GIULIO CARLO ARGAN
Del libro Walter Gropius y la Bauhaus, Giulio Carlo Argan (Ediciones G. Gili S.A.)
Imagen: Símbolo para la Bauhaus Press, Moholy-Nagy, 1923.
Walter Gropius es un hombre de la primera posguerra. Su obra como arquitecto, teórico, organizador y director de aquella admirable escuela de arte que fue la Bauhaus es inseparable de la condición histórica de la república de Weimar y de la frágil democracia alemana.
Gropius ha puesto en juego toda su cultura figurativa y teórica, su destino de artista, en aquel momento crítico de la historia europea. Su racionalismo, su positivismo, hasta su optimismo al diseñar programas de reconstrucción social brillan sobre el fondo oscuro de la derrota alemana y de la angustia de posguerra. Su fe en un porvenir mejor del mundo esconde un escepticismo profundo, una lúcida desesperación. Ese supremo prestigio de la razón no era sólo una defensa psicológica y moral; era también la última herencia de la gran cultura alemana, la única fuerza de rescate que Alemania podía sacar de su pasado. La obra de Gropius se encuentra en la crisis de los grandes ideales que caracteriza a la cultura alemana de este siglo; nace también ella de la disgregación de los grandes sistemas y de la nueva confianza en una crítica constructiva, capaz de proponer y resolver los problemas inmediatos de la existencia. La racionalidad que Gropius desarrolla en los procesos formales del arte es afín a la dialéctica de la filosofía fenomenológica (sobre todo la de Husserl), a la cual está de hecho históricamente ligada. Se trata en substancia de deducir de la pura estructura lógica del pensamiento las determinaciones formales de validez inmediata, independiente de toda Weltanschauung. En su obra, el rigor lógico alcanza evidencia formal; deviene arquitectura como condición directa de la existencia humana.
Es imposible, en la historia de Gropius, separar un momento teórico del momento creativo o del pedagógico. Cada uno de sus edificios, de sus programas urbanísticos, de sus intervenciones prácticas y polémicas para una renovación radical de los métodos productivos de la arquitectura y de las artes aplicadas, o para una reforma de la enseñanza formal, es en conjunto formulación teórica, aplicación práctica, acto creativo. Es un temperamento positivo –hoy se diría extrovertido- que desea a toda costa obrar sobre el terreno de lo contingente. Sabe que la estricta lógica formal encuentra, en la crisis de los valores fundamentales de la historia, fuerza de ultima ratio; y que si ya no es posible una civilización basada en principios estables, sino sólo en la claridad y firmeza de sus actos, su propósito es obrar en lo vivo de una situación con la oportunidad y la exactitud de una intervención quirúrgica. Ya no es el racionalismo una ayuda o una luz que viene de lo alto, sino una técnica infalible, y la condición que la determina y la justifica es la comprobación de la crisis. De ahí el continuo paso del puro racionalismo al puro pragmatismo, la substancial identidad del proceso artístico y proceso crítico, o de actividad creadora y actividad didáctica. Se debe posiblemente a ese continuo traspaso que la obra de Gropius, interrumpida en Alemania por el advenimiento del nazismo, pudo desarrollarse coherentemente en América y encontrar punto de contacto con el pensamiento de un Dewey o de un Forbes, ampliando así, ilimitadamente, el horizonte histórico del arte contemporáneo. Gropius, llevado por su formación de arquitecto a la consideración de los concretos problemas sociales, reproduce, en la dualidad de pragmatismo y racionalismo, la contradicción de nacionalismo e internacionalismo que, en aquella inmediata posguerra, angustiaba a toda la cultura europea. Sobre este punto gravita todas su obra: la arquitectura "internacional" no será sólo una nivelación de la técnica y de la forma sino, al mismo tiempo, el instrumento y la imagen de una nueva organización social. De ésta ni siquiera es posible prever una estructura general, pero el propio arte, ocurriendo y desarrollándose en lo vivo de la sociedad y participando de su devenir, concurrirá a determinarla.
En Francia como en Alemania, cada vez que se hablaba de internacionalismo, si bien con acentos diversos, se pensaba en realidad en una nación suprahistórica o colectiva, la "nación europea" como respuesta a la amenaza del internacionalismo de clases. Del mismo modo cada vez que se hablaba de racionalismo a propósito de las inevitables cuestiones sociales de la arquitectura, se pensaba en realidad en un pragmatismo generalizado y normativo (o, hablando de utilitarismo, en una racionalidad en acto). Pero el dualismo no expresaba el contraste histórico de ideologías y de clases que venía exasperándose día a día, sino sólo el malestar y la contradicción interna de la clase dirigente. Era su coartada teórica frente a la presión de las fuerzas de la extrema izquierda y de la extrema derecha que aspiraban al poder y proponían un programa internacionalista o nacionalista a ultranza.
Nadie duda que Gropius haya obrado en el ámbito de una cultura burguesa y que su imperativo personal le haya impedido un efectivo arrojo revolucionario. Su puesto se encuentra en aquel conjunto de intelectuales que trataron de resolver racionalmente los conflictos de clases; con ellos asistió al derrumbamiento que arrolló, junto con el frágil tablado de la cooperación intelectual entre los pueblos, los "valores externos" a los cuales había estado inútilmente anclada esa cultura. No obstante, se puede excluir la figura de Gropius del coro de los "europeístas", tanto por su incapacidad de ilusionarse como por su fría negativa en fundar la nueva comunidad sobre el prestigio de los "grandes ideales".
En efecto, esos ideales constituían de hecho el sistema que su dialéctica, aun presuponiéndolos, desintegraba y disolvía en la fenomenología de la existencia, del mismo modo que las filosofías existenciales incluían en la suya la experiencia del idealismo que criticaban como sistema.
Gropius comprueba que los grandes ideales y los supremos valores han cesado de existir con una determinada estructura de la sociedad; también admite que la crisis de la sociedad es asimismo la crisis del arte, y desea establecer cuál puede ser la función del arte, como inalienable "experiencia" artística, en el inminente proceso de transformación de la sociedad. Pero su limitación es haber creído que la transformación se podía reducir a una revolución histórica de la actual clase dirigente para adecuarse a las nuevas tareas sociales.
La suya ha sido una revolución fija; no abrió al arte nuevos horizontes del conocimiento, pero ha señalado el punto nec ultra de toda tradición figurativa. Ha agotado la tradición artística del mundo accidental en sus mismas síntesis; ha colocado a la sociedad futura a resguardo de todo posible "renacimiento". Más allá de aquel límite, todo eventual retorno artístico deberá fundarse necesariamente sobre una nueva concepción del valor de la existencia y de la organización humana.
Con Cézanne las tradiciones figurativas nacionales quedaban extinguidas definitivamente. Si toda "sensación" (y ya este emerger de la sensación revela la crisis del movimiento) se constituye en una designación de conciencia y se escribe, como decía poéticamente Rilke, sobre el borde del círculo, ya no hay más lugar allí para el naturalismo en el cual las tradiciones artísticas nacionales se encarnan, con diversos acentos, en una escala de valores que va desde un sentimiento de la naturaleza a una concepción constructiva del mundo. Son precisamente los alemanes quienes saludan a Cézanne como el redentor que rompe los goznes y abre las puertas de su limbo naturalista para finalmente introducirlo en la comunidad ideal europea.
Partiendo de Cézanne, el cubismo elabora un lenguaje que quiere ser completamente racional o "analítico", devolviendo la tercera dimensión, que es la de la ilusión o del "naturalismo" o del sentimiento, a la certeza objetiva de las dos primeras. El lenguaje figurativo cubista está teóricamente exento de variaciones nacionales. El primer expresionismo alemán purga el "complejo de culpa" germánico en la racionalidad ciertamente supranacional del cubismo. Es verdad que pensando sólo en liberarse de aquel complejo y en abrirse paso hacia lo trascendente, el expresionismo termina por dejar de lado la saciada figuración cubista y por reducirse al descarnado furmulismo constructivista (en el cual la fórmula asume la fuerza liberadora, como si sólo al pronunciarla se penetrase en el dominio de la razón pura). Pero es cierto también que aquella figuración cubista, aunque pareciera tan cierta y substanciosa, era lo suficientemente corruptible para poder disolverse bien pronto en esa literalidad chata y sin objeto que se llama surrealismo, y que mejor debiera llamarse subnaturalismo. (…)
El problema del internacionalismo implica el problema de la función social del arte que, en arquitectura, había ya tomado el lugar de la vieja cuestión clasicista de lo bello y lo útil. En la posguerra, toda la arquitectura europea se funda sobre el trinomio racionalismo-función social-internacionalismo; y esas aspiraciones tratan de satisfacerse en la construcción formal "científica" del cubismo.
Pero esa racionalidad, esa certeza formal, ¿es un sistema en el cual se ordena y compone la vida práctica con sus infinitos problemas, o bien un método que define los problemas que la vida misma, al desarrollarse, ocasiona? En el primer caso, el arte conserva toda su antigua fuerza de representación y la síntesis de las tradiciones nacionales se realiza aún en una ejemplar concepción del mundo, de extensión y validez ilimitadas. En el segundo, la misma crítica que destruye toda histórica Weltanschauung conduce a una mera condición de "ser" y "hacer", indiferenciable según los contenidos históricos de la conciencia. Los dos líderes de la renovación de la arquitectura europea son Le Corbusier y Gropius. Uno y otro luchan por una reforma de sentido racionalista y sus proposiciones tienen muchas tesis comunes; pero se trata de dos "racionalismos" de signo contrario que conducen a soluciones opuestas del mismo problema. Le Corbusier adopta la racionalidad como sistema y traza grandes planes, que deberían eliminar todo el problema. Gropius adopta la racionalidad como un método que permite localizar y resolver los problemas que la existencia continuamente plantea.
La antítesis se muestra ya en los caracteres exteriores. Le Corbusier lanza proclamas, publica manifiestos, organiza giras de propaganda en todo el mundo, grita a los cuatro vientos que il existe un esprit nouveau. Gropius se encierra en su escuela, transforma su didáctica precisa, su lógica, en una técnica; tal vez se pregunta si existe aún un esprit.
La situación histórica hace más neto el contraste. Le Corbusier juega todas sus cartas sobre el prestigio de la burguesía vigorizado por la victoria; quiere ayudarla a hacer su paz luego de aquella que había sido su guerra; da como garantía para la futura cooperación pacífica entre los pueblos a la civilisation machiniste, que había sido una de las causas del conflicto; sueña con hacer de cada trabajador un pequeño burgués, compensado con un estándar de bienestar la renuncia a los derechos y a la lucha de clases. Al mundo que aspira a una nueva ética le ofrece radiante una perfecta eugenética social. Cuando advierte que la civilisation machiniste fabrica cañones en vez de casas, y protesta de buena fe, los cañones habían comenzado a destruir las casas. Entonces se refugia otra vez en los principios inmortales, se torna l’eleve de la nature, hace del urbanismo algo así como una jardinería social, fantástica de civilización arcaica y de mitos solares, mediterráneos: desde la historia del futuro vuelve a caer de cabeza, como era de prever, en la prehistoria. Su racionalidad está siempre unida a la utilidad particular, y así como las utilidades particulares son infinitas, su solución racional es un standard que representa el nivel de las exigencias. Insertándose en la práctica, la racionalidad clasifica, coordina, pero por sobre todo opera como elemento de equilibrio, previendo el surgir de nuevos problemas o conteniendo su desarrollo. La tarea del arquitecto coincide, como se ve, con aquello que la clase "culta" se cree llamada a cumplir con respecto a una masa, que supone inconsciente de sus propios y verdaderos intereses. Esa cultura es todavía una cultura humanística, de clase y cuyo prestigio se funda sobre una experiencia de la historia más vasta y universal.
Le Corbusier es un hombre de buena fe, que cree seriamente en un nuevo tipo de contrato social: la burguesía renunciará a la guerra si el proletariado renuncia a la revolución. Dado que su ideal de cooperación internacional no va más allá de la renuncia a la violencia, desemboca fatalmente en el compromiso. Las mismas formas artísticas, que nos son ya expresión de contenidos profundos, decaen en meras fórmulas de inteligencia: no es necesario que todos se pongan a resolver los mismos problemas, es suficiente con que todos hablen la misma lengua. Por eso se aplica el cubismo a la arquitectura. No se busca ni siquiera una razón científica, se transporta a la arquitectura un sistema formal que se da por fundado sobre las bases científicas genéricas. Lo que importa es superar la determinación histórica que el romanticismo había impuesto al arte. Pero la tradición nacional, excluida sin crítica, vuelve a aparecer bajo el aspecto más vago de la tradición mediterránea.
Si una clara estructura, libre de la confusa ornamentación académica, alcanza las rítmicas proporciones del Partenón, Le Corbusier se regocija; ello es el fin de todo problematizar, de todo romanticismo artístico. El alba de un nuevo clasicismo surge finalmente sobre el mundo, seguro de poseer para siempre sus "valores eternos".
Del otro lado del Rhin no había mucho entusiasmo por la sociedad internacional; los problemas que para los vencedores eran motivo de discursos académicos, para los vencidos eran en cambio cuestión de vida o muerte. El gran capital era el responsable de la catástrofe, pero era asimismo la única fuerza con la cual el arraigado nacionalismo alemán podía contar para la revancha.
Hoy sabemos que esa revancha se llamaba Hitler. Mas para advertir, en aquella oscuridad, qué estaba ocurriendo realmente en la burguesía alemana, se necesitaba la vista aguda y la desesperación de Grosz. La que había sido una burguesía trabajadora y productiva, compenetrada de su tradición austera, venía transformándose en una plutocracia ávida, corrompida, sanguinaria, decidida a disfrutar hasta lo último la ruina que había provocado. La inflación profundizaba cada día más la separación entre la clase que se enriquecía y la que se empobrecía; la ruptura de la relación casi familiar que ligaba ab antiquo los industriales a sus operarios resquebrajaba la vida social. Con la sed de poder financiero, crecían la hostilidad a toda reforma, la desconfianza y el desprecio por la cultura, la intolerancia política y social, el culto de la violencia civil. Grosz comprende muy bien cuál es el lugar de esa burguesía que asocia, en su sátira, a la casta de los militares, en esos mismos años en que la helada máscara de Stroheim encarnaba al Junker y al caballero de la industria.
Gropius, como Thomas Mann, pertenece al pequeño grupo de intelectuales a quienes no se esconde la crisis de la burguesía alemana y la investigan mucho más allá de las escandalosas apariencias castigadas por la pluma de Grosz. Sin embargo, no desesperan y creen que puede reanudarse su antigua tradición de cultura, rectificando el curso de una evolución extraviada y restaurando en el mundo convulsionado la autoridad de la inteligencia.
No sabría afirmar resueltamente si Gropius, lo mismo que Mann, atribuía la causa profunda de la crisis de la vieja burguesía alemana a una especie de sutil mal intelectual, a una debilitante disipación artística, a una fatal transformación de los tradicionales ideales religiosos en un vago idealismo, o en fin, a su abandono inerte en aquel ritmo oscilante de desesperación y exaltación, que caracteriza la obra de sus predilectos: la música de Wagner, el pensamiento de Nietzsche y la poesía de Hofmannsthal. Pero la firme reclamación de Gropius de un arte todo técnica, libre de toda ideología, ligado a las férreas leyes económicas de la producción, lo deja suponer con todo derecho: puesto que la sociedad estaba enferma de arte, es éste el órgano sobre el cual se debe operar para reducir el desarrollo anormal y rectificar así la función irregular. Es cierto que su valiente y hasta conmovedora defensa de la industria –para quien la considera a la distancia de los años y la encuadra en las circunstancias de los hechos que la determinaron- es algo más que una entusiasta apología de la técnica moderna en oposición al tradicionalismo persistente del artesanado. Es, en el plano teórico, la defensa de una industria, entendida humanísticamente como exaltación del talento, contra el "fordismo" o el envilecimiento de la personalidad en el mecanismo de la producción, y –sobre el plano social- la defensa de una austera tradición de actividad productiva, de una conciencia o espiritualidad del trabajo industrial, contra la especulación improductiva y disociante. (…)
El hecho es que Gropius se preocupa más de sustraer a la clase dirigente y productora de un decaimiento creciente, de volver a conducirla a sus deberes sociales, de reorganizar técnicamente la producción y de crear efectivas y objetivas condiciones para el progreso de la vida social, que de obrar sobre la masa para incitarla a conquistar un nivel de cultura elevado. Exige que la autoridad de la clase dirigente no derive más de la posesión del capital y de los medios de producción sino de la capacidad de producir un mejor modo (y aquí entra en juego la función artística porque el arte es un modo perfecto), es decir, de una segura preparación técnica. Por lo tanto destierra de su polémica todo acento filantrópico, aun toda simpatía humana. Su mensaje está dirigido exclusivamente a los responsables, a los "dirigentes".
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