Luke Timothy Johnson
Fouquet, Madonna
La gran batalla religiosa de nuestro tiempo
no es la que libran creyentes y no creyentes. Está claro que ese es un
conflicto importante y ciertamente ruidoso; nunca antes las voces de los
detractores de la religión habían sido tan numerosas, fuertes o seguras
como las de nuestros ateos proselitistas de hoy.
Pero más significativa aún que esta lucha, sin embargo, es el choque en
las tradiciones religiosas. La batalla dentro de cada una de las tres
grandes religiones monoteístas es entre sus versiones exotéricas y
esotéricas. Desde mi punto de vista, la competición está tan avanzada
que ya casi está decidida. Pero eso es adelantarnos.
Como el nombre sugiere, lo exotérico se centra en las expresiones
externas de la religión. Su preocupación es el cumplimiento de los
mandamientos divinos, la práctica de rituales y la celebración de
grandes festividades. En su deseo por un credo y una práctica comunes,
su tendencia es hacia la ley religiosa, y procura crear una sociedad
moral y visible moldeada por esa ley. Formar una comunidad visible
obediente públicamente al mandato divino requiere una visión social
explícita, y la religión exotérica es abiertamente política. La meta,
después de todo, es la realización del reino de Dios como realidad
empírica; el propósito es la religión en su dimensión pública.
Lo esotérico, en cambio, ve como el objetivo de la religión no tanto la
representación externa como la experiencia interior y la devoción del
corazón; menos la liturgia pública que la búsqueda individual de Dios.
La dimensión esotérica de la religión privilegia el efecto transformador
del ascetismo y la plegaria. Busca una experiencia de lo divino más
intensa, más personal y más inmediata que las disponibles a través de la
ley o el ritual formal. El elemento esotérico en la religión encuentra
su expresión sobre todo en la mística. Los místicos persiguen la
realidad profunda de la relación entre los humanos y Dios: aspiran al
conocimiento verdadero de lo que es en sí mismo la realidad última, y
desean amor absoluto por lo que es en sí mismo infinitamente deseable.
El judaísmo, el cristianismo y el islam son conocidas sobre todo como
tradiciones exotéricas, cada una con su serie completa de culto formal,
ley religiosa, libros sagrados y códigos morales. Pero cada una también
ha incluido, desde el principio, un fuerte elemento místico. El judaísmo
que se formó en el segundo siglo en base a una interpretación estricta
de la Torá, que exigía la observación de todos los mandamientos, también
las regulaciones de dieta y pureza, se expresó místicamente a través de
las ascensiones celestiales de los adeptos del Misticismo de Markabah,
los caballeros de la carroza celestial. Los primeros libros cristianos
contienen una poderosa composición visionaria (Revelación), mientras que
los impulsos de la mística cristiana encontraron una temprana expresión
tanto en la literatura gnóstica como entre los padres y madres del
desierto; y en el islam, el movimiento sufí, dedicado a la búsqueda de
Dios a través de la renuncia y la oración, creció junto al marco
exotérico de la sharia, el sistema musulmán de ley y observancia. Es
entre los sufíes donde encontramos el latido apasionado del primer
islam, como en las palabras de la santa Rabi’a al’Adawiyya (801 dC):
Te amo con dos amores, el amor de mi felicidad, y perfecto amor, para
amarte como te mereces. Mi amor egoísta es que no debo pensar en nada
más que no seas tú, y excluir todo lo demás; pero el amor más puro, que
es el que mereces, es que los velos que te cubren caigan, y te mire. No
hay mérito en mí por esto o eso. No, tuyo es el mérito por los dos
amores.
Los impulsos exotéricos y esotéricos coexisten en tensión unos con
otros: la tendencia de los místicos a despreciar lo visible puede llevar
a descuidar las formas externas en nombre de la pureza del corazón,
mientras que la preocupación del legislador por estándares comunes puede
fomentar la sospecha por la devoción privada e incluso su supresión. A
las grandes religiones monoteístas no les ha sido fácil reconciliar sus
facetas esotéricas y exotéricas. La religión esotérica de los gnósticos
supuso un reto directo para la primera Iglesia institucional, e Ireneo,
el obispo y teólogo del siglo ii, respondió con Adversus haereses, donde
atacaba las "herejías” de esos grupos con la defensa de una cristiandad
pública basada en el credo, canon y la sucesión apostólica de los
obispos. Con el tiempo las formas extremas de misticismo cristiano se
movieron hacia un hogar más acogedor en la nueva religión del
maniqueísmo. La mística de los padres y madres del desierto, en cambio,
era profundamente ortodoxo, y la mística que tanto vigorizó el
catolicismo medieval aceptó con alegría las formas exotéricas de la fe
cristiana.
Los aventureros del espíritu
Como el cristianismo, el islam pronto afrontó el desafío de un
movimiento radical esotérico que amenazaba la autoridad de la sharia.
Los primeros sufíes eran aventureros del espíritu que buscaban la unión
inmediata con Alá, y algunos dejaron textos que llevaban las
implicaciones del éxtasis hasta los límites. El sufí Mansur al-Hallaj
fue ejecutado por su reivindicación de unión con la divinidad, que
ultrajaba la convicción fundamental de que Alá no tiene parejas. "Yo soy
al-Haqq”, parece que dijo, "yo soy la Verdad”. La reconciliación de lo
esotérico y lo exotérico en el islam fue consecuencia de la monumental
labor intelectual de Abu Hamid al-Ghazali (1058-1111), un hombre cuya
absoluta devoción al camino sufí –dijo que le había salvado el alma– fue
equiparada por su compromiso con la sharia como el marco de la
auténtica devoción: "He visto que el sufismo consiste en experiencias
más que en definiciones, y que lo que me faltaba pertenecía al ámbito,
no de la instrucción, sino del éxtasis y la iniciación”. Al-Ghazali
sostenía que el conocimiento místico no consistía en revelaciones
nuevas, sino en una penetración más profunda de las verdades desveladas
por el Corán. Este principio, una vez establecido, ayudó al sufismo a
florecer en el corazón del islam, y lo impulsó a convertirse a veces en
la expresión dominante de la religión.
De los tres grandes monoteísmos, el judaísmo ha demostrado ser el más
exitoso al armonizar las expresiones esotérica y exotérica. Los
caballeros de la carroza celestial estaban entre los mejores eruditos de
la primera tradición rabínica, y pedían a la mística la observación
externa y puntillosa de la Torá. El chasid medieval alemán Eleazar de
Worms (d. 1230) dijo: "La raíz del amor es amar al Señor. El alma está
llena de amor, ligada con los nudos del amor en gran alegría. El
poderoso amor de la alegría toma su corazón para que en todo momento
piense: ¿cómo puedo hacer la voluntad de Dios?” De forma similar, los
practicantes de la cábala desde el siglo xii al xx asumieron como base
de su especulación una inmersión total en las prácticas habituales de su
comunidad de fe. El primer movimiento jasídico levantó preocupación por
sus aparentemente tendencias antinómicas, aunque rápidamente se
integraron en la tradición exotérica, y se encuentra hoy entre los
judíos más observantes.
Los beneficios de lo exotérico para las formas esotéricas de religión
han sido muy fáciles de identificar a lo largo del tiempo. El marco de
la ley y el culto, credo y escritura, ofrecieron un sentido social y
unas prácticas compartidas que permitieron progresar a los individuos
místicos. Compartían con los creyentes no místicos la práctica pública
de la oración, el estudio de los textos sagrados y los actos de caridad.
Su búsqueda apasionada de la experiencia de Dios a través de la
plegaria estaba más asegurada porque perseguía el Dios que era
proclamado públicamente en la sinagoga, iglesia y mezquita. Su ascetismo
no era una excepción, sino una intensificación de las estrictas normas
de comportamiento seguidas por la comunidad exotérica. Los místicos eran
capaces de nadar y bucear libremente, en un océano limitado por la
profesión pública y la práctica.
A cambio, la mística enriquecía la tradición exterior: proveía un medio
para los impulsos de la devoción apasionada y producía generaciones de
santos que representan lo mejor en cada tradición. Con el reconocimiento
de que todas las formas visibles son menores que la realidad última, la
mística desafía la reivindicación de la ley religiosa de un control
total sobre los humanos, y se erige como un testimonio anti idólatra
dentro de la religión exotérica. Deja claro que la religión no es solo
otra versión de la política, sino una forma de fe que en su esencia
busca servir al Dios viviente; y que los esfuerzos de la religión para
estabilizar el mundo no son solo sobre la reafirmación del poder humano,
sino sobre el servicio a la humanidad. Porque todo en la religión debe
medirse por Dios, insiste la mística, y porque Dios no es controlable ni
una entidad totalmente cognoscible, la religión debe ser medida siempre
por una realidad más allá de la definición. Con la afirmación de la
realidad última y el poder de esta presencia infinita, y el sacrificio
voluntario del placer en esta vida por el bien de una vida futura con
Dios, la mística recuerda a lo exotérico que está llamado a un servicio
mayor que sí mismo.
Esta afirmación positiva de la devoción del corazón, y la consecuente
crítica de las formas externas, ha hecho de la mística una poderosa
fuerza para la regeneración y la reforma. En la cristiandad, a pesar de
los excesos de control exotérico –inquisiciones, cruzadas, batallas por
el papado– los grandes místicos sirvieron como prueba para saber de qué
iba en realidad la religión. Sus vidas personales eran testimonio de la
realidad de la gracia transformadora, y sus protestas empujaron a los
prelados a la reforma. Sobre todo, sus escritos dieron testimonio
vibrante de un Dios cuya trascendencia estaba más allá de la comprensión
y de un Cristo cuya proximidad nunca agotaba la reflexión.
Hay que considerar cuán estéril sería la literatura cristiana sin los
escritos de los místicos, desde La nube de lo Desconocido y El castillo
interior hasta El signo de Jonás. Hay que tener en cuenta también cómo
la imaginación cristiana se expandió a través de la experiencia mística
de Francisco de Asís del Cristo crucificado, y las sorprendentes
iluminaciones de Julián de Norwich:
Y en estas él me mostró algo pequeño, no mayor que una avellana, en
la palma de mi mano, según me pareció, y redondo como una canica. Lo
miré con los ojos de mi comprensión y pensé: ¿Qué podrá ser? Estaba
sorprendido de que pudiera durar, ya que pensé que por su pequeñez podía
haber caído en cualquier momento en la nada. Y fui respondido en mi
comprensión: dura y siempre lo hará, porque Dios lo ama; y así es como
todo ha pasado por el amor de Dios.
En el islam, la hermandad sufí, dedicada a la pobreza, la contemplación y
la renuncia de los deseos, dio credibilidad a las reivindicaciones
musulmanas de ser más que una forma de ordenar la sociedad. A pesar de
la ruptura violenta entre suníes y chiíes, las guerras entre los califas
rivales, y la corrupción en los califatos, el movimiento sufí confirmó
que el corazón del islam era la relación humana con Alá. Los sufíes
entendían la "yihad al modo de Alá” no como una conquista de las
naciones infieles, sino más bien como una sumisión de uno mismo a la
voluntad de Alá, expresado por el esfuerzo constante de actuar en nombre
de "los compasivos, los misericordiosos”. Los místicos sufíes generaron
un sorprendente volumen de literatura devocional que describía esa vida
de santidad y llamaba a los demás a ella.
Desde las lecturas esotéricas del Corán y de los Jadices de Ibn
al-‘Arabi a la poderosa poesía de Julaladdin Rumi, los místicos del
islam impulsaron los límites del lenguaje y los símbolos del texto
sagrado en sus esfuerzos para extender el yo hacia lo verdaderamente
real, y produjeron literatura de una profundidad y belleza
sobrecogedoras. Rumi dice:
Morí como mineral y me convertí en planta, morí como planta y me
levanté animal, morí como animal y fui hombre. ¿Por qué debería tener
miedo? ¿Cuándo fui menos por morir? Aunque una vez más deba morir como
hombre para levantarme con los ángeles benditos; pero incluso de la
angelidad deberé morir: todo excepto Dios debe perecer. Cuando haya
sacrificado mi alma de ángel, me convertiré en lo que ninguna mente
concibió jamás. ¡Oh, déjame no existir! Porque la no existencia proclama
en tonos solemnes: "A Él hemos de volver.”
Al fundir con tanta creatividad la práctica exotérica y la pasión
esotérica, el judaísmo, el cristianismo y el islam reconocían que el
sentido más profundo de la práctica pública era la transformación del
alma individual y la búsqueda del Dios viviente. Pero en los siglos más
recientes se ha visto una constante disminución de lo esotérico en esas
tradiciones. Poco a poco el cristianismo ha ido sucumbiendo a la visión
del mundo de la modernidad, que rechaza e incluso ridiculiza la noción
de que una vida de renuncia puede ser un peregrinaje hacia Dios. Con el
derrumbe de un mundo lleno de milagros llega la pérdida de la creencia
sólida en una vida futura que contrapese este "valle de lágrimas”. En
los ojos de la modernidad, el concepto de autorenuncia parece una forma
de psicopatología. La reciente "vuelta hacia el mundo” de Thomas Merton,
por ejemplo, es celebrada precisamente porque privilegia lo activo
sobre lo contemplativo, el compromiso político sobre el retiro
monástico. Las casas contemplativas apenas sobreviven; las órdenes
religiosas deben tener un "apostolado” concebido en términos
expresamente sociales. La marginalización de la mística en el
cristianismo alcanza su cumbre en movimientos como el evangelio social o
la teología de la liberación, para los que la vida esotérica de la
mística es, en el mejor de los casos, una forma de autoindulgencia, y en
el peor, contrarevolucionario.
En el islam, la expulsión del sufismo ha sido aún más severa. Los
movimientos "reformistas” iniciados en el siglo xviii en Arabia Saudí
por Mohamed ibn Abdul al-Wahhab, y en el siglo xix en Argelia por
Mohamed ibn ‘Ali as-Sanusi, empezaron a cuestionar la centralidad del
sufismo. Al-Wahhab en particular, un antiguo sufí, veía el misticismo
como una distorsión del auténtico islam, y lo condenaba por
sobrenatural, individualista y peligrosamente superficial sobre las
formas externas. Sus reformas desplazaron el énfasis de los líderes
espirituales hacia el establecimiento de un estado islámico, y
despreciaron la comprensión espiritual sufí de la jihad en favor de una
política. Lo esotérico, la lectura mística del Corán de los sheikhs, ya
no dominaba el islam, y en su lugar reinaba el programa "original”,
exotérico y político del profeta. De este modo, el axioma oído a menudo
de que uno sólo puede ser verdaderamente musulmán en un estado islámico
se fue convirtiendo en una convicción profunda que chocaba con el
espíritu sufí.
El judaísmo, como he sugerido, ha conjugado mejor su parte esotérica y
exotérica. La mística, porque sigue siendo una manera fundamental e
inseparable de ser religioso, continúa atrayendo a gente asociada con
las tres religiones. Pero extirpada de las grandes tradiciones
exotéricas, la mística sufre una quizá inevitable trivialización. La
cábala promovida por Madonna y otros famosos es irreconocible como
expresión de la sabiduría de la Torá, y de hecho es casi completamente
ajena a las convicciones y prácticas específicas del judaísmo. El
sufismo popularizado por Idries Shah (1924-96) e Inayat Khan (1882-1927)
es una forma de control mental divorciada del Corán y los Jadices, y se
propaga como una forma de sabiduría universal. En el cristianismo, el
"nuevo gnosticismo” seguido por los devotos de los laberintos y los
talleres de autoayuda se salta los dogmas del cristianismo por
"subdesarrollados”.
Tales formas desarraigadas de mística no pasan de ser extrañamente
superficiales precisamente porque no sacan ninguna enseñanza de las
grandes tradiciones exotéricas. La cábala lejos de la observancia de la
Torá es una actuación teatral; el sufismo desconectado de la sharia es
teosofía vaga, y la mística cristiana que no se centra en la eucaristía o
la pasión de Cristo deriva en una especie de autocomplacencia. De un
modo paradójico, fue el marco exotérico el que permitió a lo esotérico
profundizar en lugar de flotar en una fantasía vaporosa.
El control de la institución
Menos visible pero no menos significativo es el efecto negativo sobre lo
exotérico cuando la vida esotérica de la transformación individual no
es reconocida. Un sistema de leyes desconectado de una piedad profunda
es simplemente un instrumento de control social, una forma de política
pura y simple. Tanto si es un tribunal islámico que juzga una fatua para
castigar a alguien que ha insultado al profeta, o el Vaticano que
expulsa a un teólogo de una facultad universitaria por sospechas de una
cristología inadecuada, el hecho es el mismo: el control ejercido a
través de fuerzas coercitivas más que mediante la enseñanza, la
exhortación y el ejemplo. El fundamentalismo islámico copia el
fundamentalismo cristiano en este aspecto: pide una absoluta conformidad
externa en puntos específicos de creencia y práctica, mientras que pone
muy poca atención explícita en el intrincado y complejo proceso de la
santificación individual. Cuanto más se parece el catolicismo al estado
islámico, y cuanto más se parece el islam a cualquier otra forma
política del mundo, menos razón hay para conceder a estas religiones una
exención basada en la suposición de que representan un valor
trascendental o una visión sobrenatural.
Visto así, lo exotérico parece haber ganado, pero su victoria puede ser
sólo el preludio de la derrota de toda tradición por el secularismo. En
el grado en que el cristianismo y el islam son definidos por objetivos
mundanos y buscan cumplirlos a través de instrumentos políticos de
coerción y represión, ambas tradiciones son vulnerables a los desafíos
de los críticos seculares, que se preguntan si la visión de la sociedad
humana imaginada por estas religiones tiene algo especial que la haga
recomendable. Si la religión es sólo para esta vida, entonces debe
competir en el mismo plano con otras ideologías. No es impensable que
dichas ideologías puedan ofrecer una sociedad mejor y más humana que la
propuesta por una religión que ha sido vaciada de lo trascendente, y que
no tiene lugar para el espíritu que asciende hacia Dios.
Tomado de: http://www.elciervo.es/html/default.asp?area=articulo&revista=111&articulo=884
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