Por Fernando Checa
En el mes de diciembre de 1986 abrió sus puertas al público en París el
Musée d’Orsay, dedicado, como es sabido, al arte francés del siglo XIX
entre, aproximadamente, 1840 y 1900. La polémica acerca de cuál había de
ser su contenido, que ya se había planteado largamente durante los años
anteriores, estaba servida: no sólo se instalaba el arte de esta época
en una antigua estación de ferrocarril a orillas del Sena que poco
tiempo antes se pensaba en demoler, sino que la adaptación de su espacio
para convertirse en museo fue encargada a la arquitecta, fallecida el
pasado mes de noviembre, Gae Aulenti, la cual realizó una espectacular y
muy discutida remodelación de su interior, del que, una vez terminada,
apenas se recordaba su anterior destino como edificio industrial.
Igualmente, y quizá todavía más, fueron –y siguen siéndolo hoy día–
objeto de encendido debate la selección y el modo de exponer las
colecciones, que abarca la producción artística francesa centrada en la
época del Segundo Imperio.
La operación resultaba compleja y ambiciosa. Al recuperar un pomposo
edificio estilo Beaux-Arts, obra del arquitecto Victor Laloux
(1850-1937), profesor de la propia École des Beaux-Arts, se señalaba un
punto de inflexión en la reconsideración del patrimonio arquitectónico
industrial del siglo XIX, hasta el momento objeto más bien de la piqueta
de demolición, como poco tiempo antes había sucedido con Les Halles de
Victor Baltard (1805-1874), objeto de una exposición hasta el pasado 13
de enero en el Musée d’Orsay. En realidad, a lo largo de los años
setenta e inicios de los ochenta del siglo pasado todavía no se habían
apagado los ecos antihistoricistas de las vanguardias arquitectónicas
del siglo XX, más o menos racionalistas, que abominaban de parte
considerable de la arquitectura del siglo XIX e inicios del XX,
acusándola de ornamentalismo y de monumentalismo vacuo. La recuperación
para museo de la palaciega estación d’Orsay tenía bastante de rasgo
novedoso y de evidente polémica anti-Movimiento Moderno, en un momento
en el que se consolidaba, a través del llamado pensamiento posmoderno,
la crisis de las vanguardias que había comenzado a manifestarse hacia
los años cincuenta.
La remodelación del interior por parte de Aulenti sorprendió no sólo
por lo extraño y anticonvencional de sus espacios y muros más o menos
neoorientalistas, sino, sobre todo, por plantear un recorrido del museo
deliberadamente complicado, ciertamente en las antípodas del sistema de
salas y galerías que había desarrollado la museología decimonónica en la
obra, por ejemplo, de arquitectos como Leo von Klenze (1784-1864) o
Gottfried Semper (1803-1879) en lugares como Múnich (Alte Pinakothek) o
Viena (Kunsthistorisches Museum). En estos museos, su planta
arquitectónica se diseñó con una estructura palaciega, con las grandes
salas ordenadas en enfilada, de manera que formaban ejes longitudinales
flanqueados por pequeños espacios en forma de gabinete donde se
colocaban las obras de menor tamaño. Ello permitía ordenar las
colecciones por escuelas, maestros o épocas sucesivas, ofreciendo al
visitante un claro discurso histórico, de manera muy similar a lo que
podía leerse en los libros de historia del arte al uso. Fue Christian
von Mechel (1737-1817) quien estructuró por primera vez de manera
consciente unas colecciones artísticas de esta guisa, en su caso las muy
importantes del Belvedere de Viena, origen del futuro Kunsthistorisches
Museum de la capital austríaca.
El asunto en absoluto resulta baladí para el fondo de la cuestión que
queremos abordar aquí, que no es otro que la incidencia en la Historia
del Arte como disciplina y la repercusión en los museos de arte, de la
crisis del paradigma moderno a finales del siglo XX. Al plantear el
museo parisiense un recorrido deliberadamente complejo, carente de lo
que podríamos denominar una «dirección fija» para sus colecciones
decimonónicas, se indicaba al visitante una determinada lectura del arte
de esta época que, al contrario de lo que sugería la historiografía
hasta entonces predominante, no podía únicamente interpretarse en clave
«vanguardista», como una sucesión triunfal de hitos modernos que,
comenzando con Cézanne y los postimpresionistas, diera paso a las
vanguardias históricas, que se exponían ya, como veremos enseguida, en
el Musée National d’Art Moderne.
La complejidad del recorrido en la antigua estación d’Orsay, dominado
por la multiplicidad y variedad de puntos de vista y la presencia
apabullante en la primera planta de una gran cantidad del arte oficial
del Segundo Imperio, hasta el momento prácticamente excluido de la vista
del público en los museos oficiales, inducían una nueva lectura del
inmediato pasado y planteaban desde una nueva perspectiva una de las más
viejas polémicas en torno al arte contemporáneo: las complejas
relaciones entre vanguardismo, modernidad y tradición.
El tema de cómo mostrar al público el arte de su tiempo poseía una
historia en la que Francia y París habían ocupado un importante lugar.
En 1818 ya se planteaba la cuestión de la exposición del arte
contemporáneo, decidiéndose, en tiempos de Luis XVIII, el destino del
Palais du Luxembourg como museo para los artistas vivos, un museo para
el que expresamente realizaron obras figuras como Théodore Géricault o
Eugène Delacroix. Es este el precedente más claro del problema básico de
cómo prolongar y concluir las colecciones históricas del Musée du
Louvre, tema sobre el que volveremos. El Musée du Luxembourg cerró sus
puertas en 1937, cuando ya se proponía un museo para artistas vivos de
nuevo cuño en el llamado Palais de Tokyo, en el Trocadéro.
Por otra parte, el Salón y las Exposiciones Universales, lugares donde
exponían temporalmente su obra los artistas contemporáneos, criticados
por buena parte de los mismos como exponentes del gusto oficialista
durante la segunda mitad del siglo XIX, habían entrado en crisis. La
exposición del Salón se había iniciado en el Salon Carré del Louvre y,
desde 1855, en el Palais de l’industrie, reemplazado desde 1900 por el
Grand Palais. Sin embargo, cuando parte del jurado rechazó en 1855 las
obras del pintor Gustave Courbet, un realista en abierta polémica contra
el arte oficial de Napoleón III, este construyó su propio Pavillon du
réalisme a fin de exponer sus obras. Posiblemente fue la primera vez que
se hizo algo así, una acción retomada por Edouard Manet y los
impresionistas. Se trata de uno de los acontecimientos más conocidos y
estudiados en la recepción del arte del siglo XIX, cuyo interés radica
en mostrar de manera elocuente el divorcio, ya desde el origen de la
modernidad, de dos maneras muy diferentes de concebir la actividad
artística: la que podemos llamar oficial –ligada sobre todo al poder
político y a su representación– y la que se autodenominó vanguardista,
voluntariamente alejada de este ambiente. Se trataba de un hecho sin
precedentes históricos tan rotundos hasta el momento y de decisivas
consecuencias para la percepción del arte hasta nuestros días.
Retengamos ahora que, prácticamente desde su aparición como tal, el arte
de vanguardia en Francia sintió la necesidad de ser visto en lugares y
contextos diferentes al del arte oficial, al que se consideraba una mera
continuación anquilosada del arte del pasado.
Muchos años antes de la apertura del Musée d’Orsay, concretamente en
1929, se había producido otro acontecimiento museístico de todavía mayor
significación en torno al arte contemporáneo, como fue el de la
fundación en Nueva York del Museum of Modern Art, el célebre MoMA, por
parte de su director, Alfred Barr, apoyado por Nelson Rockefeller y
otros coleccionistas estadounidenses. No vamos a extendernos ahora en
una cuestión que ya hemos tratado en otras ocasiones y
que, como es bien sabido, constituye uno de los rasgos museológicos
capitales de esta institución. El MoMA presentaba una colección
excepcional de pintura y escultura del siglo XX como un discurso,
prácticamente unívoco y de carácter triunfal, que se extendía desde Paul
Cézanne y los postimpresionistas hasta, digamos, la Escuela de Nueva
York y el pop art en los años cuarenta a sesenta del siglo XX, y que
únicamente admitía a los artistas de vanguardia de la primera mitad y
los años centrales de la centuria, al tiempo que instituía a artistas
como Henri Matisse y, sobre todo, Pablo Picasso como los ejes centrales
de la modernidad.
Carol Duncan, en su estudio fundamental Rituales de civilización,
en el que estudia el fenómeno del carácter casi ritual y religioso de
la institución del museo, ha resumido certeramente el fenómeno: «La
"historia del arte moderno” –dice–, tal y como suele entenderse en
nuestra sociedad, es una historia del arte muy selectiva. Para ser más
exacta, diré que se trata de una construcción cultural que ha sido
producida y perpetuada por todos aquellos profesionales que trabajan en
escuelas de arte, universidades, museos, editoriales y otros lugares en
los que el arte moderno se enseña, se exhibe o se interpreta […].
Durante muchas décadas, y en la actualidad, tanto en museos
norteamericanos como europeos, el hilo narrativo del arte del siglo XX
–llamémoslo el hilo narrativo del modernismo– ha estado claramente
definido. Uno de los primeros y más efectivos abogados fue Alfred Barr
[...] que lo adoptó a partir de 1929 [...] la historia del arte moderno
tal y como se cuenta en el MoMA quedaría representada por la historia
definitiva del "modernismo tópico” [...] [que] constituye la historia
del arte moderno más autorizada para generaciones de profesionales y no
profesionales. Hasta hoy, los museos modernos (y las alas modernas de
los museos antiguos) siguen repitiendo su evangelio central, como hacen
casi todos los libros de texto de historia del arte» (pp. 171-172).
Sin entrar en los matices –que los hay– y la complejidad –que la posee–
del discurso historiográfico del MoMA, bien puede decirse que la
operación de Barr a finales de los años treinta señaló un camino
–exitoso durante, al menos, como recuerda Carol Duncan, cincuenta años–
que consagraba la idea de que el arte del siglo XX era únicamente el de
la aportación de las vanguardias, un arte que había nacido en París a
finales del siglo XIX, que se había desarrollado en esta ciudad y
algunos otros, muy escasos, centros como Múnich, Berlín, Ámsterdam o
Moscú, y que, tras la Segunda Guerra Mundial, se había trasladado a los
Estados Unidos, fundamentalmente a Nueva York, donde había triunfado
gracias al apoyo de museos como el MoMA o galeristas como Leo Castelli,
Sidney Janis y otros pocos más.
Como sucedería años más tarde en el caso ya referido del Musée d’Orsay,
la operación de Alfred Barr se sustentaba no sólo en una colección de
obras de arte indiscutible, tanto en cantidad como en calidad, sino en
una presentación de la misma que se pretendía estéticamente acorde con
el discurso desarrollado: la obra de arte se mostraba como un problema
de pura forma, con una gran asepsia expositiva, colgada en paredes
blancas, con escasos o nulos elementos contextualizadores, fundamentada
en una sucesión de escuelas y movimientos de manera sencilla y
cronológica. Se trataba de una forma de contemplar la obra de arte de
manera aislada, considerada como un valor en sí misma, con la mayor
separación posible entre una y otra, de manera que se potenciaba la
relación directa, de carácter individual e íntimo, entre el espectador y
el objeto. Una fórmula que pronto se convirtió en canónica para buena
parte de los museos europeos y americanos que, poco a poco, iban
abriéndose paso en diversos lugares. Pensemos, sobre todo, en la Holanda
del neoplasticismo o en la Unión Soviética del suprematismo, con la
fundamental aportación de los elegantes Proun o espacios
expositivos abstractos de El Lissitzky (1890-1941), y que triunfará en
Europa y América a partir de los años cincuenta. En esos años, esta
manera de presentar la obra de arte se extenderá incluso a períodos
anteriores al arte de vanguardia, como son las épocas medieval,
renacentista o barroca.
De esta manera, y tras las críticas a que habían sometido las
vanguardias históricas la institución ilustrada del museo público como
manera idónea de desplegar el arte del pasado, estas mismas vanguardias
«resolvían» la cuestión aplicando una manera ensimismada de contemplar
la obra de arte que sólo era posible en la asepsia del museo, fuera del
contexto en el que se había producido originalmente. En el fenómeno
coincidían y se superponían entre sí cuestiones muy diversas, pero que,
en realidad, se encuentran unidas, como eran la ya mencionada de la
contemplación individualizada y solipsista del objeto estético –es
decir, un tema de psicología de la percepción–, el discurso histórico
unívoco y unidireccional –esto es, un asunto más bien de carácter
cultural– y una presentación museística deliberadamente
descontextualizada de la obra. Se trata de tres cuestiones que la
apertura de un espacio como el Musée d’Orsay en París y la cada vez más
compleja valoración del arte de la segunda mitad del XIX y del mismo
siglo XX por parte de la historiografía iban a dinamitar a partir de
finales de los años ochenta y noventa del siglo pasado.
El contexto de la obra de arte
Las dos experiencias museísticas recién referidas –la parisiense del
Musée d’Orsay y la neoyorquina del MoMA– proponen, en su radicalidad,
dos soluciones diversas, históricamente muy determinadas, a varios de
los problemas que la institución del museo, tal como se había planteado a
finales del siglo XVIII, había suscitado dentro del debate cultural: el
tema de la contextualización de la obra de arte, que afecta a su
estatus como tal; el de la incidencia de las disposiciones museísticas
en los modos de ver y de interpretar el objeto artístico; y el de la
propia discusión historiográfica acerca de la interpretación del arte de
y en la modernidad.
La aparición del museo contemporáneo a partir de finales del siglo
XVIII propició la creación de unos nuevos espacios y contextos de
exposición de obras de arte y el desarrollo de una nueva actividad, como
es la museología, concebida no sólo como una ciencia de la
conservación, sino, sobre todo, como una renovada manera de mostrar las
obras de arte, de modo que una de las primeras críticas que recibió la
idea misma del museo contemporáneo fue la de que propiciaba la pérdida
del primitivo valor contextual de las obras de arte, arrancadas de sus
lugares originales. Las famosas Lettres sur les préjudices qu’occasionnerait aux arts et à la science le déplacement des monuments de l’art de l’Italie,
publicadas en 1796 por Antoine-Chrysostome Quatremère de Quincy
(1755-1849), constituyen el texto clásico al respecto. Desde un punto de
vista estrictamente contrarrevolucionario, su autor deploraba las
consecuencias, a su parecer funestas, que se siguen del despojo de las
obras maestras del arte clásico en Italia y del mismo arte italiano,
tanto para la conservación como para su mejor comprensión y estudio.
Quatremère consideraba Italia como una especie de «Museum» ideal en el
que era posible estudiar inmejorablemente lo mejor y más destacado de la
producción artística, así como las diversas escuelas regionales, que
han de ser comprendidas en su ambiente natural: nunca, por tanto, en
otro territorio, ni tampoco en un museo enciclopédico como el que
Napoleón quería crear en París. Quatremère planteaba el tema de la
descontextualización de la obra de arte en los museos como un problema
político y de respeto a la tradición histórica, a la vez que como una
cuestión de estudio y conservación, pero en el fondo estaba proponiendo
una cuestión con una carga de futuro aún mayor, como era la de la nueva
percepción de la obra de arte resultante de su ubicación en los museos,
que juzgaba absolutamente distorsionadora.
El malestar en torno al museo surgió, por tanto, desde los primeros
instantes históricos de la institución y no dejó de acentuarse a lo
largo de todo el siglo XIX y la primera mitad del XX. A la fundamental
cuestión de la descontextualización –sobre la que volveremos– se añade
la de la incomodidad visual, pero también conceptual, del progresivo
desarrollo de los museos como meros almacenes en los que las obras se
mostraban de cualquier manera. Las famosas palabras de Paul Valéry,
escritas ya a la altura de 1923, son suficientemente elocuentes:
Je n’aime pas trop les musées. Il y en a beaucoup d’admirables, il n’en
est point de délicieux. Les idées de classement, de conservation et
d’utilité publique, qui sont justes et claires, ont peu de rapport avec
les délices.
Au premier pas que je fais vers les belles choses, une main m’enlève ma canne, un écrit me défend de fumer.
Déjà glacé par le geste autoritaire et le sentiment de la contrainte,
je pénètre dans quelque salle de sculpture où règne une froide
confusion. Un buste éblouissant apparaît entre les jambes d’un athlète
de bronze. Le calme et les violences, les niaiseries, les sourires, les
contractures, les équilibres les plus critiques me composent une
impression insupportable. Je suis dans un tumulte de créatures
congelées, dont chacune exige, sans l’obtenir, l’inexistence de toutes
les autres. Et je ne parle pas du chaos de toutes ces grandeurs sans
mesure commune, du mélange inexplicable des nains et des géants, ni même
de ce raccourci de l’évolution que nous offre une telle assemblée
d’êtres parfaits et d’inachevés, de mutilés et de restaurés, de monstres
et de messieurs..
La solución de buscar un contexto artificial a la obra de arte, como fueron las llamadas period rooms
tan frecuentes en los museos norteamericanos, o la de la instalar
museos en edificios históricos, tampoco pareció satisfactoria, y Theodor
W. Adorno, en el famoso artículo en el que analizaba las ideas de
Proust y Valéry acerca del museo, así lo indicaba: «Cuando predomina el
malestar con los museos y se intenta mostrar las obras en su entorno
original o en un entorno que se les parezca, en palacios barrocos o
rococós, el resultado es una aversión más penosa que cuando las obras
aparecen separadas y reunidas de nuevo; el refinamiento le hace al arte
más daño que la mezcla» .
Las reflexiones de Adorno estaban provocadas, además de por las ideas
de Valéry, por el famoso párrafo de Marcel Proust al comienzo de la
segunda parte de A la sombra de las muchachas en flor, segunda tirada, a su vez, de su novela En busca del tiempo perdido.
A pesar de ser muy conocidas, transcribimos a continuación el párrafo
en cuestión, ya que se dirige, de manera directa, al igual que la cita
de Valéry, al meollo de nuestra cuestión:
Mais en tout genre, notre temps a la manie de vouloir ne montrer les
choses qu’avec ce qui les entoure dans la réalité, et par là de
supprimer l’essentiel, l’acte de l’esprit, qui les isola d’elle. On
«présente» un tableau au milieu de meubles, de bibelots, de tentures de
la même époque, fade décor qu’excelle à composer dans les hôtels
d’aujourd’hui la maîtresse de maison la plus ignorante la veille,
passant maintenant ses journées dans les archives et les bibliothèques,
et au milieu duquel le chef-d’oeuvre qu’on regarde tout en dînant ne
nous donne pas la même enivrante joie qu’on ne doit lui demander que
dans une salle de musée, laquelle symbolise bien mieux, par sa nudité et
son dépouillement de toutes particularités, les espaces intérieurs où
l’artiste s’est abstrait pour créer.
De esta manera, a principios del siglo XX, en plena crisis vanguardista
de la institución del museo, Proust, tan solo aparentemente un producto
decorativo de la estética del Segundo Imperio, entre cuyos personajes y
salones aparentaba moverse con facilidad, reivindica la legitimidad
conceptual y perceptiva del objeto artístico aislado en sí mismo, ajeno
al contexto reconstructivo que propondrían otros objetos contemporáneos,
como la mejor manera de comprender el acto de creación en esos
«espacios interiores» en los que se produce la creación artística.
La segunda parte de la novela de Proust terminó de imprimirse en 1918,
aunque no se publicó hasta junio del año siguiente, diez años antes de
la apertura del MoMA neoyorquino. Este museo se pretendía conspicuamente
contemporáneo, al optar, de manera muy consciente y decidida, por la
vía de la asepsia y de la presentación descontextualizada de las obras
de arte, superando la idea del mero almacén. El fenómeno no puede
desligarse de esa imagen lineal y triunfal de la historia del arte del
siglo XX concebida únicamente como arte de la vanguardia que ofrecían
sus salas, así como de la lectura de este mismo arte como un fenómeno
eminentemente formalista, para cuya comprensión sólo había de recurrirse
al desarrollo estilístico de las distintas tendencias artísticas. Estas
conducían, inevitablemente, a la abstracción, es decir, al movimiento
triunfante en Estados Unidos en los años inmediatamente posteriores a la
Segunda Guerra Mundial, con el que el museo neoyorquino cerraba en
buena medida su recorrido.
Formalismo y triunfo del llamado «cubo blanco» venían a ser dos caras
del mismo poliedro en el que se había convertido la vanguardia en los
años no ya sólo del expresionismo abstracto, sino en los de la
abstracción geométrica de artistas como Ellsworth Kelly, Frank Stella,
Kenneth Noland y tantos otros. Uno de ellos, Brian O’Doherty (1928),
escribió a mediados de los años setenta del siglo pasado unos famosos
trabajos, publicados en Art Forum entre 1976 y 1981 antes de adquirir forma de libro en 1999. Nos referimos a la obra Inside the White Cube. The Ideology of the Gallery Space, que se han traducido por fin recientemente al español.
En el primero de estos trabajos, «Notes on the Gallery Space»,
O’Doherty, en la más pura tradición vanguardista, critica las primeras
disposiciones de las obras contemporáneas en el salón del siglo XIX como
ruidosos amontonamientos de obras inspirados en las no menos
abigarradas galerías de pinturas de los coleccionistas del siglo XVII,
para contraponerlas a la claridad expositiva de la galería de arte
contemporánea, cuyo espacio aumenta su importancia hasta adquirir, por
sí mismo, casi el único protagonismo. La postura de O’Doherty es,
naturalmente, radical, como corresponde a alguien que defiende su propia
metodología de trabajo, pero no deja de ser un buen ejemplo de lo que
sucedió en buena parte de los museos y las exposiciones tras la Segunda
Guerra Mundial y hasta los años ochenta. Él mantiene que la historia del
arte moderno se halla íntimamente configurada por este espacio o, más
bien, puede ponerse en relación con los cambios de este espacio y la
manera en que nosotros lo contemplamos. Se ha llegado, incluso, a un
punto en el que, más que la obra, lo que contemplamos en primer lugar
–y, a veces, único– es el espacio, de tal forma que la galería ideal
sustrae a la obra de arte de todas las claves que interfieren con el
hecho, puro y simple, de que ella misma es, también, «arte».
Las ideas de este artista resultan las más claras y tajantes en una
teorización del valor del espacio artístico considerado en sí mismo como
obra de arte. Conforme el arte moderno va convirtiéndose en más viejo
–piensa–, el contexto que lo rodea se transforma en contenido. En una
muy peculiar reconversión, defiende que es el objeto introducido en la
galería el que «enmarca» (frames) a la misma y sus leyes. «Sin
sombras, blanco, limpio, artificial: el espacio se dedica por completo a
la tecnología de la estética» (p. 21).
Desde esta óptica radicalmente abstracta y vanguardista de los años
setenta y ochenta, O’Doherty calificaba de «barbaridad» para nuestros
ojos la manera de mostrar las obras en el salón decimonónico, del que
analiza una conocida imagen de Samuel F. B. Morse, Gallery of the Louvre,
fechada en 1832-1833, que muestra este lugar con las habituales
acumulaciones pictóricas del siglo XIX. La razón de este sistema
expositivo la identifica en la distinta consideración de la obra de arte
en esta época y en la suya, más de ciento cincuenta años posterior. En
el siglo XIX cada pintura es vista como una entidad autosuficiente (self-contained),
totalmente aislada de sus vecinas por un pesado marco colocado
alrededor y con un sistema peculiar de perspectiva en su interior. El
espacio es, por tanto, discontinuo y caracterizable: «El siglo XIX tenía
una mentalidad taxonómica –afirma O’Doherty– y el ojo reconocía la
jerarquía de los géneros y la autoridad del marco» (p. 23). Esto es
precisamente lo que discutían, para proponer soluciones contrarias,
artistas como Kelly, Stella o Noland en sus pinturas sin marco, de
formas muchas veces no rectangulares y claramente invasoras –cuando no
se confundían abiertamente con él– del espacio vacío, blanco y aséptico
de la galería.
Este «cubo blanco» también tuvo sus repercusiones museísticas en
Europa. Las más interesantes y de mayor calidad estética podemos
encontrarlas en la Italia de la posguerra, en los museos y exposiciones
diseñados por Carlo Scarpa, Ignazio Gardella y otros, cuyos hitos
podríamos localizar en el Palazzo Abatellis de Palermo, convertido en
1954 en Galleria Regionale della Sicilia, en la adaptación de las
primeras seis salas de los Uffizi florentinos (1956) y en el Museo di
Castelvecchio de Verona (1958-1961). Sólo que en estos casos, como en la
muy significativa nueva disposición de la Glyptothek de Múnich (en la
que se abandonó por completo la decoración neorrenacentista de Leo Von
Klenze, casi totalmente destruida por los bombardeos de 1945), el
énfasis se ponía sobre todo en las obras de arte, antes que en la
pureza, por lo demás exquisita, del espacio blanco que las rodeaba. El
resultado no dejaba, sin embargo, de resultar similar en espíritu a
algunas de las propuestas vanguardistas citadas más arriba, y se enmarca
dentro del interés que venimos comentando por aislar a las obras de sus
contextos historicistas y proponer contemplaciones muy directas,
aisladas y válidas por sí mismas. Es muy sintomático, por ejemplo, el
cuidado que pone Carlo Scarpa en el estudio de los soportes y los marcos
de las pinturas o esculturas que se exponen en estos espacios, haciendo
desaparecer, en numerosas ocasiones, el marco de la pintura como tal y
mostrándola sola, a veces incluso separada o exenta del muro,
diseñándola como un objeto escultórico. Otras veces, como se hace en el
Palazzo Abatellis, es el fragmento escultórico el que se superpone
deliberadamente a una mancha de color en el muro, que actuaría de marco,
jugando así con el valor del espacio y de la iluminación como valores
considerados abstractos en sí mismos y el todo, naturalmente, como una
pura forma.
Mientras que el exterior de la Glyptothek de Múnich fue reconstruido
acorde con el primitivo proyecto de Leo von Klenze, para los interiores
se realizó la idea que ya había sido propuesta en 1961 por el arquitecto
Josef Wiedemann: «Las salas adquieren su forma a través del gran muro
que se une a los arcos y a la bóveda formando un conjunto natural. La
forma es y sigue siendo válida por sí misma, y no requiere nada más». La
recuperación sólo de la estructura fundamental, y no de la decoración,
produciría una superficie tranquila, restauraría las salas en su forma
original y contaría su historia, afirmaba el arquitecto alemán. Así se
hizo y la Glyptothek abrió al público sus puertas de nuevo en 1972,
recibiendo una general aceptación, si bien no exenta de críticas que
veían en este purismo un retroceso hacia ideales estéticos más propios
de los años sesenta del siglo XX. De todas maneras, cuarenta años
después, la instalación permanece y sigue recorriéndose con placer. En
su purismo y su paramento de ladrillo se reconocen las referencias
neoclásicas a la arquitectura termal romana de forma seguramente más
precisa que si se hubieran conservado sus decoraciones de estuco
originales.
Todas estas propuestas de lugares y ambientes culturales tan distintos
han de ligarse en mayor o menor medida a una cierta imagen de la
modernidad concebida como orden frente al caos, racionalidad visual y
conceptual frente al caos perceptivo o la excesiva «permisibilidad»
estética de los historicismos, o a esa imagen de lo moderno como
«proyecto y destino» que postulaba Giulio Carlo Argan. Sin embargo, la
crisis artística y cultural de finales de los años cincuenta, la
aparición de movimientos que comenzaban a exaltar la banalidad y lo
directamente vulgar sobre la pureza y la perfección, y el batiburrillo
frente al orden, propició una manera expresamente distinta de contemplar
y exhibir la obra de arte. El ruido que tanto molestaba a espíritus
selectos como Paul Valéry vuelve a aparecer en los museos, sólo que
ahora no como una carencia o un defecto, sino más bien de forma
deliberada. En el Musée d’Orsay se produce una voluntaria mezcla de
géneros, de perspectivas desde las que contemplar la obra de arte y,
sobre todo, de historias diferentes que hasta el momento se habían
contado por separado, como eran las de la vanguardia y las del discurso
oficial. Se instalaba así, en el más alto nivel, la que bien pudiéramos
denominar la visión posmoderna de la historia del arte aplicada al
museo.
Vemos, pues, con claridad cómo la interpretación del devenir artístico
del arte contemporáneo, considerando como tal el que se produce a partir
del siglo XIX, deviene en un tema capital en la interpretación que
podamos hacer de la Historia del Arte en su conjunto y, naturalmente, de
sus modos de almacenarse y exponerse. Por ello, no estará de más que
hagamos a continuación un breve recorrido histórico sobre cómo han
resuelto el problema de la sucesión artística, desde la Edad Moderna
hasta la actualidad, las colecciones de diversas ciudades europeas y
americanas como Múnich, Berlín, París o Nueva York.
Tomado de: http://www.revistadelibros.com/articulos/modernidad-vanguardia-tradicion
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