Marion von Osten
¿Cómo se
corresponde el actual discurso hegemónico sobre la creatividad, las creative
industries y el papel de los y las artistas como modelo de la New Economy
con el ámbito de los y las productores y activistas culturales, y qué
diferencias se articulan entre ellos? Con el fin de enfocar el lugar en el cual
se ubica el problema, quiero plantear en primer lugar la pregunta sobre la
propia existencia de las llamadas creative industries que nos ocupan
teórica y políticamente, y contra cuya imposición luchamos; sobre si acaso nos
encontramos ante un campo plagado de visiones políticas cuya voluntad es efectivamente
la de privatizar el sector cultural en todos sus aspectos, aunque aún no se
haya puesto en marcha la construcción de una industria en cuanto tal. Creo que
este no es el caso de Gran Bretaña, donde surgió el discurso sobre las creative
industries y se resituó y reorganizó la producción cultural, ni el de
Alemania, donde el canciller Schröder, con un éxito variable, ha instaurado una
transformación dirigida a la culturalización de la economía y a la consecuente
economización de la cultura. ¿Hemos llegado por lo tanto a un punto en el que
las interacciones sociales y las formas de trabajo autónomo posibilitan un
camino autoorganizado con el propósito de regir la propia vida, pero que al
mismo tiempo son explotables por el capital como recursos inmateriales? ¿O nos
encontramos dentro de un proceso de transformación en el que los resultados de
las diferentes interacciones en el ámbito de la cultura son en parte generados
industrialmente y cada vez más exclusivamente dominados por intereses del
capital? ¿O acaso existe, como afirman muchos críticos desde Adorno, una
contradicción insalvable en el devenir industrial de las producciones
culturales, es decir, en la medida en que éstas, en tanto que «creatividad», no
pueden tener simplemente nada que ver con la esfera económica?
Partiendo del
hecho de que nos encontramos en medio de todo esto quisiera proponer una
inflexión en nuestro discurso, puesto que estar en medio significa que
todavía existe un espacio para influir o cambiar el discurso; también el propio.
Para ello, en contraposición con algunas posturas teóricas, quisiera analizar
la creatividad no como un concepto inocente, sino como un concepto discursivo,
que posee su propia genealogía dentro del proceso de secularización y dentro de
la constitución del sujeto moderno, y que adquiere un lugar central en la forma
social de las sociedades capitalistas. La idea de que la producción en masa de
bienes culturales conduce de forma inmediata a su banalización no va a formar
parte tampoco de mi argumentación. Me interesa mucho más la función simbólica
del debate sobre la creatividad y las creative
industries dentro de una representación culturalizada de los procesos
políticos, económicos y sociales. A todo esto quisiera añadir que no pienso que
existan todavía las llamadas creative industries. Lo que ya existe,
sobre todo, es una voluntad internacional de materializarlas pronto, así como
un discurso sobre ellas, del que participamos de forma crítica y del que en
consecuencia formamos parte.
Desde hace
unos años se puede percibir un cambio en la perspectiva sobre el concepto de
«industria»; este cambio consiste en la consideración actual de que lo social y
lo cultural pueden convertirse en parte en procesos industriales y
tecnológicos. Encontramos ejemplos de este fenómeno en los actuales debates
sobre las capacidades o las capacitaciones cognitivas en general, que deben ser
ya aprendidas o poseídas por los nuevos sujetos del trabajo en las sociedades
postfordistas; tal es el caso de la competencia social, la creatividad y la
inteligencia, que se discuten y representan hoy en día como unidades
abstractas, separadas las unas de las otras. Las preguntas sobre qué, por qué y
para quién se puede alcanzar algo con esas capacitaciones no parecen relevantes
en esos contextos. La capacitación social y cognitiva es tratada en sí misma
como un recurso y como un valor, como un recurso que puede producirse y
mejorarse a través de métodos de adiestramiento o que puede ser explotado por
el capital. Pero esto sólo puede suceder en tanto que estas capacitaciones son
conceptualizadas como no-relacionales y separadas entre sí, en tanto que son
elevadas al rango de entidades desde el punto de vista popular o científico. Un
buen ejemplo de ello es la exigencia de una «formación continua», que es
aislada como proceso y presentada como valor en sí. El concepto «formación
continua» ya no se plantea qué y con qué razón debe aprenderse, sino que el
propio proceso de aprendizaje se valora de forma positiva. No se trata, por
tanto, de aprender para algo, sino del aprendizaje de una disposición a
aprender, la cual está pensada para un sujeto orientado al mercado y siempre
adaptable a los cambios de condiciones. El sujeto, conceptualizado de este
modo, mantiene una actitud de disposición que está en dependencia con cada
situación y es «entrenado» para incorporar de forma racional su capacitación en
el momento correcto. Este sujeto es contingente y dependiente del contexto al
mismo tiempo que tiene que actuar y decidir de forma autónoma.
Paralelamente
a esta nueva concepción del sujeto del trabajo se crean paquetes fragmentados
de procesos cognitivos que pueden procesarse industrialmente en un futuro.
Estos procesos de abstracción, así como el establecimiento de tecnologías para
la mejora y optimización de las capacidades cognitivas, se pueden ver como
análogos a los procesos y tecnologías clave de la industria que se
desarrollaron durante la época de la industrialización. Allí se abstrajeron y
fragmentaron los movimientos del cuerpo y se sincronizó el cuerpo de los
trabajadores y las trabajadoras con la máquina, a pesar de que sólo eran
necesarios unos poco movimientos para los procesos maquínicos. Se entrenaron e
investigaron los procesos de movimiento. Después de que se realizara plenamente
la gestión cuerpo-máquina del taylorismo, es decir, cuando ya estaba
internacionalmente estandarizada la relación entre cuerpo, máquina, gestión y
ciencia, la época industrial y la producción de masas vivieron su época de
florecimiento. Una época en la que, no obstante, las luchas laborales también
empezaron a cosechar sus éxitos. El análisis marxista del capital y su relación
con la fuerza de trabajo se tradujo en la cotidianeidad, al tiempo que se
materializó en experiencias políticas en el puesto de trabajo y en
organizaciones y partidos.
Con este
trasfondo, el discurso actual sobre las creative industries (que postula
que los procesos de la industria se podrían aplicar a las formas de producción
de conocimiento y de cultura organizadas de forma autónoma o particular)
tendría que pensarse más bien como una tecnología que no sólo intenta movilizar
y capitalizar sectores culturales específicos, sino que piensa una nueva
relación de los sujetos de trabajo con la valorización, la optimización y la
aceleración. Este otro planteamiento es necesario porque lo que se olvida a
menudo en los debates sobre las creative industries es que el discurso
sobre la creatividad y el trabajo cultural ejerce su influencia en la
comprensión y la conceptualización del trabajo, la subjetividad y la sociedad
como un todo. Con el vocabulario de la creatividad y la referencia a la vida y
a las biografías laborales de la bohemia se da una transformación de la
sociedad que afecta tanto a los programas políticos en concreto como a toda la
esfera de la política, incluida nuestra crítica.
El creador de
nuevas ideas
El
sujeto-artista, el intelectual y el bohemio son construcciones específicamente
europeas. Desde el siglo XVI, la capacidad creadora, creativa y productora de
mundos empezó a dejar de verse como algo estrictamente divino o a entenderse
(también) como una capacidad humana unida a una forma de producción específica
que ponía en relación facultades intelectuales y manuales, y que se distinguía
de las actividades puramente artesanales. El concepto de «creatividad»
comprende en esta interpretación la reflexividad, el conocimiento de técnicas y
la conciencia sobre la contingencia de los procesos de creación. La creatividad
fue definida en el siglo XVIII como la característica principal del artista
que, como «creador» autónomo, produciría de nuevo una y otra vez el mundo. En
la forma social capitalista en construcción, los conceptos de «talento» y
«propiedad» se unieron a esa representación masculinamente connotada de un
sujeto genial y excepcional. El «talento creador» y el «ser creativo» sirven
desde entonces al individualismo burgués como una paráfrasis más general para
referirse al pensamiento y el hacer creativos en un sentido económico y
cultural.
El proceso de
culturalización del trabajo y la producción se basa por ello tanto en el
discurso eurocéntrico de la «creación creativa» como en las formas de
producción de imágenes referidas a unos regímenes específicos de la mirada.
Éstos se formaron en el interior de marcos institucionales como el museo y la
galería, y surgieron en el contexto de los discursos culturales centrales de
las ideologías del Estado nación en el siglo XIX.
La figura del
artista como figura excepcional, como creador o creadora de innovaciones en la
producción, de conceptos de autoría y de formas de vida, circula en diferentes
discursos actuales sobre el cambio social. Aún más, el sujeto excepcional de la
modernidad —el artista, el músico, el inconformista y el bohemio— desempeña el
papel de modelo en los actuales debates de la Unión Europea sobre política
laboral y social, en primer lugar —y de forma significativa— en Gran Bretaña,
pero también en Alemania y en Suiza. Angela McRobbie escribe sobre ello en su
influyente texto Everyone is Creative: artists as new economy pioneers?:
«Un modo de aclarar el tema consistiría en examinar los argumentos exhibidos
por este gobierno pretendidamente "moderno” que, desde 1997, ha intentado
abogar por las nuevas formas de trabajo en la medida en que éstas encarnarían
el auge de una economía cultural progresista e incluso liberadora de los
individuos autónomos: el correlato social perfecto de la política
postsocialista de la "tercera vía”».[1]
La figura del
y de la artista —o de los «cultural-preneurs»,[2]
tal y como los ha llamado Anthony Davis[3]—
parece encarnar en el debate político la exitosa combinación, hoy por todos
anhelada, de un abanico ilimitado de ideas, una creatividad a plena disposición
y una automercantilización inteligente. Esta posición subjetiva fuera de la
corriente dominante de las fuerzas de trabajo es presentada como una motivante
fuente de productividad, y festejada como creadora de nuevas ideas subversivas
y de innovadores estilos de trabajo y vida (lo que incluye una apasionada
entrega a los mismos). Esto se debe, entre muchas otras razones, al hecho de
que hace tiempo que fueron desreguladas las condiciones institucionales y
organizacionales, y a que la estereotipada biografía masculina del trabajo para
toda la vida está completamente erosionada. Es por ello que resulta difícil determinar
y definir cómo, cuándo y por qué se puede distinguir entre trabajo y
no-trabajo, desde la perspectiva de aquellos grupos cuya orientación se basa en
un tipo de biografías estables a largo plazo, como son los partidos burgueses o
de los trabajadores. El o la artista se muestra como la figura de referencia
para comprender esta relación, o sirve al menos como significante para
transmitir a un gran público una nueva comprensión de la vida.
En los debates
políticos habituales de Gran Bretaña o Alemania, la protección a los empleados
o a los parados se hace depender de su disposición a ajustar su tiempo de vida
y su tiempo de trabajo a la «productividad» requerida. Actividades que hasta
ahora se percibían como privadas se evalúan hoy según su función económica. El
«trabajador-empresario» y la «trabajadora-empresaria» han de ser al mismo
tiempo el o la artista de su propia vida. Exactamente en esta mistificación de
la excepción, que defiende el trabajo del o de la artista como autodeterminado,
creativo y espontáneo, es en la que se basan los eslóganes de los actuales
discursos sobre el trabajo. Esto se muestra claramente en la retórica de la
Comisión Hartz en Alemania, en la que las personas sin empleo aparecen como freelance
y artistas con motivación, y se designa como «los y las profesionales de la
nación» a periodistas y otros trabajadores y trabajadoras autónomas o sin
contrato.[4]
El sujeto
excepcional clásico, incluida su situación ocupacional precaria, ha adoptado en
el actual discurso económico el papel de un actor económico. En los discursos
de los managers, en las asesorías, trainings y consultorías, así
como en la literatura que los acompaña, el pensamiento y la acción creativa no
se espera ya de artistas, curadoras o diseñadores. Los nuevos empleados
flexibles y temporales son los clientes del creciente mercado de la publicidad
creativa, equipados con sus correspondientes folletos, seminarios y softwares.
Estos programas de formación, técnicas de aprendizaje y métodos de creación de
herramientas diseñan al mismo tiempo nuevas formas potenciales del ser. Su meta
consiste precisamente en «optimizar» el sí mismo deseado. El training
creativo «exige y posibilita»[5]
una liberación del potencial creativo, sin tener en cuenta las condiciones
sociales existentes que podrían suponer un obstáculo para ello. Por un lado, la
creatividad aparece aquí como la variante democrática del genio: la
capacitación le es dada a todo el mundo. Por otro, se exige de todo el mundo
que desarrolle su potencial creativo. La llamada a la autodeterminación y a la
participación ya no señala sólo una utopía emancipadora, sino también una
obligación social. Los sujetos acatan aparentemente estas nuevas relaciones de
poder por voluntad propia. En palabras de Nikolas Rose, son «obligados a ser
libres», y con ello empujados a la mayoría de edad, la autonomía y la
responsabilidad sobre sí mismos. Su comportamiento no tiene que estar regulado
por un poder disciplinario, sino por técnicas «gubernamentales» basadas en la
idea neoliberal del mercado autorregulado. Estas técnicas tienen como finalidad
movilizar y estimular más que disciplinar y castigar. El nuevo sujeto
trabajador debe ser tan flexible y contingente como el mercado mismo.
La exigencia o
el imperativo de ser creativo[6]
y ajustarse a las relaciones de mercado está íntimamente ligado a una
concepción muy tradicional de la producción artística, esto es, a la idea de
que el único ingreso del o de la artista proviene de la venta de sus productos
en el mercado del arte (un mito que, por otro lado, hoy en día parece
constatarse de forma vehemente). Pero desde este punto de vista hay una
diferencia importante con respecto al ámbito del discurso del manager:
el fracaso en el mercado se valora de forma muy diferente a como se hace en el
ámbito artístico. El o la artista que fracasa en el mercado puede validar otras
posiciones de sujeto y modificar formalmente el fracaso. La figura del o de la
artista desconocida o aún no descubierta se puede desplazar en cualquier
momento desde la falta de éxito y legitimar así el fracaso con frases como «los
tiempos aún no están maduros», «la calidad terminará imponiéndose» o «el
reconocimiento ya llegará» (como muy tarde, después de la muerte). Este mito
del o de la artista fracasada, desconocida, pero con un talento incomprendido,
no es precisamente fácil de integrar en el discurso del manager.
Tendremos que esperar todavía un tiempo para ver al empresario convertido en
objeto de investigación científica algunos años después de su
muerte/bancarrota. O para que se le dedique una retrospectiva póstuma con
catálogo incluido en el MoMA, además de un lugar en el Hall of Fame
—después de su muerte— al parado comprometido, motivado, flexible y móvil, pero
sin éxito, o a la desempleada que no ha gozado nunca de oportunidades en el
mercado laboral de su época.
A pesar de
todo, la subjetividad del no-reconocimiento está integrada ya en la
autodescripción del trabajador o trabajadora inmaterial. El artista como modelo
para la autodescripción de la nueva fuerza de trabajo flexible se puede
encontrar en distintos estudios publicados recientemente en Alemania,
especialmente en el sector de los medios de comunicación y en las nuevas
tecnologías. Un estudio de T-Mobile Alemania ha mostrado, por ejemplo, que la
limitación que provoca la temporalidad o la humillación que supone tener un
trabajo mal pagado es interpretada por muchos empleados y empleadas como una
etapa de transición, como una experiencia de corta duración que pronto será
superada y desembocará finalmente en el trabajo deseado: aunque el camino hasta
allí puede ser difícil, la meta está claramente definida. De este modo se
forman subjetividades contingentes que corporeizan como experiencias
individuales positivas las funciones fallidas del libre mercado; las
privatizaciones y transformaciones estructurales del ámbito político, social y
económico son tratadas como desafíos personales.
La mitología
de los procesos de producción artística proyecta hoy la imagen de un estilo de
vida metropolitano en el que el trabajo y la vida se desarrollan en el mismo
lugar —en el bar o en la calle— y al que además se vincula la ilusoria
posibilidad de poder gozar del placer de la musa. El pensamiento de la
flexibilidad y la movilidad se remonta precisamente a esa tradición del
inadaptado y, como ha señalado Elisabeth Wilson,[7]
a aquella generación de artistas que intentaron huir del dictado moderno de la
disciplina y el racionalismo. El estatuto social y el capital cultural que
pende de la imagen del y de la artista remiten también a una forma del trabajo
más elevada, en cierto sentido ética, que puede rechazar la obligatoriedad de
los regímenes disciplinarios y que está destinada a algo «mejor». El estudio
del artista se ha convertido en un sinónimo de la unión de tiempo de trabajo y
tiempo de vida, y también de la innovación y la multiplicidad de ideas. Es en
esta dirección en la que la ideología neoliberal, vista desde su dimensión
estética, que rige ahora mismo la configuración del hogar y del despacho para
convertirlos en «espacios vitales», podría materializarse plenamente. Los
sujetos son emplazados en nuevos entornos y las ocasiones de crear nuevos
estilos de vida vinculadas a este hecho no hacen sino proliferar ante ellos. De
esta forma, la experiencia estética compartida se vuelve instrumento de
iniciación. El estilo de trabajo y de vida atribuido originariamente al artista
promete en toda Europa una «nueva experiencia vital urbana». Ahora mismo,
cuando se piensa en un loft no se piensa sólo en el estudio del artista en una
antigua nave fabril o en una buhardilla, sino que se describe una determinada
tipología de vivienda, una planta diáfana que deriva de la estructura del
taller artístico. En la competencia europea por las ventajas (de los
emplazamientos) locales en el mercado global, el vocabulario culturalizado no
puede pensarse sin la reestructuración de los mercados laborales y la
gentrificación de los barrios en los años noventa. Las metrópolis mediáticas,
como forma especial de las ciudades globales, en las que se movilizan sobre
todo los «jóvenes creativos», están arraigadas, si hacemos una comparativa
global, sobre todo en Europa. Aquí se hace patente también una nueva jerarquía
geográfica: la culturalización de la economía basada en discursos eurocéntricos
que ayudan a reforzar los privilegios. Al mismo tiempo se han legitimado los
recortes presupuestarios en los ámbitos sociales y culturales a través del
paradigma de la «responsabilidad de sí» o de la «autoorganización» de los y las
productoras de cultura como empresarios o empresarias. Éste es el concepto
nuclear de la ideología de las creative industries en el marco de la
representación de la economía, que a su vez se funda en el «talento» y en la
propia iniciativa.
Figuras de
resistencia
Los discursos
mencionados más arriba no son marginales, sino que tienen consecuencias en la
sociedad entera, puesto que encubren al mismo tiempo las condiciones de
producción reales en los fragmentos aún vigentes de la producción industrial,
así como las precarias relaciones laborales del sector servicios y del ámbito
de la producción artística y el diseño. La realidad de las relaciones de
producción englobadas bajo el constructo de «los creativos» (artistas que
trabajan como freelances, trabajadores y trabajadoras del mundo de la
comunicación, diseñadoras multimedia, gráficas o de sonido) es absolutamente
distorsionada e idealizada en estos discursos optimistas. Pero precisamente
esta mitificación de la imagen del sujeto excepcional «artista», ligada a una
racionalidad laboral específica, así como de los métodos de la responsabilidad
de sí, la creatividad y la espontaneidad con ella asociados, se transforma en
una fuente creadora de conceptos clave para el discurso actual sobre el trabajo
(como se puede leer en la mencionada retórica de la Comisión Hartz en Alemania)
en el que tanto las personas empleadas como las desempleadas tienen que mutar
en freelances motivadas.
De este modo,
al tiempo que se normalizan los salarios bajos y la inestabilidad económica en
la escena artística, gráfica y de la moda, la imagen de prosperidad de las creative
industries sirve también, como escribe el sociólogo Andreas Boes, para
revalorizar las condiciones y las relaciones laborales en el ámbito de la
industria mediática y de las nuevas tecnologías, tomando prestado el imaginario
de la bohemia. A pesar de su quiebra económica, el sector de las nuevas
tecnologías y de los medios de comunicación, que se remite permanentemente a la
imagen del y de la artista, ejerce una influencia central en el modelo de
trabajo, como en su día lo hizo la industria automovilística taylorista y
fordista. Tal y como se comprueba en la emulación del estilo de vida bohemio en
el ámbito de las nuevas tecnologías, hay mucho que aprender todavía de esa
adopción del «lenguaje de lo cultural» en el discurso sobre el trabajo: las
formas de circulación cotidiana de los discursos, los efectos que producen en
la formación de sujetos y la relación entre adaptación, fracaso y resistencia.
Puesto que hasta ahora la erosión del viejo paradigma de producción, así como
las nuevas condiciones laborales y su remisión a las «prácticas artísticas» han
sido analizadas casi exclusivamente desde la lógica del «trabajo industrial» o
desde el punto de vista de las biografías laborales estables, que hacen sólo
referencia al hombre blanco que trae el pan a casa y alimenta a la familia
dentro de las sociedades occidentales. Con excepciones muy contadas, no ha
habido hasta ahora prácticamente ninguna corriente que haya investigado los
fenómenos mencionados en el marco conceptual de sus fundamentos culturales y
sus efectos. Las actuales relaciones de producción, que se desarrollan en el
constructo de «la producción creativa» y que a su vez lo conforman, se ven
idealizadas o difuminadas en el discurso optimista que hemos mencionado.
Asimismo, tampoco se le concede prácticamente ninguna atención a los actores de
dicho constructo, a sus motivos y a sus deseos.
Con estas
reflexiones en mente inicié en el año 2001, junto con otros y otras colegas,
una serie de estudios y proyectos en los que han desempeñado un papel decisivo
las entrevistas a productores y productoras de cultura en distintos ámbitos de
experiencia.[8] En el
Institut für Theorie der Gestaltung und Kunst de Zúrich pude llevar a cabo una
primera investigación (a la que me voy a referir más adelante) en el marco de
la exposición y el proyecto de investigación Be Creative! Der kreative Imperativ [Be Creative! El imperativo
creativo], que se realizó en el año 2002.[9]
Ahí empecé a mantener conversaciones sobre el trabajo cultural con algunos
segmentos autoorganizados del diseño y del trabajo multimedia, que a su vez se
reflejaron en un proyecto fílmico que se estaba realizando para la exposición.
La investigación, con un método cultural y cualitativo, no obedecía al discurso
político de la transformación del trabajo asalariado, sino que se hizo el
intento de abordarla desde un punto de vista totalmente distinto. Esta otra
forma de aproximación me pareció necesaria para el desarrollo de una teoría de
lo social que se desvinculara claramente del pensamiento de la productividad
acumulativa de la tradición materialista: en lugar de constatar que la vida
entera es economizada, intenté descubrir, junto con los «investigados e
investigadoras», qué ensayan los actores culturales, hombres y mujeres, en un
lugar concreto; qué tácticas o estrategias desarrollan para resistirse a ese
discurso dominante.
En la
primavera de 2002 inicié una serie de conversaciones sobre las actuales
relaciones de producción en los «edificios de estudios y oficinas», unos
espacios en los que la norma la constituye una producción cultural híbrida
entre arte, grafismo, periodismo, fotografía, multimedia y producción musical.
El edificio en el que se centraba la investigación pertenecía a la empresa
SWISSCOM antes de ser arrendado a finales de los años noventa por diferentes
grupos de productores y productoras culturales. El bloque fue gestionado desde
finales de los noventa por un grupo de artistas, periodistas y músicos
electrónicos que lo bautizaron como k3000.[10]
Se trataba de la apropiación del nombre de una gran cadena de supermercados
suiza que ya no existe, pero que era conocida por sus buenos precios. El
colectivo k3000 realquiló varias plantas a otros productores y productoras,
entre ellos diseñadores y diseñadoras gráficos y multimedia, sociólogos, así
como también artistas audiovisuales. Uno de los espacios de oficinas fue bautizado
como Labor k3000 [Laboratorio k3000], y en él se pusieron equipos multimedia a
disposición de todo el mundo, al tiempo que se compartían conocimientos
prácticos de forma colectiva. El grupo que conformaba Labor k3000 (al que yo
pertenezco) se dedicaba activamente desde 1997 a cuestiones de praxis artística
y producción cultural crítica.
En los
primeros pasos del arrendamiento de los espacios del complejo de oficinas de
SWISSCOM en 1998, la separación entre artistas plásticos y diseñadoras y
diseñadores gráficas y multimedia era aún muy clara, e incluso aunque se
celebraron muchas fiestas conjuntas, ambos grupos se diferenciaban en sus
posicionamientos políticos y en su relación con la teoría. Era común, por otra
parte, la referencia a la música electrónica, las modas y los estilos, es
decir, a la cultura de la fiesta de los años noventa. Sólo en los últimos cinco
años empezó a ser cada vez más común que las artistas y los artistas críticos,
junto con los y las activistas y los teóricos y las teóricas, llevaran a cabo
proyectos multimedia, abrieran listas de correo o produjeran periódicos,
proyectos de exposición, acciones y eventos. Esto era posible, en concreto, por
la propia estructura social y espacial del edificio de oficinas, una estructura
de acuerdo con la cual colegas, amigos y amigas provenientes de otros campos de
producción se implicaban en los proyectos y podían aportar sus ideas y
aptitudes específicas.[11]
El trabajo conjunto se basaba en una cooperación práctica y conceptual entre
los diferentes actores que formulaban sus objetivos: justo al revés de como lo
hacen las creative industries, ya que en contraposición a la exigencia
de creatividad, inteligencia, formación continua, etc., se trabajaba de forma
simultáneamente crítica y práctica.
También sobre
la base de estas experiencias y al hilo de mis investigaciones tuve que revisar
algunas de mis anteriores tesis sobre las transformaciones en las condiciones
de producción. Hasta ese momento, yo había defendido la posición según la cual
los ámbitos del diseño gráfico y multimedia encajarían perfectamente en el
proceso de culturalización de la economía, mucho más que la práctica artística
crítica. Tuve que corregir mis planteamientos a medida que las personas que
trabajaban en los ámbito de producción de diseño gráfico o multimedia
atesoraban ya las más diversas biografías como freelances o trabajadoras
y trabajadores autónomos, que además habían producido resultados muy diversos
y, por lo tanto, puntos de partida y desenlaces distintos. Y estas
transformaciones no podían atribuirse únicamente a la situación económica que
se había dado tras el quiebre de la New Economy.
Lo primero que
me sorprendió fue que los conceptos de estudio y despacho como espacios de
producción se habían ya mezclado hasta tal punto que tras veinte años de la
cultura del ordenador personal era sobre todo el estudio lo que, en la escena
del diseño y el arte de Zúrich y en contraposición al despacho, había
sobrevivido como modelo para la producción autónoma. Precisamente los
productores y las productoras multimedia y las diseñadores y los diseñadores
gráficos tendían cada vez más al concepto de estudio, que se traducía en el
equipamiento y la decoración de los espacios, por otra parte habitualmente muy
cuidados. Los artistas plásticos, en cambio, usaban conceptos como
«laboratorio» o «despacho» para describir un modo de producción más colectivo y
multimedia. Aun cuando ambos grupos trabajaban dentro de un mismo edificio,
estas denominaciones constituían decisiones estratégicas tanto para el grupo de
artistas críticos, como para el de los diseñadores y diseñadoras.
Los actores
con los que yo hablé (artistas incluidos) habían trabajado casi todos desde
principios hasta mediados de los años noventa en el ámbito de las aplicaciones
multimedia para consorcios multinacionales o en el sector publicitario. Fue
sorprendente descubrir que en 2002, es decir, sólo unos años más tarde, esta
experiencia en el ámbito de los «negocios» condujo al acuerdo unánime en «la
planta» de que había que evitar completamente trabajar en esos ámbitos
capitalizados de producción de imagen. Otro cambio consistió en el hecho de que
los clientes y las clientas, fueran quienes fueren, no eran ya invitadas al
edificio para firmar los contratos y cosas parecidas. Cuando había que negociar
algo, se hacía en la cafetería. La planta adoptó así una posición
diametralmente opuesta a las formas de comportamiento usuales de mediados de
los años noventa: ahora todos y todas querían ser algo totalmente distinto de
un edificio de oficinas, algo diferente a un puro lugar de producción para el
mercado y sus intereses de valorización.
Más allá de
esto, y para mi sorpresa, resultó que las conversaciones acerca de la escena
del diseño gráfico y multimedia dejaron de ser frecuentes, y, en
contraposición, se daban nuevas discusiones sobre las prácticas cooperativas y
las redes temporales y colectivas. La producción en «la planta» no funcionaba
en absoluto como la de la fábrica, sino de una manera completamente inversa a
lo que afirma, por ejemplo, Maurizio Lazzarato en su texto canónico sobre el
«trabajo inmaterial».[12]
En el ensayo de Maurizio Lazzarato se ponen claramente de relieve las
conexiones entre las nuevas condiciones de producción en el postfordismo y el
trabajo artístico-cultural. Lazzarato supone que las características de la
llamada economía postindustrial, en lo que se refiere tanto a sus modos de
producción como a las formas de vida de la sociedad en general, se expresan en
las formas clásicas del trabajo inmaterial. Aun cuando en los ámbitos de la
industria audiovisual, de la publicidad y el marketing, de la moda, del
software, de la fotografía y del trabajo artístico-cultural aparezcan de forma
completamente realizadas las «formas clásicas de trabajo inmaterial», quisiera
plantear aquí la necesidad de referirnos también a su potencial de resistencia
implícito, además de subrayar las tácticas cotidianas que se dan contra los
procesos de economización.
En las
mencionadas conversaciones que he podido mantener, las unidades separadas de la
planta se presentaban más bien como grupos cerrados de estudios-mónada que evitaban
de forma consciente la colaboración con el sector publicitario o los
departamentos de marketing; esto es, se resistían a trabajar para ellos o sólo
cooperaban con ellos cuando necesitaban dinero. Cuando se tenía que pagar el
alquiler o surgía la posibilidad de irse de vacaciones, entonces eventualmente
se cogía «un curro así». El grupo, sin embargo, no poseía una estrategia
política, no discutía sobre sus relaciones laborales en general ni sobre la
posibilidad de formar un sindicato o de transformar la sociedad. No obstante,
habían descubierto y creado modos de configurar su vida dentro de esta forma de
actividad autoorganizada y, en parte, independiente. Las diseñadoras y
diseñadores autónomos no funcionaban exactamente en la forma de una nueva industria,
sino más bien en el sentido de una «economía alternativa» que, por otro lado,
dependía en gran parte de los espacios culturales alternativos, las revistas
críticas, los proyectos culturales y los seminarios, con los cuales se
generaban unos ingresos pequeños pero aceptables. Estos espacios eran en su
mayoría los que se crearon a raíz de las inquietudes juveniles de principios de
los años ochenta en el marco de las luchas por los espacios culturales
alternativos en Suiza. Aunque la gente con la que hablé no había participado
políticamente en esas luchas, esos lugares constituían todavía un punto de
referencia en lo que se refiere a otras formas de vida, veinte años después de
las luchas en la calle y de las okupaciones.
En las
conversaciones, casi todo el mundo puso énfasis en el hecho de que rechazarían
un trabajo de cuarenta horas semanales, y esto no sólo porque el régimen
horario les pareciera demasiado paternal. Su rechazo a las «relaciones
laborales regladas» se basaba sobre todo en el hecho de que no podían soportar
ni querían apoyar la cultura empresarial y sus dinámicas sociales, y, por ello,
rechazaban la idea de someterse a una relación laboral jerárquica. Tal y como
descubrí, los trabajos en el ámbito del diseño y el multimedia ofrecen a los hombres
jóvenes la posibilidad de escalar socialmente, sin que estos tengan que
proceder necesariamente de familias de clase media. Sin embargo, este tipo de
trabajos no parecían poner en marcha transformaciones dignas de mención en las
dinámicas de género, a pesar de que el tema surgía una y otra vez en las
discusiones sobre la política del mercado laboral. Esto se podría atribuir, en
parte, a la diferencia adjudicada por la tradición en la relación diferencial
de hombres y mujeres con la técnica, pero también tiene que ver con toda
seguridad con una imagen anacrónica del artista como «genio solitario y
masculino». Ya que también la imagen de sí mismos que tienen los diseñadores y
diseñadoras gráficas se igualaba en el plano de la producción cada vez más con
la del artista (como autor único). Esta forma de autocomprensión les posibilita
entonces rechazar la imagen del diseñador como trabajador manual orientado por
el éxito, que sólo obedece a las exigencias de quien le ofrece trabajo. Esto
también puede observarse en la escena del arte, en la que una gran cantidad de
actores adoptan la imagen del o de la artista no por motivos de rentabilidad
económica, sino como una posibilidad de movilidad social que no está sólo
vinculada al dinero, sino que además sirve para describir otro estatuto social.
Dentro de la escena gráfica, el desplazamiento de la propia imagen hacia la del
artista se dirige más bien hacia el punto opuesto al éxito económico: a la
tradición del sujeto artístico incomprendido y fracasado, y a sus variantes
subculturales, con una vinculación muy vaga a la valorización de este modelo
por medio del capital.
La movilidad
citada anteriormente como razón para adoptar un estilo de vida bohemio no se
presenta o se debate sólo en los discursos sobre políticas del mercado laboral
y sobre el modelo de éxito económico, sino que también aparece en el campo de
las artes aplicadas. En este último caso, sirve para desmarcarse del ámbito
convencional de la empresa y los negocios. Para estos «jóvenes creativos y creativas»
las relaciones de trabajo precarias no son la mera expresión de unas relaciones
económicas, sino que se basan también en la elección de un estilo de vida. En
otras palabras, el trabajo independiente como freelance se vincula más
bien con una vida agradable, y se corresponde mucho más con el deseo de una
vida no preestructurada por otros que con una condición ocupacional permanente:
una vida que es precaria y no va a llevar nunca a la riqueza, por medio de la
cual no va a alcanzarse un estatuto social con el que llegar a ser
internacionalmente conocido; una vida, en fin, que supondrá vivir cómodamente.
Éste es un gran privilegio que no comparten la mayoría de los individuos a
escala global, y que muchos de nosotros y nosotras, teóricos y teóricas estresadas,
tampoco conocemos.
Esta economía
cultural residual existe sólo gracias a la existencia de una escena cultural
alternativa y de redes de instituciones alternativas que pudieron establecerse
en Zúrich o en otras ciudades por medio de las luchas en la calle. Esta
economía existe porque, en Zúrich, los y las jóvenes aún cobran el paro al
acabar su formación, y naturalmente porque existe una red de productoras y
productores culturales que están en relación con este mundo alternativo y sus
pubs, cafés y clubs, sus iniciativas políticas, sus trabajos temporales y sus
proyectos autoimpulsados, y porque siempre se encuentran los medios y las vías
para ganar algo de dinero e involucrar con éste a gente de la propia planta o
edificio, con el fin de incluirlos en sus pequeños, pero continuos, flujos de
dinero. Desde este punto de vista, se podría describir la economía residual
como un factor clave para las políticas culturales y el cuestionamiento de las
mismas a escala local.
Final
Aunque la
autocomprensión y la autoorganización del «sujeto artístico» como figura
histórica parezca corresponderse perfectamente con la fantasía de quienes
gestionan el mercado de trabajo y de quienes hacen apología de las creative
industries, el éxito de este vínculo resulta cuestionable tanto desde una
perspectiva teórica como epistemológica. Las formas de vida y de trabajo
artístico contienen fuerzas que no son completamente controlables, porque no
sólo coproducen sus propias condiciones, sino que también están implicadas en la
disolución de las mismas. Más allá de esto, los mitos de las formas de vida
artísticas no son empleados en exclusiva, bajo ningún concepto, por los
gestores de recursos humanos. Estos mitos pueden igualmente ser usados y
aprovechados por grupos sociales que en caso contrario quedarían expuestos al
silencio y al enmudecimiento en el interior de las estructuras de poder
existentes. La invocación de las figuras históricas de sujetos artísticos y de
formas de vidas estéticas no puede surgir sólo de la necesidad que el discurso
económico tiene de manejar datos cuantificables, ya que poner en perfecta
consonancia una forma de vida económica y otras formas de vida específicas
supone reducir la multiplicidad y el antagonismo que les son inherentes. El
discurso económico sobre la vida, sin embargo, logra ocultar esta insuficiencia
en su función ideológica.
Bibliografía complementaria:
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Hanns-Georg Brose y Ursula Holtgrewe, Telekom - wie machen die das? Die Transformation der Beschäftigungsverhältnisse bei der
Deutschen TeleKom AG, UVK, 2002.
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Lemke (eds.), Gouvernementalität der Gegenwart. Studien zur Ökonomisierung
des Sozialen, Frankfurt, 2000.
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Gouvernementalität II. Die Geburt der Biopolitik.
Vorlesungen am Collège de France 1978-79,
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Pieper y Encarnación Gutiérrez Rodríguez (eds.), Gouvernementalität. Ein
sozialwissenschaftliches Konzept im Anschluss an Foucault, Frankfurt-Nueva
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Marianne Pieper y Vassilis Tsianos (eds.), Empire und die biopolitische
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Zeitschrift für Soziologie und Sozialpsychologie, núm. 50, 1998.
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Menz, Alexandra Rau y Uwe Vormbusch (eds.), Ökonomie der Subjektivität -
Subjektivität der Ökonomie, Berlín, 2005.
[2]
Neologismo, síntesis de cultural enterpreneurs: empresarios culturales.
[N. del E.]
[4]
Tal y como cita Isabell Lorey en «Gubernamentalidad y precarización de sí.
Sobre la normalización de los productores y las productoras culturales»,
reproducido en este volumen.
[5] En el original alemán: «fördert und fordert», un juego con dos
palabras fonéticamente muy similares aunque con significados completamente
opuestos, y que juntas conforman esta expresión que se hace eco de la
ambivalencia del concepto de creatividad en las nuevas condiciones laborales.
[N. de las T.]
[6] Véase el
catálogo de la exposición organizada por Marion
von Osten y Peter Spillmann, Be Creative! - Der kreative Imperativ,
Zúrich, Museum für Gestaltung, 2002 (http://www.k3000.ch/becreative), y Marion
von Osten, «De doble filo. Crear una exposición-proyecto sobre las
transformaciones contemporáneas de la creatividad», en Brumaria, núm. 5,
Arte: la imaginación política radical, verano de 2005.
[7] Véase Bohemians.
The Glamorous Outcasts, Londres, I.B. Tauris y Rutgers University Press,
2000.
[8] Me remito como ejemplo, entre otras iniciativas, al trabajo del grupo
kpD/kleines postfordistisches Drama [pequeño drama Postfordista; su acrónimo
alude al del KPD: Partido Comunista de Alemania, de la extinta RDA], conformado
por Brigitta Kuster, Isabell Lorey, Katja Reichard y Marion von Osten (se
pueden consultar nuestros textos: «Prekäre Subjektivierung», Malmoe, núm. 7, 2005; y
«La precarización de los productores y productoras culturales y la ausente
‘vida buena’», edición multilingüe en transversal: investigación militante,
junio de 2005, http://transform.eipcp.net/transversal/0406/kpd/es); a las actividades a las que
invitamos en el marco del proyecto Atelier Europa en la Münchner
Kunstverein en 2004 (Angela McRobbie y Marion von Osten, http://www.ateliereuropa.com); o la aún activa Preclab Forschungverbund
Hamburg [Cooperativa para la Investigación de la Precariedad de Hamburgo].
Traducción de Gala Pin Ferrando y Glòria Mèlich Bolet, revisada por Joaquín Barriendos.
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