Judith Butler
El cuestionamiento de la universalidad
Si la pornografía realiza una deformación del discurso
¿cuál se supone es la forma apropiada del discurso? ¿Cuál
sería la noción del discurso no-pornográfico que condiciona
esta crítica a la pornografía? Langton escribe que la «capacidad
de realizar actos de habla puede ser una medida del poder político»
y de «autoridad» y «una marca de la falta de poder es
la incapacidad de realizar actos de habla que de otra manera uno podría
querer realizar». Al ser silenciado un acto de habla performativo,
uno no puede ya utilizar el performativo de forma efectiva. Cuando el «no»
es tomado como un «sí», la capacidad de utilizar el
acto de habla se ve socavada. Pero ¿qué podría garantizar
una situación comunicativa en la que ningún discurso pudiera
discapacitar o silenciar de tal manera el de los otros? Este parece ser
el proyecto en que Habermas y otros autores participan un esfuerzo
por prever una situación comunicativa en la que los actos de habla
estén basados en un consenso donde no es permisible ningún
acto de habla que refute performativamente la capacidad de otro para consentir
mediante el lenguaje. En efecto, aunque ni Langton ni MacKinnon consultan
a Habermas, sus proyectos parecen estructurados de acuerdo con los mismos
deseos culturales. La inversión o deformación de lenguaje
por la pornografía tal y como la han descrito MacKinnon y Langton
parecería ser un ejemplo de precisamente el tipo de situación
discursiva degradada que la teoría habermasiana del lenguaje trata
de criticar e invalidar.
Sin embargo, el ideal del consentimiento sólo tiene sentido en
la medida que los términos en cuestión se entreguen a un
significado establecido de forma consensuada. Los términos que significan
de formas equívocas serían por tanto una amenaza al ideal
del consenso. Así, Habermas insiste que alcanzar el consenso exige
que las palabras se correlacionen con significados unívocos: «la
productividad del proceso de comprensión permanece como no problemática
sólo mientras todos los participantes se adhieran al punto referencial
de la posible adquisición de una comprensión mutua, donde
a las mismas frass se les asigne el mismo significado»14.
Pero, ¿somos nosotros, quienes quiera que seamos ese «nosotros»,
el tipo de comunidad donde tales significados pudieran ser establecidos
de una vez por todas? ¿No hay en el campo semántico una permanente
diversidad que constituye una situación irreversible para la teorización
política? ¿Quién se alza por encima de la disputa
interpretativa en posición de asignar los mismos significados a
las mismas frases? ¿Y por qué será que la amenaza
planteada por esa autoridad se considera menos seria que la planteada por
una interpretación equívoca que dejamos sin constreñir?
Si las frases cargan con significados equívocos, entonces su
poder es, en principio, menos unilateral y seguro de lo que parece. De
hecho, la equivocidad del enunciado significa que puede que no siempre
signifique de la misma manera, que su significado puede ser invertido o
descarriado de alguna manera significativa y, más importante todavía,
significa que las palabras mismas que tratan de herir pueden igualmente
errar su blanco y producir un efecto contrario al intentado. La disyunción
entre enunciado y significado es la condición de posibilidad para
revisar lo performativo, la condición de posibilidad del performativo
como repetición de su primera instancia, una repetición que
es a la vez una reformulación. De hecho, el testimonio no sería
posible sin la citación de la injuria para la que uno busca
compensación. Y el discurso de Anita Hill debe recitar las palabras
que le han sido dichas a fin de exponer su poder de ofensa. No son originalmente
las palabras «de ella», como si dijéramos, pero su citación
constituye la condición de posibilidad de la agencia de ella en
la ley, incluso si, como todos vimos en este caso, son tomadas precisamente
para descartar su agencia. La citacionalidad del performativo produce esa
posibilidad de agencia y expropiación a la vez.
Las ventajas políticas que derivan de insistir en tal disyunción
son claramente diferentes de las supuestamente ganadas atendiendo a la
noción de consenso de Habermas. Puesto que uno siempre corre el
peligro de significar algo distinto de lo que uno piensa que dice, entonces
seríamos, como si dijéramos, vulnerables en un sentido específicamente
lingüístico frente a una vida social del lenguaje que excede
el alcance del sujeto que habla. El riesgo y la vulnerabilidad son apropiados
al proceso democrático en el sentido que uno no puede saber por
adelantado el significado que otro asignará a la frase dicha, qué
significado bien puede surgir, y cuál es la mejor manera de calificar
tal diferencia. El esfuerzo de ponerse de acuerdo no es algo que pueda
resolverse con anticipación, sino sólo mediante una lucha
concreta de traducción cuyo éxito no está garantizado.
Habermas, sin embargo, insiste que se puede encontrar una garantía
en la anticipación del consenso, que hay «suposiciones idealizadas»
que constriñen por adelantado los tipos de interpretaciones a las
que están sujetos los enunciados; «los juegos de lenguaje
sólo funcionan porque presuponen idealizaciones que trascienden
cualquier juego lingüístico particular; como condición
necesaria para posiblemente alcanzar la comprensión, estas idealizaciones
dan lugar a la perspectiva de un acuerdo que está abierto a la crítica
sobre la base de criterios de validez». Los argumentos de Matsuda
parecen coincidir también con esta visión, puesto que uno
de los argumentos que ella da contra el discurso racista es que este proclama
implícitamente una inferioridad racial rechazada e invalidada por
la comunidad internacional. Por tanto, no hay razón para que la
Constitución proteja tal lenguaje, dado que ese discurso entra en
conflicto con los compromisos de igualdad universal que son fundamentales
para la Constitución. Al discutir que se «protejan»
tales expresiones, los representantes jurídicos de la Constitución
estarían yendo en contra de uno de los principios fundamentales
de ese texto fundacional.
Esta última afirmación es significativa, porque haymás
en juego de lo que podría parecer. De acuerdo con esta visión,
el discurso racista no sólo contradice la premisa universalista
de la Constitución, sino que todo lenguaje que activamente se opone
a la premisa fundamentadora de la Constitución no debería,
por esa misma razón, ser protegido por la Constitución. Proteger
tal lenguaje significaría participar en una contradicción
performativa. Implícita en este argumento está la exigencia
de que sólo debiera estar protegido por la Constitución el
lenguaje basado en sus mismas premisas universalistas.
Tomada como un criterio positivo para establecer el discurso protegido,
esta última afirmación es ambiciosa y controvertida. El dominio
de lo decible ha de ser gobernado por versiones de la universalidad aceptadas
y prevalecientes. Ya no estamos considerando lo que constituye el discurso
del odio, sino, más bien, la categoría más amplia
de lo que constituyen unos criterios razonables por los cuales el discurso
protegido debe ser distinguido del discurso no protegido. Además,
clave para la delineación del discurso protegido está la
cuestión de: ¿qué constituirá el dominio de
lo legal y legítimamente decible? ¿Presupone el análisis
de Matsuda una noción normativa del discurso legítimo en
la que cualquier hablante esta limitado por nociones de universalidad existentes?
¿Cómo reconciliaríamos esta visión con la de
Etienne Balibar, por ejemplo, quien sostiene que el racismo informa nuestras
habituales nociones de universalidad?15 ¿Cómo
podríamos continuar insistiendo en reformulaciones de la universalidad
más expansivas, si nos comprometemos a honrar sólo aquellas
versiones provisionales y estrechas de la universalidad actualmente codificadas
por la ley internacional? No hay duda de que tales precedentes son enormemente
útiles para los argumentos políticos en contextos internacionales,
pero sería un error pensar que formulaciones como esas, ya establecidas,
extinguen las posibilidades de lo que podría quererse significar
con lo universal. Decir que se ha alcanzado una convención de consenso
implica no reconocer que la vida temporal de la convención excede
su pasado. Podemos esperar que sabremos por adelantado el significado que
debe serle asignado a la declaración de universalidad, o ¿es
esta declaración la oportunidad para un significado que no va a
ser completamente o concretamente anticipado?
Efectivamente, parece importante considerar que los estandars de universalidad
están históricamente articulados y que exponer el carácter
estrecho y excluyente de una determinada articulación histórica
de universalidad es parte del proyecto de ampliar y hacer substantiva la
noción de universalidad misma. El discurso racista, desde luego,
pone en cuestión los estandars actuales que gobiernan el alcance
universal de la manumisión política. Pero hay otros tipos
de discurso que constituyen cuestionamientos valiosos y cruciales para
la continua elaboración de lo universal mismo, y sería un
error descartarlos. Considérese, por ejemplo, aquella situación
en la que los sujetos que han sido excluidos de la manumisión por
las convenciones existentes que gobiernan la definición excluyente
de lo universal aspiran al lenguaje de la manumisión y ponen en
movimiento una «contradicción performativa», al afirmar
que están cubiertos por aquel universal, exponiendo con ello el
carácter contradictorio de las anteriores formulaciones convencionales
de lo universal. Este tipo de discurso parece en principio imposible o
contradictorio, pero supone una manera de exponer los límites de
las actuales nociones de universalidad, y constituye un reto para que los
estandars existentes se vuelvan más amplios e inclusivos. En este
sentido, ser capaz de enunciar la contradicción performativa es
difícilmente una empresa que se perjudique a sí misma; por
el contrario, la contradicción performativa es crucial para la continua
revisión y elaboración de los estandars históricos
de universalidad propios del momento futurible de la democracia misma.
Afirmar que lo universal todava no ha sido articulado es insistir en que
ese «todavía no» es propio de una comprensión
de lo universal mismo: aquello que queda «sin comprender» o
«sin realizar» [«unrealized»] por lo universal
lo constituye de manera esencial. Lo universal empieza a ser articulado
precisamente mediante los desafíos a su formulación existente,
y este desafío emerge de aquellos que no están cubiertos
por el concepto, de aquellos que no están autorizados para ocupar
el lugar del «quién», pero que, a pesar de todo, exigen
que lo universal como tal debiera incluirlos. Los excluidos, en este sentido,
constituyen el límite contingente de la universalización.
Y lo «universal», lejos de ser conmensurable con sus formulaciones
convencionales, emerge como un ideal16 Si las convenciones de universalidad existentes aceptadas
restringen el dominio de lo decible, esta limitación produce
lo decible, al establecer una frontera de demarcación entre lo decible
y lo no decible. La frontera que produce lo decible al excluir ciertas formas de discurso
se convierte en una forma de censura ejercida por la postulación
misma de lo universal. ¿Acaso no codifica cada postulación
de lo universal como algo existente, como algo dado, las exclusiones por
las cuales aquella postulación de universalidad procede? En esta
ocasión y mediante esta estrategia de apoyarse en convenciones
de universalidad establecidas, ¿estamos involuntariamente obstaculizando
el proceso de universalización dentro de los límites de la
convención establecida, naturalizando sus exclusiones, y vaciando
por adelantado la posibilidad de su radicalización? Lo universal
sólo puede ser articulado en respuesta a un desafío desde
(su propio) el exterior. Cuando reclamamos la regulación del discurso
del odio en base a presuposiciones «universalmente» aceptadas,
¿reiteramos las prácticas de exclusión y abyección?
¿Qué es lo que constituye la comunidad posible que podría
ser una comunidad legítima para debatir y ponerse de acuerdo sobre
esta universalidad? Si esa misma comunidad se constituye mediante exclusiones
racistas, ¿cómo podremos confiar en que delibere sobre la
cuestión del discurso racista?
Lo que está en cuestión en esta definición de la
universalidad es la distinción entre una suposición de consenso
idealizadora que en algunos sentidos ya está ahí y otra que
todavía ha de ser articulada, desafiando las convenciones que gobiernan
nuestras imaginaciones anticipatorias. Esto último es algo distinto
de la idealización no convencional (Habermas) concebida en todo
caso como algo que siempre estaba ya allí, o como algo codificado
en una determinada ley internacional (Matsuda) y que por tanto iguala los
logros presentes con los finales. La universalidad anticipada, para la
cual no contamos con ningún concepto ya dado, es aquella cuyas articulaciones
sólo se seguirán, si lo hacen, de un cuestionamiento de la
universalidad en sus márgenes ya imaginados.
La noción de «consenso» presupuesta por cualquiera
de las dos primeras teorías demuestra ser una afirmación
prelapsaria, una afirmación que cortocircuita la labor necesariamente
difícil de forjar un consenso universal desde distintos lugares
de la cultura [locations of culture], para tomar prestada la frase
y el título de Homi Bhabha, y entorpece la difícil práctica
de traducción entre los distintos lenguajes en los que la universalidad
hace sus variadas y opuestas apariciones. El trabajo de la traducción
cultural se necesita precisamente debido a aquella contradicción
performativa que tiene lugar cuando alguien, sin autorización para
hablar desde dentro y como lo universal, reclama el término. O quizás,
para decirlo de forma más apropiada, cuando alguien que está
excluido de lo universal, y a pesar de todo pertenece a este, habla desde
una situación de existencia escindida, a la vez autorizada y desautorizada
(y lo mismo par la delineación de un preciso «lugar de enunciación»).
Este tipo de discurso no será una simple asimilación a una
norma existente, puesto que aquella norma está predicada a partir
de la exclusión de quien habla, y cuyo discurso pone en cuestión
la fundación del universal mismo. Pronunciar y exponer la alteridad
dentro de la norma (la alteridad sin la cual la norma no se «sabría
a sí misma») expone el fracaso de la norma para ejercer el
alcance universal que representa, expone que podríamos figurar como
la prometedora ambivalencia de la norma.
El fracaso de la norma queda expuesto por la contradicción performativa
representada por aquél que habla en su nombre, incluso si el nombre
todavía no se dice que designa a aquél que sin embargo insinúa
suficientemente su camino a través del nombre como para hablar «en»
él a pesar de todo. Este doble-hablar es precisamente el mapa temporalizado
del futuro de la universalidad, el trabajo de una traducción postlapsaria
cuyo futuro permanece impredecible. La escena contemporánea de traducción
cultural emerge con la presuposición de que la enunciación
no tiene el mismo significado en todas partes, con la presuposición
de que, en efecto, la enunciación se ha convertido en una escena
de conflicto (hasta tal extremo que, de hecho, buscamos procesar legalmente
el discurso con el objeto final de «fijar» su significado).
La traducción que tiene lugar en esta escena de conflicto es aquella
en la que el significado intentado no es más determinativo de una
lectura «final» que el significado que es recibido, y no puede
emerger una calificación final de posiciones contradictorias. La
falta de finalidad es justamente el dilema interpretativo a valorar, puesto
que suspende la necesidad de un juicio final a favor de una afirmación
de cierta vulnerabilidad lingüística a la reapropiación.
Esta vulnerabilidad señala que una exigencia democrática
postsoberana se hace sentir en la escena contemporánea de la enunciación.17
El argumento que trata de regular el discurso del odio sobre la base
de que contradice tanto el estatus soberano del hablante (el argumento
de MacKinnon respecto al efecto de la pornografía) como la base
universal de su discurso (el argumento de Matsuda) intenta revitalizar
el ideal de un hablante soberano que no sólo dice lo que quiere
significar, sino cuya enunciación es a la vez singular y universal.
La concepción normativa del orador político, tal y como ha
sido apuntada en el ensayo de Langton, y la objeción a los efectos
«silenciadores» del discurso del odio y la pornografía,
explicada por MacKinnon y Matsuda, sostienen ambas que la participación
política requiere la capacidad no sólo de representar la
intención de uno en el discurso, sino también la capacidad
de actualizar la intención que uno tiene mediante el acto de habla.
El problema no es simplemente que, desde un punto de vista teórico,
no tiene sentido asumir que las intenciones estén siempre apropiadamente
materializadas en declaraciones, y las declaraciones en hechos, sino que
la comprensión de esas relaciones a veces disyuntivas constituye
una visión alternativa del campo lingüístico de la política.
¿Amenaza la aserción de una inconmensurabilidad potencial
entre declaración e intención (no decir lo que uno quiere
significar), declaración y acción (no hacer lo que uno dice)
e intención y acción (no hacer lo que uno quería),
la propia condición lingüística de participación
política, o acaso tales disyunciones producen la posibilidad de
una renegociación del lenguaje políticamente consecuente
que explote el carácter indeterminado de estas relaciones? ¿Podría
estar expuesto a revisión el concepto de universalidad sin la presunción
de tales disyunciones?
Considérese la situación en la que un discurso racista
se vea contrarrestado hasta tal punto que no tenga ya el poder de ejercer
la subordinación que suscribe y recomienda; la relación indeterminada
entre decir y hacer es explotada con )o al desposeer al decir de su proyectado
poder performativo. Y si ese mismo discurso es adoptado, e invertido, por
aquél a quien está destinado para convertirse en la oportunidad
de replicarlo y hablar desde él, ¿acaso está ese discurso
racista, hasta cierto punto, desvinculado de sus orígenes racistas?
El esfuerzo de garantizar un tipo de lenguaje eficaz en el que las intenciones
se materialicen en los hechos que tienen «in mente»,
y en el que las interpretaciones sean controladas por adelantado por la
intención misma, constituye un esfuerzo positivo de volver a una
imagen soberana del lenguaje que ya no es verdad, y que puede que nunca
fuera verdadera, una imagen de la que, por razones políticas, uno
podría alegrarse que no fuera cierta. Que la declaración
pueda ser invertida, desprendida de su origen, es una manera de desplazar
el lugar de autoridad respecto de la frase. Y aunque podríamos lamentar
que otros tengan este poder con nuestro lenguaje, considérense los
peligros que supondría no tener ese poder de interrupción
y redirección con respecto a los demás. La reciente apropiación
del discurso de los «derechos civiles» para resistir la norma
de acción afirmativa en California es una de esas expropiaciones
peligrosas, una expropiación que ahora sólo puede ser confrontada
mediante una reapropiación agresiva.
No estoy defendiendo que uno siempre dice lo que no quiere decir, que
el decir venza al significado, o que las palabras nunca realicen aquello
que dicen realizar. Atribuir una disyunción necesaria como ésa
a todo lenguaje es tan sospechoso como legislar las líneas de necesaria
continuidad entre intenciones, declaraciones y actos. Aunque Langton presupone
que la agencia política y la ciudadanía en particular requieren
tal continuidad, las formas contemporáneas de agencia política,
especialmente aquellas desautorizadas por convenciones previas o por prerrogativas
de ciudadanía reinantes, tienden a deducir la agencia política
de los errores del aparato performativo del poder, volviendo al universal
contra sí mismo, volviendo a desplegar el argumento de igualdad
en contra de sus formulaciones existentes, rescatando la libertad de su
contemporánea valencia conservadora.18
¿Es distinguible esta posibilidad política de reapropiación
de la apropiación pornográfica a la que se opone MacKinnon?
¿O es el riesgo de apropiación algo que acompaña a
todos los actos performativos, marcando los límites de soberanía
putativa que tales actos tienen? El argumento foucaultiano será
familiar: cuanto más insiste uno en que la sexualidad está
reprimida, cuanto más habla uno sobre la sexualidad, más
se convierte la sexualidad en una especie de discurso confesional. La sexualidad,
por tanto, apropia discursos no previstos. El «no» represivo
descubierto por la doctrina psicoanalítica se convierte en una extraña
especie de «sí» (tesis que no es inconsistente con el
psicoanálisis y con su insistencia de que no hay negación
en el inconsciente). Superficialmente, la explicación de Foucault
parece paradójicamente similar a la de MacKinnon, pero allí
donde el «no» de su teoría es enunciado como una negativa
a consentir, para Foucault se realiza mediante la ley represiva contra
el sujeto sexual que, según podemos adivinar, podría de otra
manera decir sí. Para Foucault, como para la pornografía,
los términos mismos en que se dice que la sexualidad es negada se
convierten, inadvertida pero inexorablemente, en el lugar e instrumento
para una nueva sexualización. La represión putativa de la
sexualidad se convierte en la sexualización de la represión.19
Recontextualizar la ley la prohibición, en este caso
ocasiona una inversión en la que la sexualidad prohibida se convierte
en sexualidad producida. La instancia discursiva de una prohibición
renuncia, detención, confesión se convierte precisamente
en una nueva incitación a la sexualidad, y una incitación
al discurso también. Que el discurso mismo prolifere como enunciación
repetida de una ley prohibitva sugiere que su poder productivo depende
de su ruptura con un contexto e intención originarios, y que esta
recirculación no está bajo el control de ningún sujeto
en particular.
MacKinnon y Langton han defendido que la recontextualización
de una declaración o, más específicamente, una recontextualización
sexualizada en la que un «no» original es convertido en un
«sí» derivativo, supone el efecto mismo de silenciación
de la pornografía; la declaración de un enunciado en el contexto
pornográfico necesariamente invierte en favor de la sexualización
el significado que la declaración se dice que comunica: ésta
es la medida de lo pornográfico. En efecto, uno podría concebir
que los efectos incontrolables de la resignificación y recontextualización,
entendidas como mundana labor apropiativa de la sexualidad, estarían
incitando continuamente a la agitación antipornográfica.
Para MacKinnon, la recontextualización toma la forma de atribuir
falsamente un consentimiento a ser sexualizado a aquél que es sexualizado
mediante una determinada representación: la conversión de
un «no» en un «sí». La relación disyuntiva
entre la afirmación y la negación descarta la lógica
erótica de la ambivalencia en la que el «sí»
puede acompañar al «no» sin negarlo exactamente. El
dominio de lo fantasmático es precisamente la acción suspendida,
ni del todo afirmada ni del todo rechazada, y las más de las veces
estructurada en alguna forma de placer ambivalente («sí»
y «no» a la vez).
MacKinnon insiste que el «consentimiento» de una mujer es
representado por el texto pornográfico, y que esa representación
a la vez sobrepasa su consentimiento. Esta tesis es necesaria para sostener
y extender la analogía entre el texto pornográfico y los
actos de acoso sexual y violación. Si, por otro lado, las cuestiones
del consentimiento y la acción son suspendidas mediante el texto
pornográfico, entonces el texto no sobrepasa el consentimiento,
pero produce un campo visual de la sexualidad que de alguna manera es previo
al consentimiento y, de hecho, previo a la constitución del sujeto
voluntario en sí mismo. Como reserva cultural de un campo visual
sexualmente sobredeterminado, la pornografía es precisamente lo
que circula sin nuestro consentimiento, pero no por esa razón está
en contra de él. La insistencia en que el consentimiento precede
la sexualidad en todos los casos señala un retorno a una noción
pre-freudiana del individualismo liberal en la que el «consentimiento»
es constitutivo de la persona.
Para que Anita Hill haga su demanda contra Thomas y contra la audiencia
del Senado, tendrá que testificar otra vez, y ese testimonio tendrá
que repetir la injuria, registrarla, decirla otra vez, abriéndose
así a la apropiación incorrecta [misappropriation].
Para distinguir entre el testimonio en sí mismo y los hechos que
dicho testimonio registra, uno tendría que distinguir la repetición
de la injuria realizada por ese testimonio de la realización de
la injuria a la que se refiere. Pero si el testimonio se considera un signo
de agencia, entonces la malinterpretación del testimonio como confesión
de complicidad parece ser el riesgo contra el que ningún conjunto
de distinciones puede salvaguardarnos.
En general, la circulación de lo pornográfico resiste
la posibilidad de ser efectivamente vigilada, y si lo pudiera ser, el mecanismo
de vigilancia simplemente sería incorporado en una temática
pornográfica como uno más de sus lascivos argumentos a favor
de la ley y su transgresión. El esfuerzo de detener tal circulación
es un esfuerzo por detener el campo sexualizado del discurso, y de reafirmar
la capacidad del sujeto intencional por encima y en contra de este campo.
Discuso de estado / discurso de odio
El discurso del odio es un tipo de discurso que actúa, pero que
a la vez es también referido como un tipo de discurso que
actúa y, por tanto, como un elemento y objeto del discurso. Aunque
el discurso del odio puede estar diciendo que es un tipo de acción
o un tipo de conducta, puede ser establecido como tal solamente mediante
el lenguaje que autoritativamente describe para nosotros esa acción;
así, el acto de habla se da siempre dos pasos más allá,
esto es, se da gracias a una teoría del acto de habla que
cuenta con su propio poder performativo (y que está dedicada, por
definición, a la labor de producircalificación legal
determina el discurso del odio de formas bien específicas. En tanto que acción discriminatoria, el discurso del odio constituye
un asunto a ser decidido por los tribunales, y por lo tanto «el discurso
del odio» no se considera odioso ni discriminatorio hasta que los
tribunales no deciden que lo es. No hay un discurso del odio en un sentido
pleno del término hasta que y a menos que haya un tribunal que decida
que lo hay.20 De hecho, todavía no se ha dado el caso
en que la petición de llamar a algo discurso del odio, y de defender
que es también una conducta, eficaz en sus efectos, consecuente
y significativamente privativa de derechos y libertades, se haya producido.
El caso se da sólo cuando es «decidido». En este sentido,
es la decisión del Estado, la declaración sancionadora del
Estado, la que produce el acto del discurso del odio lo produce, pero
no lo causa. Aquí la relación temporal en la que la enunciación
del discurso del odio precede al discurso del tribunal es precisamente
la inversa de la relación lógica en la que no hay discurso
del odio anterior al discurso del tribunal. Aunque el discurso del odio
que todavía no lo es precede la consideración judicial de
tal discurso, es sólo a partir de la decisión afirmativa
del tribunal que el discurso en cuestión se convierte en discurso
del odio. La calificación del discurso del odio como tal es por
tanto asunto del Estado o, más en particular, de su rama judicial.
Como determinación tomada por el Estado, el discurso del odio se
convierte en una determinación tomada, no obstante, mediante otro
«acto de habla» el discurso de la ley. Esta extraña
dependencia relativa a la misma existencia del discurso del odio en la
sentencia del tribunal significa que el enunciado agresivo finalmente no
es distinguible del discurso del Estado por el cual se lo decide o califica.
No estoy tratando de afirmar que el discurso del Estado, en el
momento de la decisión, es lo mismo que el daño racial
o sexual que persigue calificar. Lo que sugiero, sin embargo, es que son
indisociables de forma específica y consecuente. Considérese
como una incorreción la afirmación de que una instancia del
discurso del odio sea entregada al tribunal para su calificación,
puesto que precisamente lo que está en juego en esa calificación
es si aquel discurso en cuestión es odioso. Y aquí no quiero
decir odioso en cualquier sentido, sino en los precisos sentidos legales
que explican Matsuda, Delgado y Lawrence. El proceso de calificación
del delito que presume que el daño precede al juicio del tribunal
es un efecto de tal juicio, una producción de aquel juicio. Así
el discurso del odio es producido por la ley, y constituye una de sus producciones
más jugosas; se convierte en el instrumento legal mediante el cual
se pueden producir y extenderdiscursos sobre la raza y la sexualidad bajo
el pretexto de estar combatiendo el racismo y el sexismo. Con esta formulación,
no quiero sugerir que la ley causa o incita el discurso del odio, sino
sólo que la decisión de seleccionar cuál de los distintos
actos de habla estarán cubiertos bajo la rúbrica del discurso
del odio ha de ser tomada por los tribunales. Por tanto, la rúbrica
o calificación de delito es una norma legal a ser aumentada o restringida
por lo judicial en las maneras que éste juzgue conveniente.
Esto último me parece particularmente importante considerando
que los argumentos del discurso del odio han sido invocados contra los
grupos minoritarios, esto es, en aquellos contextos en los que la homosexualidad
se hace gráfica (Mapplethorpe) o verbalmente explícita (las
fuerzas armadas de los Estados Unidos), y aquellos en los que la vernácula
afro-americana, especialmente en la música rap, recircula los términos
de la ofensa social y por tanto se la considera responsable de tales términos.
Esos esfuerzos de regulación se ven inadvertidamente fortalecidos
por el poder mejorado del Estado de reforzar la distinción entre
el discurso públicamente protegido y el que no lo está. Así,
el juez Scalia se preguntó en R.A.V. v. St. Paul si una cruz
en llamas, aun siendo «reprobable», no estaría comunicando
un mensaje que está protegido dentro del libre mercado de ideas.
En cada uno de estos casos, el Estado no sólo reprime el discurso,
sino que en el propio acto de represión produce un discurso legalmente
consecuente: no sólo reprime el Estado el discurso homosexual, sino
que produce también mediante sus decisiones una noción
pública del homosexual que se autocensura; de manera similar, produce
una imagen pública de una sexualidad negra obscena, incluso si proclama
estar refrenando la obscenidad; y produce la cruz quemada como un emblema
de discurso inteligible y protegido.
El ejercicio por parte del Estado de su productiva función discursiva
está infravalorado en los textos que favorecen la legislación
del discurso del odio. De hecho, minimizan la posibilidad de una expropiación
por parte de la ley en beneficio de una visión de la ley como políticamente
neutral y maleable. Matsuda sostiene que la ley, aunque formada en el racismo,
puede ser redirigida contra el racismo. Se figura la ley como un conjunto
de instrumentos de «retoque», describiéndola en términos
puramente instrumentales, y descartando las expropiaciones productivas
mediante las que procede. Esta teoría inviste todo poder y agencia
en el sujeto que use tales instrumentos. Por muy reaccionaria que sea la
historia de los instrumentos legales, esos instrumentos pueden siempre
ser puestos al servicio de una visión progresista, «desafiando
[con ello] el hábito de los principios neutrales a atrincherar el
poder existente.» Más abajo Matsuda escribe: «nada inherente
a la ley nos ata de manos», aprobando un método de reconstrucción
doctrinal. En otras palabras, el lenguaje legal es precisamente el tipo
de lenguaje que puede ser citado con un significado inverso, donde la inversión
consiste en tomar una ley de historia reaccionaria y volverla una ley con
fines progresistas.
Se pueden hacer como mínimo dos observaciones acerca de esta
fe en las capacidades resignificantes del discurso legal. Primero, el tipo
de inversión citacional que se dice que ejerce la ley es exactamente
lo opuesto a la inversión citacional atribuida a la pornografía.
La doctrina reconstructiva permite que el aparato legal, una vez reaccionario,
se convierta en progresista, independientemente de las intenciones originarias
que animasen la ley. La insistencia de la pornografía a recontextualizar
el significado original o pretendido de una declaración se supone
que es su poder más pernicioso. Y aún así, incluso
el acto de defensa de MacKinnon en que se representa el «sí»
y el «no» de una mujer depende de una recontextualización
y de una violencia textual paradigmática, elevada por Matsuda, en
el caso de la ley, al nivel de método legal bajo la rúbria
de la reconstrucción doctrinal. En ambos casos, el enunciado es
incontrolable, apropiable, y capaz de significar de maneras distintas,
y en exceso respecto a las intenciones que la animaban.
El segundo punto es el siguiente: aunque la ley, por muy reaccionaria
que sea su formación, es entendida con una práctica de resignificación,
al discurso del odio, por muy reaccionaria que sea su formación,
no se le permite ser susceptible de una resignificación significativa
de la misma manera. Este es el momento desafortunado en que la disposición
de los tribunales a descartar el valor literario de «significación»
que opera en el rap converge con la aspiración manifestada por los
proponentes de la normativa sobre el discurso del odio de que el discurso
del odio no pueda ser resignificado. Aunque Matsuda hace una excepción
para «la sátira y el estereotipo», esta excepción
se mantiene sólo en la medida que tales declaraciones no hagan uso
de un «lenguaje persecutorio». Sería difícil
entender cómo funciona la sátira si no recontextualizara
el lenguaje persecutorio.
No obstante, el poder de difuminación de este tipo de resignificación
del discurso del odio no parece tener lugar en la teoría de Matsuda.
Y sin embargo, se considera que el discurso de la ley es resignificable
más allá de cualquier límite: la ley no tiene un significado
único o esencial; puede ser redirigida, reutilizada y reconstruida;
su lenguaje, aunque perjudicial en algunos contextos, no es necesariamente
perjudicial, y puede ser adaptado y redirigido al servicio de políticas
progresistas. El discurso del odio, sin embargo, no es recontextualizable
o no está abierto a una resignificación en la manera en que
lo está el lenguaje legal. De hecho, aunque en el rap, el cine,
o incluso los emblemas caligramáticos, la fotografía y la
pintura, se recirculen todo tipo de palabras histórica o potencialmente
ofensivas, parece que tales recontextualizaciones no han de ser interpretadas
como representaciones estéticas merecedoras de protección
legal.
La representación estética de una palabra ofensiva puede
a la vez usar la palabra y mencionarla, esto es, la puede
utilizar para producir ciertos efectos pero también a la vez para
hacer referencia a ese uso en concreto, llamando la atención sobre
ella como una citación, situando ese uso dentro de un legado citacional,
haciendo de ese uso un elemento discursivo explícito sobre el que
reflexionar, en lugar de utilizarla como una operación del lenguaje
ordinario que se toma por descontado. O puede ser que una representación
estética use esa palabra, y que también la exponga,
la señale, la perfile como instancia material y arbitraria del lenguaje,
que es explotado para producir ciertos tipos de efectos. En este sentido,
la palabra como significante material se destaca en sí semánticamente
vacía; pero también emerge como momento vacío en el
lenguaje que puede convertirse en el espacio para un legado y efecto semánticamente
compuestos. Eso no significa afirmar que la palabra haya perdido su poder
de herir, sino que la palabra nos es dada de tal manera que podemos empezar
a preguntar: ¿cómo se convierte un palabra en el espacio
para el poder de herir? Este uso convierte el término en un objeto
textual sobre el que reflexionar y leer, incluso si nos implica también
en una relación de concienciación sobre su fuerza y significado
convencional. La reapropiación agresiva del discurso injurioso en
el rap de, por ejemplo, Ice T, se convierte en el espacio para revivir
la injuria traumáticamente, pero de una manera en la que los términos
no sólo significan o comunican de forma convencional, sino que además
se presentan como elementos discursivos, en su propia convencionalidad
lingüística y, por tanto, a la vez forzosos y arbitrarios,
recalcitrantes y abiertos a la reutilización.
Esta visión, sin embargo, se vería fuertemente opuesta,
creo, por aquellos que favorecen la legislación del discurso del
odio y defienden que la recontextualización e inversin del significado
está limitada cuando se trata de ciertas palabras. Richard Delgado
escribe, «Palabras como «nigger» y «spik»
[«negrata» o «hispánico»] son distintivos
de degradación incluso cuando se utilizan entre amigos: estas
palabras no tienen ninguna otra connotación». Y sin embargo,
esta misma frase, bien sea escrita en su texto o citada aquí, tiene
otra connotación; acaba de utilizar la palabra de una manera significativamente
diferente. Incluso si concedemos como creo que debemos que la
connotación ofensiva está inevitablemente retenida en el
uso de Delgado, o que en efecto es difícil pronunciar esas palabras
o, de hecho, escribirlas aquí porque involuntariamente recirculan
aquella degradación, de ello no se sigue que tales palabras no puedan
tener ninguna otra connotación. De hecho, su repetición
es necesaria (en los tribunales, como testimonio; en el psicoanálisis,
como emblemas traumáticos; en los modos estéticos, como una
elaboración cultural) a fin de registrarlas como objetos de otro
discurso. Paradójicamente, su estatus de «acto» es precisamente
lo que socava la afirmación de que evidencian y actualizan la degradación
que se presupone intentan. En tanto que actos, estas palabras devienen
fenoménicas; se convierten en un tipo de juego lingüístico
que no sobrepasa sus significados degradantes, sino que los reproduce como
texto público y que, al reproducirlos, los exhibe como términos
reproducibles y resignificables. La posibilidad de descontextualizar y
recontextualizar tales términos mediante actos radicales de apropiación
incorrecta [misappropriation] constituye la base de una esperanza
irónica de que la relación convencional entre palabra y herida
pudiera volverse tenue o incluso romperse con el tiempo. Tales palabras
hieren, y aún así, como ha remarcado Derrick Bell: «las
estructuras racistas son vulnerables.» Entiendo que esto también
se aplica a las estructuras lingüísticas racistas.
No pretendo suscribir una oposición simple entre los dominios
jurídico y estético, puesto que lo que está en juego
en muchas de estas controversias es precisamente el poder del estado de
definir lo que contará como representación artística.
La esfera estética, considerada «protegida», todavía
existe como una dispensa del Estado. El dominio legal del Estado tiene
también claramente sus propios momentos «estéticos»,
algunos de los cuales hemos considerado aquí: la dramática
rearticulación y puesta en escena del discurso del odio, la producción
de un discurso soberano, el revivir escenas fantasmáticas.
Sin embargo, cuando la labor de reapropiación es adoptada en
el dominio del discurso público protegido, las consecuencias parecen
más prometedoras y democráticas que cuando el trabajo de
calificar la naturaleza del daño provocado por el discurso pertenece
a la ley. El Estado resignifica sólo y siempre su propia ley, y
esa resignificación constituye una extensión de su jurisdicción
y su discurso. Considérese que el discurso del odio no es sólo
una producción del Estado, como he intentado argumentar, sino que
las mismísimas intenciones que animan la legislación en cuestión
son, inevitablemente, apropiadas incorrectamente por el Estado. Darle la
labor al Estado de calificar legalmente al discurso del odio como tal es
cederle el privilegio de la apropiación incorrecta [misappropriation].
No será simplemente un discurso legal acerca de las injurias raciales
y sexuales, sino que además reiterará y volverá a
poner en escena esas injurias, reproduciéndolas esta vez como un
discurso sancionado por el Estado. Dado que el Estado retiene como propio
el poder de crear y mantener ciertas formas de discurso injurioso, la neutralidad
política del lenguaje legal es altamente dudosa.
Las legislaciones sobre el discurso del odio que no estén centradas
en el Estado, como por ejemplo las que tienen una jurisdicción restringida
a la universidad, son claramente menos preocupantes a este respecto. Pero
en este punto sugeriría ue tales normativas deben quedar restringidas
al discurso del odio como escena perlocutiva, es decir, a una escena en
la que los efectos de aquel discurso deban ser mostrados, una escena en
la que haya que asumir el peso de la evidencia. Si ciertos tipos de conducta
verbal por parte del profesor socavan la capacidad de trabajar de un estudiante,
entonces parece crucial demostrar un patrón de conducta verbal y
hacer una defensa persuasiva de que tal conducta ha tenido sobre el estudiante
los efectos debilitadores que ha tenido. Si aceptamos que el discurso del
odio es ilocutivo, aceptaremos igualmente que las palabras efectúan
injurias inmediata y automáticamente, que el mapa social del poder
también lo hace, y que no estamos en la obligación de detallar
los efectos concretos que el discurso del odio produce. Lo dicho no es
en sí mismo lo hecho, pero puede conducir a que se haga un daño
que debe ser contrarrestado. Mantener el hiato entre el decir y hacer,
por muy difícil que sea, significa que siempre hay una historia
que contar sobre el cómo y el por qué el lenguaje hace el
daño que hace.
En este sentido no me opongo a todas y cada una de las normativas, pero
soy escéptica acerca del valor de aquellas explicaciones del discurso
del odio que mantienen su estatus ilocutivo y que, por tanto, igualan por
completo el lenguaje y la conducta. Pero no creo que la cadena ritual del
discurso del odio pueda ser efectivamente contrarrestada por medio de la
censura. El discurso del odio es discurso repetible, y continuará
repitiéndose mientras esté lleno de odio. Su odio es la función
de su repetibilidad. Dado que la injuria siempre viene citada de algún
lugar, que está sacada de convenciones lingüísticas
ya establecidas, reiteradas y ampliadas en sus invocaciones contemporáneas,
la cuestión será si el Estado o el discurso público
asumirán esa práctica de aprobación. Estamos empezando
a ver cómo el Estado produce y reproduce el discurso del odio, al
encontrarlo en la declaración homosexual de identidad y el deseo,
o en la representación gráfica de la sexualidad, de los fluidos
sexuales y corporales, o en los diversos esfuerzos gráficos de repetir
y superar las fuerzas de la vergüenza sexual y la degradación
racial. Que el lenguaje sea un tipo de acto no significa necesariamente
que haga lo que dice; puede significar que expone o representa lo que dice
al mismo tiempo que lo dice o, de hecho, en lugar de decirlo siquiera.
La exposición pública de la ofensa verbal es también
una repetición, pero no se trata simplemente de eso, porque lo que
se expone no es nunca exactamente lo mismo que lo que se quiere decir,
y en esa afortunada inconmensurabilidad reside la oportunidad lingüística
del cambio. Nunca nadie ha superado una injuria sin repetirla: su repetición
es a la vez la continuación del trauma y aquello que marca una autodistancia
dentro de la propia estructura del trauma, su posibilidad constitutiva
de ser de otra manera. No existe la posibilidad de no repetir.
La única cuestión que sigue planteándose es: ¿cómo
se dará esa repetición, en qué lugar, jurídico
o no? Y, ¿con qué dolor, con qué promesa?
[Traducción: Ana Romero]
Notas
Título original: «Sovereign Performatives», en Excitable
Speech. A Politics of the Performative (Nueva York: Routledge, 1997).
Anteriormente publicado en Deconstruction is/in America: A New Sense
of the Political, ed. Anselm Haverkamp (New York: New York University
Press, 1995) y reeditado en Performativity and Performance, eds.
Eve Kosofsky Sedgwick y Andrew Parker (Nueva York: Routledge, 1995).
1 Catharine MacKinnon escribe en Only Words que «la
difamación del grupo es la forma verbal que toma la desigualdad».
2 La jurisprudencia sobre la Primera Enmienda siempre ha
dejado espacio para la idea de que algunos discursos no están protegidos,
y ha incluido en esta categoría el libelo, las amenazas, y la publicidad
fraudulenta. Mari Matsuda escribe «hay muchos discursos que estuy
cerca de la acción. El discurso conspiratorio, de la incitación,
del fraude, las llamadas telefónicas obscenas y las difamaciones...».
3 Mari Matsuda, Words that Wound, 35-40.
4 Cualquiera que sea el daño hecho mediante esas palabras
está hecho no sólo mediante su contexto sino a través
de su contenido, en el sentido que si no contuvieran lo que contienen,
y convocaran los significados y sentimientos y pensamientos que convocan,
no evidenciarían o actualizarían la discriminación
que realizan.» Catharine MacKinnon, Only Words,; o «la
quema de cruces no es otra cosa que un acto, aunque es pura expresión,
al hacer el daño que hace sólamente mediante el mensaje que
convoca.»
5 Uno de los más recientes y preponderantes «como»
de este escrito ha demolido la nueva política sobre la
base de que los homosexuales no deberían ser considerados responsables
de «suscitar los prejuicios» de aquellos que ponen objeciones
a su homosexualidad.
6 Véase Henry Louis Gates, Jr., «An Album is
Judged Obscene; Rap, Slick, Violent, Nasty and, Maybe Helpful.» New
York Times, Junio 17, 1990, p.1 Gates sostiene que el género
afro-americano de la «significación» [signifying]
es mal interpretado por la corte, y que tales géneros debieran ser
reconocidos en realidad como obras con valor literario y cultural.
7 Para una excelente discusión sobre el «componente
de acto de habla» de la auto-identificación gay y lesbiana,
y su dependencia para con la protección de la Primera Enmienda,
véase William B. Rubenstein, «The Hate Speech Debate from
a Lesbian/Gay Perspective», en Speaking of Race, Speaking of Sex:
Hate Speech, Civil Rights, and Civil Liberties, eds. Henry Louis Gates,
Jr. et al, (Nueva York: New York UP, 1994), pp. 280-99.
8 Michel Foucault, Poder/Saber, ed. Colin Gordon.
«Two Lectures.»
9 Un poco más arriba, en la misma conferencia, Foucault
ofrece una formulación de esta idea ligeramente más ampliada:
«el análisis en cuestión... debería ocuparse
del poder en sus extremos, en sus destinos últimos, en aquellos
puntos en que se vuelve capilar, esto es, en sus formas e instituciones
más regionales y locales. Su principal interés, de hecho,
debería concentrarse en el punto donde el poder supera las reglas
de derecho que lo organizan y delimitan y se extiende más allá
de estas...».
10 Esta abstracción de la escena comunicativa de la
enunciación parece ser el efecto, en parte, de una jurisprudencia
sobre la Primera Enmienda organizada en relación al «Spence
Test», formulado en Spence v. Washington 418 U.S. 405 (1974).
Para un esfuerzo muy interesante dentro de la jurisprudencia de la Primera
Enmienda en oposición a este movimiento hacia acontencimientos comunicativos
abstractos, situando al discurso dentro de la estructura social, véase
Robert Post, «Recuperating First Amendment Doctrine», Stanford
Law Review, vol. 47, no. 6 (julio, 1995), pp. 1249-1281.
11 Véase J.L.Austin, How to Do Things With Words,
para las formas enmascaradas del performativo. Un performativo no tiene
que asumir una forma gramatical explícita para poder operar como
tal. De hecho, una orden puede ser tan eficazmente ejercida mediante el
silencio como mediante su formulación verbal explícita. Infiero
que incluso una conducta silenciosa podría valer como performativo
lingüístico en la medida en que entendamos el silencio como
una dimensión constitutiva del habla.
12 Es importante destacar que Austin entendía que
todos los performativos estaban sujetos al mal uso y al desacierto y a
una relativa impureza; este «fracaso» de la felicidad es generalizado
en condición de la performatividad misma por parte de Jacques Derrida
y Shoshana Felman.
13 Rae Langton, «Speech Acts and Unspeakable Acts»,
Philosophy and Public Affairs, vol. 22: no. 4, (Fall, 1993), pp.
293-330.
14 Jürgen Habermas, The Philosophical Discourse of
Modernity, tr. Frederick Lawrence, (Cambridge, Mass.: MIT Press, 198),
p.198.
15 Etienne Balibar, «Racism as Universalism»,
en Masses, Classes, and Ideas, trans. James Swenson, (Nueva York:
Routledge, 1994).
16 Véanse visiones comparables de los ideales y la
idealización en Drucilla Cornell, The Imaginary Domain (Nueva
York: Routledge, 1995) y Owen Fiss, The Irony of Free Speech (Cambridge,
Mass: Harvard UP, 1996).
17 Sobre los esfuerzos paradójicos de invocar los
derechos universales por parte de las feministas francesas, a la vez incluidas
y excluidas de su dominio, véase Joan W. Scott, Only Paradoxes
to Offer: French Feminists and the Rights of «Man», Cambridge:
Harvard UP, en prensa.
18 Para un intento de rescatar la libertad del discurso político
conservador, véase el capítulo introductorio del libro de
Wendy Brown, States of Injury (Princeton, N.J.: Princeton UP, 1995).
19 Aunque Freud eleva su argumento contra el psicoanálisis,
yo insistiría en que es a pesar de todo un argumento psicoanalítico,
y se puede constatar esto en diversos textos en los que Freud articula
la economía erótica de la «consciencia»,por ejemplo,
o en los que el super-ego se entiende que se forja, al menos en parte,
a partir de la sexualización de una prohibición que sólo
secundariamente se convierte en prohibición de la sexualidad.
20 Ese no es el caso, por supuesto, de aquellas instancias
en las que la normativa sobre el discurso del odio es implementada en las
universidades u otras instituciones similares que retienen la máxima
autoridad sobre su jurisdicción.
Tomado de: http://www.accpar.org/numero4/butler.htm
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