Picasso agobia. O mejor, agobia todo lo dicho sobre él. Mete miedo. O quizá lo que nos asusta es pensar en las infinitas horas de esfuerzo que infinitos estudiosos han dedicado a escrutar sus gestos más banales. En realidad, a muchos de esos picassógrafos les sonará a sacrilegio la idea de que alguno de sus gestos hubiera podido ser banal. Hay libros sobre (o escritos por) todas las mujeres que pasaron por la vida de Picasso, los hombres que pasaron por la vida de esas mujeres, los amigos, los enemigos, los hijos, los médicos, los barberos, los perros, las casas y los coches. Hay acercamientos a su relación con el cine, el teatro, la política, la cerámica, la joyería y hasta con la teoría de la relatividad. Toda una vida no alcanzaría para leer cuanto se ha escrito en torno a él, teniendo en cuenta que los títulos y las exposiciones de mayor o menor fuste proliferan año tras año.
Como sucede con otras grandes figuras del arte universal, el exceso de literatura tiene un efecto perverso, y cada nuevo libro hace temer un nuevo ladrillo: salvo excepciones contadas, levantará un poco más el muro que nos separa del acercamiento espontáneo a la gran figura en cuestión. Llegados a este punto, lo mejor es esforzarse por volver a ver a Picasso en su obra, ignorando las voces insidiosas de críticos y biógrafos de todos los pelajes (expediente difícil, pero francamente recomendable). O ya puestos a leer, andar con ojo y dar con trabajos que se acerquen a él con sentido común, eviten la mitificación bobalicona y actúen como antídoto de los libros inanes. Veamos dos de cada entre lo publicado recientemente. Rosalind Krauss ejerce desde hace años una gran influencia en los círculos académicos más chics como profesora de la Universidad de Columbia y como impulsora de la solemne revista October. En 1998 publicó un pequeño clásico del género que nos ocupa, The Picasso Papers.
Propone en él una revisión de las obras sobre papel del Picasso de entreguerras, los dibujos clasicistas y los collages. Si citamos el título en inglés es porque, con la traducción, pierde una parte de sus significaciones múltiples: los papers son a la vez el papel-soporte, los periódicos usados en los collages y quizá el eco de aquellos The Aspern Papers de Henry James, otro americano fascinado por la cultura europea y que precisamente por venir de fuera se mostró más capaz de desentrañar sus glorias y sus miserias. También es verdad que el título castellano gana un nuevo sentido que probablemente no disguste a la propia Krauss: por azares del idioma, Los papeles de Picasso se convierten en los múltiples avatares del pintor y aluden al juego de espejos que fueron sus cambios de estilo y de actitud. Papeles periódicos papiers collés roles: ya desde el principio nos topamos con esa polivalencia del signo que para Krauss es el gran rasgo revolucionario de los primeros collages y la esencia de su sistema semiótico1. Que estamos ante una historiadora de talla se ve enseguida.
Por lo pronto, en la ausencia de un tic muy frecuente entre tantos académicos menores, esa especie de miedo pueril a ser cogido en falta si se afirman con claridad ideas rebatibles. Como si cualquier posible beneficio de la especulación académica no naciera precisamente de la contradicción. Rosalind Krauss no da rodeos a la hora de argumentar con brillantez tesis arriesgadas. Versátil y desprejuiciada, recurre a préstamos de la semiología, de las teorías psicoanalíticas e incluso de cierto formalismo heredero de Greenberg (por mucho que haya abjurado de su influencia, se nota que fue su discípula), y saca de ellos el máximo partido. Al tratar los collages de los años anteriores a la Gran Guerra, descorteza implacable sus varios niveles de significación, que se superponen igual que lo hacen en su superficie papel y recorte: intercambiables y equívocos. Resulta particularmente interesante su análisis de los titulares legibles en los periódicos recortados y pegados. Desde hace tiempo se sabe que Picasso eligió cuidadosamente la letra impresa de estas composiciones para dotarlas de mensaje. Y la autora hace gala de un ojo de lince a la hora de descifrar los que contienen los espléndidos ejemplares «ascéticos» de la inmediata preguerra.
Es curioso, sin embargo, que en su estudio del bello Violín de 1912 no se refiera al titular que se destaca más claramente: «Une nouvelle ordonnance pour faciliter la circulation». De su clave interpretativa se sigue que esa nueva «facilidad de circulación» alude justamente al tránsito fluido entre significantes y significados facilitado por esos pedazos de periódico que alternativamente pueden ser madera o aire, violín o atmósfera, figura o fondo. La propia Krauss relaciona esa ambigüedad del significado (propia de la modernidad artística) con Los monederos falsos, la novela contemporánea de Gide, y con la poesía de Mallarmé. Va más lejos aún, y lo conecta todo a la desaparición del franco de oro y la convencionalización del papel-moneda establecida definitivamente en Francia tras la guerra. Un jeu d'esprit fecundo y elegante. Más peliaguda es su interpretación de sus dibujos neoclásicos à la Ingres y de aquellos primeros pastiches de grandes maestros que los vanguardistas acogieron furiosos como una traición al espíritu moderno. Echando mano de la noción freudiana de «síntoma» como conducta defensiva del inconsciente frente a la amenaza, el retorno del pintor al clasicismo no sería para Krauss sino la sublimación de las nuevas ideas de Duchamp o Picabia acerca de la mecanización artística. En efecto, la despersonalización que predicaban debió de ser percibida por Picasso como una odiosa amenaza para su posición como líder del arte moderno: negaba el carácter de revelación irrepetible de la obra de arte y cualquier visión romántica del papel del artista, justamente los fundamentos de su actividad creadora. La reacción ante la serialización del arte (esa «muerte de la pintura» que se confunde con la muerte a secas, que tanto temía) sería el propio pastiche clasicista. Al cultivarlo, Picasso se las arregla para darle genialmente la vuelta a la tortilla y convertir el mimetismo y la ocultación del yo que son consustanciales al género en medio paradójico de expresión personal. Así se afirma en la página 146: «La conducta defensiva [el dibujo ingresiano y retrógrado], sintomática [según el concepto de Freud] da origen a aquello mismo que se quiere negar [esto es, la deshumanización del arte, por decirlo en palabras de Ortega]: la cualidad fotográfica [impersonal, mecánica] del neoclasicismo picassiano». Esto explicaría la extraña vulgaridad de dibujos como el Retrato de Léonide Massine (1919), donde las líneas aparecen «no tanto dibujadas como diseñadas» y le dan el aspecto de una de esas caricaturas que hacen los artistas callejeros a partir de fotografías de carnet, entre robótica y kitsch. La autora basa su argumentación en el análisis de numerosos dibujos que Picasso realiza copiando o calcando fotografías de forma mecánica, y es una lástima que en la edición que manejamos falte junto a esos dibujos una parte de las imágenes inspiradoras. Esa ausencia deja un poco coja su exposición, ya de por sí espinosa. Lo cierto es que es recomendable tomarla con su grano de sal: están por analizar los daños que Hitchcock y sus estupendas maratones de psicoanálisis a calzón quitado (cartón-piedra onírico de Dalí en Recuerda incluido) han causado a toda una generación de sesudos académicos norteamericanos, siquiera al socorrido nivel del subconsciente.
Los papeles de Picasso también entran en lo biográfico para criticar una idea muy extendida: a saber, que sus sucesivos amores fueron la causa directa de sus cambios de estilo, algo que íntimos, como su secretario-factótum Sabartès, afirmaron demasiado tajantemente. Para Rosalind Krauss, en cambio, el huevo del giro estilístico va siempre antes que la gallina de la nueva amante y es en realidad lo que le predispone inconscientemente a una nueva relación sentimental. Freud vuelve a asomar las orejas. Así, afirma que Picasso ya dibujó mujeres del tipo de Marie-Thèrese Walter (cabello corto y nariz griega, que la convirtieron en perfecta musa de su neoclasicismo) un año antes de abordarla en París, a la salida del metro, cuando ella sólo tenía diecisiete años2.
En su reputado La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos3, Rosalind Krauss ya criticaba a quienes establecen paralelismos rígidos entre la vida y la obra del pintor. Y ahora ataca con dureza a los «sabuesos aficionados» que escriben biografías folletinescas del estilo de la de Norman Mailer4. Pero habría que preguntarse si su visión, prima carnal del amour fou de los surrealistas y con regusto a freudismo de salón, no resulta casi tan novelera (aunque más sofisticada) que las interpretaciones que critica. Las Conversaciones con Picasso del gran fotógrafo Brassaï confirman esa ambigüedad de los sentimientos de Picasso hacia la fotografía, que parecía admirar y despreciar a partes iguales.
En su prólogo a la recientísima reedición de Turner, Rafael Argullol habla acertadamente del «respeto» que en el fondo, pese a todo, sentía el pintor por la nueva técnica. Claro que eso no le impidió exclamar, malicioso, al ver los excelentes dibujos de Brassaï: «¡Tiene usted una mina de oro y explota una de sal!». Pero Conversaciones con Picasso ofrece mucho más que conversaciones con Picasso acerca de fotografía o de cualquier otro tema: es un gran fresco del ambiente cultural francés entre los años treinta y los sesenta. Brassaï comenzó a tomar notas para él en 1932, cuando la revista Minotaure le encargó un reportaje de las esculturas del pintor, entonces relativamente desconocidas. Y año tras año va desplegando una vista de París desde las ventanas de sus sucesivos estudios. Los amigos y visitantes llevan hasta ellos los ecos de la vida artística de una ciudad que dejaba de ser ya la capital de Occidente. A diferencia de tantos otros anecdotarios apresurados de personajes que apenas tutearon al artista, Brassaï ofrece sus recuerdos con la misma sobriedad elocuente que reconocemos en sus fotografías.
El resultado no es por ello impersonal. Tras la imparcialidad discreta está la capacidad de observación de quien se sabe buen amigo (sin que el trato cordial le lleve a las pretensiones de intimidad que luego veremos en el libro de D'Ors ni a las aventuradas incursiones en la parapsicología de Richardson) y testigo de primera fila de algunos acontecimientos casi míticos. Entre ellos, la lectura de la obrita teatral de Picasso, Le Désir attrapé par la queue, en casa de Leiris en 1944. Fue uno de los primeros mano a mano de la vieja guardia y los jóvenes turcos de la cultura francesa del momento: Picasso, Braque, Leiris, Reverdy, Lacan, Simone de Beauvoir, Sartre, Camus, Dora Maar y Queneau, entre otros muchos. Días después, el propio Brassaï hizo una foto de familia del apabullante elenco. La encontramos en el libro como recuerdo de la fascinación que Picasso supo ejercer siempre sobre el grand monde cultural de su tiempo. Con todo, la discreción no impide la ironía a la hora de registrar las pequeñas mezquindades del genio, su tacañería, el placer con que prestaba oídos al eterno coro de aduladores. Sabartès, personaje enigmático donde los haya, con su punto grotesco, triste y servil, parece fascinar especialmente a Brassaï. Tras un paréntesis de trece años, el fotógrafo visita en los sesenta a un Picasso anciano y fugitivo de su propia gloria en la Costa Azul, acompañado ya por la última de sus mujeres, Jacqueline.
Relatada con delicadeza y teñida de la melancolía de una época llegada a su fin, quizá sea esa última tarde en la villa La Californie la escena más bella de un libro clásico, de los pocos que evocan con verdadera viveza al pintor y su ambiente. La honestidad intelectual de Brassaï contrasta con el engañoso subtítulo de las memorias de John Richardson, conocido por su exitoso Picasso, una autobiografía5. El aprendiz de brujo debiera cambiar el orden de su coletilla y dejarlo en Douglas Cooper, Provenza y [sólo porque el tirón comercial obliga] Picasso. En efecto, el libro es sobre todo una crónica de los doce años de convivencia de Richardson con su amante, el coleccionista Douglas Cooper, a partir de 1949. Se trata por lo visto de probar con toda clase de anécdotas lo vil, mezquino, arribista, esnob y desagradable que podía llegar a ser Cooper, un personaje que tuvo el mérito de reconocer la importancia de las vanguardias francesas muy tempranamente y de llevar sus primicias a los cenáculos adormilados de Inglaterra. Y poco más: su colección llegó a ser magnífica antes de dispersarse a su muerte, pero su labor crítica ha caído en el olvido. Brassaï habla de los grandes del arte moderno con la falta de pretensiones de quien se sabe indiscutiblemente entre sus pares. Cooper, por su parte, se pavoneaba de su intimidad con personajillos de un interés tan dudoso como el propio libro en lo que a Picasso se refiere.
El aprendiz de brujo está abarrotado de memos aristócratas tronados, siniestras millonarias de la industria cosmética americana, freaks y parvenus de todo tipo. Sirve como muestra del deprimente submundo que merodeaba a la puerta del pintor en sus últimos años. Y en eso nos recuerda, por ejemplo, al delirante y desfachatado El Dalí de Amanda 6 escrito por Amanda Lear, aquella cantante pop que fuera miembro ocasional de la corte de los milagros de Salvador Dalí. Hacía casi cuarenta años que el Pablo Picasso de Eugenio d'Ors reeditado por El Acantilado no veía la luz, y el olvido era justo y piadoso. En la introducción sus editores se curan en salud y nos advierten que el libro no es propiamente un estudio crítico, «sino un testimonio de cuánto admiró D'Ors el talento y la genialidad de Picasso». Pero lo cierto es que el texto original de 1930 sí nació con pretensiones de análisis crítico, por trasnochado que nos parezca hoy. Flaco favor a la talla crítica de D'Ors es esta obrita decididamente menor, y no es de extrañar que disgustara a Picasso hasta el punto de causar la ruptura entre ambos, pese a que cumplió su promesa de ilustrarla. D'Ors muestra en él una incomprensión profunda de la esencia de su pintura y de los cambios radicales que experimentaban entonces la sociedad y el arte europeos.
Atrincherado en su neoclasicismo mediterraneísta, no parece darse cuenta de que los primeros pasos de la sociedad de consumo, los medios de comunicación de masas y la producción en serie suponían una revolución en cuanto a las condiciones a las que debería hacer frente el arte a partir de entonces. No vio que su rappel à l'ordre particular, tan cercano al de Valéry, era ya en los años treinta (y no digamos tras la Segunda Guerra Mundial) absolutamente estéril. Retoma aquí una de sus ideas favoritas, a saber, que la hora de la modernidad, el «carnaval» de la sensibilidad anticlásica que nace con Baudelaire, había terminado. Y eso era cierto, pero no para dejar paso, como dice con verbosidad agotadora, a una «Pascua de Resurrección, renuevo de las tradiciones eternas, serena continuación de la historia del arte», sino para ceder al desmantelamiento total de las nociones tradicionales que bien supo prever Walter Benjamin.
D'Ors quiso tomar como rehén de su noucentisme ni más ni menos que a Picasso. Que intentase encasquetarle el papel de heraldo de esa Pascua plúmbea debió fastidiar al pintor más que a nosotros, si cabe. En Pablo Picasso, los patinazos se suceden desde el principio. Se permite reprenderle, paternal y ñoño, por sus experiencias vanguardistas, que a sus ojos no son más que «mil travesuras». Y la impertinencia es doble porque es de temer que el crítico no se había tomado la molestia de seguir con detalle los pasos del pintor: se nota cuando habla con desdén de una curiosa «serie de los objetos pegados» picassiana (pág. 54), confundiendo seguramente papiers collés cubistas con objets trouvés surrealistas y metiendo unos y otros en el mismo cajón de sastre de las travesuras (tanto daba); o cuando se refiere a unos supuestos decorados suyos para El retablo de Maese Pedro, que pintaron en realidad Hernando Viñes y otros (Picasso se ocupó de la escenografía de El sombrero de tres picos).
Los lapsus son muy reveladores, pero no le impiden profetizar con una desenvoltura pasmosa y redicha el día no muy lejano en que Picasso «hará lo que siempre hubiera podido hacer, aquello a que se acercó más que nadie: obras maestras, apaciguadas, tranquilas. Obras ––¡cubríos la faz, anarquistas y anarquizantes!– situadas dentro de la más clara, dentro de la más pura de las tradiciones. Obras exactamente como las que se encuentran, patrimonio universal de los humanos, en los Museos». Las cursivas no son mías. Picasso no pareció ni muy dispuesto ni poco a hacer todas esas cosas. Y por eso al texto original se añadieron sucesivamente dos revisiones de lo dicho en el primero, cada vez más ominosas. En 1936, D'Ors publicó una repipi «Epístola a Picasso» que encabeza sus reprimendas con un condescendiente «mira, hijo...» que nos deja turulatos. Y sólo en 1946, viendo que el pintor no se enmienda, se decide a darlo por perdido para su causa y para gran alivio de todas las partes implicadas. Por suerte (y para desesperación de D'Ors), ninguna etiqueta aguanta demasiado pegada al lomo de Picasso. Por mucho que atinen no dejarán de limitar, de congelar al dar nombre. Puede que los análisis afilados de grandes historiadoras como Rosalind Krauss, los apuntes del natural de Brassaï o hasta los berrinches de D'Ors tengan su parte de razón sobre Picasso. Pero será siempre sobre un Picasso de los muchos posibles.
1. Por cierto que el título es lo único del libro que sale ganando con la traducción. Estamos ante una obra intrincada, afinada con una precisión y un mimo casi echados a perder por la nefasta traducción, llena de todos los errores clásicos de esa plaga de los libros de arte que es el traductor improvisado sin mínimos conocimientos del tema. Hace innecesariamente ardua la lectura de algunos pasajes y transforma a veces en fárrago un original que ya de por sí aborda cuestiones muy complejas. ↩ 2. Es célebre la manera que tuvo de abordarla, inaccesible por desgracia para cualquiera de nosotros, ligones o ligonas a ras de suelo: «Señorita, tiene usted un rostro interesante. Me gustaría pintarlo. Soy Picasso». ↩ 3. Rosalind Krauss, La originalidad de lavanguardia y otros mitos modernos, Alianza, Madrid, 1996. ↩ 4. Norman Mailer, Picasso: retrato del artista joven, Alfaguara, Madrid, 1997. ↩ 5. John Richardson, Picasso, una autobiografía, Alianza, Madrid, 1995. 6 Amanda Lear, El Dalí de Amanda, Planeta, Barcelona, 1985. ↩
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