Por Fernando Checa
Naciones y ciudades
El mismo devenir temporal de la historia del arte, considerado desde el
desarrollo de la propia actividad artística, plantea uno de los mayores
problemas que tienen que resolver los grandes museos. Desde el siglo
XIX, y a lo largo del XX y el XXI, estos museos e instituciones
culturales han ido aportando diversas soluciones al tema de los
sucesivos «artes contemporáneos», proponiendo distintos «cortes
temporales» según el caso correspondiente: ¿dónde empezar
cronológicamente un museo? Y, más aún, ¿dónde terminarlo?
París contó, a partir de 1947, instalado en el Palais de Tokyo, con un
así llamado Musée National d’Art Moderne de gran importancia, que sería
trasladado treinta años después (1977) al famoso Centre Pompidou. Aunque
este centro alberga otras funciones e instituciones, es el museo el
elemento que daba razón de ser al nuevo y polémico lugar, ya que se
trata de la segunda gran colección de arte del siglo XX a nivel mundial,
sólo precedida, precisamente, por el MoMA neoyorquino. Pasaron, por
tanto, nueve años (recordemos que el Musée d’Orsay abriría sus puertas
en 1986), llenos de discusiones y polémicas, hasta que se completó y se
dio un sentido histórico a las colecciones estatales francesas con la
sucesión Louvre-Orsay-Pompidou, separando, como vemos, el arte de
mediados del siglo XIX y de su segunda mitad tanto del arte anterior
como del específicamente ligado a las vanguardias históricas. Se
reconocía así el carácter peculiar de la producción artística entre,
digamos, Ingres –del que se exponen obras tanto en el Louvre como en
Orsay– y la pintura simbolista, punto final del recorrido en este último
museo.
Hemos de tener en cuenta, por otra parte, que la pintura y escultura
francesas del siglo XIX, en su magnífica continuidad de nombres, desde
David, Géricault, Delacroix, Manet y los impresionistas hasta Courbet,
Daumier y los realistas, constituye el canon (en mucho mayor medida,
incluso, que el arte alemán, único con el que podría compararse) de la
interpretación historiográfica y «vanguardista» del devenir artístico al
que acaba de hacerse referencia. De ahí no sólo la importancia en sí
misma de la operación del Musée d’Orsay sino, simplemente, la
posibilidad de realizarla de una manera brillante, algo que no es
posible llevar a cabo de igual manera en ningún otro país, excepción
hecha, quizá, de Alemania.
El caso de otros lugares, como Berlín o Múnich, es, hasta cierto punto,
similar. En la primera de estas dos ciudades está erigiéndose dentro de
la llamada Isla de los Museos (Museuminsel) uno de los escenarios
museísticos más espectaculares de Europa. Ello no se refiere tan solo a
su historia anterior a la Segunda Guerra Mundial, con operaciones tan
brillantes como la construcción del Altes Museum de Schinkel, abierto en
1830, el Neues Museum, obra de Friedrich August Stüler, de 1859,
reabierto como Ägyptisches Museum en 2009 con un proyecto de David
Chipperfield, el Bode-Museum, que abrió sus puertas en 1904 como
Kaiser-Friedrich-Museum, o el Pergamonmuseum, de 1930; pensamos también
en la intención, planteada desde la reunificación de 1989, de
representar en un espacio urbano fácilmente abarcable la práctica
totalidad de la Historia del Arte.
Lo que nos interesa señalar a este respecto es que, incluso sin la
presencia en Berlín, al menos hasta la actualidad, de colecciones de
arte del siglo XX de verdadera relevancia, el arte del siglo XIX posee
una magnífica presencia, tanto desde el punto de vista de la
musealización como de la propia importancia de la colección situada en
la Alte Nationalgalerie, que abrió sus renovadas instalaciones en 2001
con una colección centrada en el siglo XIX tras la recuperación del
edificio construido en 1876 por Friedrich August Stüler, que había
quedado semidestruido en la Segunda Guerra Mundial.
El resumen de la historia de este museo no puede ser más interesante. A
pesar de varias tentativas a lo largo de la primera mitad del siglo
XIX, su fundación no fue posible hasta la donación en 1861, por parte
del banquero Johann Heinrich Wagener, de 262 pinturas, fundamentalmente
de pintores alemanes del siglo XIX, pero también de artistas franceses
de esta época. Aunque en primer lugar se expuso en la Academia de Bellas
Artes, acabó acogida en el edificio de Stüler, concebido como un
grandioso templo romano. La colección Wagener forma el núcleo del museo,
aunque a finales de siglo XIX su segundo director desde 1896, el
historiador del arte Hugo von Tschudi, adquirió obras de los
impresionistas franceses, no sin la oposición de las autoridades
políticas. Cuando, a partir de 1909, Ludwig Justi –que sería obligado a
dimitir en 1933 por las autoridades nazis–compró obras de arte
contemporáneo, concretamente de artistas expresionistas, se planteó la
cuestión de la ubicación del arte de vanguardia en un museo dedicado al
arte del siglo XIX, de manera que, tras la Primera Guerra Mundial, estas
obras se trasladaron a otro lugar: el Kronprinzenpalais.
Una de las soluciones más brillantes al tema de la ubicación de
colecciones nacionales que abarcan amplios períodos de tiempo es la que
ha ido configurándose en otro de los centros artísticos alemanes más
importantes, Múnich, que acoge la mayor parte de las Bayerische
Staatsgemäldesammlungen, las colecciones estatales de pintura de
Baviera. Cuando este año abra sus puertas el museo dedicado al arte
egipcio y mesopotámico, situado en paralelo y en la parte posterior de
la Alte Pinakothek, se habrá cerrado un programa reconstructivo que ha
durado décadas y que comprende la colección egipcia, las importantísimas
colecciones antiguas, ubicadas en la Glyptothek y las Staatliche
Antikensammlungen de la Königsplatz, la célebre colección de pintura
antigua (siglos XV-XVIII) de la Alte Pinakothek, la Neue Pinakothek para
el arte del siglo XIX, la Pinakothek der Moderne para el arte del siglo
XX, y el Museum Brandhorst para el arte contemporáneo. Todos ellos se
ubican en el denominado Kunstreal, o barrio de los museos de la ciudad.
La intención museológica e historiográfica de las operaciones de Berlín
y Múnich parece clara. Frente al concepto de museo enciclopédico, cuyos
modelos podríamos detectar en el Louvre de París, aunque sin olvidar el
más que significativo corte de sus colecciones en torno a 1840-1850, el
Metropolitan de Nueva York, que ha de convivir con el MoMA, con
desventaja evidente para sus colecciones de arte de siglo XX, o el Museo
del Ermitage de San Petersburgo, Múnich o Berlín ofrecen una
diversificación de museos realmente ejemplar: Antigüedad, Edad Clásica,
Edad Moderna, Arte del siglo XIX, y, en el caso de Múnich, Arte del
siglo XX hasta 1950/1960 y Arte Contemporáneo (este último alojado en el
Museum Brandhorst).
Nos interesa señalar fundamentalmente dos hechos. En primer lugar, la
existencia en esta ciudad de la llamada Neue Pinakothek como pieza
separada del conjunto, sobre todo por el hecho de lo temprano de su
fundación, nada menos que en 1836 (abierta al público desde 1851) por
iniciativa del rey Luis I de Baviera con destino a albergar arte y
colecciones contemporáneas, al estilo del parisiense Musée du
Luxembourg. Todo ello con un edificio expresamente pensado para este
destino, como fue el de Friedrich von Gärtner y August von Voit,
destruido en la Segunda Guerra Mundial, pero sustituido en 1981 en el
mismo lugar y con contenido en esencia similar por otro, obra de
Alexander Freiherr von Branca.
La Neue Pinakothek de Múnich destaca en este contexto no sólo porque
desde un principio instalaba las colecciones de pintura y escultura del
siglo XIX de manera separada a las de pintura antigua de la Alte
Pinakothek (que simbólicamente podríamos decir que termina con el
espectacular La marquise de Pompadour [1756], de François
Boucher, mientras que su continuación se establece, ya en el nuevo
edificio, con Francisco de Goya y Jacques-Louis David), sino por la
presencia, al final del recorrido, de la pintura simbolista, modernista
y, sobre todo, los magníficos conjuntos muniqueses de obras de Hans von
Marées o Adolf von Hildebrand, así como las pinturas postimpresionistas
de Cézanne, Gauguin, Toulouse-Lautrec o van Gogh. Entre 1905 y 1914, la
época en que fue director del museo, el historiador del arte Hugo von
Tschudi compró buena parte de estas pinturas, así como otras
posteriores, no sin escándalo y polémica, de manera que fueron Henri
Matisse y los expresionistas quienes establecieron, al ser trasladados a
la Pinakothek der Moderne, la división. Este último museo –en realidad
un complejo de cuatro colecciones (la pinacoteca, el museo de
arquitectura, el museo del diseño y la colección de obra gráfica)– se
abrió al público en septiembre de 2002 en un nuevo edificio diseñado por
Stephan Braunfels, tras muchos años de ser expuestos sus fondos en la
Haus der Kunst.
El círculo muniqués del Kunstreal se cierra, hasta el momento, en 2009,
cuando el 21 de mayo abrió al público, con un proyecto del equipo de
arquitectos Sauerbruch Hutton, el Museum Brandshorst en las
inmediaciones de la Neue Pinakothek, con alrededor de doscientas obras
de la colección de Udo Fritz-Hermann y Anette Brandhorst, y presencia de
artistas contemporáneos que van de Andy Warhol y Joseph Beuys a Damien
Hirst o Alex Katz.
La reflexión historiográfica que puede hacerse tras este panorámico
recorrido por los planteamientos de ciudades como París, Berlín y
Múnich, caracterizadas por la presencia de muy importantes colecciones
históricas que han continuado creciendo hasta nuestros días, resulta en
cierta manera similar a los planteamientos desarrollados en la primera
parte de este trabajo, ya que el devenir de la actividad artística, su
estudio y análisis por parte de las disciplinas históricas y estéticas,
por un lado, y su exposición en museos y otros lugares, por otro, son
fenómenos distintos, pero que caminan en paralelo.
Las separaciones y los cortes cronológicos, herramienta imprescindible
del historiador y del método histórico, como los que se producen, por
ejemplo, a finales de la Edad Media, a finales del siglo XVIII, a
principios del siglo XX o alrededor de 1960 (repárese en la aceleración
de los tiempos), no son caprichos ni invenciones, sino que responden a
un devenir sujeto a las más diversas causas y que, naturalmente, tiene
su reflejo, al menos desde finales del siglo XVIII, en los museos. Y,
aunque sean continuos –como en la propia historia– los trasvases y las
interacciones de gustos artísticos y períodos, esa «vida posterior» (Nachleben)
de las formas y de los asuntos de la que hablaba Aby Warburg, también
en los museos –en esencia diversos unos de otros en su concepción y
planteamiento– es posible plantear la existencia de divisiones
cronológicas como las señaladas. En muchas ocasiones estas divisiones se
especifican en museos e instituciones distintas, pero igualmente pueden
agruparse tan solo en uno, como es el caso de los mencionados museos
enciclopédicos. Si aceptamos este método histórico como tal, y no
simplemente como una mera ordenación burocrática, es lógico deducir una
continuación fluida de la actividad artística por el mero paso del
tiempo, que de inmediato relega al concepto de lo «histórico» lo que hoy
es «nuevo», «moderno» o «contemporáneo». Pero ello, naturalmente, no ha
de relegar a la primera de las categorías a la consideración peyorativa
de «antigualla», ni hacer pensar en la sucesión cronológica como un
simple dato administrativo o, como quiere cierto pensamiento posmoderno,
considerar la historia como una simple sucesión de representaciones.
Lo que es indiscutible, por otra parte, es que el debate producido en
torno a los períodos artísticos y sus distintas posibilidades
expositivas se ha centrado siempre en los términos disciplinares, por
otra parte tan amplios, de la historia de la cultura o de la historia
del arte, y que solamente en regímenes o momentos autocráticos de
cualquier signo se producen, en torno a los museos de arte, propuestas
de carácter ideológico, político e incluso literario, que manipulan, con
mayor o menor fortuna, las obras de arte para glosar acontecimientos
políticos, guerras, paces, armisticios o cualquier acontecimiento de
este tipo. Para ello la cultura ilustrada ha creado los museos de
historia, las exposiciones o, simplemente, los libros de historia.
Una perspectiva histórica para el objeto museable y su entorno expositivo
En 2005, Victoria Newhouse, una historiadora de la arquitectura, publicó un importante libro titulado The Power of Placement centrado
en el asunto, ya mencionado más arriba, de la interacción entre la
manera de percibir las obras de arte y el lugar y las maneras de
exponerlo. Siguiendo el título de uno de sus capítulos, se trataba de
estudiar «La complejidad del contexto. Cómo el lugar afecta a la
percepción», para lo cual analizaba con detalle los avatares expositivos
de una obra tan conocida como La victoria de Samotracia,
prácticamente desde cómo debía de resultar su percepción en el lugar en
que fue descubierta (el templo de los Grandes Dioses en la isla de
Samotracia) hasta la espectacular ubicación de que goza en la actualidad
al final de la escalera de Daru, en el Musée du Louvre, donde se
encuentra desde 1927. Su director de entonces, Henri Verne, aplicó a
esta y alguna otra obra del museo los modernos criterios expositivos que
ya conocemos basados en el aislamiento y en la presentación teatral de
determinadas obras de arte. Newhouse dedica similares recorridos
históricos a esculturas como el Laocoonte, en los museos
vaticanos desde su descubrimiento en 1506, o a las obras de la Villa dei
Papiri en el Museo Archeologico de Nápoles.
Planteando el tema no sólo en el marco de los museos y de las
colecciones permanentes, sino también de las exposiciones y muestras
temporales, la autora estudia cómo una misma exposición, con idénticas
obras, puede adquirir lecturas muy diversas, ya sean historicistas,
arqueologistas o, directamente, formalistas y asépticas desde un punto
de vista histórico. Para ello recurre al análisis de la exposición que
sobre arte egipcio, Arte egipcio en la época de las pirámides,
se mostró primero en París, en el Grand Palais, y, poco más tarde, en el
Metropolitan Museum de Nueva York, en 1999, con resultados estéticos
completamente distintos, en función de que se adoptara uno u otro punto
de vista. Por fin, por medio del análisis de distintas maneras de
mostrar la obra del pintor abstracto Jackson Pollock, Newhouse
reflexiona sobre «cómo la instalación puede afectar al arte moderno»,
defendiendo la idea de que las decisiones de los comisarios de
exposiciones acerca de la disposición de las obras de arte afectan a
éste de la misma manera que las decisiones de un director de cine
influyen en la película final.
Poco después, la misma Victoria Newhouse escribió otro libro aún más influyente, Towards a New Museum,
que ha gozado de varias ediciones siempre aumentadas, sobre el tema de
la arquitectura de los museos. Se trata, como es sabido, del campo en
que más ha volado la imaginación arquitectónica en las últimas décadas.
La aproximación al tema que hace la autora es realmente sugerente. Ante
la imposibilidad de abarcar un ámbito en el que cada año se levantan
decenas de obras nuevas, opta por relacionar temáticamente grupos de
edificios, que analiza críticamente desde muy diversos puntos de vista,
integrando en su punto de vista de partida, originalmente
arquitectónico, no sólo las circunstancias sociales, culturales o
políticas del encargo, sino, sobre todo, la interacción entre el objeto
arquitectónico y las obras de arte, o el tipo de obras de arte que en él
se exponen, lo cual suscita su juicio crítico. Sólo los títulos de sus
apartados resultan ya suficientemente expresivos: «El gabinete de
curiosidades: una puesta al día», «El Museo como espacio sagrado», «El
Museo monográfico», «El Museo como tema: museos de artistas y sus
espacios alternativos», «Alas que no vuelan (y algunas que lo hacen)»,
«El Museo como diversión [Entertainment]», «El Museo como arte del entorno [Environmental Art]» y «El Museo Virtual».
La interpretación del sistema expositivo como una interacción entre
espacio arquitectónico y obras de arte, tal como hace Newhouse en su
libro, nos lleva a ir más allá que el pensamiento del contenedor
tridimensional como un mero receptor de obras de arte, algo que, en
realidad, nunca ha sido. El asunto nos invita igualmente a pensar, en
último término, en el contexto en que la obra se muestra como el objeto mismo que se expone,
es decir, algo parecido a lo que desde hace varias décadas denominamos
«instalación», y que aparece ya más que implícitamente en el libro y las
ideas de Brian O’Doherty ya apuntados. Se trata de un tema que, en
realidad, siempre fue tenido en cuenta, desde las «cámaras de
maravillas» de los siglos XVI y XVII a las propuestas expositivas
vanguardistas de Marcel Duchamp, las de los pintores surrealistas en
varias de sus muestras de los años treinta, o en espacios como el famoso
Merzbau (1923-1943) de Kurt Schwitters, ejemplos todos ellos comentados
por O’Doherty.
Cada vez con mayor frecuencia, la obra de arte se realiza directa y
expresamente para un museo determinado, e incluso la arquitectura del
mismo se diseña pensando en una obra concreta, como sucede en los museos
de artista, también estudiados por Newhouse. No se produce entonces,
por tanto, el desplazamiento ni la descontextualización de la obra de
arte, que ya sabemos que fue una de las características esenciales de
los museos de la Ilustración y el Romanticismo. Es lo que sucede, por
ejemplo, con las esculturas de Richard Serra en el Museo Guggenheim
Bilbao, o en el caso de muchos museos de artista tan cercanos ya a la
idea de «instalación». Se produce entonces una confusión deliberada
entra la idea de museo como espacio más o menos aséptico para exponer
obras y la concepción de éste como lugar con un valor artístico por sí
mismo y que contextualiza, ahora de manera forzosamente «inmejorable»,
las obras de arte en él expuestas.
El mencionado Guggenheim Bilbao es el caso más claro. La idea del
edificio de Frank Gehry refleja el concepto de Thomas Krens (uno de sus
principales inspiradores) de que, en la actualidad, un museo debería
abandonar su antigua pretensión de ser una colección enciclopédica que
abarque de la manera más amplia posible todas las épocas, como el
Louvre, el Metropolitan o el Ermitage, o tan solo una de ellas, como el
MoMA de Nueva York o el Museé National d’Art Moderne de París, o una
sucesión histórica, como la historia de la pintura desde los siglos XIV a
principios del XX que acoge la National Gallery de Londres. Su
intención sería, en cambio, exponer en profundidad la obra de un
reducido número de artistas. De ahí que cada una de las siete galerías
del Guggenheim esté ocupada habitualmente por la obra de artistas muy
determinados, de manera que, en realidad, sus espacios no se diseñan
para obras individuales, sino para tipos de obras (la arquitectura del museo no debe ser una «caja neutra» (neutral box,
según decía el artista Daniel Buren). Es lo que se ha denominado el
«museo como un tema en sí mismo», el museo «as subject matter» en
palabras –glosadas por Newhouse–de Kynaston McShine, conservador del
MoMA. «¿Qué artista desearía exponer sus obras en el museo de otro
artista?», se preguntaba, por su parte, el artista estadounidense
Ellsworth Kelly. El «preciosismo» y la «intangibilidad» del museo de
artista, la confusión del museo con la idea de «instalación» e, incluso,
la «museificación del museo» llevan a una congelación de una entidad
que había sido siempre considerada, en esencia, mutable.
El fin de la Historia
Buena parte de las manifestaciones museísticas e historiográficas a las
que se han hecho referencia constituyen, con su crítica a los
planteamientos clásicos del museo (espacio público donde exhibir,
conservar, estudiar y enseñar obras de arte), una muestra clara de la
que es –pensamos– la razón última de la crisis de esta institución tal
como fue concebida por la Ilustración a finales del siglo XVIII. En
realidad, el museo no fue planteado en aquel momento de ninguna manera
como un subject matter más o menos autónomo, sino que surgió
con otros fines, ya fueran conservacionistas o pedagógicos, que ahora no
vamos a estudiar. Tampoco lo fue como museo-espectáculo, ni, mucho
menos, como museo-diversión.
Deliberadamente hemos dejado fuera de nuestras consideraciones a uno de
los grandes acontecimientos museísticos de finales del siglo XX, como
fue la apertura, en 1977, del Centre Pompidou en París, obra de Renzo
Piano y Richard Rogers. Lo hemos hecho no porque no consideramos que
este museo y centro de arte haya sido uno de los factores esenciales en
la crisis mencionada del museo ilustrado, sino porque el tema que
plantea en esta crisis es, fundamentalmente, otro: el del
museo-espectáculo, el del museo como actividad, o el de la justificación
del museo como éxito social, asuntos todos ellos analizados con
brillantez por autores como Jean Baudrillard o Guy Debord y sobre los
que reflexionaremos en un próximo trabajo. Se trata, sin duda, de la
institución cabeza de fila en este tema del «museo como diversión»,
objeto de encendidas polémicas que se han sucedido durante décadas.
Al margen, por tanto, del importante tema del museo como parte de la
«cultura del espectáculo», queremos, sin embargo, concluir estas líneas
analizando otra de las razones de la crisis del museo ilustrado, quizá
la más profunda y realmente explicativa al respecto, y que abarca los
demás aspectos de la actual situación cultural, y no tan solo de la
museística. Nos referimos a la del fin del predominio de los paradigmas
históricos más o menos unívocos y unidireccionales que han servido para
explicar el desarrollo de la historia, de resultas de la teoría de la
historia llamada posmoderna, tan influyente en los debates, sobre todo
académicos, de las últimas décadas del siglo pasado. Como, naturalmente,
carecemos de capacidad para estudiar el tema en toda su complejidad,
nos centraremos sólo en algunos aspectos que inciden en el mundo de los
museos.
Las perspectivas con las que se estudió hasta un determinado momento el
devenir artístico del siglo XIX constituyen un punto de vista
privilegiado para la consideración de este tema. La crisis del mundo
cultural que se produjo tras la Revolución Francesa no sólo tuvo como
consecuencia la aparición y auge del museo público (lo cual propició una
nueva manera de contemplar la obra de arte), sino la diversificación de
la producción de obras de arte en un aspecto relativamente inédito
hasta el momento. Mientras que determinados artistas acaparaban los
encargos oficiales, que ya no lo eran tanto de la Monarquía y la Iglesia
como del Estado y sus corporaciones, cada vez fueron más frecuentes los
creadores que realizaban sus obras de arte en el anonimato del taller y
del estudio, sin saber a ciencia cierta a qué público iban destinadas y
en qué lugar acabarían expuestas. El fenómeno es, claro está, muy
conocido, pero nos gustaría llamar la atención hacia el hecho de que el
divorcio entre el «arte oficial» y el «arte de nuestro tiempo», que se
consolidó, sobre todo, en la segunda mitad de la centuria, provocó,
entre otras cosas, una reacción historiográfica y de gusto por la que el
segundo (el arte de los Delacroix, Courbert, Manet, los impresionistas.
etc.) vino a considerarse en los medios historiográficos como el
auténtico «arte legítimo», por juzgarse que era el que realmente
expresaba las contradicciones y realidades «de la vida moderna», por
utilizar el célebre dictum de Baudelaire. Por su parte, el arte
oficial, sobre todo el producido en la época del Segundo Imperio, pasó
durante décadas, irremediablemente, a la categoría, evidentemente
peyorativa, de «art pompier».
A esta consideración historiográfica se debe la preponderancia de que
ha disfrutado el arte «de vanguardia» del siglo XX, tenido como el
auténtico arte del siglo pasado, con las consecuencias historiográficas,
museísticas y expositivas que ya conocemos, y la dificultad, también
apuntada, de insertar el discurso artístico decimonónico, en el que
desempeña un papel tan importante el arte oficial, dentro de recorridos
museológicos más amplios.
Es aquí donde debemos volver al comienzo para comprender la importancia
historiográfica, y no sólo museística, de la apertura en 1986 del
parisiense Musée d’Orsay. A todas las características de este museo ya
señaladas habría que añadir otra y, realmente, no de las menores, ya que
la referida complejidad de los recorridos de los distintos espacios del
museo se debe, fundamentalmente, a dos razones. La primera de ellas es
que, por primera vez de forma deliberada, las colecciones públicas
francesas mostraban en pie de igualdad el arte de la que pudiéramos
llamar la línea vanguardista del siglo XIX, expuesta hasta el momento en
el Musée du Louvre y en Le Jeu de Paume (impresionistas, Manet,
postimpresionistas), y el arte «oficial» y de las exposiciones
universales de la segunda mitad del siglo XIX (Bouguereau, Cabanel,
Couture, Cormon...). Todo ello se presentaba al mismo nivel y oponiendo
visualmente obras tan emblemáticas de una u otra tendencia como Les romains de la décadence (1847), de Thomas Couture, una gran máquina pictórica de 466 x 775 cm, con los célebres Un enterrement à Ornans (1849-1850; 314 x 663 cm) y L’atelier du peintre (1855; 141 x 235 cm), de Gustave Courbet, expuestos hasta entonces en el Louvre, dos obras que habían constituido, junto a la Olympia (1863) y Le déjeneur sur l’herbe
(1862-1863), de Edouard Manet, piedras de toque en las luchas de la
vanguardia francesa por imponerse en el panorama parisiense de salones y
exposiciones universales.
Junto a esta decisión, el nuevo museo exponía no sólo las obras
pictóricas y escultóricas –que adquirían un enorme protagonismo– de la
segunda mitad del siglo XIX, sino que también se hacían continuas
alusiones a proyectos arquitectónicos de la envergadura del Théâtre de
l’Opéra, de Charles Garnier, a las artes decorativas, al mobiliario y a
todo tipo de objetos decorativos, que tan enorme papel desempeñaron en
la configuración estética de los interiores neobarrocos del Segundo
Imperio. La discusión sobre este tema fue también acalorada por las
intenciones, expresadas por algunos intelectuales al servicio del
gobierno de François Mitterrand, como Madeleine Rebérioux, historiadora
del socialismo, de plantear el nuevo museo como un «museo de historia»,
cuyas fechas de exposición se situarían entre 1848, año de las
revoluciones en Europa, y 1918, fin de la Primera Guerra Mundial. El
tema fue fuertemente contestado por conservadores y otros profesionales
de museos como Michel Laclotte (futuro director del Musée du Louvre) o
Françoise Cachin, primera directora del museo y futura directora de los
museos de Francia, que en absoluto pretendían convertir el museo en un
museo de historia. Como pensaba esta última, «el poder de las obras
habla por sí mismo e historia, en un museo de arte, es historia del
arte», rechazando, explícitamente, las period rooms de los museos anglosajones.
De esta manera, la apertura del Musée d’Orsay planteaba, a finales de
la década de los ochenta, ideas nuevas acerca de varios de los debates
aquí tratados, ya que proponía un nuevo modo de afrontar el problema de
la contextualización de la obra de arte, pues pinturas y esculturas se
presentaban deliberadamente mezcladas no sólo entre sí, sino con los más
diversos objetos de la época. A pesar de que estos no aparecían como
imágenes de la Historia, como hubiera querido Rebérioux, sino como obras
de arte con un específico valor estético, adquirían una presencia
museística no habitual hasta el momento en ningún museo de estas
características.
El impacto de la apertura del Musée d’Orsay fue una de las causas,
aunque no la única, del interés progresivo por el arte del siglo XIX
considerado en su toda su complejidad, de manera que, en la actualidad,
pueden realizarse exposiciones en torno a artistas como Jean-Léon Gerôme
(1824-1905) en lugares tan prestigiosos como los museos Getty, d’Orsay y
Thyssen-Bornemisza (2010-2011), acompañadas de un catálogo bien
documentado, o Alexandre Cabanel (1823-1889), en Montpellier y en
Colonia (también en 2010-2011). Ya en 1984-1985, el Museo de Montreal
realizó una pionera exposición de William-Adolphe Bouguereau
(1825-1905), cuyo catálogo completo ha aparecido recientemente.
Es indudable que buena parte de este fenómeno, sobre todo el referido a
la revalorización de estos pintores académicos, tiene una vertiente
comercial, pero esta no habría sido tan fuerte sin la comentada ruptura
del paradigma histórico vanguardista. Desde un punto de vista
historiográfico, la mayor singularidad del Musée d’Orsay y de la crisis
de los ochenta se encontraba en el por entonces muy pregonado fin de la
vanguardia y del predominio de una idea unívoca de la historia. Esto ha
influido en las continuas revisiones que se han realizado, y siguen
realizándose, no sólo sobre el arte del siglo XIX, sino también sobre el
del siglo XX, que ya no podemos concebir solamente según los esquemas
vanguardistas de Alfred Barr o el MoMA de Nueva York. El concepto de
«modernidad» no puede reducirse ya únicamente al de vanguardia, de
manera que, desde hace varias décadas, cada vez se estudian mejor y
tienen más cabida en museos y bibliografía conceptos como los de «vuelta
al orden», la importancia de los distintos «realismos», ya sean
europeos o americanos de los años treinta (recordemos el éxito popular
de artistas como Hopper, por ejemplo), el arte surgido en lugares como
España e Italia, o el ya más que emergente interés por Latinoamérica en
la primera mitad o mediados del siglo XX (ya no reducido tan solo al
estudio de los muralistas mexicanos). Con ello ha quedado superada,
asimismo, la antigua dicotomía historiográfica entre el arte de Europa
(París-Alemania-Unión Soviética-Holanda, y no mucho más) y el de Estados
Unidos (Nueva York y un poco de California).
Fernando Checa es catedrático de Historia del Arte en
la Universidad Complutense y ha sido director del Museo del Prado.
Recientemente ha comisariado y editado los catálogos de exposiciones
como La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos (1430-2011) (con Joaquín Martínez-Correcher), Durero y Cranach: arte y humanismo en el Renacimiento alemán, ambas en Madrid, La materia de los sueños: Cristóbal Colón, en Valladolid, o Tapisseries flamandes pour Charles V et Philippe II, en Gante y París. También ha dirigido la publicación, en tres volúmenes, de Los inventarios de Carlos V y su familia, patrocinada por The Getty Museum de Los Ángeles.
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