Alvaro Delgado-Gal
Damien Hirst
Es frecuente, es más, es universal, la tendencia a identificar arte y
dinero. En la imaginativa popular, o al menos en la de las clases
medias, el arte contemporáneo despide un fulgor fascinante, de patacones
de novela de piratas. Si Ross Mac Donald, redivivo, hubiera de inventar
de nuevo una intriga, y una rubia peligrosa, y un cadáver súbito, y un
ambiente de estragado lujo, elegiría como escenario, no las mansiones de
los magnates californianos del petróleo, sino las galerías de arte y
los fabulosos peculios que presuntamente surgen, como se dice en inglés,
out of the blue, de la nada. Se habla de los cuadros como de
esa fuente egea que, según Plinio, manaba vino en vez de agua en las
nonas de enero. Sólo que el vino se ha hecho espeso y caliente, y ya no
es vino sino oro.
Esta composición de lugar no es desmentida por los profesionales del
arte: marchantes, propietarios de casas de subastas, directores de
ferias, comisarios de arte, o los propios artistas. Resulta
comprensible. Los que subsisten de traficar con cierta clase de
mercancías están máximamente interesados en que se piense que detrás de
su chiringuito, apenas se da la vuelta, empieza Jauja. La idea de que el
arte contemporáneo
significa dinero, dinero con mayúsculas, es sin embargo errónea.
Existen razones absolutamente definitivas para aseverar, sin acudir a
detalles, que el arte contemporáneo –sigo poniendo el acento en
«contemporáneo»– genera, en términos económicos, mucho menos rentas que
el de tiempos pretéritos. Como esta noticia va una miaja a contrapelo
de los lugares comunes dominantes, será bueno que la precise con cierto
cuidado.
El argumento crucial es éste: en la era preindustrial, y todavía más en
la precapitalista, los gastos suntuarios del príncipe comportaban un
porcentaje asombrosamente abultado del gasto total de una sociedad. Por
supuesto, incluyo, bajo la categoría de «príncipe», no sólo al rey y su
corte, sino a la nobleza en general y a los altos, y no siempre altos,
dignatarios de la Iglesia. Y por supuesto también, no me estoy
refiriendo a desembolsos absolutos, sino al peso relativo del gasto en
arte en una economía dada. Este es el dato que nos interesa, el que
señala la importancia real que se presta a una cosa en comparación con
las restantes cosas. Pues bien, el príncipe desparramaba lo que no está
escrito en levantar palacios y templos, adquirir tapices y antigüedades,
inmortalizarse en estatuas y cuadros, o montar fiestas. Baste recordar
que León X, uno de los grandes mecenas romanos, fundió cien mil ducados,
un séptimo de los fondos vaticanos, en celebrar su exaltación al
papado. Los restantes seis séptimos los liquidó al cabo de no mucho, en
política y obras extravagantes, y empezó a endeudarse a tanta velocidad y
en cuantías tan escandalosas que los intereses llegaron a ser del
cuarenta por ciento. Simonías varias –ventas de indulgencias o de
oficios eclesiásticos: sólo en 1517 creó León X treinta cardenalatos– lo
ayudaron a salir adelante.
El lector podrá apreciar lo que significan estas cifras, si se tiene en
cuenta que los Estados de la Iglesia constituían, a principios del XVI,
una potencia económica de primer orden. Hoy día, las naciones sólo
incurren en dispendios comparables cuando se hallan en guerra o por
motivos relacionados con el mantenimiento del Estado del bienestar. En
lo último están ahora los Estados Unidos, cuya factura sanitaria, con un
cuarenta por ciento a cargo del erario público, asciende a un dieciséis
por ciento del PIB. Resultaría inaudito que una sociedad democrática
dedicara los mismos porcentajes a la compra de cachivaches magníficos o a
la construcción y ornamento de edificios oficiales. Por completo
inaudito. Podemos llegar, por tanto, a una primera conclusión: en las
sociedades democráticas e industrializadas, caracterizadas por el
consumo de masas y un reparto de la renta mucho menos desigual que el de
las sociedades antiguas, el arte moviliza pocos recursos. Recursos
relativos, claro está.
Esta conclusión nos orienta hacia otras conclusiones. Cabe dividir el
gasto corriente en arte en dos partidas, de la que una, muy importante,
es de naturaleza pública o semipública. Los fondos se proveen con
impuestos, o se alimentan con inversiones estimuladas por beneficios
fiscales. El origen público del dinero, en España, no es sólo
importante, sino abrumadoramente importante. Aun así, luego de reunir lo
aportado por comunidades autónomas, diputaciones, ayuntamientos o
ministerios, e introduciendo en el capítulo de gasto el dedicado a la
conservación del patrimonio, se obtiene una cantidad agregada no
superior al 0,5 del PIB. Si el gasto público en arte es modesto en
términos del PIB, y el gasto privado equivale sólo a una porción de ese
gasto, nos encontramos con que el mercado de arte será también de
dimensiones modestas. Más modestas, de acuerdo, en unos sitios que en
otros, pero sin salirse nunca de una modestia general. En el caso
español, la modestia extrema es perfectamente certificable. No llegan
probablemente a diez o quince las galerías de arte españolas que tienen
sentido desde una perspectiva empresarial. Es decir, que dan dinero, o
usando la culta latiniparla de los economistas, que justifican la
inversión habida cuenta de los costos de oportunidad. Estoy hablando,
¡cuidado!, de las galerías que divulgan el arte que está de moda, o que
recibe un trato específicamente favorable en las páginas de la crítica o
en los medios ligados al presupuesto público. El volumen movido por el
arte no contemporáneo –no contemporáneo en este sentido estricto– es
probablemente mayor. Y existen muchas, muchas galerías, que no viven de
lo que venden, sino del dinero que cobran a un artista a cambio de
exponer su obra. Pero estas cuestiones, con ser interesantes, se salen
del formato del presente escrito.
Prosigamos. El número de obras que cada galería despacha al año no sube
de unos pocos centenares, en la hipótesis más optimista. Esto nos deja
con un mercado estable de adquirientes de arte verdaderamente menguado.
Lo bastante menguado para que el concepto «mercado», yuxtapuesto a
«arte», integre un oxímoron, una contradicción. ¿Por qué? Porque el
mercado es otra cosa. Quienes hablan de «mercado de arte», no saben,
habitualmente, de qué están hablando. O, al menos, no saben que están
hablando de algo que no guarda relación alguna con los mercados
ortodoxos. No se trata sólo de un extremo técnico, entiéndase, de un
prurito de pedante precisión, sino de una cuestión sobre la que es
necesario estar en claro si es que se pretende comprender bien la
estructura económica y moral –ambas a la vez– del arte contemporáneo.
Permítanme, por consiguiente, que recuerde aquí dos o tres
características elementales de los mercados. O, si se prefiere, de lo
que son los mercados en la acepción común de «mercado».
En su manual de economía, Samuelson y Nordhaus definen «mercado» así:
«Mecanismo por el que los compradores y vendedores determinan
conjuntamente los precios y las cantidades de las mercancías». Esto,
todavía, no nos lleva demasiado lejos. Conforme a la definición, dos o
tres personas podrían constituir un mercado. Y hasta podría constituirlo
una sola persona, si se volviera esquizofrénica y pusiera en trato a
una de sus mitades con la otra mitad. Nos acercamos más al asunto cuando
miramos, en el índice analítico del volumen de Samuel y Nordhaus, la
entradilla correspondiente a «mercado competitivo». En un mercado
competitivo, «(1) el número de vendedores y compradores es muy grande;
(2) ninguna empresa puede influir en el precio de mercado».
¿Qué tiene que ver el tamaño del mercado con la imposibilidad en que se
encuentran las empresas de influir en los precios? ¿Por qué es necesario
que en un mercado competitivo sea muy grande el número de compradores y
de vendedores? Imaginen que hay sólo tres vendedores. Será entonces
probable que éstos celebren un conciliábulo y acuerden estrategias para
restringir la oferta, y por ende, subir los precios. Estaríamos en lo
que se llama un «oligopolio». Supongamos, a la inversa, que el número de
compradores se reduce a tres. Nada les impedirá conspirar a su vez con
el fin de restringir la demanda de un bien y deprimir artificialmente su
precio. En el adverbio «artificialmente» está la madre del cordero. En
un mercado competitivo, los precios reflejan la demanda de que un bien
es objeto por parte de la sociedad, y también los costes anejos a la
producción y oferta de ese bien. O, mejor, reflejan el equilibrio entre
una cosa y otra. En este sentido, los precios son información: orientan a
los productores, y expresan a la vez el valor relativo que el bien
encierra para los compradores. Una inhibición deliberada de los
compradores para deprimir provisionalmente el precio de un bien
impediría que aquél transmitiera a los productores las señales
oportunas. Estaría lanzándose el mensaje de que el bien es menos
codiciado de lo que realmente es, y, por lo mismo, estaría induciéndose a
los vendedores a invertir recursos en la producción de otros bienes por
encima de los niveles que optimizan la eficiencia del mercado. El
mercado habría perdido una de las cualidades más preciosas que le
atribuye la teoría económica.
Pues bien, el mercado de arte se parece a un mercado competitivo lo que
un huevo a una castaña. En arte, la manipulación de los precios no es
excepcional: es permanente. Fijémonos, por ejemplo, en lo que hacen
muchas galerías de arte importantes. Uno: fichan a un pintor joven y
todavía sin instalar. Las condiciones del fichaje incluyen el monopolio
sobre la venta de su obra, un sueldo compensatorio –por lo común
modesto–, una comisión leonina por cada obra vendida, y el compromiso
de organizar tantas y cuantas exposiciones cada tanto y cuanto tiempo.
Dos: se suben de golpe los precios. Tres: se acude a una red de
contactos para ir moviendo al futuro crack en los circuitos profesionales.
Los últimos comprenden centros de arte, museos y mediadores culturales.
El centro de arte es una institución híbrida, asomada a los lobbies
galerísticos por uno de sus lados, y contigua al museo de arte
contemporáneo por el otro. Hasta cierto punto, aunque sólo hasta cierto
punto, desempeña una función análoga a la que cumplía el Museo de
Luxemburgo en la Francia decimonónica. El Museo de Luxemburgo alojaba
las obras de los candidatos a ser colgados en el templo absoluto del
arte. Esto es, el Louvre. Convertirse en huésped del Luxemburgo era como
demorarse un rato en el purgatorio antes de subir al cielo. De modo
semejante, ser admitido en un centro de arte implica una suerte de
homologación, de acogimiento en los cánones oficiales. Pero, como he
dicho hace un momento, el paralelo no debe llevarse demasiado lejos.
En primer lugar, los criterios que regulaban el ingreso de un artista en
el Luxemburgo presuponían un concepto estable de lo que es pintar o
esculpir. No se franqueaban las puertas del museo sin haber recorrido
antes un itinerario compuesto de varias etapas. A los estudios en la
École des Beaux-Arts seguía la beca en Roma, y el paso por las paredes
del Salon. El proceso estaba dominado por la Académie o el Institut y
obedecía a esquemas técnicos y estéticos confirmados por la tradición.
En segundo lugar, se recalaba en el Luxemburgo antes de entrar
en el Louvre. De hecho, no se recogía en el último a artistas vivos. En
tercer lugar, los engranajes que endentaban la gloria con el dinero
giraban alrededor del Estado. Los encargos del Estado representaban la
compensación económica más inmediata del artista de éxito en tiempos del
Segundo Imperio. Se trataba de un mundo jerárquico, gobernado por
notables en quienes concurrían la autoridad, el prestigio y el poder.
En el mundo del arte contemporáneo, por el contrario, las fronteras son
porosas. El centro de arte está integrado con frecuencia en un museo
matriz, y ya no está claro dónde empieza uno y dónde acaba el otro. Ni
qué pesa más, si el centro, o el museo. En cierto modo, se verifica un
reparto de papeles. El museo dispensa honorabilidad, mientras el centro
expende certificados de modernidad. O, como se dice ahora, de
«contemporaneidad». Esta superposición o confusión de atmósferas ha
debilitado profundamente al museo de arte contemporáneo, sujeto a una
crisis de identidad que nadie discute. En el plano ideológico, o
estético, la crisis se traduce en una especie de arritmia. El museo está
diseñado para alojar objetos de valor presuntamente duraderos. Pero las
consignas que determinan qué es interesante o no lo es en el día a día
del arte contemporáneo son cambiantes y volátiles. El centro de arte ha
impreso, por tanto, al museo aledaño o concomitante unas cadencias, unas
pautas, incompatibles con la vocación de eternidad –eternidad entre
comillas, de suyo va– de las colecciones permanentes. La arritmia se
acentúa cuando, al factor ideológico, se añade el comercial. La
promiscuidad entre los centros de arte y las galerías complica la
promoción de firmas improvisadas con la fijación, cada vez más precaria,
del canon oficial. La resulta es una inestabilidad enorme de los
valores. El joven por el que se ha apostado viaja, desde la galería, al
centro, y de ahí al Olimpo. Pero la nómina del Olimpo está escrita sobre
arena: los principios de excelencia son volubles, y los agentes que los
atestiguan dividen su lealtad entre la adhesión a consignas no siempre
meditadas y el apoyo a operaciones enderezadas a la obtención de
plusvalías a corto plazo. Ello provoca una aceleración de los ciclos que
marcan el ascenso y caída de un artista o de un movimiento. En los años
ochenta del siglo pasado se hicieron grandes inversiones en pintores
del momento, inversiones cuyo valor se ha reducido a casi cero. Es como
si un panteón civil se hubiera contagiado de los modos y vivacidades de
la Bolsa, y las listas de los caídos por la patria variaran a la misma
velocidad que la cotización de los activos financieros. Esto, en algunos
sentidos, es peligroso. Pero no quiero adelantar acontecimientos.
Sigamos explorando el laberinto cuyo recorrido aboca en ocasiones a la
fama y, muchas más veces, al ocaso rápido o al rigor mortuorio y
prematuro.
La mudanza general ha afectado también a los mediadores culturales.
Hasta hace no mucho, el mediador por antonomasia, en el mundo del arte,
era el crítico. El crítico, como biotipo social, es inseparable de la
sociedad industrial, el surgimiento de un público de masas y la
aparición de la prensa periódica. Stendhal fue un crítico in nuce.
Baudelaire fue ya un crítico. El crítico es un puente que comunica dos
orillas. Una es la orilla en que se agolpa el gran público, un público
que, a la inversa que los patronos, mecenas o compradores al por mayor
del Antiguo Régimen, ha perdido contacto directo con los productores de
arte. En la orilla frontera están los artistas. El crítico los conoce
personalmente, como Baudelaire conoció a Manet, y porque los conoce y
entiende, puede también, al menos sobre el papel, explicar lo que hacen.
Explicarlo en términos inteligibles para el espectador culto o, si no
culto, inquieto. Poetas y escritores con sensibilidad y olfato –Breton,
Apollinaire– sumaron, a su condición de intérpretes, la de guías y
adalides del arte nuevo. La figura del crítico sigue ajustándose a este
perfil en la América de los años cuarenta, cincuenta y primeros sesenta.
Greenberg fue un hombre muy influyente, como lo fue Rosenberg. Pero ha
dejado de ser evidente a qué se dedica, ahora, el crítico profesional.
Naturalmente, hay críticos que perseveran en el intento de transmitir el
significado y valía de una obra. La difuminación de los conceptos, sin
embargo, la puesta en cuestión, no sólo de lo que es buen arte, sino de
lo que es arte a secas, ha convertido en dudosa, difícil, a veces en
imposible, la tarea de mediación. Por causa de ello, muchos críticos han
acudido a un remedio perfectamente filiado en la historia de la
evolución: adaptar la herramienta, el órgano ancestral, a los desafíos
que depara un medio ambiente transformado.
No han desaparecido las columnas críticas de los diarios. Las
evaluaciones, no obstante, son infrecuentes, y el lenguaje en que está
vertida la crítica, con frecuencia inaprensible para el no iniciado en
los ritos secretos del mundo del arte. Se dirá que esto viene de atrás.
Es verdad. Pero las opacidades actuales no obedecen al mismo patrón que
las vigentes hace, pongamos, cincuenta años. Hace cincuenta años, el
idioma encriptado de la crítica no había renunciado aún a revestir una
ambición, por así decirlo, exegética. La complejidad del texto pretendía
hacer alusión a los propósitos también complejos del artista. En los
días que corren resulta más arduo adivinar la clave en que debe leerse
el texto crítico. Si en clave estética, o mistérica, o meramente
mundana. ¿Qué significa, en este contexto, «mundana»? Pues algo que nos
aproxima a las crónicas de sociedad, con una dimensión añadida de
esoterismo culturalista. El mensaje sería el siguiente, punto arriba,
punto abajo: «Esto es lo que se cuece en el mundo del arte. Esto es lo
que es recibible, accrochable, en el mundo del arte. Yo lo sé, y lo saben mis amigos. Y yo lo certifico desde esta columna».
Creo que la perspectiva que he llamado «mundana» es la que mejor explica
lo que está pasando en la crítica. Mi creencia no brota sólo de
consideraciones metacríticas, esto es, de una reflexión sobre el modo en
que están construidos los textos. Proviene, igualmente, de la
constatación empírica, factual, de lo que hacen muchos críticos. Que no
es tanto enunciar opiniones personales sobre un artista y su obra, como
confirmar tendencias o ismos. El crítico, desde sus páginas, no confía
al lector lo que le ha pasado luego de trabarse intelectual o
emocionalmente con una obra. No se dirige tan siquiera al lector. Se
dirige a otros agentes del mundo del arte –el pequeño lobby
galerístico, los museos y las fundaciones, los gestores de las muestras y
ferias de arte– para decirles que está con ellos o, muy de tarde en
tarde, que no está con ellos. Pero mucho más lo primero que lo segundo.
Es como si el puente a que aludí antes hubiera perdido uno de sus cabos,
el que mira al público, y el afán divulgativo o expositivo hubiese
cedido frente a las exigencias corporativistas de una organización –el
llamado «sistema arte»– crecientemente incomunicada del resto de la
sociedad.
El carácter autárquico del «sistema arte» ofrece una lectura económica
clara. No constituye un secreto que el óptimo, para muchos críticos, no
es vivir de la crítica, sino de las economías externas que su oficio les
procura en los medios galerísticos o museales. El ingreso de los
críticos depende, en grado considerable, de la confección de catálogos
o, mucho más, del desempeño de comisariados. Lo que se registra
entonces es una inversión de los fines y también de los procedimientos:
el empleo como comisario, o lo que fuere, deja de ser una distinción que
sobreviene, andando el tiempo, al hombre de gusto seguro o riguroso,
para convertirse en un objetivo primordial, esto es, en un bien que se
persigue por sí mismo. De ahí, también, la naturaleza literariamente
extravagante de las columnas críticas. Las columnas de los diarios, muy
poco leídas por lo común, operan como espacios autopromocionales. Son
la palanca que ciertos críticos utilizan para postularse como candidatos
a evacuar un servicio cuya contratación decidirá alguien que ocupa un
cargo en las instituciones culturales del Estado o en los equipos
responsables de dar forma y contenido a las muestras internacionales o
nacionales de arte. Entre una cosa y otra se completa el círculo
endogámico. Las instituciones están abiertas a las galerías, las cuales
se hallan en conexión con los críticos, los cuales median o refuerzan
los lazos entre las galerías y las instituciones. No es raro que una
misma persona se desplace de un tramo a otro del círculo. O incluso que
esté presente en todos al mismo tiempo. Las oportunidades que ello
ofrece a la manipulación especulativa de los precios y los prestigios
son obvias. Y la distancia abismal que separa todo esto de un mercado
competitivo, obvia también. Urge subrayar, de nuevo, que la intervención
en el proceso del dinero público o semipúblico es determinante. Los
museos y centros no sólo exponen o incorporan cuadros a sus fondos,
sino que asientan o crean un valor, en la acepción económica y no
económica del término. Las adquisiciones se han verificado, más de una
vez, a precios muy por encima de los del mercado. La implicación de las
instituciones en el mercadeo artístico queda confirmada por un dato
simplicísimo y arrollador. Durante años, el género rey, en arte
contemporáneo, lo han constituido las instalaciones. Las instalaciones,
evidentemente, no están pensadas para que alguien las ponga en su piso.
Tal cual millonario dispondrá de espacio suficiente en su casa para
montar una instalación. Pero esto, repito, es excepcional. El destino
natural de las instalaciones son los museos. Si la instalación ha sido
el género rey, es porque los museos han sido los clientes rey. Más
claro, verde y con asas. Estimo innecesario añadir que mi diagnóstico
sobre el mundo de la crítica apunta a corrientes generales, y no intenta
ser exhaustivo. Hay críticos y críticos, y no todos son iguales.
Hemos apurado un trecho de camino considerable. Es el momento de volver
grupas, retroceder hasta el origen, y echarse de nuevo a andar. Lo que
precede adquirirá mayor exactitud, y en especial, adquirirá mayor
exactitud la relación existente entre la oferta de arte y el consumo
privado, si les damos otra vuelta de rosca a algunos conceptos básicos.
Vimos antes que la manipulación de los precios altera la eficiencia del
mercado. Los precios reflejan las preferencias de los consumidores y,
por tanto, transmiten a los productores una información preciosa sobre
el uso que debe darse a los recursos. Profundicemos en esta idea.
El mercado obra sus efectos gracias a una división de funciones: los
consumidores se dedican a maximizar su utilidad o satisfacción,
mientras los productores intentan maximizar sus beneficios
proporcionando a los consumidores lo que éstos quieren. Pero los
productores no intervienen en las preferencias de los consumidores. No
las incoan, manipulan o generan. Las aceptan como un dato, un hecho
consumado. La teoría económica sostiene que cuando las cosas ocurren
según queda dicho, con algunas cláusulas añadidas que ahora no vienen al
caso, la inversión de los recursos totales será eficiente. A esto se le
conoce, también, como la teoría de la «mano invisible» de Adam Smith.
La teoría de la mano invisible afirma que la armonía del conjunto
–entiéndase, la eficiencia del mercado– puede surgir de interacciones
entre agentes que sólo se tienen mutuamente en cuenta como dispensadores
de rentas, mercancías y servicios. Smith opuso, a la estampa clásica de
una cooperación altruista e impulsada por la búsqueda del bien común,
la idea de un orden eficaz producido por hombres que concibe el bien
egocéntricamente. Esto es, que lo refieren o vinculan a sí mismos, y
únicamente a sí mismos.
Naturalmente, se trata de un modelo idealizado. Pero es lícito, en
ciencia, trabajar con modelos idealizados. Cosa muy distinta es que los
presupuestos de un modelo sean de aplicación universal. No suelen serlo,
y el modelo mercadista no lo es tampoco. De hecho, existen relaciones
humanas caracterizadas, no por el recíproco desinterés, sino por la
voluntad apasionada que cada una de las partes pone en alterar la
estructura desiderativa de la otra. Imaginemos, qué sé yo, una discusión
sobre política o religión. Es posible representarse la discusión como
un proceso a lo largo del cual X busca una verdad política o una verdad
sobre Dios apoyándose en los argumentos racionales de Y. Con arreglo a
esta representación, el empeño principal de X no sería el de convencer a
Y. Más bien, X estaría valiéndose de Y para prosperar en su pesquisa
teórica por los pagos de la política o la religión. Las réplicas de Y
sugerirían a X ideas, que X afinaría mediante contrarréplicas, que se
verán sucedidas por nuevas réplicas de Y. La actitud de X sería
egocéntrica, en la medida en que a éste le traería sin cuidado qué
cambios se han ido produciendo en la mente de Y. Si luego de haber
alcanzado una conclusión satisfactoria, X descubriera que Y es una
máquina, y no un ser humano, X se quedaría tan pancho. El fin perseguido
–la verdad– constaría como tal a X con independencia de cómo se ha
reflejado, si es que se ha reflejado en absoluto, el itinerario
dialógico en la conciencia de Y.
Esta representación, no obstante, expresa de manera sesgada e incompleta
lo que en realidad intenta, o lo que intenta casi siempre, el polemista
político o religioso. Que es convencer a su interlocutor,
alterar sus creencias y, por tanto, su estructura desiderativa. Un
hombre convencido, es decir, un hombre que ha dejado de creer lo que
creía antes, es un hombre con su sistema de preferencias alterado. El
indiferente en materia de fe prefería unas vacaciones en Miami a un
retiro espiritual en El Paular. El converso prefiere El Paular a las
vacaciones en Miami. Y así sucesivamente. Multitud de verbos transitivos
denotan acciones cuyo propósito es cambiar la estructura desiderativa
de la persona que padece la acción. Tal ocurre, ya lo hemos comprobado,
con «convencer». Pero ocurre también con «seducir» o, a la inversa, con
«intimidar» o «amedrentar». Y, desde luego, ocurre con «enseñar». El
maestro no sólo depara información al alumno; también –echo mano del
diccionario– le «inculca determinadas ideas y creencias». Se trata de un
proceso complejo, en el que la autoridad del maestro acelera o facilita
la circulación del conocimiento. Cuando concluye el proceso, decimos
que el alumno está «formado». O equivalentemente, que ha adquirido un
sistema de preferencias, y una capacidad de reflexión y análisis, que lo
califican como adulto. Las capacidades nuevas redefinen, por supuesto,
la estructura desiderativa del sujeto.
La relación maestro-alumno –una relación jerárquica y, como hemos visto,
incompatible con la relación funcional y mutuamente desinteresada que
mantienen entre sí consumidor y productor– se repite en ámbitos
múltiples de la experiencia social. Paremos mientes, por ejemplo, en la
ciencia. La ciencia no se expende conforme a las reglas del mercado.
Sería absurdo, en efecto, pretender que el científico triunfa
«vendiendo» su ciencia en el mercado. El éxito, en ciencia, no se
produce en el mercado, sino por un sistema de cooptación entre expertos
reconocidos. Son los expertos los que determinan lo que es buena
ciencia. La buena ciencia se extiende luego, gracias a medianerías en
esencia institucionales –universidades, publicaciones prestigiosas,
divulgación responsable–, a un conglomerado humano cada vez más vasto.
En el foco de la tela de araña, una tela de araña en figura de círculos
concéntricos, velan sus armas las grandes autoridades científicas; el
primer círculo está ocupado por los profesionales de la ciencia en
general; el segundo, por los estudiantes de ciencia; el tercero, por los
aficionados, y así de corrido hasta que llegamos al escolar o al
ciudadano de a pie.
El sistema de cooptación se ajusta a pautas altamente ritualizadas, lo
que no significa en absoluto que no se halle expuesto a las
contingencias del azar, la política, la estupidez, o los intereses
mundanos. La discrecionalidad varía, claro es, según la naturaleza de la
ciencia. En matemáticas, la discrecionalidad es pequeña, o pequeña en
términos comparativos. Existen, es obvio, pocas discrepancias sobre lo
que es una demostración matemática. En teoría de la evolución, por el
contrario, el enfrentamiento polémico es permanente, y decisiva o muy
poderosa la presión ejercida por la ideología o las confesiones
religiosas. Pero en todos los casos, incluidos los de las ciencias más
laxas, es necesario distinguir dos dimensiones, dos ejes, uno horizontal
y otro vertical. El horizontal señala el espacio, o el lugar
geométrico, en que los expertos, los dueños de la disciplina, dan o
quitan premios, según criterios que sólo ellos dominan con autoridad. El
eje vertical se proyecta hacia el público, al que no se reconoce la
facultad o el derecho de juzgar las verdades científicas. Puede
ignorarlas, o destruirlas, pero no juzgarlas. En un país ilustrado
tenderá a comprenderlas o, al menos, a apreciarlas. En este sentido, el
científico difiere radicalmente del productor o vendedor. El productor
está «al servicio» del público. Intenta hacerse rico satisfaciendo las
necesidades que el público expresa a través de los precios del mercado.
El científico, por el contrario, depara verdades, no echa a rodar
proposiciones científicas con la esperanza de ganarse la adhesión de
millones de consumidores. Por descontado, estoy simplificando hasta
extremos grotescos. Un análisis serio de la realidad social de la
ciencia tendría que enriquecer la ecuación que acabo de bosquejar con
múltiples factores añadidos. La ciencia, de modo inmediato la aplicada, y
con efectos diferidos la teórica, rinde servicios materiales al
consumidor, según una dirección descendente cuya interfaz con el mercado
está integrada por la industria. Y la ciencia se beneficia de rentas
que el público genera y que llegan a ella a lo largo de un itinerario
ascendente que pasa por el consumo, la industria de nuevo, los
presupuestos generales del Estado, o centros de investigación
financiados con dinero privado. Y ocurren más cosas, un montón de cosas
más. Lo importante para nosotros, no obstante, es que la gente no
«consume» ciencia al modo en que consume pizzas o servicios
hospitalarios. Y que las verdades de la ciencia no se someten al voto
monetario del mercado. Se trata de otra historia, otra relación, otra
manera de comunicarse.
Las dos dimensiones, la horizontal y la vertical, persisten en el mundo
del arte y la literatura. Lo que pasa es que ahora los ejes están
girados, por así decirlo, con respecto al sistema de coordenadas
anterior. El procedimiento por el que se fundan los prestigios es menos
sistemático, recuerda menos a un mecanismo, que en ciencia. Cotejemos el
desplazamiento de la física newtoniana por la relativista, con el
retroceso que en las letras francesas experimentó Victor Hugo con
respecto a Rimbaud. La inflexión se produjo, en ambos casos, a
principios del siglo XX, aproximadamente. Pero respondió a patrones por
entero distintos. Einstein triunfó porque su teoría, además de ser
consistente, explica hechos que no explica la física de Newton. No se
demostró, sin embargo, una inferioridad de Hugo vis-à-vis de
Rimbaud. Más justo sería decir que la poesía del primero entró en una
fase estéticamente deflacionaria. Las potencias, los encantos de Hugo,
parecieron de pronto menos irrebatibles, menos persuasivos. Hugo perdió
pertinencia para las generaciones de críticos, escritores y lectores à la page
que ponían los puntos sobre las íes en los años veinte y treinta del
siglo pasado. Se verificó, en suma, más que un avance o un progreso, un
cambio en la sensibilidad, una transmutación cuyas raíces, no del todo
conocidas, remiten, más allá de la teoría literaria, a la sociología y a
las costumbres.
Estos accidentes y complejidades no desmienten la estructura jerárquica,
antimercadista, de la formación del gusto en arte y literatura. Los
autores de best sellers no figuran casi nunca entre los más
respetados, y los pintores más próximos al favor popular no recalan por
fuerza en los museos. El gran público suele encontrarse con el olimpo ya
cocinado. Las cliques mejor situadas, la crítica, los profesores de
arte y literatura, o los cánones fijados en los planes de educación
imponen al indocto un esquema cerrado. El indocto no se deja llevar por
su realísima gana, sino que se aplica la norma a que Montaigne afirmaba
sujetarse en materia de moral sexual: «La plus part de mes actions se
conduisent par exemple, non par choix».
La consecuencia es que, en arte o literatura, el concepto de «consumo»
ya no posee la nitidez, la claridad de perfiles, de que está asistido en
la teoría económica ortodoxa. No quiere ello decir, por supuesto, que
ciertos escritores, o ciertos pintores, no sean objeto de consumo en la
acepción más paladina de la palabra. Pensemos, qué sé yo, en Bouguereau.
Las páginas de Internet están saturadas de portales en que se ofrecen a
la venta estampitas y reproducciones del viejo astro académico:
pastorcillos, ninfas, gitanas, arrebatadas vírgenes, o diosas desnudas
que más que diosas desnudas parecen artistas del striptease,
después de sacrificada la última prenda. Aunque Bouguereau ha sido
parcial –y ambiguamente– rehabilitado de unos años a esta parte por los
profesores de arte, es obvio que su presencia masiva en el circuito
comercial responde a un entusiasmo kitsch y popular que no
guarda conexión alguna con las revisiones históricas que de tarde en
tarde promueve la Academia. El consumo de Bouguereau es, por tanto,
consumo sin ambages, vulgarísimo y respetabilísimo consumo. La gente
mantiene con las reproducciones de Bouguereau la misma relación que
con unos zapatos, una dentadura postiza o un coche utilitario. Aunque el
consumidor lo ignore todo acerca de la técnica zapatera, protésica o
automovilística, es capaz de juzgar por sí mismo cuándo le aprieta o no
el zapato, o le encaja o no la dentadura en las encías, o el cochecito
se atasca o no se atasca en los repechos de la carretera. Su posición
con respecto a estos artículos es magistral, en el sentido de que es el
usuario el que decide, conforme a experiencias que él domina mejor que
nadie, si esos artículos valen o no valen, o, para ser más exactos, le
valen o no le valen.
El caso de Bouguereau, u otros mil por estilo, demuestra que el consumo
de arte no equivale al «consumo» de ARTE. Basta que el «consumidor» de
arte –insisto en las comillas– vuelva sobre sí y cobre conciencia de que
no es sólo consumidor, sino beneficiario de la cosa excelsa que es el
ARTE, para que su actitud ingenua, indeliberadamente consumista, venga a
menos y sea desplazada por un instinto discipular. Complementariamente,
la oferta de arte cesa como mecanismo orientado a satisfacer una
demanda preexistente, y se convierte en una actividad gobernada por
fines formativos y pedagógicos.
El fenómeno no afecta únicamente al comprador modesto. Afecta también al
comprador rico, incluso al gran coleccionista, el cual suele protegerse
los flancos solicitando el asesoramiento de quienes están iniciados en
los secretos del arte y saben, por tanto, lo que vale un peine. Entran
otros ingredientes en el cóctel, de suyo va. En alguna medida, a qué
negarlo, entra el gusto. Y la esperanza de hacer una buena inversión.
Pero entra más, o no entra menos, la vocación discipular. El vendedor,
doblado en experto, no es concebido sólo como la otra parte en el curso
de una transacción comercial, sino, a la vez, como una fuente de salud
espiritual. O rebajando la lírica a sus justos límites: el comprador
entiende que su dinero, además de estar bien colocado, le habrá servido
para adquirir algo que podrá enseñar a los amigos mientras empina, con
leve orgullo, la vertical del cuerpo sobre la punta de los pies.
Disponemos, en fin, de un argumento nuevo, un argumento que se añade a
los de hace un rato, en apoyo de la tesis de que el mercado de arte no
es, si bien se mira, un mercado. Además de ser demasiado pequeño, además
de regirse con arreglo a un sistema de precios manipulado por la
oferta, el mercado del arte es un no mercado, porque se compone de
compradores que confían a los vendedores su sistema de preferencias. Lo
último abre, naturalmente, perspectivas inéditas al vendedor, y pone
viento añadido en las velas de los manipuladores de precios. Si el valor
económico del arte está ligado al prestigio, y el prestigio lo
determina la oferta, la oferta podrá inflar los precios inflando el
prestigio. Arte y mercado, en una palabra, mantienen entre sí una
relación tensa, equívoca. El equívoco se hace más evidente cuanto más de
cerca se mira el asunto.
Antes de liar el petate y dejarles en paz, quiero agregar tres
observaciones finales, probablemente obvias, o quizá no tanto. La
primera observación es de carácter preventivo: no he intentado, en modo
alguno, una impugnación del dinero en nombre de la belleza, o como
tengamos a bien llamar lo que producen los artistas cuando son visitados
por las musas. Si no hubiera circulado el dinero en derredor del arte,
no se habría pintado la Capilla Sixtina, ni La rendición de Breda,
ni aun siquiera hubiese esculpido Fidias los frisos del Partenón. El
arte elaborado, culto, verdaderamente rico, presupone especialización, y
la especialización exige que se pueda vivir de hacer una sola cosa.
Implica, esto es, la existencia de rentas con que financiar el trabajo
de personas capaces y centradas en un solo empeño. Esto puede
conseguirse mediante el mecenazgo o, alternativamente, apretando los
resortes que mueven las voluntades en una sociedad mercantil. En
cualquiera de los dos casos, hace falta dinero.
La segunda observación reviste una índole también preventiva. Es verdad
que la manipulación de los precios conlleva siempre cierto grado de
abuso. Resultaría pueril, sin embargo, fulminar el mercadeo del arte
porque no se ajusta a los principios de transparencia y fair play
que rigen en otros sectores de la economía. En la medida en que está
ligada a la estructura jerárquica del gusto, la manipulación de los
precios es inevitable, y ha de ser aceptada, por tanto, como un hecho
dado, no como una tragedia. La denuncia moralista y exasperada, la
denuncia sin matices, sólo servirá para que nos enemistemos con el arte,
de modo parecido a como el rechazo radical de determinadas prácticas
democráticas –la pesca del voto, el sacrificio de la verdad al consenso,
el oportunismo de los partidos– termina conduciendo a la invocación de
formas políticas ideales y, en tanto que ideales, incompatibles con la
democracia efectiva. No, esto no vale, esto es, todavía, demasiado
rudimentario. Lo interesante reside no en si debe suprimirse la
manipulación de los precios, sino en la cuestión más sutil, y también
más exacta, de cuáles son los contextos en que los vendedores de arte,
de paso que manipulan los precios, logran alterar, de añadidura e
infaustamente, los propios criterios de excelencia artística. Enunciado
lo mismo con más desparpajo: ¿cuándo se vuelve el dinero contra el arte?
La pregunta tiene sentido en sí misma y desde un punto de vista
sociológico e histórico. En las épocas de relativa estabilidad estética,
o estabilidad en el campo del gusto, los artistas han operado
disciplinados por dos referentes. Han sabido, aproximadamente, en qué
consistía pintar bien, y han confiado en tener éxito, económico también,
si pintaban bien antes que mal. Podemos representarnos el proceso en
términos ondulatorios: un tren de ondas –el dinero– se superpone a otro
tren de ondas –el gusto dominante, y en gran medida, heredado–. Los
trenes de ondas entran en interferencia, y ésta propende a ser
constructiva antes que destructiva. La armonía, o relativa armonía,
entre praxis artística y dinero se ha visto interrumpida cada cierto
tiempo por revoluciones en la esfera del gusto. Siempre han existido
etapas de cambio, indecisión y volatilidad de los conceptos. Es decir,
de crisis. Pero no todas las crisis son iguales. Las excepcionales por
su duración e intensidad pueden mudar la naturaleza misma de la cosa, de
modo semejante a como una presión enorme, aplicada a una sustancia
material, provoca la transformación de ésta en una sustancia nueva.
Tal ha venido a suceder, y doy entrada a la tercera observación, con el
arte del siglo XX. La noción de lo que es buen arte o, incluso, de lo
que es arte en absoluto, ha adquirido un carácter crecientemente
contencioso a medida que avanzaba la centuria. El fenómeno arranca,
quizá, de la gran conmoción impresionista. Fueron enredándose las ideas,
y en ya 1913 –fíjense que no hablo de ayer– Duchamp creó su primer
múltiple. Es decir, la primera no obra de arte con honores de obra de
arte. O también: la primera negación frontal, desde el interior del
arte, de que el arte existe.
Hasta los años sesenta Duchamp no se convirtió en un tótem cultural. Fue recuperado por el pop,
y elevado a la condición de maestro de ceremonias del arte
contemporáneo. Es necesario recordar que el arte contemporáneo, es más,
el moderno, tardó muchos años en conquistar el museo. Los Musées
Nationaux de France no compraron obras de Seurat –tres dibujos de
pequeño formato– hasta 1947.
En los años cincuenta, Pierre Matisse, el hijo de Matisse, galerista de
profesión, se las veía y deseaba para vender a Dubuffet en Nueva York.
Otro dato divertido: en 1938, Matisse hijo cerró un trato con Miró en
virtud del cual éste cobraría mil quinientos francos al mes y tendría
derecho a ser expuesto en Nueva York a intervalos regulares. A cambio,
Miró debía ceder a Matisse las tres cuartas partes de su producción. El
acuerdo comprendía, asimismo, el encargo de obras individuales, a
petición de clientes ocasionales. De ahí surgió el célebre Perro ladrando a una cometa.
El asunto no fue idea de Miró sino del cliente, que especificó también
el formato y tamaño del cuadro. Hacia la Segunda Guerra Mundial e
inmediaciones, en fin, los grandes maestros modernos no nadaban en la
abundancia, con alguna que otra excepción. El arte contemporáneo, no
obstante, ha logrado al cabo una victoria aplastante en las
instituciones. No sólo se han enseñoreado de ellas Miró o Dubuffet. Lo
han hecho igualmente infinidad de artistas todavía vivos. En muchos
casos, estos artistas ejecutan un arte que el gran público no entiende,
que no es arte en la acepción tradicional de la palabra, y que coge a
contrapié a los profesores de arte no especializados en arte
contemporáneo.
La situación es extraordinaria. Y, además de ser extraordinaria, eleva
exponencialmente el peligro de que los intermediarios hagan daño al
arte. ¿Por qué? La razón es que, por ser lábiles en extremo los
criterios que rigen la producción de arte, el intermediario tiene la
oportunidad de emanciparse de la vigilancia y autoridad ejercida por las
oligarquías o aristocracias del gusto, y ponerse él mismo a la tarea de
crear gusto. De crear gusto creando prestigios, prestigios que más
tarde serán dinero. Describí, al comienzo de este artículo, las veredas
que frecuentan, y las llaves que usan, y las contraseñas de que se
sirven, estos expertos en burlar aduanas y meter material de matute.
Centros de arte, museos, crítica están descolocados y no saben qué ser.
Los consensos son difusos, y las codificaciones erráticas. En este medio
desparramado, los controles resultan ineficaces o de muy difícil
aplicación, y el sistema se hace vulnerable al dinero. Por escasa que
sea su cuantía en términos comparativos, el dinero, el dinero en sí,
orienta y seduce voluntades cuando no existe un proyecto o programa
alternativo al que consagrarse.
Los consumidores no pueden oponer una resistencia firme al buscador de
rentas, dada su posición moralmente subordinada. Y si los consumidores
no son un obstáculo, aún lo son menos los administradores del dinero
público. El particular se juega los cuartos, al fin y al cabo. El
político que financia la apertura de un nuevo museo o centro de arte, u
ordena la adquisición de tal o cual obra, está disparando con pólvora de
rey, y se da con un canto en los dientes si mantiene contentos a los de
la profesión o consigue un titular de prensa en las páginas culturales
de los diarios. ¿Cuánto tiempo tardará en dar la vuelta el aire? Lo
ignoro por completo. Sólo pretendo que se queden con el mensaje
siguiente. El dinero, de acuerdo, está haciendo daño al arte. Pero la
clave última no está en el dinero en sí, o en el afán de logro, sino en
el trance de aturdimiento profundo en que se halla incurso el medio
desde fechas que empiezan a ser remotas. Como dirían los escolásticos,
el dinero es sólo una causa segunda de las malas prácticas que afligen
al arte. Esto no modera la gravedad del síndrome. Si acaso, la acentúa.
Tomado de: http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=35
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