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23.37
Rothko sobre Rothko
 
María Dolores Jiménez-Blanco


Mark Rothko,negro rojo y negro, 1968
 

 
Los escritos de algunos artistas de la llamada Escuela de Nueva York, como Barnett Newman, Robert Motherwell o Ad Reinhardt, han sido conocidos y estudiados desde hace años. Los de Rothko, sin embargo, habían permanecido en buena parte ocultos o dispersos hasta hace poco tiempo. A ese hecho contribuyó probablemente la propia actitud del pintor que, en torno a 1950, comenzó a manifestar que su deseo de comunicación mediante la pintura era directamente proporcional a su miedo a interferir en esa comunicación mediante la palabra escrita. Así lo expresó en 1954 en varias cartas a Katharine Kuh, que le había pedido que escribiera sobre sus objetivos e ideas artísticas con vistas a una futura publicación: «Desde el momento en que comencé a recopilar mis ideas, vi claramente que el problema aquí no radica en lo que se debería decir, sino en lo que yo puedo decir [...]. Perdone si continúo con mis recelos, pero me parece importante ponerlos encima de la mesa. Existe el peligro de que [...] creemos un instrumento que diga al público cómo debe mirar los cuadros y qué hay que buscar en ellos. Aunque, aparentemente, esto pudiera parecer obligado y necesario, el resultado final sería la parálisis de la mente y de la imaginación (y, para el artista, la sepultura prematura). Por ello, mi repulsión a los prólogos y a las explicaciones. Si tuviera que depositar mi confianza en algún sitio, lo haría en la psique del observador sensible, aquel cuyo entendimiento se encuentra libre de toda convención». Esos conocidos recelos de Rothko, quizás una reacción a lo que él consideraba excesos de críticos como Harold Rosenberg y otros célebres personajes de la escena cultural neoyorquina, sirvieron para forjar la imagen tópica de un artista que había renunciado a la palabra escrita, a pesar de saberse que en sus primeros años había publicado sus ideas sobre el arte y la enseñanza artística a través de los más variados canales –revistas, programas de radio–, y a pesar de que el propio Rothko había mencionado ocasionalmente la existencia de un manuscrito que reunía sus puntos de vista sobre arte.
Recientemente, sin embargo, han visto la luz dos importantes libros que han desmentido el espejismo de un Rothko ágrafo y han permitido una adecuada aproximación al corpus de su pensamiento artístico. El primero, publicado en 2004 por Yale University Press, es el titulado The Artist’s Reality, una versión de aquel manuscrito mencionado por Rothko, probablemente escrito hacia 1941-1942 –es decir, en un momento crucial de su carrera artística–, que había permanecido inacabado y guardado en un almacén de Nueva York durante más de medio siglo. El segundo libro, que ahora analizamos, ha sido editado y traducido por Miguel López-Remiro, autor de una tesis doctoral sobre la poética de Rothko leída en 2002 en la Universidad de Navarra y posteriormente subdirector curatorial del Museo Guggenheim de Bilbao. Publicado también inicialmente en 2006 por Yale University Press (Mark Rothko. Writings on Art), este segundo libro tiene un enorme interés por recoger casi un centenar de documentos de muy diversa naturaleza, algunos ya publicados junto a otros inéditos, y que incluye –en una decisión más discutible– algunos escritos firmados por otros autores, que contienen declaraciones o ideas del artista. A diferencia de lo que ocurre en The Artist’s Reality, donde Rothko adopta toda la distancia que cree necesaria para un planteamiento puramente teórico, los textos reunidos en Escritos sobre arte muestran una perspectiva mucho más personal, informando al lector sobre datos biográficos del artista, o sobre sus preocupaciones prácticas acerca de su obra. Este hecho, junto con la decisión de presentar los documentos por orden cronológico, alternando diferentes géneros y destinatarios, ayuda a conocer la evolución vital y artística de Rothko, desde sus primeros años como profesor de arte en el Brooklyn Jewish Center hasta sus últimos momentos como el gran maestro de la color field painting.
Se trata de una evolución vertebrada por un tema central, que acaba por convertirse en verdadera obsesión: la conceptualización del arte, o al menos de su arte, como medio de comunicación, como vehículo para conseguir la empatía con el espectador. En este sentido, interesa recordar que más de una vez rechaza Rothko en estos escritos su clasificación como expresionista abstracto. En primer lugar, no concibe su arte como expresión, es decir, como traducción exterior del mundo interior del artista: su anhelo de trascendencia le impulsa a la universalidad. Más allá de toda contingencia, de toda experiencia de lo personal –individuo, historia–, Rothko aspira a crear una equivalencia visual de valores universales y eternos, capaces de expresar el drama de toda la humanidad, por encima del tiempo y la geografía. Tampoco admite que su obra sea abstracta: según sus propias declaraciones, no es su intención «crear o subrayar una disposición formal del color o del espacio. [Mis obras] se alejan de la representación natural sólo con el fin de intensificar» su significado. Rothko rechaza tajantemente la asimilación de su obra con propuestas puramente formalistas, enfatizando el carácter moral de su arte: «quiero respuestas puramente humanas sobre necesidades humanas». Pero entre el primer texto recogido, relacionado con su labor docente y fechado en 1934, hasta el último, redactado poco antes de morir, con motivo de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad de Yale, esta idea central del arte como metáfora visual del drama humano se alterna con otros temas más mundanos que, en cierto modo, reflejan el camino recorrido no sólo por el propio artista, sino también por la Escuela de Nueva York en su conjunto.
En algunas ocasiones aparece un Rothko abiertamente chismoso, que informa sobre el milieu artístico de las décadas centrales del siglo XX, tanto neoyorquino como internacional, y sobre la situación de Rothko en ese ambiente. Junto a una fraternal relación de amistad, que paulatinamente va evaporándose, con artistas como Barnett Newman o Clifford Still, podemos observar la desigual relación que mantiene Rothko con personajes de instituciones y museos: la exquisita cordialidad y afinidad intelectual que muestra en una larga serie epistolar dirigida en 1954 a Katharine Kuh, entonces conservadora del Art Institute de Chicago, contrasta con la fría ira que vuelca en una sola carta, en 1966, sobre el director de la Tate Gallery, Norman Reid (lo que no impidió que donase después al museo inglés un conjunto de obras para que fueran expuestas en la colección permanente). En otras ocasiones afloran aspectos reveladores de la personalidad de Rothko, como su preocupación por la vida física de sus propias obras y por el entorno también físico en que éstas debían ser percibidas, precisamente para no perturbar su contenido espiritual. A través de las páginas de este libro, en suma, se muestra definitivamente el artista intelectualmente sofisticado y profundo, pero también sensible y emocionalmente vulnerable, que se intuye al contemplar su sobrecogedora obra.
 
 
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Categoría: Artículos | Visiones: 4554 | Ha añadido: esquimal | Tags: Rothko | Ranking: 0.0/0

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