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18.35
SÍMBOLO Y ALEGORIA: APROXIMACIÓN AL ORIGEN DEL DRAMA BARROCO ALEMÁN

Daniel Rivallo Pena








Símbolo y alegoría no pueden transfundirse en sinécdoque. No hay por así decirlo coincidentia oppositorum entre estos dos delineantes de emblemas. La mirada del primero es aquella que indaga en la gran avenida, la idea central de totalidad engastada en el edificio de aquello momentáneo que de forma total discurre en lo abisal de su origen de forma necesaria con el rasgo de la brevedad incardinado en un carácter de momentaneidad como un ectoplasma que aparece de forma furtiva como un rapto de parvedad iluminando el conjunto de una noche mediante la crinolina del laconismo, mientras que la segunda sustituye la angosta calle por el pasaje que al atravesarlo ensancha su mirada al abrazar lo general buscando lo particular en la petrificación que eterniza el instante al que le seguirán otros que no serán los mismos, siempre atentos al discurrir histórico, sin momiviento durante momentos como exemplum de su propio significado pero desapareciendo de forma concomitante sin fijarse de forma definitiva ni trascender las instancias de lo natural ,no pudiendo redimir el dolor de la naturaleza y detener su curso tanto más cuanto la existencia del mal se encuentra inveterada en el mundo terrenal que llora la melancolía del hic et nunc en el fragmento y la confusión.

La mirada de lo alegórico penetra en la estequiotomía de lo natural introduciendo nuevas capas de significado al tiempo que lo simbólico se intuye totalmente de una vez en una mirada que comprende la totalidad momentánea. La temporalidad se introyecta como diferencia entre el símbolo y una alegoría que en su discurrir histórico se representa de forma dialéctica en cuanto historia natural obliterando el autarquismo compacto del símbolo al erigirse éste en signo primordial de la idea siempre idéntico a sí mismo, siendo la alegoresis el valido o la réplica de la idea con carácter de movilidad y dúctil en su progreso de modo sucesivo por el fluir de la temporalidad acompañando al tiempo en su propio discurrir. El símbolo rodea con la malla de la idea general lo concreto totalizándolo de forma instantánea en forma de marco conceptual presentándose con la acuidad del estatismo que no progresa y por tanto incapaz de iluminar el curso de la historia natural mientras que la transitoriedad alegórica presenta el marchamo de la evolución similar a las plantas que se desarrollan y progresan en la vida. Es por lo tanto la eternización del presente global lo que muestra el símbolo en un breve momento de tiempo, por el contrario, la alegoresis se precipita hacia el escorzo del progreso en una serie progresiva de acontecimientos que se fijan y se detienen en aquello que tienen de ruinoso y decante en el curso de la historia que transcurre. La mirada del símbolo se detiene en la eternidad efímera de las cosas, en la alegoría se petrifica el instante fugaz, souvenir convertido en muestra viva que ejemplifica en el recuerdo del pasado la ruina de un presente donde sólo quedan restos catasterizados en la emblemática calavera barroca donde se recoge el paso destructivo del tiempo que agosta la vida humana engullida en un desaparecer donde no existe la redención y todo es dolor y culpa orientados a la sinergia del pecado que no permite una salvación a la que en el renacimiento se accedía con la escalera de lo natural hacia la divinidad representada en la natura deorum creada por Dios, donde la representación de la cosa devenía en realidad significación de la misma dando lugar a las rebus o imágenes de cosas que llenaban todo tipo de objetos artísticos como ars de la iconología.

Los ojos del saturnino barroco no se posan en una única imagen ni se elevan a la trascendencia, yuxtaponen miríadas de significados en babélicos lenguajes rompiéndose de esta suerte la correspondencia entre significante y significado, donde la pernoctación de la catacresis acaricia el filo de lo arbitrario generando las antinomias de la contingencia en cuanto a cosas y relaciones que adquieren la devastadora plasticidad del significar en la medida en que al perder, en manos del demiurgo barroco el significado original, adquieren la capacidad de significar cualquier otra cosa distinta a aquella original que había devenido en el comienzo, tornándose anfibológico el objeto alegórico. Pero es ciertamente su carácter de ambigüedad lo que eleva de forma inconmensurable al objeto alegórico superando el orden de lo fijo, rompiendo la singénesis de la eternización del presente en el símbolo que da lugar en su caída de lo eterno a lo mundano y proyectando una sinterización de la alegoría expuesta a la presión que ejerce la ruina sobre el pensamiento. El tiempo se solidifica en el símbolo con el rostro de lo eterno, pero en el descenso hacia la natura identificada con el mal el propio símbolo sub contrario latet con el ropaje de lo teológico que intenta volver a modelar el mármol natural creado por Dios desde la azuela renacentista.

El barroco antes de ser diseccionado por el escalpelo teológico es un rostro en el que se imprime el transcurso histórico en una naturaleza caída, mortificada y decadente, fragmento que se conoce en el detalle monofisista de lo natural como eterna caducidad cuyo significado se dispersa y al que es necesario encontrar no tanto desde el conocimiento directo y continuo cuanto desde el conocer fragmentario que ilumina el todo introduciendo la muselina de lo extático simbólico a través de la arpillera histórica de lo alegórico de forma violenta mediante el shock que imprime la comprensión de aquello en tanto que «irrumpiendo desde las profundidades del ser intercepta a la intención en su camino descendente y le golpea en el rostro..». El germen del cristianismo se introduce ulteriormente en la alegoría barroca preñándola de resabios medievales que acentúan el fuerte pluralismo de significados que la alegoresis desplega en el interin de su aparecer, despojando a los antiguos dioses de la antigüedad de su significado inicial, haciendo aparecer en su lugar de contrabando los vicios y pecados que confluían en una suerte de demonología del infierno divino dentro de la escatología cristiana que hizo suya el alegorista barroco exorcizando esa parte de la cultura antigua que continuó existiendo gracias a la industria alegórica. Perdiendo la fe en los dioses clásicos se transformó su imagen volviéndose dúctiles instrumentos en el cálamo de creaciones poéticas que los convirtieron en arbitrarias abstracciones, preparando el aparato alegórico en el espacio del concepto mental, para posteriormente despojarlos de sus fantasmagorías y volver a cubrir de arreboles el pálido rostro en la transparencia de la palabra poética y en el emblema donde el alegorista hace de él un prótido cambiante cubriendo de grietas el porfido fijo.

La alegoría no solamente fijó su mirada en la caducidad de las cosas, el intento de ser un caleidoscopio de lo natural no podía abastecerse con el mito de una naturaleza caída fácilmente absorbida por la cogulla teológica que convertiría en universal este mal de la imperfección natural al elevarlo en la mitología cristiana a símbolo de la redención. La idea de culpa se petrificó para significar, la caducidad natural hubiera mitificado y convertido en símbolo a la natura, en cambio el concepto de culpa impidió que el objeto alegórico adquiriera pleno sentido y no se ensamblara dentro de una totalidad, moviéndose en arpegios hacia otras figuras de significación donde se conoció a Satán como récipe de todos los pecados humanos impidiendo la sola significación de aquello natural en un sólo objeto alegórico. No sólo la materia era depositaria del mal, la risa sardónica de Satán no hizo converger lo exangüe natural en un único significar, tanto más cuanto en la diástole de su propia risa conectó el exceso de significados con los diferentes objetos que se desplegaron en una espiral de cambios siempre nuevos y sorprendentes imposibilitando el envejecimiento del objeto alegórico en la ceca de lo siempre idéntico a sí mismo. Únicamente cuando se abrió la espita de su discurrir permaneció en reposo en un intermedio que ejemplificaba en el descanso el transcurrir histórico, como ocurre en el interludio de una composición musical cuando los instrumentos al mirar a otro lado tensan sus propias cuerdas para la reexposición final. La teología convirtió al diablo en emblema, lo despeñó hacia el símbolo haciéndole significar aquello que no era, espiritualizando la materia, despojándole de aseidad, convirtiéndolo en no ser alegorizando a la propia materia y al mal con aquello que no eran, esto es, el bien y el espíritu, lo eterno y la redención, fenómenos subjetivos engastados en formas alegóricas que mutilados de objetividad dejaron de existir. La cicatería cristiana del milagro de la resurrección en un más allá hizo que la alegoría deviniera un mito, en tanto en cuanto al petrificar el instante fugaz de duelo hacia lo que de ruinoso tenía el mundo, convirtió esta misma significación en nueva alegoría de un mundo eterno en el que la soteriología cristiana despojó a la naturaleza de la anfractuosidad del mal que se mudó en mero epifenómeno conceptual, fijando lo natural y la imperfección natural al mito de la redención parasiológica del más allá.

El significar alegórico penetra en el estoma de la forma natural animándola, lo infinito se humaniza en la physis, ya no debe dirigir su mirada hacia lo divino en la ordalía de la deidad. En el símbolo todavía se encuentran los ojos de la mitología, la expresión alegórica es un móvil que discurre dentro de la historia humana, la transfiguración de lo siempre ahí deja lugar a la eternización de lo cambiante, la naturaleza redimida en la emblemática de una economía de la salvación se transfigura en historia intempestiva quedando atrapada en un rostro caduco donde lo sido ha evolucionado hasta petrificarse en una calavera que no tiene rasgo humano sino cuencos de dolorosa historia secular introyectada por la muerte. «Mientras que en el símbolo, con la transfiguración de la decadencia, el rostro transformado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hipocratica de la historia se ofrece a los ojos del observador como pasaje primordial petrificado...A mayor significación, mayor sujeción a la muerte, pues es la muerte la que excava más profundamente la línea de demarcación entre la physis y la significación»[1]

La muerte puede adoptar mil vestiduras, pero si aparece maquillada desde la economía cristiana desnuda de misterio y con la promesa de ser una continuación de la vida del individuo en el más allá acaba convirtiéndose en mito universal. El óbito repentino, aquello que es necesario en la physis se presenta como lo determinante de la naturaleza y aparece en su conjunto de un solo golpe, cuando cada pieza que forma el maniquí de la mors se reparte por igual a todos, el conjunto aparece desfigurado y cada parte de historia se proyecta en el cotidie morimur como cese paulatino de la vida del individuo que muere a cada instante y cada uno de estos instantes es admonitorio de la definitiva cesación.

Mientras el símbolo posee una mirada totalizadora, la alegoría es de suyo dialéctica y vierte multiplicidad de significados en los objetos utilizados para significar, el primero de ellos tiende hacia la unicidad a través de la economía del no derroche natural, la alegoría por el contrario es el festín que se da la imaginación en la abundancia de imágenes quebradas, guarismos encofrados en imágenes visuales disidentes de totalidades orgánicas o naturalezas muertas. La dialéctica alegórica se expresa en la ruina y en sus caracteres de caducidad con el nombre de historia, el cáñamo de la logística de la alegoría barroca está hecha de escombros con alta dosis de significación, un pedazo de nobleza secular trasunto de la frugalidad de la vida dotado de la eternidad de lo caduco es un ars inveniendi de la fantasía creadora señalada como deturpante por la jerarquía espiritual de una naturaleza mítica que no conoce el dolor sino es para redimirlo en la eternidad donde no aparece la historia ni la mirada saturnina de aquellos que indagaban en el friso de la ruina convirtiendo en naturaleza caída aquello que lleva la runa de lo histórico.

Ese es su contenido de verdad, la factualidad que proporciona la historia al sustraerse de lo mítico y que al ser un contenido factual opera la transformación de los mismos en átomos de verdad.

Toda estructura mística de corte medieval aparece en un pendant descendiente de ahora actual y la paraisología adámica es balizada con el signo de lo temporal al deformarse de forma grotesca el símbolo en alegoría y aparecer en un proscenio una suerte de tableau vivant de estructura agógica por parte del director de escena alegórico. El plano fuga hacia personajes divididos en hemistiquios inmanentes y trascendentes mostrando la tensión entre ambos al tiempo que la novedad del objeto alegórico siempre en transfiguración de nuevas formas de significar, cambia su propia piel en el simple juego de las intenciones sin llegar a plasmarse en la continencia del rostro, lacerando siempre en movimientos, golpeando ad plus ire para no envejecer en la barrica de lo siempre idéntico a sí mismo, la prestidigitación alegórica no muere en el poso de un sólo significar como algo fijado.

La orientación de la teología cristiana hacia el mundo de lo invisible comprendió un camino hacia la simbolización de la esfera trascendente en el reino de Dios mediante la propedéutica de las instancias religiosas intermundanas y en el mundo interior del alma, que pasaron a ser balizados por la poesía religiosa cristiana y recogidos por el espíritu romántico que elaboró una teoría semiótica de símbolo en cuanto a manifestación de una idea que la obra de arte debía representar. No solamente desde la obra de arte era representada la idea general de significación, la belleza adquirió carácter vinculante con el absoluto y lo divino de tal suerte que el conjunto de la obra de arte en tanto creación simbólica debía formar un continuum con lo divino en el que se introducía el carácter de eticidad como aditamento de lo bello formando el círculo de lo simbólico que describía el territorio del bello individuo cuya educación estética sería gozne entre el carácter activo y contemplativo. La unidad que formaban el objeto sensible y el suprasensible se deformó hacia el precipitado que formaron la relación conjunta entre manifestación y esencia donde aquello que revestía carácter general cubría como una pátina los fenómenos del mundo natural y la skepsis del poeta romántico que buscaba la particularidad para extraer de allí lo general no adquirió rango propio en el proceder poético. El ars que representaba la exhumación del concepto a través de las capas de la realidad no podía expresar una idea de orden más general y abastecedor y acabó derivando en mera técnica de representación de imágenes.

El símbolo fue considerado adalid del movimiento romántico en la medida en que lo concibió como representación de una armonía latente manifestada por el arte entre lo exterior y lo interior, el espíritu humano y la naturaleza que al dar el paso hacia la época moderna tropezó con la forma poética restituida de la alegoría que lejos de cerrar el abismo que se abría entre el hombre y la naturaleza, proporcionó a la conciencia la acuidad del dolor y el desgarro entre la naturaleza humana y la naturaleza cósmica, convirtiendo al nuevo pintor de la vida moderna, el flâneur, en el artista que se aleja de la naturaleza y rompe con el orden invisible de la harmonia mundi.

En Baudelaire se da la pérdida de la individualidad propia para alcanzar otro estado de multiplicación de la individualidad o creación de otra persona, una suerte de hombre lírico cuya aisthesis le lleva a la experimentación de un objetivismo sin barreras en la caída hacia la impersonalidad de su propio yo que es transfundido a un panteísmo lírico similar a un proceso de embriaguez en el barómetro psicológico del sujeto que ulteriormente va derivando en un objetivismo en el que el ser se funde plenamente con la naturaleza. Al desaparecer la personalidad del sujeto, la aliteración de los sonidos que se dan en el diccionario de la naturaleza y que el poeta traduce del sánscrito natural a unas coordenadas de conciencia, producen imágenes emblemáticas donde el primer objeto puede derivar en símbolo que habla a nuestros sentidos, pero también puede significar otras cosas y abrir nuestra receptividad hacia la profundidad de la vida.

Cada matiz aparece con desacostumbrada energía con el efecto del hachís como paraíso artificial que rompe con el nepotismo de lo natural, rostros vacíos adquieren la profundidad de panoramas asombrosos en este nuevo paraíso del viajero moderno que desestima la jerarquización de la realidad y la trascendencia intramundana hacia la que nos lleva la percepción estética.

El absoluto no se ahorma al aparato alegórico que se despliega y la horizontalidad de los conceptos constituyen un ectopismo que converge en la gran ciudad donde las cosas adquieren su más profunda significación en la aleatoriedad con que se presentan ante nuestra mirada, todo ello desplegado en la profundidad de la vida interior sin la existencia de otro reino trascendental de lo bello, verdadero y bueno tanto más cuanto lo que se abre ante nosotros es una profundidad del espacio que es alegoría de la profundidad del tiempo como ideal artificial.

La significación del mundo no se opera a través de la totalidad del símbolo sino rasgo a rasgo donde las particularidades dispares aparecen preñadas de significación, sin el fulcro de una clave interpretativa, recobrando la capacidad de una sensibilización de lo abstracto que castiga la primacía de un yo que nota a nota y mediante la transformación de cada una de ellas en palabra hablada al espíritu que la traduce desde un estado de huera personalización, va discurriendo el lenguaje de la vida desde el diccionario que acaba traduciéndose de forma sincopada en la mente del oyente.

Este lenguaje velado de la realidad que se encuentra dentro del hombre y al mismo tiempo remite al reino de lo infinito que se abre ante la negación de la realidad, y que se esconde en las epifanías de lo natural se experimenta de forma sinestésica al hacer converger todas las facultades en la interpretación de cada fenómeno en la actividad imaginativa del individuo que tensa las analogías de la realidad al descomponerlas y unir al mismo tiempo los materiales recogidos ya dispuestos según las normas que dicta la profundidad despersonalizada en la nueva creación de un mundo que desciende ahora del canalón del alma del poeta. El horizonte alegórico rompe con el orden de lo invisible asintótico de la presencia de Dios en las cosas creadas por él y con la armonía manifestada por el arte de los románticos entre lo interior y lo exterior, ahora lo natural se presenta como un diccionario en el que el topos de la naturaleza no puede entenderse desde el creacionismo y tampoco puede reconocer lo natural como paradigma del arte. Lo que abre el nuevo concepto de alegoría es el abismo entre el hombre y la naturaleza y la alienación que se produce en el corte que se traduce en una angustia cósmica que deriva en melancolía en la imposibilidad de coaligar al hombre con la naturaleza mediante correspondencias armónicas, sin encontrar el estado interno ningún lugar simbólico expresado en el paisaje natural. Lo que proporciona este estado es el spleen que pasa a ser una angustia abstracta que se deyecta hacia el panteísmo y hace suyos los pequeños retablos de cosas en el cielo irreal del hastío desencantado de lo natural. Lejos de representar la alegoresis el mundo interior descubierto por la fe cristiana y hacer visibles los paisajes del alma, rompe con el harmonium entre interioridad y mundo haciendo aparecer la anomia del inconsciente frente a la autonomía del sujeto.La libertad del lenguaje hablado se fija al objeto alegórico para entrelazar diversos significados, desintegrando en fragmentos la totalidad sintáctica y fragmentando de forma disociativa cada palabra para conseguir la expresión renovada de la nueva visión alegórica que vehicula la conmutación del nuevo orden estructural de cosas y rompe con la barrera entre lo interior y lo exterior en la no subordinación de ninguna esfera a la otra, donde los acontecimientos que tienen lugar discurren de forma simultanea entre lo externo y lo invisible. La aproximación de estas dos instancias y la superación del corte del hemistiquio que dividía las dos esferas deriva en la no correspondencia entre estos dos estados hacia una existencia desnaturalizada producto de una violenta industrialización que proyecta a una nueva mentalidad sobre la concepción mundana alumbrando un cambio de percepción en el nuevo rostro natural ajeno al sentido. La retirada de lo alegórico a la ciudad y del objeto hacia la mercancía provoca una pérdida del sentido original y de su inicial significado para poseer la capacidad proteica de la múltiple significación, todo aquello que de forma arbitraria las leyes del mercado quieran significar. El objeto se transfigura en alegórico y la emblemática adquiere el rostro del mercado.

La humanización mítica con la que se cargaba al objeto deviene una ilusión vacía al perder su significado original para tomar cualquier significado arbitrario y al mismo tiempo que la mercancía entra como objeto alegórico, hace fenecer la estructura de la alegoresis que aunque desgarradora de momentos cristalizados muere bajo el filo del albur. El recuerdo donde lo alegórico se despedaza en souvenirs que entran a formar parte en el inventario de la memoria, muestra la autoalienación de una serie caótica de alegorías que se congelan y son pasivas mostrando el significar y su azar de experiencias vacías de vida donde lo eternamente nuevo de lo moderno se congela en la monotonía de lo igual y pasa al plano simbólico de lo eternamente mismo.


                       «Je suis un cimetière abhorré de la lune,
                       Où comme des remords se traînent de longs vers
                       Qui s´acharnent toujours sur mes morts les plus chers.
                       Je suis un vieux boudoir plein de roses fanées,
                       Où git tout un fuillis de modes surannées,»[2]


●●●


Bibliografía principal:
1 Benjamin,W El origen del drama barroco alemán , Madrid, Taurus, 1990 pág 177
2 Baudelaire,Ch "Spleen” en Obras completas, Madrid, Espasa, 2000, pág 270

Bibliografía secundaria:
Jauss,R.H Las transformaciones de lo moderno, Madrid, Visor, 1995



Tomado de:
                 http://www.adamar.org/
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