella
que sirve más a su proliferación -a la multiplicación
de las interpretaciones- frente a aquella que se limita a ofrecer una tan
solo: mayor valor a aquél arte que todavía hoy se manifiesta
como radical crítica de la representación que a aquél
que, en cambio, se limita a hacer mero ejercicio de ésta. Más
valor a aquél arte que todavía se atreve a hablar el lenguaje
de la autorresistencia que a aquél que, complaciente con las transformaciones
en curso, se entrega -convertido entonces en apenas ocasión de ornamento,
ocio y entretenimiento- a ociosamente disfrutar la deshonrosa paz del vencido.
A aquél que, situándose en la afirmación de su propio
ocaso, habla sin pudor el lenguaje de su autorresistencia, para, desde
él, decir la insuficiencia -la profunda crisis- del sistema mismo
que le acoge, para enunciar en ese su autoproclamado final la necesidad
política de trabajar por el rebasamiento radical del mismo ciclo
civilizatorio que le produce y desactiva.
Es cierto que reconocer la presencia de este impulso mantenido de vocación
crítica requiere del espectador el esfuerzo añadido de atisbar
por entre las escasas grietas que un sistema exhaustivamente institucionalizado
pueda dejar abiertas -pues es en esas mismas grietas donde ese darse radical
de otra función del arte que una de mero "descanso" o entretenimiento
pueda darse.
Pero ello no ha de extrañarnos. Poco en efecto podríamos
esperar de aquello que puede conseguirse sin esfuerzo alguno -y el arte
auténtico, mal que pueda ello contradecir la versión de la
institución que lo domestica, no se ofrece así, como mera
distracción o como mero ornamento. Como hace ahora ya más
de tres siglos escribiera Spinoza: "en efecto: si la salvación estuviera
al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo
podría suceder que casi todos la desdeñen? Todo lo excelso
es tan difícil como raro". Menospreciar esa dificultad, cuando hablamos
de arte contemporáneo, resultaría un grave error.