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Inicio » 2010 » Octubre » 15 » "ARTE Y DINERO"
11.07
"ARTE Y DINERO"
Alvaro Delgado-Gal



Damien Hirst


Es frecuente, es más, es universal, la tendencia a identificar arte y dinero. En la imaginativa popular, o al menos en la de las clases medias, el arte contemporáneo despide un fulgor fascinante, de patacones de novela de piratas. Si Ross Mac Donald, redivivo, hubiera de inventar de nuevo una intriga, y una rubia peligrosa, y un cadáver súbito, y un ambiente de estragado lujo, elegiría como escenario, no las mansiones de los magnates californianos del petróleo, sino las galerías de arte y los fabulosos peculios que presuntamente surgen, como se dice en inglés, out of the blue, de la nada. Se habla de los cuadros como de esa fuente egea que, según Plinio, manaba vino en vez de agua en las nonas de enero. Sólo que el vino se ha hecho espeso y caliente, y ya no es vino sino oro.
Esta composición de lugar no es desmentida por los profesionales del arte: marchantes, propietarios de casas de subastas, directores de ferias, comisarios de arte, o los propios artistas. Resulta comprensible. Los que subsisten de traficar con cierta clase de mercancías están máximamente interesados en que se piense que detrás de su chiringuito, apenas se da la vuelta, empieza Jauja. La idea de que el arte contemporáneo1 significa dinero, dinero con mayúsculas, es sin embargo errónea. Existen razones absolutamente definitivas para aseverar, sin acudir a detalles, que el arte contemporáneo –sigo poniendo el acento en «contemporáneo»– genera, en términos económicos, mucho menos rentas que el de tiempos pretéritos. Como esta noticia va una miaja a contrapelo de los lugares comunes dominantes, será bueno que la precise con cierto cuidado.
El argumento crucial es éste: en la era preindustrial, y todavía más en la precapitalista, los gastos suntuarios del príncipe comportaban un porcentaje asombrosamente abultado del gasto total de una sociedad. Por supuesto, incluyo, bajo la categoría de «príncipe», no sólo al rey y su corte, sino a la nobleza en general y a los altos, y no siempre altos, dignatarios de la Iglesia. Y por supuesto también, no me estoy refiriendo a desembolsos absolutos, sino al peso relativo del gasto en arte en una economía dada. Este es el dato que nos interesa, el que señala la importancia real que se presta a una cosa en comparación con las restantes cosas. Pues bien, el príncipe desparramaba lo que no está escrito en levantar palacios y templos, adquirir tapices y antigüedades, inmortalizarse en estatuas y cuadros, o montar fiestas. Baste recordar que León X, uno de los grandes mecenas romanos, fundió cien mil ducados, un séptimo de los fondos vaticanos, en celebrar su exaltación al papado. Los restantes seis séptimos los liquidó al cabo de no mucho, en política y obras extravagantes, y empezó a endeudarse a tanta velocidad y en cuantías tan escandalosas que los intereses llegaron a ser del cuarenta por ciento. Simonías varias –ventas de indulgencias o de oficios eclesiásticos: sólo en 1517 creó León X treinta cardenalatos– lo ayudaron a salir ade­lante.
El lector podrá apreciar lo que significan estas cifras, si se tiene en cuenta que los Estados de la Iglesia consti­tuían, a principios del XVI, una potencia económica de primer orden. Hoy día, las naciones sólo incurren en dispendios comparables cuando se hallan en guerra o por motivos relacionados con el mantenimiento del Estado del bienestar. En lo último están ahora los Estados Unidos, cuya factura sanitaria, con un cuarenta por ciento a cargo del erario público, asciende a un dieciséis por ciento del PIB. Resultaría inaudito que una sociedad democrática dedicara los mismos porcentajes a la compra de cachivaches magníficos o a la construcción y ornamento de edificios oficiales. Por completo inaudito. Podemos llegar, por tanto, a una primera conclusión: en las sociedades democráticas e industrializadas, caracterizadas por el consumo de masas y un reparto de la renta mucho menos desigual que el de las sociedades antiguas, el arte moviliza pocos recursos. Recursos relativos, claro está.
Esta conclusión nos orienta hacia otras conclusiones. Cabe dividir el gasto corriente en arte en dos partidas, de la que una, muy importante, es de naturaleza pública o semipública. Los fondos se proveen con impuestos, o se alimentan con inversiones estimuladas por beneficios fiscales. El origen público del dinero, en España, no es sólo importante, sino abrumadoramente importante. Aun así, luego de reunir lo aportado por comunidades autónomas, diputaciones, ayuntamientos o ministerios, e introduciendo en el capítulo de gasto el dedicado a la conservación del patrimonio, se obtiene una cantidad agregada no superior al 0,5 del PIB. Si el gasto público en arte es modesto en términos del PIB, y el gasto privado equivale sólo a una porción de ese gasto, nos encontramos con que el mercado de arte será también de dimensiones modestas. Más modestas, de acuerdo, en unos sitios que en otros, pero sin salirse nunca de una modestia general. En el caso español, la modestia extrema es perfectamente certificable. No llegan probablemente a diez o quince las galerías de arte españolas que tienen sentido desde una perspectiva empresarial. Es decir, que dan dinero, o usando la culta latiniparla de los economistas, que justifican la inversión habida cuenta de los costos de oportunidad. Estoy hablando, ¡cuidado!, de las galerías que divulgan el arte que está de moda, o que recibe un trato específicamente favorable en las páginas de la crítica o en los medios ligados al presupuesto público. El volumen movido por el arte no contemporáneo –no contemporáneo en este sentido estricto– es probablemente mayor. Y existen muchas, muchas galerías, que no viven de lo que venden, sino del dinero que cobran a un artista a cambio de exponer su obra. Pero estas cuestiones, con ser interesantes, se salen del formato del presente escrito.
Prosigamos. El número de obras que cada galería despacha al año no sube de unos pocos centenares, en la hipótesis más optimista. Esto nos deja con un mercado estable de adquirientes de arte verdaderamente menguado. Lo bastante menguado para que el concepto «mercado», yuxtapuesto a «arte», integre un oxímoron, una contradicción. ¿Por qué? Porque el mercado es otra cosa. Quienes hablan de «mercado de arte», no saben, habitualmente, de qué están hablando. O, al menos, no saben que están hablando de algo que no guarda relación alguna con los mercados ortodoxos. No se trata sólo de un extremo técnico, entiéndase, de un prurito de pedante precisión, sino de una cuestión sobre la que es necesario estar en claro si es que se pretende comprender bien la estructura económica y moral –ambas a la vez– del arte contemporáneo. Permítanme, por consiguiente, que recuerde aquí dos o tres características elementales de los mercados. O, si se prefiere, de lo que son los mercados en la acepción común de «mercado».
En su manual de economía, Samuelson y Nordhaus definen «mercado» así: «Mecanismo por el que los compradores y vendedores determinan conjuntamente los precios y las cantidades de las mercancías». Esto, todavía, no nos lleva demasiado lejos. Conforme a la definición, dos o tres personas podrían constituir un mercado. Y hasta podría constituirlo una sola persona, si se volviera esquizofrénica y pusiera en trato a una de sus mitades con la otra mitad. Nos acercamos más al asunto cuando miramos, en el índice analítico del volumen de Samuel y Nordhaus, la entradilla correspondiente a «mercado competitivo». En un mercado competitivo, «(1) el número de vendedores y compradores es muy grande; (2) ninguna empresa puede influir en el precio de mercado».
¿Qué tiene que ver el tamaño del mercado con la imposibilidad en que se encuentran las empresas de influir en los precios? ¿Por qué es necesario que en un mercado competitivo sea muy grande el número de compradores y de vendedores? Imaginen que hay sólo tres vendedores. Será entonces probable que éstos celebren un conciliábulo y acuerden estrategias para restringir la oferta, y por ende, subir los precios. Estaríamos en lo que se llama un «oligopolio». Supongamos, a la inversa, que el número de compradores se reduce a tres. Nada les impedirá conspirar a su vez con el fin de restringir la demanda de un bien y deprimir artificialmente su precio. En el adverbio «artificialmente» está la madre del cordero. En un mercado competitivo, los precios reflejan la demanda de que un bien es objeto por parte de la sociedad, y también los costes anejos a la producción y oferta de ese bien. O, mejor, reflejan el equilibrio entre una cosa y otra. En este sentido, los precios son información: orientan a los productores, y expresan a la vez el valor relativo que el bien encierra para los compradores. Una inhibición deliberada de los compradores para deprimir provisionalmente el precio de un bien impediría que aquél transmitiera a los productores las señales oportunas. Estaría lanzándose el mensaje de que el bien es menos codiciado de lo que realmente es, y, por lo mismo, estaría induciéndose a los vendedores a invertir recursos en la producción de otros bienes por encima de los niveles que optimizan la eficiencia del mercado. El mercado habría perdido una de las cualidades más preciosas que le atribuye la teoría económica.
Pues bien, el mercado de arte se parece a un mercado competitivo lo que un huevo a una castaña. En arte, la manipulación de los precios no es excepcional: es permanente. Fijémonos, por ejemplo, en lo que hacen muchas galerías de arte importantes. Uno: fichan a un pintor joven y todavía sin instalar. Las condiciones del fichaje incluyen el monopolio sobre la venta de su obra, un sueldo compensatorio –por lo común modesto–, una comisión leo­nina por cada obra vendida, y el compromiso de organizar tantas y cuantas exposiciones cada tanto y cuanto tiempo. Dos: se suben de golpe los precios. Tres: se acude a una red de contactos para ir moviendo al futuro crack en los circuitos pro­fe­sio­nales.
Los últimos comprenden centros de arte, museos y mediadores culturales. El centro de arte es una institución híbrida, asomada a los lobbies galerísticos por uno de sus lados, y contigua al museo de arte contemporáneo por el otro. Hasta cierto punto, aunque sólo hasta cierto punto, desempeña una función análoga a la que cumplía el Museo de Luxemburgo en la Francia decimonónica. El Museo de Luxemburgo alojaba las obras de los candidatos a ser colgados en el templo absoluto del arte. Esto es, el Louvre. Convertirse en huésped del Luxemburgo era como demorarse un rato en el purgatorio antes de subir al cielo. De modo semejante, ser admitido en un centro de arte implica una suerte de homologación, de acogimiento en los cánones oficiales. Pero, como he dicho hace un momento, el paralelo no debe llevarse demasiado lejos.
En primer lugar, los criterios que regulaban el ingreso de un artista en el Luxemburgo presuponían un concepto estable de lo que es pintar o esculpir. No se franqueaban las puertas del museo sin haber recorrido antes un itinerario compuesto de varias etapas. A los estudios en la École des Beaux-Arts seguía la beca en Roma, y el paso por las paredes del Salon. El proceso estaba dominado por la Académie o el Institut y obedecía a esquemas técnicos y estéticos confirmados por la tradición. En segundo lugar, se recalaba en el Luxemburgo antes de entrar en el Louvre. De hecho, no se recogía en el último a artistas vivos. En tercer lugar, los engranajes que endentaban la gloria con el dinero giraban alrededor del Estado. Los encargos del Estado representaban la compensación económica más inmediata del artista de éxito en tiempos del Segundo Imperio. Se trataba de un mundo jerárquico, gobernado por notables en quienes concurrían la autoridad, el prestigio y el poder.
En el mundo del arte contemporáneo, por el contrario, las fronteras son porosas. El centro de arte está integrado con frecuencia en un museo matriz, y ya no está claro dónde empieza uno y dónde acaba el otro. Ni qué pesa más, si el centro, o el museo. En cierto modo, se verifica un reparto de papeles. El museo dispensa honorabilidad, mientras el centro expende certificados de modernidad. O, como se dice ahora, de «contemporaneidad». Esta superposición o confusión de atmósferas ha debilitado profundamente al museo de arte contemporáneo, sujeto a una crisis de identidad que nadie discute. En el plano ideológico, o estético, la crisis se traduce en una especie de arritmia. El museo está diseñado para alojar objetos de valor presuntamente duraderos. Pero las consignas que determinan qué es interesante o no lo es en el día a día del arte contemporáneo son cambiantes y volátiles. El centro de arte ha impreso, por tanto, al museo aledaño o concomitante unas cadencias, unas pautas, incompatibles con la vocación de eternidad –eternidad entre comillas, de suyo va– de las colecciones permanentes. La arritmia se acentúa cuando, al factor ideológico, se añade el comercial. La promiscuidad entre los centros de arte y las galerías complica la promoción de firmas improvisadas con la fijación, cada vez más precaria, del canon oficial. La resulta es una ines­tabi­lidad enorme de los valores. El joven por el que se ha apostado viaja, desde la galería, al centro, y de ahí al Olimpo. Pero la nómina del Olimpo está escrita sobre arena: los principios de excelencia son volubles, y los agentes que los atestiguan dividen su lealtad entre la adhesión a consignas no siempre meditadas y el apoyo a operaciones enderezadas a la obtención de plusvalías a corto plazo. Ello provoca una aceleración de los ciclos que marcan el ascenso y caída de un artista o de un movimiento. En los años ochenta del siglo pasado se hicieron grandes inversiones en pintores del momento, inversiones cuyo valor se ha reducido a casi cero. Es como si un panteón civil se hubiera contagiado de los modos y vivacidades de la Bolsa, y las listas de los caídos por la patria variaran a la misma velocidad que la cotización de los activos financieros. Esto, en algunos sentidos, es peligroso. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Sigamos explorando el laberinto cuyo recorrido aboca en ocasiones a la fama y, muchas más veces, al ocaso rápido o al rigor mortuorio y prematuro.
La mudanza general ha afectado también a los mediadores culturales. Hasta hace no mucho, el mediador por antonomasia, en el mundo del arte, era el crítico. El crítico, como biotipo social, es inseparable de la sociedad industrial, el surgimiento de un público de masas y la aparición de la prensa periódica. Stendhal fue un crítico in nuce. Baudelaire fue ya un crítico. El crítico es un puente que comunica dos orillas. Una es la orilla en que se agolpa el gran público, un público que, a la inversa que los patronos, mecenas o compradores al por mayor del Antiguo Régimen, ha perdido contacto directo con los productores de arte. En la orilla frontera están los artistas. El crítico los conoce personalmente, como Baudelaire conoció a Manet, y porque los conoce y entiende, puede también, al menos sobre el papel, explicar lo que hacen. Explicarlo en términos inteligibles para el espectador culto o, si no culto, inquieto. Poetas y escritores con sensibilidad y olfato –Breton, Apollinaire– sumaron, a su condición de intérpretes, la de guías y adalides del arte nuevo. La figura del crítico sigue ajustándose a este perfil en la América de los años cuarenta, cincuenta y primeros sesenta. Greenberg fue un hombre muy influyente, como lo fue Rosenberg. Pero ha dejado de ser evidente a qué se dedica, ahora, el crítico profesional. Naturalmente, hay críticos que perseveran en el intento de transmitir el significado y valía de una obra. La difuminación de los conceptos, sin embargo, la puesta en cuestión, no sólo de lo que es buen arte, sino de lo que es arte a secas, ha convertido en dudosa, difícil, a veces en imposible, la tarea de mediación. Por causa de ello, muchos críticos han acudido a un remedio perfectamente filiado en la historia de la evolución: adaptar la herramienta, el órgano ancestral, a los desafíos que depara un medio ambiente trans­for­mado.
No han desaparecido las columnas críticas de los diarios. Las evaluaciones, no obstante, son infrecuentes, y el lenguaje en que está vertida la crítica, con frecuencia inaprensible para el no iniciado en los ritos secretos del mundo del arte. Se dirá que esto viene de atrás. Es verdad. Pero las opacidades actuales no obedecen al mismo patrón que las vigentes hace, pongamos, cincuenta años. Hace cincuenta años, el idioma encriptado de la crítica no había renunciado aún a revestir una ambición, por así decirlo, exegética. La complejidad del texto pretendía hacer alusión a los propósitos también complejos del artista. En los días que corren resulta más arduo adivinar la clave en que debe leerse el texto crítico. Si en clave estética, o mistérica, o meramente mundana. ¿Qué significa, en este contexto, «mundana»? Pues algo que nos aproxima a las crónicas de sociedad, con una dimensión añadida de esoterismo culturalista. El mensaje sería el siguiente, punto arriba, punto abajo: «Esto es lo que se cuece en el mundo del arte. Esto es lo que es recibible, accrochable, en el mundo del arte. Yo lo sé, y lo saben mis amigos. Y yo lo certifico desde esta columna».
Creo que la perspectiva que he llamado «mundana» es la que mejor explica lo que está pasando en la crítica. Mi creencia no brota sólo de consideraciones metacríticas, esto es, de una reflexión sobre el modo en que están construidos los textos. Proviene, igualmente, de la constatación empírica, factual, de lo que hacen muchos críticos. Que no es tanto enunciar opiniones personales sobre un artista y su obra, como confirmar tendencias o ismos. El crítico, desde sus páginas, no confía al lector lo que le ha pasado luego de trabarse intelectual o emocionalmente con una obra. No se dirige tan siquiera al lector. Se dirige a otros agentes del mundo del arte –el pequeño lobby galerístico, los museos y las fundaciones, los gestores de las muestras y ferias de arte– para decirles que está con ellos o, muy de tarde en tarde, que no está con ellos. Pero mucho más lo primero que lo segundo. Es como si el puente a que aludí antes hubiera perdido uno de sus cabos, el que mira al público, y el afán divulgativo o expositivo hubiese cedido frente a las exigencias corporativistas de una organización –el llamado «sistema arte»– crecientemente incomunicada del resto de la sociedad.
El carácter autárquico del «sistema arte» ofrece una lectura económica clara. No constituye un secreto que el óptimo, para muchos críticos, no es vivir de la crítica, sino de las economías externas que su oficio les procura en los medios galerísticos o museales. El ingreso de los críticos depende, en grado considerable, de la confección de catálogos o, mucho más, del de­sem­pe­ño de comisariados. Lo que se registra entonces es una inversión de los fines y también de los procedimientos: el empleo como comisario, o lo que fuere, deja de ser una distinción que sobreviene, andando el tiempo, al hombre de gusto seguro o riguroso, para convertirse en un objetivo primordial, esto es, en un bien que se persigue por sí mismo. De ahí, también, la naturaleza literariamente extravagante de las columnas críticas. Las columnas de los diarios, muy poco leí­das por lo común, operan como espacios autopromocionales. Son la palanca que ciertos críticos utilizan para postularse como candidatos a evacuar un servicio cuya contratación decidirá alguien que ocupa un cargo en las instituciones culturales del Estado o en los equipos responsables de dar forma y contenido a las muestras internacionales o nacionales de arte. Entre una cosa y otra se completa el círculo endogámico. Las instituciones están abiertas a las galerías, las cuales se hallan en conexión con los críticos, los cuales median o refuerzan los lazos entre las galerías y las instituciones. No es raro que una misma persona se desplace de un tramo a otro del círculo. O incluso que esté presente en todos al mismo tiempo. Las oportunidades que ello ofrece a la manipulación especulativa de los precios y los prestigios son obvias. Y la distancia abismal que separa todo esto de un mercado competitivo, obvia también. Urge subrayar, de nuevo, que la intervención en el proceso del dinero público o semipúblico es determinante. Los mu­seos y centros no sólo exponen o incorporan cuadros a sus fondos, sino que asientan o crean un valor, en la acepción económica y no económica del término. Las adquisiciones se han verificado, más de una vez, a precios muy por encima de los del mercado. La implicación de las instituciones en el mercadeo artístico queda confirmada por un dato simplicísimo y arrollador. Durante años, el género rey, en arte contemporáneo, lo han constituido las instalaciones. Las instalaciones, evidentemente, no están pensadas para que alguien las ponga en su piso. Tal cual millonario dispondrá de espacio suficiente en su casa para montar una instalación. Pero esto, repito, es excepcional. El destino natural de las instalaciones son los museos. Si la instalación ha sido el género rey, es porque los museos han sido los clientes rey. Más claro, verde y con asas. Estimo innecesario añadir que mi diagnóstico sobre el mundo de la crítica apunta a corrientes generales, y no intenta ser exhaustivo. Hay críticos y críticos, y no todos son iguales.
Hemos apurado un trecho de camino considerable. Es el momento de volver grupas, retroceder hasta el origen, y echarse de nuevo a andar. Lo que precede adquirirá mayor exactitud, y en especial, adquirirá mayor exactitud la relación existente entre la oferta de arte y el consumo privado, si les damos otra vuelta de rosca a algunos conceptos básicos. Vimos antes que la manipulación de los precios altera la eficiencia del mercado. Los precios reflejan las preferencias de los consumidores y, por tanto, transmiten a los productores una información preciosa sobre el uso que debe darse a los recursos. Profundicemos en esta idea.
El mercado obra sus efectos gracias a una división de funciones: los con­sumidores se dedican a maximizar su utilidad o satisfacción, mientras los productores intentan maximizar sus beneficios proporcionando a los consumidores lo que éstos quieren. Pero los productores no intervienen en las preferencias de los consumidores. No las incoan, manipulan o generan. Las aceptan como un dato, un hecho consumado. La teoría económica sostiene que cuando las cosas ocurren según queda dicho, con algunas cláusulas añadidas que ahora no vienen al caso, la inversión de los recursos totales será eficiente. A esto se le conoce, también, como la teoría de la «mano invisible» de Adam Smith. La teoría de la mano invisible afirma que la armonía del conjunto –entiéndase, la eficiencia del mercado– puede surgir de interacciones entre agentes que sólo se tienen mutuamente en cuenta como dispensadores de rentas, mercancías y servicios. Smith opuso, a la estampa clásica de una cooperación altruista e impulsada por la búsqueda del bien común, la idea de un orden eficaz producido por hombres que concibe el bien egocéntricamente. Esto es, que lo refieren o vinculan a sí mismos, y únicamente a sí mismos.
Naturalmente, se trata de un modelo idealizado. Pero es lícito, en ciencia, trabajar con modelos idealizados. Cosa muy distinta es que los presupuestos de un modelo sean de aplicación universal. No suelen serlo, y el modelo mercadista no lo es tampoco. De hecho, existen relaciones humanas caracterizadas, no por el recíproco desinterés, sino por la voluntad apasionada que cada una de las partes pone en alterar la estructura desiderativa de la otra. Imaginemos, qué sé yo, una discusión sobre política o religión. Es posible representarse la discusión como un proceso a lo largo del cual X busca una verdad política o una verdad sobre Dios apoyándose en los argumentos racionales de Y. Con arreglo a esta representación, el empeño principal de X no sería el de convencer a Y. Más bien, X estaría valiéndose de Y para prosperar en su pesquisa teórica por los pagos de la política o la religión. Las réplicas de Y sugerirían a X ideas, que X afinaría mediante contrarréplicas, que se verán sucedidas por nuevas réplicas de Y. La actitud de X sería egocéntrica, en la medida en que a éste le traería sin cuidado qué cambios se han ido produciendo en la mente de Y. Si luego de haber alcanzado una conclusión satisfactoria, X descubriera que Y es una máquina, y no un ser humano, X se quedaría tan pancho. El fin perseguido –la verdad– constaría como tal a X con independencia de cómo se ha reflejado, si es que se ha reflejado en absoluto, el itinerario dialógico en la conciencia de Y.
Esta representación, no obstante, expresa de manera sesgada e incompleta lo que en realidad intenta, o lo que intenta casi siempre, el polemista político o religioso. Que es convencer a su interlocutor, alterar sus creencias y, por tanto, su estructura desiderativa. Un hombre convencido, es decir, un hombre que ha dejado de creer lo que creía antes, es un hombre con su sistema de preferencias alterado. El indiferente en materia de fe prefería unas vacaciones en Miami a un retiro espiritual en El Paular. El converso prefiere El Paular a las vacaciones en Miami. Y así sucesivamente. Multitud de verbos transitivos denotan acciones cuyo propósito es cambiar la estructura desiderativa de la persona que padece la acción. Tal ocurre, ya lo hemos comprobado, con «convencer». Pero ocurre también con «seducir» o, a la inversa, con «intimidar» o «amedrentar». Y, desde luego, ocurre con «enseñar». El maestro no sólo depara información al alumno; también –echo mano del diccionario– le «inculca determinadas ideas y creencias». Se trata de un proceso complejo, en el que la autoridad del maestro acelera o facilita la circulación del conocimiento. Cuando concluye el proceso, decimos que el alumno está «formado». O equivalentemente, que ha adquirido un sistema de preferencias, y una capacidad de reflexión y análisis, que lo califican como adulto. Las capacidades nuevas redefinen, por supuesto, la estructura desiderativa del sujeto.
La relación maestro-alumno –una relación jerárquica y, como hemos visto, incompatible con la relación funcional y mutuamente desinteresada que mantienen entre sí consumidor y productor– se repite en ámbitos múltiples de la experiencia social. Paremos mientes, por ejemplo, en la ciencia. La ciencia no se expende conforme a las reglas del mercado. Sería absurdo, en efecto, pretender que el científico triunfa «vendiendo» su ciencia en el mercado. El éxito, en ciencia, no se produce en el mercado, sino por un sistema de cooptación entre expertos reconocidos. Son los expertos los que determinan lo que es buena ciencia. La buena ciencia se extiende luego, gracias a medianerías en esencia institucionales –universidades, publicaciones prestigiosas, divulgación responsable–, a un conglomerado humano cada vez más vasto. En el foco de la tela de araña, una tela de araña en figura de círculos concéntricos, velan sus armas las grandes autoridades científicas; el primer círculo está ocupado por los profesionales de la ciencia en general; el segundo, por los estudiantes de ciencia; el tercero, por los aficionados, y así de corrido hasta que llegamos al escolar o al ciudadano de a pie.
El sistema de cooptación se ajusta a pautas altamente ritualizadas, lo que no significa en absoluto que no se halle expuesto a las contingencias del azar, la política, la estupidez, o los intereses mundanos. La discrecionalidad varía, claro es, según la naturaleza de la ciencia. En matemáticas, la discrecionalidad es pequeña, o pequeña en términos comparativos. Existen, es obvio, pocas discrepancias sobre lo que es una demostración matemática. En teo­ría de la evolución, por el contrario, el enfrentamiento polémico es permanente, y decisiva o muy poderosa la presión ejercida por la ideología o las confesiones religiosas. Pero en todos los casos, incluidos los de las ciencias más laxas, es necesario distinguir dos dimensiones, dos ejes, uno horizontal y otro vertical. El horizontal señala el espacio, o el lugar geométrico, en que los expertos, los dueños de la disciplina, dan o quitan premios, según criterios que sólo ellos dominan con autoridad. El eje vertical se proyecta hacia el público, al que no se reconoce la facultad o el derecho de juzgar las verdades científicas. Puede ignorarlas, o destruirlas, pero no juzgarlas. En un país ilustrado tenderá a comprenderlas o, al menos, a apreciarlas. En este sentido, el científico difiere radicalmente del productor o vendedor. El productor está «al servicio» del público. Intenta hacerse rico satisfaciendo las necesidades que el público expresa a través de los precios del mercado. El científico, por el contrario, depara verdades, no echa a rodar proposiciones científicas con la esperanza de ganarse la adhesión de millones de consumidores. Por descontado, estoy simplificando hasta extremos grotescos. Un análisis serio de la realidad social de la ciencia tendría que enriquecer la ecuación que acabo de bosquejar con múltiples factores añadidos. La ciencia, de modo inmediato la aplicada, y con efectos diferidos la teórica, rinde servicios materiales al consumidor, según una dirección descendente cuya interfaz con el mercado está integrada por la industria. Y la ciencia se beneficia de rentas que el público genera y que llegan a ella a lo largo de un itinerario ascendente que pasa por el consumo, la industria de nuevo, los presupuestos generales del Estado, o centros de investigación financiados con dinero privado. Y ocurren más cosas, un montón de cosas más. Lo importante para nosotros, no obstante, es que la gente no «consume» ciencia al modo en que consume pizzas o servicios hospitalarios. Y que las verdades de la ciencia no se someten al voto monetario del mercado. Se trata de otra historia, otra relación, otra manera de comunicarse.
Las dos dimensiones, la horizontal y la vertical, persisten en el mundo del arte y la literatura. Lo que pasa es que ahora los ejes están girados, por así decirlo, con respecto al sistema de coordenadas anterior. El procedimiento por el que se fundan los prestigios es menos sistemático, recuerda menos a un mecanismo, que en ciencia. Cotejemos el desplazamiento de la física newtoniana por la relativista, con el retroceso que en las letras francesas experimentó Victor Hugo con respecto a Rimbaud. La inflexión se produjo, en ambos casos, a principios del si­glo XX, aproximadamente. Pero respondió a patrones por entero distintos. Einstein triunfó porque su teoría, además de ser consistente, explica hechos que no explica la física de Newton. No se demostró, sin embargo, una inferioridad de Hugo vis-à-vis de Rimbaud. Más justo sería decir que la poesía del primero entró en una fase estéticamente deflacionaria. Las potencias, los encantos de Hugo, pare­cieron de pronto menos irrebatibles, menos persuasivos. Hugo perdió pertinencia para las generaciones de críticos, escritores y lectores à la page que po­nían los puntos sobre las íes en los años veinte y treinta del siglo pasado. Se verificó, en suma, más que un avance o un progreso, un cambio en la sensibilidad, una transmutación cuyas raíces, no del todo conocidas, remiten, más allá de la teoría literaria, a la sociología y a las costumbres.
Estos accidentes y complejidades no desmienten la estructura jerárquica, antimercadista, de la formación del gusto en arte y literatura. Los autores de best sellers no figuran casi nunca entre los más respetados, y los pintores más próximos al favor popular no recalan por fuerza en los museos. El gran público suele encontrarse con el olimpo ya cocinado. Las cliques mejor situadas, la crítica, los profesores de arte y literatura, o los cánones fijados en los planes de educación imponen al indocto un esquema cerrado. El indocto no se deja llevar por su realísima gana, sino que se aplica la norma a que Montaigne afirmaba sujetarse en materia de mo­ral sexual: «La plus part de mes actions se conduisent par exemple, non par choix».
La consecuencia es que, en arte o literatura, el concepto de «consumo» ya no posee la nitidez, la claridad de perfiles, de que está asistido en la teoría económica ortodoxa. No quiere ello decir, por supuesto, que ciertos escritores, o ciertos pintores, no sean objeto de consumo en la acepción más paladina de la palabra. Pensemos, qué sé yo, en Bouguereau. Las páginas de Internet están saturadas de portales en que se ofrecen a la venta estampitas y reproducciones del viejo astro académico: pastorcillos, ninfas, gitanas, arrebatadas vírgenes, o diosas desnudas que más que diosas desnudas parecen artistas del striptease, después de sacrificada la última prenda. Aunque Bouguereau ha sido parcial –y ambiguamente– rehabilitado de unos años a esta parte por los profesores de arte, es obvio que su presencia masiva en el circuito comercial responde a un entusiasmo kitsch y popular que no guarda conexión alguna con las revisiones históricas que de tarde en tarde promueve la Academia. El consumo de Bouguereau es, por tanto, consumo sin ambages, vulgarísimo y respetabilísimo consumo. La gente mantiene con las reproducciones de Bou­gue­reau la misma relación que con unos zapatos, una dentadura postiza o un coche utilitario. Aunque el consumidor lo ignore todo acerca de la técnica zapatera, protésica o automovilística, es capaz de juzgar por sí mismo cuándo le aprieta o no el zapato, o le encaja o no la dentadura en las encías, o el cochecito se atasca o no se atasca en los repechos de la carretera. Su posición con respecto a estos artículos es magistral, en el sentido de que es el usuario el que decide, conforme a experiencias que él domina mejor que nadie, si esos artículos valen o no valen, o, para ser más exactos, le valen o no le valen.
El caso de Bouguereau, u otros mil por estilo, demuestra que el consumo de arte no equivale al «consumo» de ARTE. Basta que el «consumidor» de arte –insisto en las comillas– vuelva sobre sí y cobre conciencia de que no es sólo consumidor, sino beneficiario de la cosa excelsa que es el ARTE, para que su actitud ingenua, indeliberadamente consumista, venga a menos y sea desplazada por un instinto discipular. Complementariamente, la oferta de arte cesa como mecanismo orientado a satisfacer una demanda preexistente, y se convierte en una actividad gobernada por fines formativos y pedagógicos.
El fenómeno no afecta únicamente al comprador modesto. Afecta también al comprador rico, incluso al gran coleccionista, el cual suele protegerse los flancos solicitando el asesoramiento de quienes están iniciados en los secretos del arte y saben, por tanto, lo que vale un peine. Entran otros ingredientes en el cóctel, de suyo va. En alguna medida, a qué negarlo, entra el gusto. Y la esperanza de hacer una buena inversión. Pero entra más, o no entra menos, la vocación discipular. El vendedor, doblado en experto, no es concebido sólo como la otra parte en el curso de una transacción comercial, sino, a la vez, como una fuente de salud espiritual. O rebajando la lírica a sus justos límites: el comprador entiende que su dinero, además de estar bien colocado, le habrá servido para adquirir algo que podrá enseñar a los amigos mientras empina, con leve orgullo, la vertical del cuerpo sobre la punta de los pies. Disponemos, en fin, de un argumento nuevo, un argumento que se añade a los de hace un rato, en apoyo de la tesis de que el mercado de arte no es, si bien se mira, un mercado. Además de ser demasiado pequeño, además de regirse con arreglo a un sistema de precios manipulado por la oferta, el mercado del arte es un no mercado, porque se compone de compradores que confían a los vendedores su sistema de preferencias. Lo último abre, naturalmente, perspectivas inéditas al vendedor, y pone viento añadido en las velas de los manipuladores de precios. Si el valor económico del arte está ligado al prestigio, y el prestigio lo determina la oferta, la oferta podrá inflar los precios inflando el prestigio. Arte y mercado, en una palabra, mantienen entre sí una relación tensa, equívoca. El equívoco se hace más evidente cuanto más de cerca se mira el asunto.
Antes de liar el petate y dejarles en paz, quiero agregar tres observaciones finales, probablemente obvias, o quizá no tanto. La primera observación es de carácter preventivo: no he intentado, en modo alguno, una impugnación del dinero en nombre de la belleza, o como tengamos a bien llamar lo que producen los artistas cuando son visitados por las musas. Si no hubiera circulado el dinero en derredor del arte, no se habría pintado la Capilla Sixtina, ni La rendición de Breda, ni aun siquiera hubiese esculpido Fidias los frisos del Partenón. El arte elaborado, culto, verdaderamente rico, presupone especialización, y la especialización exige que se pueda vivir de hacer una sola cosa. Implica, esto es, la existencia de rentas con que financiar el trabajo de personas capaces y centradas en un solo empeño. Esto puede conseguirse mediante el mecenazgo o, alternativamente, apretando los resortes que mueven las voluntades en una sociedad mercantil. En cualquiera de los dos casos, hace falta dinero.
La segunda observación reviste una índole también preventiva. Es verdad que la manipulación de los precios conlleva siempre cierto grado de abuso. Resultaría pueril, sin embargo, fulminar el mercadeo del arte porque no se ajusta a los principios de transparencia y fair play que rigen en otros sectores de la economía. En la medida en que está ligada a la estructura jerárquica del gusto, la manipulación de los precios es inevitable, y ha de ser aceptada, por tanto, como un hecho dado, no como una tragedia. La denuncia moralista y exasperada, la denuncia sin matices, sólo servirá para que nos enemistemos con el arte, de modo parecido a como el rechazo radical de determinadas prácticas democráticas –la pesca del voto, el sacrificio de la verdad al consenso, el oportunismo de los partidos– termina conduciendo a la invocación de formas políticas ideales y, en tanto que ideales, incompatibles con la democracia efectiva. No, esto no vale, esto es, todavía, demasiado rudimentario. Lo interesante reside no en si debe suprimirse la manipulación de los precios, sino en la cuestión más sutil, y también más exacta, de cuáles son los contextos en que los vendedores de arte, de paso que manipulan los precios, logran alterar, de añadidura e infaustamente, los propios criterios de excelencia artística. Enunciado lo mismo con más desparpajo: ¿cuándo se vuelve el dinero contra el arte?
La pregunta tiene sentido en sí misma y desde un punto de vista sociológico e histórico. En las épocas de relativa estabilidad estética, o estabilidad en el campo del gusto, los artistas han operado disciplinados por dos referentes. Han sabido, aproximadamente, en qué consistía pintar bien, y han confiado en tener éxito, económico también, si pintaban bien antes que mal. Podemos representarnos el proceso en términos ondulatorios: un tren de ondas –el dinero– se superpone a otro tren de ondas –el gusto dominante, y en gran medida, heredado–. Los trenes de ondas entran en interferencia, y ésta propende a ser constructiva antes que destructiva. La armonía, o relativa armonía, entre praxis artística y dinero se ha visto interrumpida cada cierto tiempo por revoluciones en la esfera del gusto. Siempre han existido etapas de cambio, indecisión y volatilidad de los conceptos. Es decir, de crisis. Pero no todas las crisis son iguales. Las excepcionales por su duración e intensidad pueden mudar la naturaleza misma de la cosa, de modo semejante a como una presión enorme, aplicada a una sustancia material, provoca la transformación de ésta en una sustancia nueva.
Tal ha venido a suceder, y doy entrada a la tercera observación, con el arte del siglo XX. La noción de lo que es buen arte o, incluso, de lo que es arte en absoluto, ha adquirido un carácter crecientemente contencioso a medida que avanzaba la centuria. El fenómeno arranca, quizá, de la gran conmoción impresionista. Fueron enredándose las ideas, y en ya 1913 –fíjense que no hablo de ayer– Duchamp creó su primer múltiple. Es decir, la primera no obra de arte con honores de obra de arte. O también: la primera negación frontal, desde el interior del arte, de que el arte existe.
Hasta los años sesenta Duchamp no se convirtió en un tótem cultural. Fue recuperado por el pop, y elevado a la condición de maestro de ceremonias del arte contemporáneo. Es necesario recordar que el arte contemporáneo, es más, el moderno, tardó muchos años en conquistar el museo. Los Musées Nationaux de France no compraron obras de Seurat –tres dibujos de pequeño formato– hasta 19472. En los años cincuenta, Pierre Matisse, el hijo de Matisse, galerista de profesión, se las veía y deseaba para vender a Dubuffet en Nueva York. Otro dato divertido: en 1938, Matisse hijo cerró un trato con Miró en virtud del cual éste cobraría mil quinientos francos al mes y tendría derecho a ser expuesto en Nueva York a intervalos regulares. A cambio, Miró debía ceder a Matisse las tres cuartas partes de su producción. El acuerdo comprendía, asimismo, el encargo de obras individuales, a petición de clientes ocasionales. De ahí surgió el célebre Perro ladrando a una cometa. El asunto no fue idea de Miró sino del cliente, que especificó también el formato y tamaño del cuadro. Hacia la Segunda Guerra Mundial e inmediaciones, en fin, los grandes maestros modernos no nadaban en la abundancia, con alguna que otra excepción. El arte contemporáneo, no obstante, ha logrado al cabo una victoria aplastante en las instituciones. No sólo se han enseñoreado de ellas Miró o Dubuffet. Lo han hecho igualmente infinidad de artistas todavía vivos. En muchos casos, estos artistas ejecutan un arte que el gran público no entiende, que no es arte en la acepción tradicional de la palabra, y que coge a contrapié a los profesores de arte no especializados en arte contemporáneo.
La situación es extraordinaria. Y, además de ser extraordinaria, eleva exponencialmente el peligro de que los intermediarios hagan daño al arte. ¿Por qué? La razón es que, por ser lábiles en extremo los criterios que rigen la producción de arte, el intermediario tiene la oportunidad de emanciparse de la vigilancia y autoridad ejercida por las oligarquías o aristocracias del gusto, y ponerse él mismo a la tarea de crear gusto. De crear gusto creando prestigios, prestigios que más tarde serán dinero. Describí, al comienzo de este ar­tículo, las veredas que frecuentan, y las llaves que usan, y las contraseñas de que se sirven, estos expertos en burlar aduanas y meter material de matute. Centros de arte, museos, crítica están descolocados y no saben qué ser. Los consensos son difusos, y las codificaciones erráticas. En este medio desparramado, los controles resultan ineficaces o de muy difícil aplicación, y el sistema se hace vulnerable al dinero. Por escasa que sea su cuantía en términos comparativos, el dinero, el dinero en sí, orienta y seduce voluntades cuando no existe un proyecto o programa alternativo al que consagrarse.
Los consumidores no pueden oponer una resistencia firme al buscador de rentas, dada su posición moralmente subordinada. Y si los consumidores no son un obstáculo, aún lo son menos los administradores del dinero público. El particular se juega los cuartos, al fin y al cabo. El político que financia la apertura de un nuevo museo o centro de arte, u ordena la adquisición de tal o cual obra, está disparando con pólvora de rey, y se da con un canto en los dientes si mantiene contentos a los de la profesión o consigue un titular de prensa en las páginas culturales de los diarios. ¿Cuánto tiempo tardará en dar la vuelta el aire? Lo ignoro por completo. Sólo pretendo que se queden con el mensaje siguiente. El dinero, de acuerdo, está haciendo daño al arte. Pero la clave última no está en el dinero en sí, o en el afán de logro, sino en el trance de aturdimiento profundo en que se halla incurso el medio desde fechas que empiezan a ser remotas. Como dirían los escolásticos, el dinero es sólo una causa segunda de las malas prácticas que afligen al arte. Esto no modera la gravedad del síndrome. Si acaso, la acentúa.

Tomado de:
http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=35




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