Aunque pueda parecer una provocación, el arte contemporáneo es ya
muy viejo. Tiene más o menos cuarenta años, y todavía sigue siendo
contemporáneo, aunque, por supuesto, ha ido cambiando con el paso de los
años. Una historia no escrita del arte contemporáneo recogería su
pujante nacimiento hacia 1960, su momento clásico durante los años
setenta, y su decadencia (o manierismo) desde finales de los ochenta.
La paradoja es puramente terminológica, ya que aquí usamos el término contemporáneo, no en su sentido de actual (tan actual
es un retrato del maestro Macarrón como una instalación de Muntadas),
sino en un sentido genérico que poco a poco se va imponiendo entre
sociólogos, historiadores y teóricos del arte, aunque sin que exista la
menor unanimidad. Quiero decir: lo contemporáneo como un género
artístico. Del mismo modo que puede hablarse del género naturaleza muerta o marina, también podemos hablar del género contemporáneo. La propuesta de llamar contemporáneo
a un género artístico que nació en los años sesenta del siglo XX y se
prolonga hasta nuestros días, supone que disponemos de una definición
unitaria, capaz de dar coherencia a prácticas artísticas tan disímiles
como el land art de Richard Long, el conceptual de Kosuth o los
performances de Beuys. Tal fue la propuesta de Nathalie Heinich en su
influyente Le triple jeu de l'art contemporain, publicado en 1998
y al que remitimos a los lectores que quieran conocer los aspectos
sociológicos del género. Sin compartir la totalidad de las tesis de
Heinich, el uso de contemporáneo en el sentido que ella propone
nos parece un recurso cómodo y riguroso para reunir una gran diversidad
de familias e individualidades. En otros trabajos históricos y teóricos,
algunas de estas prácticas artísticas se clasifican como
posvanguardias, neovanguardias, posmodernas, o no se califican de ningún
modo y se prefiere una descripción por individuos y grupos, como
minimalistas, conceptuales, accionales, performativos, inmateriales,
etcétera. Así, por ejemplo, la editorial Nerea está publicando una
benemérita serie (¡ya van por el título catorce!) en la que alternan los
individuos con los grupos. En cambio, Anna María Guasch, en su conocido
El arte último del siglo XX (2000), opta por reducirlo a un momento histórico (1968/1975) caracterizado por la desmaterialización de la obra de arte.
Si optamos por la propuesta de Heinich es porque creemos que lo que
aparece en los años setenta (y fundamentalmente en los EE.UU.) no sólo
puede llevarse hacia el pasado hasta enlazar con Duchamp, sino que
también puede lanzarse hacia el futuro y llegar a nuestros días. Si
hubiera que resumir muy brutalmente qué es el arte contemporáneo así
entendido (aunque no haremos otra cosa que resumir cómo es), habría que
decir que es aquel que se aparta de la tradición milenaria de las artes
occidentales, rompe con una historia museística que de hecho las
vanguardias habían continuado con candidez, y adopta una posición
reflexiva que no toma en consideración la obra o el artista como lo
esencial de la práctica artística. Como escribe Perniola (siguiendo a
Heinich), a los modernos les interesa la Obra y a los contemporáneos
les interesa la Conexión (el discurso, la acción, la situación, el
sentido), lo cual establece una distancia con respecto a grandes
artistas (pienso ahora en Anselm Kiefer, por ejemplo) que se mantienen
imperturbables en el movimiento moderno. Lo curioso es que en nuestros
días pueden convivir perfectamente y sin contradicción los últimos
modernos y los últimos contemporáneos, aunque unos y otros están
obligados a pensar en sí mismos como seguidores, continuadores o
finalizadores de algo que sucedió hace muchos años. Algo que para los
modernos comenzó con Cezanne y con la revolución de 1917, y para los
contemporáneos comenzó con Duchamp y con el estallido de la bomba de
Hiroshima.
El poder desintegrador de la bomba atómica, poder que
no tiene por qué ejecutarse fácticamente para ejercer su aniquilación
(del mismo modo que no fue necesario bombardear todas las ciudades
fortificadas cuando la artillería demostró su capacidad destructiva),
está en la esencia del arte contemporáneo, cuyo desarrollo tuvo lugar
durante los cuarenta años conocidos como equilibrio del terror.
Un
arte de la desintegración y víctima del terror ha de tener, no podría
ser de otro modo, cierta debilidad por la filosofía. Y viceversa.