Si lo fuimos ocasionalmente -porque hacía frío y
teníamos hambre y no había otro modo de conseguir proteína (canibalismo
de supervivencia)- o porque formaba parte de nuestras más antiguas
costumbres e instituciones (canibalismo cultural, canibalismo
aprendido), todavía no está universalmente claro. De vez en cuando nos
siguen llegando noticias del primero: el espanto se recubre de
desazonada comprensión cuando se piensa en los jugadores de rugby del
Stella Maris perdidos en la nieve de los Andes y supervivientes a cuenta
de la carne de los cuerpos congelados de sus compañeros fallecidos en
el accidente. Desde la epopeya de la balsa de la Medusa, que tan bien
plasmó Géricault, el naufragio es un ámbito propicio a la antropofagia:
sobrevivir es la primera obligación del ser humano. Menos comprensión y
un mohín de asco arranca el canibalismo «vicioso»: la historia tremenda
de Armin Meiwes y su víctima voluntaria Bernd Brandes -que aceptó por
Internet la invitación del primero a servirle de alimento y probó trozos
de su propio pene salteados en una cazuela- estremeció a la gente que,
poco antes, y en la pura ficción cinematográfica, había contemplado con
inocua repulsión cómo el exquisito gourmet Hannibal Lecter cocinaba en
una sartén los sesos del tedioso inspector Krendler (Ray Liotta), que
también los saboreó con deleite.
La Naturaleza, una vez más, plagiando
al Arte.
La creencia de que ingiriendo partes del cuerpo
del semejante -enemigo o no- el caníbal se apropia también de algunas de
las prendas (físicas o espirituales) que le habían adornado, es algo
que también apunta Freud siguiendo una tradición naturalista. Hubo
quizás, en el nacimiento del Estado y en la institucionalización de las
religiones, asesinatos (y banquetes caníbales rituales) del padre a
cargo de los hijos (la réplica a la ordalía de Cronos), así como
fundacionales teofagias olvidadas. Quizá la creencia -dogma desde
Trento- en la Transubstanciación sea la más reiterada reminiscencia
antropológica de nuestra primerísima religiosidad: a través del pan
comemos cuerpo, a través del vino bebemos sangre.
Un importante libro recientemente traducido al
inglés, An Intellectual History of Cannibalism (Princeton University
Press), del rumano Catalin Avramescu, reconstruye las diferentes etapas
de la historia del canibalismo para centrarse en su importancia como
concepto, algo que tuvo la máxima vigencia en los tres siglos siguientes
a la época de los grandes descubrimientos y que, posteriormente, fue
perdiendo significación en el instrumental teórico de filósofos,
teólogos y pensadores políticos de la modernidad. A Avramescu le tiene
sin cuidado la existencia real o no de los caníbales: lo que le preocupa
es lo que esa presunta existencia suscitó en los grandes debates en
torno a la ley natural, de la que la ley civil presuntamente derivaba.
Si la moralidad es innata, ¿cómo se explica el caníbal? ¿Quizá como la
más feroz representación de la hobbesiana guerra de todos contra todos,
antes de la fundación de Leviatán?
Hasta llegar a nuestro actual relativismo
antropológico (ya apuntado en Montaigne y en algunos pensadores del
Barroco), epílogo sin gloria de la historia intelectual del caníbal, la
antropofagia (real o supuesta) de los pueblos salvajes se convirtió en
la piedra de toque de las políticas imperiales. Si los caníbales,
ignorando las leyes que la naturaleza ha dictado a los seres humanos,
participan de la naturaleza amoral de las bestias, su conquista,
sometimiento y esclavitud -y la confiscación de sus tierras y
posesiones- están plenamente justificadas. Lo que dio origen a prácticas
denostadas por algunos de los más brillantes teólogos españoles
-Vitoria, Las Casas- y cuyo eco resuena incluso en las reflexiones de un
personaje de ficción como Robinson Crusoe, quien, a pesar de su espanto
ante la antropofagia de los salvajes de la tribu de Viernes, resuelve
no proceder contra ellos, argumentando para sí mismo -con la inequívoca
pasión antiespañola de Defoe- que si los atacaba «estaría actuando con
la misma barbarie con la que se habían comportado los españoles en
América, al aniquilar a millones de salvajes» ignorantes del terrible
significado de sus acciones y que, por tanto, no habían podido sufrir
«el reproche de la conciencia ni la reprobación de la inteligencia».
Avramescu se lamenta de la extinción (a partir
de finales del xviii y el ascenso del romanticismo) del canibalismo
teórico, que tanto había servido como acicate para los grandes debates
de nuestra primera modernidad. Respecto a si hubo o no alguna vez
canibalismo «cultural», no es un asunto que le preocupe. Más llamativa
en este sentido resulta la no mención -salvo en la bibliografía- de una
obra fundamental en el revisionismo antropológico poscolonial de los
años ochenta del siglo pasado: me refiero al libro de William Arens The
Man-Eating Myth, en el que se ponía en cuestión la existencia del
canibalismo histórico argumentando la carencia de testimonios
verdaderamente fiables. Para Arens la ideología del canibalismo fue un
mero constructo intelectual al servicio del colonialismo.
Pero -más allá de la patología y de la excepción
de la supervivencia- la ciencia y la arqueología demuestran que aquí y
allá hubo antecesores nuestros caníbales, lo que nos confirma en nuestra
sospecha más interiorizada. Y cuyo horror recorre subterráneamente
nuestra cultura convirtiéndolo en el último gran tabú de una
civilización que, a estas alturas,se lo ha perdonado casi todo.