Roman Polanski: El escritor
Juan Pedro Aparicio
Roman Polanski lleva haciendo películas desde 1955. Son ya, pues, muchos
años de carrera durante los que ha logrado algunas obras espléndidas.
Nacido en París, de ascendencia judío-polaca, ha trabajado en las
cinematografías de distintos países en feliz maridaje y aun siendo sus
producciones marcadamente polacas, francesas, inglesas o
norteamericanas, ha sabido dotarlas de un sello muy personal.
Su paso por Estados Unidos supone un verdadero punto de inflexión,
desgraciadamente no sólo en su trayectoria profesional. Allí rueda en
1967 El baile de los vampiros, su primera película en color,
una parodia del género de vampiros, por entonces muy popular en Europa,
que vivía el esplendor de la productora británica Hammer. La película le
vale el reconocimiento internacional y precisamente durante su rodaje
intimó con la actriz Sharon Tate, con quien se casaría poco más tarde.
Tras rodar La semilla del diablo (Rosemary’s baby),
acaso su película más renombrada, su vida dio un vuelco trágico. Un
psicópata histrión y su tribu de fanáticas seguidoras asesinaron a su
mujer embarazada de ocho meses en un crimen ritual cuyos detalles
sádicos conmovieron al mundo. Polanski no volvió a ser el mismo, por más
que su carrera continuara una línea ascendente. De 1974 data Chinatown,
con Jack Nicholson y Faye Dunaway en los papeles protagonistas, un
clásico del cine negro norteamericano.
En 1977 fue acusado de mantener relaciones sexuales con una niña de
trece años. En pleno proceso judicial abandonó Estados Unidos,
aprovechando su situación de libertad bajo fianza. Desde entonces ha
vivido en Suiza y en Francia, cuyas leyes no permiten la extradición de
sus propios ciudadanos. Y lo que sorprende es que, evitando pisar suelo
británico por temor a ser extraditado, haya dirigido películas tan
notoriamente inglesas como Tess, basada en una novela de Thomas
Hardy, o, más recientemente, el clásico por excelencia, el Oliver
Twist de Dickens, rodada en Praga.
En el año 2002, con El pianista, consigue otra vez la
admiración generalizada: Palma de Oro en Cannes, candidata a cuatro
Premios Europa 2002 –mejor película, mejor director, mejor actor (Adrien
Brody) y mejor fotografía–, y Oscar a la mejor dirección, cuya
estatuilla, claro, se cuidó mucho de no recoger personalmente. Basada en
la autobiografía El pianista del gueto de Varsovia, escrita
por Wladyslaw Szpilman, publicada en 1946 y reeditada en 1998, Polanski
encontró en ella el espejo de lo vivido por su propia familia bajo los
horrores de la ocupación nazi. El pianista es una obra casi
perfecta: la capacidad sugeridora de sus elipsis y su intensidad
dramática concentran en dos horas seis años de horror colectivo.
La novela que da pie a El escritor se titula en la versión
original inglesa The Ghost, el fantasma o el espectro, lo que
parece aludir no tanto al escritor que escribe para otro (The Ghost
Writer, título de la película en inglés) como al fantasma o al
espectro a secas, que vendría a ser en este caso precisamente ese otro
escritor muerto en sospechosas circunstancias mientras hacía la tarea
que ahora se le encarga al protagonista, y cuyo cadáver gravita
poderosamente sobre él. O incluso podría estar referido a esa
organización estatal norteamericana prácticamente omnipresente que suele
aparecer en la sombra de cualquier acción ominosa tanto en la ficción
como en la realidad. Esta última interpretación parece ser la de los
editores españoles, dado el título que se ha puesto al libro entre
nosotros: El poder en la sombra. Curiosamente ninguno de los
cuatro títulos coinciden entre sí, ni en la versión inglesa ni en la
española.
Decía Hitchcock algo así como que de una mala novela es posible hacer
una buena película, lo que invita al retruécano para decir que de una
buena novela es muy posible hacer una mala película. Ignoro si esta
novela es buena o mala, porque no la he leído. Su autor es el inglés
Robert Harris, de formación periodística, durante algún tiempo analista
político, firmante de algunos best sellers, y convencido seguidor en su
día de Tony Blair, a quien, según parece, ayudó incluso financieramente
en su campaña electoral, lo que puede servir para explicar el alcance de
su desencanto tras la famosa foto de las Azores, con nuestro Aznar bajo
el brazo de Bush, y lo que siguió a continuación, esa guerra de Irak.
De ese desencanto surge la novela. Porque este ex premier, de
nombre Adam Lang, se parece como una gota de agua a otra, al ex premier
Tony Blair, que dejó su cargo en junio de 2007. Y lo que resulta
increíble es que no haya habido todavía una demanda por libelo contra el
autor de la novela o los productores de la película, o contra ambos a
la vez. Harris acusa a Lang-Blair, entre otras cosas, de no haber tomado
en sus muchos años de gobierno una sola decisión importante que no
favoreciera los intereses de Estados Unidos por encima de los de su
propio país.
Es, como digo, la foto de las Azores y sus circunstancias,
parafraseando a nuestro inevitable filósofo. Lo extraño es que en la
película se haga tan escasa mención del presidente norteamericano,
porque en la vida real parece muy claro que Bush fue capaz de seducir a
Blair, el gran seductor por excelencia, el hombre capaz de conseguir los
Juegos Olímpicos para Londres, prácticamente sin proyecto, con el solo
magnetismo de su verbo y su sonrisa. Pero en la película no es del todo
así, y supongo que en la novela tampoco. La seducción de Lang opera de
puertas afuera, porque en el interior la gran seductora, la seductora en
la sombra, es ella, Ruth Lang, la esposa del ex premier, gran
manipuladora de su marido y, por ende, gran manipuladora de la política
británica.
¿Ha querido Polanski dar un pellizco a los dos países que lo mantienen
alejado de sus fronteras o comparte esta tremenda decepción de la
izquierda con respeto a Blair y su seguidismo de la política de Bush? El
pellizco, desde luego, ha pillado carne, porque, después de muchos años
de ir y venir por Suiza como Pedro por su casa, Polanski fue detenido
en Zúrich y estuvo en un tris de ser extraditado a Estados Unidos.
The Ghost Writer equivale a lo que en español
llamamos negro, un vocablo no demasiado feliz, pues remite a
una práctica social espantosa a lo largo de muchos siglos y contiene un
cinismo algo zafio. Un negro, en el argot del mundo literario,
es aquel escritor que trabaja en la sombra para otra persona, la que
firma los libros y obtiene, por tanto, el reconocimiento del público. No
estaría bien un título así en español pues, con toda probabilidad,
resultaría políticamente incorrecto. Haber optado por El escritor
tiene para los distribuidores la ventaja de que sigue la estela exitosa
de El pianista. El artículo determinado y el mismo vocablo
escueto de una profesión artística invitan a pensar en aquélla.
Imaginemos otra película también de Polanski titulada El escultor o
El saxofonista o, por qué no, El cineasta.
Comoquiera que sea, este negro o ghost writer está
interpretado estupendamente por el escocés Ewan McGregor, tan adecuado a
su papel como aquel James Stewart de Vértigo o de La
ventana indiscreta al suyo. Lo habíamos visto antes en la película
de Woody Allen El sueño de Casandra o, más recientemente, en
La lista (Deception), pero en ninguna de ellas había
logrado que su identificación con el personaje fuese tan determinante.
Por supuesto que todos los actores están muy bien, según es habitual en
las películas de Polanski, desde Pierce Brosnan, haciendo de un ex premier
británico ciertamente vacuo, hasta Eli Wallace, ancianísimo, en el
breve papel de anónimo residente en la isla y clave para descubrir el
asesinato que pone al protagonista definitivamente en guardia.
Y este recuerdo a Hitchcock no es gratuito. Desde Frenético,
también de Polanski, no tengo conciencia de haber visto otra película
que lo evoque con más intensidad. No sólo el título parecía rendirle
explícito homenaje (Frenesí), sino también esa secuencia sobre
los tejados de París, escenario que seducía a Hitchcock (Vértigo,
Atrapa a un ladrón). En El escritor hay incluso más de un MacGuffin,
vieja broma del director inglés. El primero, cuando dos motoristas
asaltan al escritor y le roban el manuscrito, una novela irrelevante que
acaban de entregarle para que la lea y dé su opinión. Un auténtico MacGuffin.
Otro, que recuerde, sería la presencia de un coche que parece perseguir
a McGregor a la salida del domicilio del profesor Emmet, tras avisarle
éste de que no girase a la derecha porque podía perderse en el laberinto
del bosque. Ya saben, un MacGuffin es ese vocablo acuñado por
el propio Hitchcock, que alude al dato llamativo que incide en la
intriga atrayendo la atención del espectador sin que posteriormente
tenga relevancia alguna.
Es lástima que la leve carga irónica de algunos diálogos sea
insuficiente para conseguir aquella distancia que lograba el maestro
inglés con lo narrado, esa habilidad especial que tenía para asustar al
espectador y, a renglón seguido, hacerle un guiño, como diciéndole:
«¿Ves? Es un puro juego». En El escritor todo se presenta
demasiado en serio: esa es la propuesta y así hay que tomarla. De modo
que habiendo bastante, como digo, del mejor Hitchcock en la película,
incluida la música, que tanto recuerda, una vez más, a la estupenda
banda sonora de Vértigo, el resultado está lejos de cualquiera
de las grandes películas de Polanski. Y también, claro, de las del viejo
maestro inglés. Lo mejor que tiene es, desde luego, el ritmo y también
la intriga, que no decaen de principio a fin, a pesar de las más de dos
horas de duración de la película. Aunque, acabada ésta, uno tenga la
sensación de haber hecho un viaje esplendido, en el que lo mejor ha sido
el traslado de un sitio a otro, esto es, el trayecto, pues una vez en
destino hay poco con lo que quedarse. Lo que, por paradoja, es el mayor
mérito de la película: haber conseguido la atención absorbente del
espectador hasta el mismo desenlace, que, por más que se pretenda
enorme, acaso por su misma enormidad, no acaba de encajar. Pero no nos
anticipemos.
Las primeras secuencias enmarcan la historia. De un transbordador recién
arribado a puerto van saliendo hacia la noche todos los automóviles
menos uno, cuyo dueño no aparece. En las playas de la isla las olas
arrojan un cadáver: ya hemos dicho a quién pertenece. Un accidente, se
nos dice. Acto seguido, la cámara nos sitúa en Londres, donde Ewan
McGregor firma un contrato por el que se compromete a entregar el
manuscrito. Son secuencias precisas, muy jugosas, tocadas de una sutil
ironía.
Nuestro protagonista carece de nombre en la ficción, es simplemente el
escritor, un escritor, por cierto, muy conocido en el medio, pues ha
tenido además mucho éxito de ventas con algunos libros anteriores:
libros sin su firma, claro, pero que en el entorno profesional en que se
mueve nadie ignora, lo cual lo convierte en un negro bastante
peculiar, más bien un mestizo. Pues bien, a este negro o
ghost writer se le ofrece lo que parece un momio: doscientos mil
dólares por un mes de trabajo, en el que tiene que escribir la
autobiografía de Blair-Lang. El ex premier ha vendido sus
memorias por diez millones de dólares y necesita de un experto que se
las escriba, porque ha de entregarlas inmediatamente. Pero el texto es
voluminoso, a tenor del borrador que se guarda bajo llave, más de
seiscientas páginas que, divididas entre treinta días, da un resultado
que sobrepasa las veinte páginas al día, sábados y domingos incluidos.
Parece demasiado incluso para el más prolífico bestsellerista.
Todo bestsellerista, por muy anónimo que sea, como lo es
nuestro negro, necesita documentarse, y documentarse bien,
explicar con mimo ciertos detalles técnicos, en suma, ser muy minucioso,
lo que requiere necesariamente de un tiempo adicional de estudio, de
investigación en muchos casos, y, en el que nos ocupa, de conversación
con el autobiografiado. Se lo dice en su primer encuentro:
usted me habla y yo tomo nota para convertirlo en prosa. Desde luego, no
parece posible. Sobre todo cuando el tiempo, tan escueto, se le reduce
aún más. Sólo siete días para hacer todo ese trabajo. Qué anustia.
El escritor lo tiene desde el principio muy difícil. A la firma
del contrato es llevado a una isla cercana a Nueva York, un paisaje
ciertamente inhóspito, con cielos bajos y oscuros, en una casa de
ventanales inmensos herméticamente cerrados. En tan improbable lugar
tiene su residencia-refugio el ex premier, acusado por un
antiguo ministro de su gabinete de haber autorizado la detención ilegal
de sospechosos de terrorismo y su posterior entrega a la CIA para
someterlos a tortura, hechos considerados como crímenes de guerra. De
modo que, sólo un día después de la llegada de nuestro escritor a la
isla, ésta se ha convertido en un recinto especialmente inconfortable,
llena de periodistas al acecho y de ciudadanos que se manifiestan
airados frente a la mansión del ex premier. Nuestro escritor
descubre entonces que su predecesor fue asesinado al haber averiguado un
secreto terrible.
En la singular morada del ex premier convive un curioso
triángulo formado por el señor y la señora Lang y una jefa de gabinete
del político, secretaria para todo, y prácticamente ama de llaves al
estilo de aquella señorita Rottenmeyer de Heidi, interpretada,
imagino que nada casualmente, por Kim Cattrall, la que hacía el papel de
chica más activa sexualmente en la serie superventas Sex and the
City. Vamos, que morbo no falta: morbo personal y morbo político.
¿Estaba Lang al servicio de la CIA mientras fue primer ministro? Las
últimas secuencias son clave. Si se toman en serio, resultan cuando
menos poco verosímiles. No sólo porque para la resolución del enigma
basta con hacer un par de consultas en Google, como así hace nuestro
escritor, sino también por una cierta puerilidad. Pero lo peor es que lo
que se dice, se dice muy seriamente. Y, claro, ahí está el referente,
esto es, la realidad, jugando en contra de la ficción. Si en la vida
real Blair se sometió a Bush, lo que humilló especialmente a buena parte
de la izquierda británica, en la ficción Blair-Lang es un títere en
manos de su esposa que trabaja para una potencia extranjera, más o menos
como aquel grupo de Philby y sus chicos de Cambridge lo hacían para el
Moscú del señor Stalin.
Se me ocurre que, ya puestos, hubiera sido mejor, no más convincente,
pero sí acaso algo más verosímil por lo que de oblicua tiene siempre la
influencia ejercida por la Iglesia, que la señora Blair-Lang, conocida
por su catolicismo, hubiera estado al servicio del Vaticano.
El escritor, de Roman Polanski, está distribuida por Aurum
Tomado de: http://www.revistadelibros.com
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