«Por décima vez, la Whitney Annual nos brinda la oportunidad de
ver qué competentemente y, sin embargo, qué mal pinta, dibuja y
esculpe la mayoría de nuestros artistas aceptados», escribía el
crítico estadounidense Clement Greenberg acerca de la muestra anual
de arte contemporáneo americano presentada por el Whitney Museum
of American Art en 1943 1.
Según él, claro que había buenos artistas en Estados Unidos, pero
estaban notablemente ausentes de la selección realizada por el
museo. Poco tiempo después, Greenberg daría nombres propios para el
que debía ser el digno futuro de la pintura norteamericana:Robert Motherwell, William Baziotes, Jackson Pollock y unos cuantos
más2.
Efectivamente, para los años cincuenta ningún entendido en el
circuito internacional del arte discutiría que ese conjunto de
creadores o, más bien, el movimiento que representaban, el expresionismo
abstracto, era la vanguardia del arte moderno. Ahora bien, si el
respaldo de los museos estadounidenses más destacados iba para los
artistas que, como dice Greenberg, pintaban, dibujaban y
esculpían tan mal, ¿cómo fue posible que el expresionismo abstracto
tomara el testigo del arte moderno? Hasta finales de la década de los
sesenta, debido, por una parte, a la hegemonía de la crítica de
Greenberg y Harold Rosenberg y, por otra, gracias a la narración del
arte del siglo XX tan eficazmente defendida y difundida por el
Museo de Arte Moderno de Nueva York, casi nadie dudaba de que el
auge del expresionismo abstracto había sido una consecuencia lógica
de la evolución del arte moderno. Siguiendo a Greenberg, era
natural que el expresionismo abstracto fuera la estación final del arte
moderno, ya que capturaba su esencia. Si, como sostenía este crítico, lo
que había caracterizado al arte moderno era el abandono de la ilusión
figurativa en favor de la indagación sobre la singularidad material
del arte (en el caso de la pintura, la investigación sobre la
materialidad del óleo y el lienzo), el expresionismo abstracto
ensalzaba de modo ejemplar esos elementos como exclusivos componentes
de sus obras. Con el expresionismo abstracto, es decir, con la
primacía corpórea de la pintura, concluía la historia del arte
moderno. Esta ordenación histórica estructurada formalmente no
comenzó a cuestionarse seriamente hasta la década de los setenta,
con la aparición de algunas voces que impugnaban lo que consideraban
un momento en la Historia del arte abordado superficial y homogéneamente
por críticos e historiadores. Esas voces llamaban la atención sobre el
contexto social y político en el que había surgido el arte abstracto
y, sobre todo, subrayaban el interés que puso el gobierno
estadounidense durante la guerra fría en promover (con fines
políticos) ese movimiento pictórico3.
En su batalla ideológica con la Unión Soviética, a Estados Unidos
le interesaba ocupar la vanguardia de la producción artística mundial
con un arte inédito, caracterizado por una fuerte impronta individual y
cuyas obras carecían de un mensaje claramente inteligible (frente a
las implicaciones sociales del arte dominante en la década de los
treinta y las proclamas izquierdistas de la vanguardia vigente, el
surrealismo). Las revelaciones hechas en los artículos citados (vid.
nota 3) ofrecían algunas claves para entender el repentino e imparable
auge del expresionismo abstracto. Esa línea de indagación abierta
entonces llega hasta nuestros días, aportándose cada vez más pruebas
del apoyo financiero e institucional prestado al expresionismo
abstracto, como indica la reciente publicación de La CIA y la guerra fría cultural, de Frances Stonor Saunders (Debate, 2001)4.
A este respecto, el trabajo clásico (reseñado en este mismo número), y
que con más fuerza difundió la tesis «revisionista», fue De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno, de Serge Guilbaut (Mondadori, Madrid, 1990)5.
Este estudio se proponía ampliar el enfoque sobre el expresionismo
abstracto para incluir factores políticos, económicos y culturales
que revelan aspectos insospechados en el auge y el afianzamiento de la
primera vanguardia artística producida en Estados Unidos.
La
tesis central de Guilbaut es que «el éxito sin precedentes de la
vanguardia norteamericana a nivel nacional e internacional no se debió
sólo a consideraciones estéticas y estilísticas [...] sino también, y
aún más, a la resonancia ideológica del movimiento» (pág. 14).
Aunque este autor propone tres circunstancias que definen el perfil
ideológico del expresionismo abstracto, las cuales explicarían su
éxito, la más compleja y disputada es el abandono del marxismo por parte
de la clase intelectual antiestalinista de Nueva York a partir de 1939
(y su posterior despolitización).
Después de los juicios de Moscú
de 1936-1938, de las consiguientes purgas, y del pacto entre Hitler y
Stalin de 1939, una parte considerable de la izquierda estadounidense y
europea abandonó desengañada el Partido Comunista y se vio obligada a
reconsiderar los términos en los que estaba definido el proyecto
socialista de Marx. La vanguardia artística no se libró de esta catarsis
y, así, la vinculación del surrealismo con el proyecto comunista
también provocó, en muchos casos, su crisis.
De este modo, para
Guilbaut, la rebelión de los artistas estadounidenses surge como
frustración y desencanto con las ideas marxistas y acaba confluyendo con
la postura política dominante, el liberalismo, y representando «los
valores de la mayoría pero de una forma que sólo era capaz de entender
una minoría» (pág. 15). Esos valores eran los de la preponderante
ideología liberal, compartida por los expresionistas abstractos y
el gobierno estadounidense electo en 1948 y definidos, mantiene
Guilbaut, por el historiador Arthur M. Schlesinger Jr. en The Vital Center: The Politics of Freedom (1949).
Este libro presentaba una tercera vía, entre el comunismo y el
fascismo, que se caracterizaba ante todo por la reivindicación de la
libertad individual frente al compromiso de clase, dejando así lugar
para las disidencias de una vanguardia artística individualista. Dado
este solapamiento ideológico, el gobierno estadounidense se
preocupó por catapultar al expresionismo abstracto a la cima del arte
moderno mediante la United States Information Agency (USIA; fundada en
1953 para promocionar la imagen cultural de Estados Unidos en
el extranjero) y el International Council (IC; creado el mismo
año que la USIA por Nelson Rockefeller, presidente del MoMA y asesor
del presidente Eisenhower, con el objetivo de difundir el arte moderno
en el extranjero de la mano del museo neoyorquino). La finalidad de
esta estrategia era ganarse a la élite cultural europea para la
causa estadounidense y de divulgar, frente al soviético, los logros de
su modelo de vida.
Se trataba de un ambicioso plan Marshall
cultural, como lo han denominado algunos autores. The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism se
localiza en esta línea «revisionista» abierta a partir de los años
setenta, con la importante salvedad de que representa un contraataque a
la postura de Guilbaut y de aquellos que defienden una connivencia
ideológica entre el expresionismo abstracto y el gobierno
estadounidense de finales de los años cuarenta y comienzos de los
cincuenta. Su autora, Nancy Jachec, no niega que el gobierno se
preocupara por afianzar en la escena artística al expresionismo
abstracto. Disiente, no obstante, de cuáles fueron los motivos y
cuándo se produjo ese apoyo, lo que, si fuera correcto, debería
poner en cuestión el núcleo duro del revisionismo.
La tesis
central defendida por Jachec, y a la que dedica tres de los cuatro
capítulos de su libro, es que el gobierno de Estados Unidos apoyó al
expresionismo abstracto no por sus afinidades con los valores
estadounidenses sino debido a su carácter radical, que supuestamente
había de seducir a la población europea occidental, tenida por el
Departamento de Estado como proclive al socialismo. Esto presupone que
la postura liberal del gobierno de Estados Unidos y la del
expresionismo abstracto no era la misma. Es decir, pace Guilbaut,
nunca hubo una definición monolítica del liberalismo que pudiera servir
de puente entre el ideario político del gobierno y el expresionismo
abstracto.
La postura expresada en The Vital Center sería así una
de las muchas opciones con las que se quería responder al descrédito en
el que el estalinismo había sumido al proyecto socialista. Para probar
esto, Jachec trae a colación algunos aspectos del debate mantenido
en las publicaciones de izquierda neoyorquinas de la época (centrándose
especialmente en la revista Partisan Review, aunque también en Politics y Commentary).
La autora señala que en las consideraciones de la izquierda
norteamericana respecto a la dirección que debía tomar el socialismo
tuvieron un gran peso las diferentes posturas intelectuales del
exilio alemán en Estados Unidos (Mark Horkheimer, Theodor W. Adorno
y Hannah Arendt, entre otros) y, sobre todo, las opiniones de los
existencialistas franceses JeanPaul Sartre, Maurice Merleau-Ponty y
Albert Camus (vid. cap. 2, «Existentialism in the United
States»). Con esto Jachec quiere subrayar que la discusión que condujo
a la hegemonía política del liberalismo era ideológicamente dispar
y, de hecho, dio pie a diferentes versiones del liberalismo. Un
axioma compartido, no obstante, por la izquierda era la reivindicación
del individuo y sus libertades frente al compromiso de clase (pág. 8; vid.
cap. 1, «The Discrediting of Collectivist Ideology»). En este
debate, lo que caracteriza a cierta izquierda, la más cercana a las
luminarias del expresionismo abstracto Motherwell, Rothko y Pollock, es
que pasa de abogar por el activismo político a ejercer la crítica
cultural (pág. 8; vid. cap. 3, «The New Radicalism and the
Counter-Enlightenment»).
Para Jachec, esto se traduce,
esencialmente, en encumbrar al artista como nuevo agente social, pero un
agente culturalmente crítico y no implicado en la desprestigiada
política de partidos (pág. 11). Para esta «izquierda cultural», son los
artistas, y su libérrima subjetividad, y no la clase trabajadora,
los depositarios de los valores progresistas. Esta parece ser la
convicción de Greenberg, que transita con total naturalidad del
trotskismo a la crítica cultural6.
Una segunda crítica que Jachec lanza contra la tesis revisionista, a la
que dedica el último capítulo y el epílogo de su libro, es que el
apoyo del gobierno de Estados Unidos al expresionismo abstracto no
tiene lugar hasta finales de la década de los cincuenta. En De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno se señala que el USIC (sic)
y el Museo de Arte Moderno de Nueva York comenzaron a promocionar el
arte moderno en 1947, durante la presidencia de Harry Truman (pág.
16). Esta observación la apoya Guilbaut en dos textos que quedan
desfasados por la información aportada por Jachec7.
La autora defiende que, en términos estrictos, la USIA y el IC
sólo apoyaron abierta, exclusiva e internacionalmente el expresionismo
abstracto en 1957-1958, con las exposiciones The New American Painting y Jackson Pollock 19121956.
Aún más, el MoMA no privilegió en Estados Unidos los trabajos de
Pollock y compañía frente a otros estilos hasta ese mismo año (pág.
159). Si su éxito en Europa no tiene lugar hasta finales de los años
cincuenta, el reconocimiento previo en Estados Unidos no vino de la
mano del MoMA, sino de una serie de galerías privadas (pág. 160). En una
imperdonable omisión, Jachec no menciona a una de las principales
profetas del arte abstracto en la década de los cuarenta, Peggy
Guggenheim8.
Por lo que respecta a la USIA, esta agencia sólo se preocupó de
promocionar las bellas artes consistentemente a partir de 1962, con la
administración de John F. Kennedy (pág. 163). De los dos argumentos
presentados en The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism,
al que dedica más atención la autora es a la compleja disputa en
torno al liberalismo, donde supuestamente deben confluir
ideológicamente el expresionismo abstracto y la izquierda cultural y, a
su vez, distanciarse de la línea oficial del gobierno
estadounidense. Jachec tiene razón al subrayar la pluralidad de
posiciones que siguió a la descomposición de la izquierda socialista
norteamericana de los años treinta y lo complejo del proceso de
formación del nuevo pensamiento liberal.
Sin embargo, todo el acierto de
Jachec se reduce a subrayar esa complejidad. La autora aborda este
asunto con la audaz intención de trazar claras distinciones
ideológicas entre la izquierda, el expresionismo abstracto y el
gobierno estadounidense, pero no sale indemne de uno de los temas más
complejos de la historia reciente de Estados Unidos: la guerra fría y
el papel de la izquierda en ese período. Las polémicas al respecto
son encendidas. Si, por un lado, la transformación de parte de la
izquierda socialista en un movimiento de crítica cultural afianzó
la reivindicación de las libertades individuales, por otra, su
desinterés por la política favoreció sin lugar a dudas la persecución de
supuestos comunistas liderada por el Comité Parlamentario de
Actividades Antiamericanas y un liberalismo socialmente endeble como el
propugnado por el presidente Truman. Para muchos, poco tiene de
progresista y radical esta conversión cultural, como da por supuesto
Jachec9.
Desde 1995 se ha avivado sobremanera esta discusión a raíz de la
publicación por parte de la CIA y la National Security Agency de los
denominados Venona Files, el registro de las comunicaciones
interceptadas por estas agencias entre Moscú y sus informantes
estadounidenses en el período 1939-1957. Esta documentación parece
confirmar la colaboración de periodistas, políticos e intelectuales
izquierdistas con la KGB durante la guerra fría. Para algunos, esto
prueba que la caza de brujas del senador Joseph McCarthy estaba fundada;
para otros sólo corrobora que cierta izquierda carecía de integridad
moral al entregarse al estalinismo o al desentenderse de lo que
estaba pasando en la arena política.
Esta controversia muestra que,
cuando menos, es arduo desligar el arte y la crítica cultural de la
época de la lucha política e ideológica que permea toda la guerra
fría. Para complicarle aún más las cosas a Jachec, Partisan Review fue
financiada por la CIA (desde 1948) en la lucha cultural contra la
Unión Soviética, como lo fueron intelectuales de su entorno como Irving
Kristol, Sidney Hook, Daniel Bell, Dwight MacDonald, Hannah Arendt y
Mary McCarthy10.
Las referencias que pretenden sustentar su argumento están en el ojo
del huracán de esta enconada polémica. Jachec se adentra así en una
convulsa etapa que los historiadores aún no dan por cerrada, lo que en
absoluto favorece su intento de distinguir la posición de la izquierda
cultural y el expresionismo abstracto de la del gobierno estadounidense.
Por si esto no bastara, la autora hace un retrato prácticamente
anecdótico de la relación entre la izquierda cultural y el
expresionismo abstracto: en absoluto es concluyente al trazar los
posibles vínculos teóricos entre artistas como Motherwell y Rothko, las
supuestas «mentes» del movimiento, con la izquierda intelectual. En
los escritos de aquéllos se usan conceptos compartidos con los teóricos
de la izquierda, e incluso llegan a publicar en las mismas revistas que
ellos, pero nada de esto engarza en la narración de Jachec para probar
conexiones sustanciales entre ambos. Como colofón, la autora hace una
inconexa subdivisión de los capítulos 1-3 del libro, lo que
convierte su exposición en una exasperante reiteración privada de un
desarrollo coherente y convincente. Por lo que respecta a la cuestión
de cuándo apoyan las agencias estadounidenses al expresionismo abstracto
como arma propagandística durante la guerra fría, los argumentos de
Jachec son novedosos, pero no fatales para el revisionismo.
La parte
mejor escrita y argumentada de este libro es el capítulo dedicado a esta
cuestión, pero no está convenientemente desarrollado (son sólo 63
páginas de las 267 totales). A pesar de ello, la cuestión que plantea,
que el abierto apoyo del gobierno estadounidense al arte abstracto se da
sólo en la década de los cincuenta, no es baladí. Sin embargo, más que
una crítica es un complemento de la tesis de Guilbaut. De algún modo,
éste coincide con Jachec en que el apogeo de la campaña de propaganda
se da en los años cincuenta, pero, a diferencia de ella, para él
las bases para ese éxito estaban ya sentadas en la década
precedente11.
En cualquier caso, el punto fuerte de Guilbaut no es que el apoyo
gubernamental comience en la década de los cuarenta (aunque erróneamente
así lo dé por supuesto citando a terceros). Su objetivo, muy bien
logrado por otra parte, es mostrar cómo van limándose las
posiciones de la izquierda y la del expresionismo abstracto hasta
confluir ideológicamente (conscientemente o no) con una versión
edulcorada del liberalismo (el defendido por Truman y su «Fair
Deal» y condensado por Schlesinger Jr. en The Vital Center).
Para Guilbaut, en 1949, el caldo de cultivo para el éxito
internacional del expresionismo abstracto estaba ya listo; la difusión
estatal ulterior la cuentan Stonor Saunders y Jachec. Mi impresión
es que para un tema de fondo crucial, el papel del Estado en la
difusión interesada de un movimiento artístico, la contribución de
Jachec no cambia nada.
Una enseñanza de este caso de
propaganda cultural es que hay unos factores ideológicos y
políticos que desempeñan una función muy importante en el éxito de un
tendencia artística, ya se trate del poder propagandístico de la USIA y
el MoMA o de la persuasión crítica de Greenberg. Lo que el análisis de
este suceso deja claro es que una historia del arte formal es una
historia del arte incompleta, y que lo que la USIA y el IC hicieron por
el expresionismo abstracto bien lo pueden hacer por el arte de hoy
múltiples estrategias publicitarias. Esta no es una cuestión menor,
ya que la propaganda del gobierno de Estados Unidos ha condicionado
profundamente nuestra visión del arte nacido tras la segunda guerra
mundial. Cómo y en qué medida, vemos que no es fácil ponerse de
acuerdo.
1. The Nation, 2 de enero de 1943, reimpreso en The Collected Essays and Criticism, vol. I. Chicago, The University of Chicago Press, 1986, pág. 133. ↩
2. The Nation, 11 de noviembre de 1944, reimpreso en TCEC, vol. I, pág. 241. ↩
3.
Cabe destacar «Abstract Expressionism: The Politics of Apolitical
Painting», de Cecile y David Schapiro; «Abstract Expressionism,
Weapon of the Cold War», de Eva Cockcroft; y «American Painting during
the Cold War», de Max Kozloff. Estos y otros ensayos relevantes para
esta cuestión están recopilados en Francis Francina, Pollock and After: The Critical Debate. Nueva York, Harper & Row, 1985. ↩
4. Aunque publicado ya hace un par de años en Inglaterra: Who Paid the Piper? The CIA and the Cultural Cold War. Londres, Granta Books, 1999. ↩
5. How New York Stole the Idea of ModernArt.
Chicago, Chicago University Press, 1983. Deben citarse también dos
textos menos conocidos pero también importantes: Christopher Lasch,
«The Cultural Cold War: A Short History of the Congress for Cultural
Freedom» en The Agony of the American Left. Nueva York, Random House, 1968; y Michael Leja, Reframing Abstract Expressionism: Subjectivity and Painting in the 1940s. New Haven, Yale University Press, 1993. ↩
6.
Por su parte, Harold Rosenberg, otro personaje clave en la articulación
teórica del expresionismo abstracto (que él denominaba «action
painting»), jamás dejó de considerarse socialista. Richard Rorty, en el
capítulo «A Cultural Left» en Achieving our Country: Leftist Thought in Twentieth Century America (Cambridge,
Harvard University Press, 1998) hace un interesante retrato del
paulatino desapego entre la izquierda estadounidense y las
preocupaciones concretas de la clase trabajadora en el que subraya cómo
aquélla pasó a refugiarse en la crítica cultural y, en la actualidad, en
el mundo académico. ↩
7. Christopher Lasch, The Cultural Cold War:A Short History of the Congress for Cultural Freedom (vid. nota 5), y Jason Epstein, «The CIA & the Intellectuals», The New York Review of Books, 20 de abril de 1967, págs. 16-21. Por lo que respecta a la reciente contribución de Stonor Saunders (vid. nota
4), esta autora repara especialmente en las estrategias desarrolladas
por la USIA y otras agencias a lo largo de la década de los cincuenta.
↩
8.
Menciona la autora a Betty Parsons y Samuel Kootz Galleries y a
Sydney Janis Gallery pero no, incomprensiblemente, a Peggy Guggenheim y
su Gallery of This Time, una de las principales valedoras del
movimiento. Guggenheim era valedora y promotora: en 1945, bajo el
significativo título de «A Problem for Critics», presentaba las obras
de, entre otros, Jackson Pollock, Mark Rothko, Arshile Gorky y Adolph
Gottlieb, dando a entender que ese era el nuevo arte al que la crítica
debía prestar atención. ↩
9. Sobre este particular hay abundante literatura de variado pelaje ideológico: Terry Cooney, The Rise of the New York Intellectuals. Partisan Review and its Circle 1934-1945. Nueva York, Harper & Row, 1985; Alan Wald, The New York Intellectuals: The Rise and Decline of the Anti-stalinist Left from the 1930s to the 1980s. North Carolina, University of North Carolina Press, 1987; Hilton Kramer, The Twilight of the Intellectuals. Culture and Politics in the Era of the Cold War. Chicago, Ivan R. Dee, 1999. ↩
10. Vid. Stonor Saunders, La CIA y la guerrafría cultural.↩
11.
«Fue después de 1951 [...] cuando la vanguardia norteamericana fue
presentada con más fuerza a través de organizaciones en toda Europa»
(Guilbaut, pág. 260). ↩
NANCY JACHEC
The Philosophy and Politics of Abstract Expressionism
Cambridge University Press, Cambridge