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Del erotismo a la seducción: en torno a Kant y Kierkegaard II parte

Del erotismo a la seducción: en torno a Kant y Kierkegaard  IIParte

Mag. Sebastián  González Montero
Universidad Javeriana,  Bogota - Colombia


Erotismo y transgresión.

Con lo que se ha dicho sobre Kant y Sade ya podemos justificar la idea de que a la concepción de la fascinación por el goce hay que proponerle una concepción en la que el sexo suscita una sensación de desbordamiento interior que es la que permitiría distinguir el "extremo placer y el éxtasis [a veces] innombrable [el erotismo]” (Bataille, 1998: 31). La idea de un desbordamiento interior propiciado por el encuentro sexual tiene que ver con un sentimiento de inestabilidad y desequilibrio de los hombres ante la muerte, que Bataille llama erotismo. En sus palabras, "el placer sería despreciable si no fuera por este desbordamiento aterrador que no está reservado al éxtasis sexual” (1998: 31). El acto sexual supone un encuentro entre seres mortales, finitos; unos y otros se diferencian entre sí por el hecho de la muerte. Cuando los cuerpos de los amantes están desnudos se juntan dos individualidades discontinuas; son seres que se saben mutuamente mortales10. Cuando Bataille piensa en el sentimiento erótico lo hace desde el punto de vista de una interioridad que se juega frente a la finitud de la propia existencia y la del Otro. Esa fascinación por la continuidad es lo que caracteriza la sexualidad, pues el enfrentamiento a la muerte supone un cuestionamiento de la vida discontinua.

El erotismo es un signo de esa angustia producida por la interrogación acerca de la finitud humana; signo que remite a un tipo de experiencia en la que el sujeto se pone en cuestión a sí mismo a través de la conciencia de esa experiencia. Para Bataille, la diferencia entre el acto sexual animal y la sexualidad de los sujetos está determinada por esos dos aspectos del erotismo. A las relaciones sexuales humanas están asociadas movilizaciones que pasan por los intereses de la reproducción, pero también por una cierta interioridad manifiesta en gestos directos asociados al cuerpo del Otro (sentimientos y reflexiones). Para los hombres, la penetración del cuerpo femenino es tan fundamental como sus aspectos seductores. Las mujeres no sólo representan cuerpos sexuados, sino que son sujeto de una experiencia que no remite directamente al placer de la descarga seminal. Para las mujeres también es cierto: el cuerpo masculino pone de manifiesto un placer en la seducción que va más allá del acto sexual11.

En ese sentido, dice Bataille, los aspectos determinantes de la sexualidad no están presentes en el objeto de placer. Las prácticas sexuales están asociadas a los gustos y las valoraciones particulares sobre lo bello o lo que agrada y, sin embargo, lo que se pone en juego en la experiencia sexual de los sujetos no es una "cualidad objetiva” del objeto de placer12. Al contrario, el acto erótico de los amantes procede de una afección recíproca desprendida de una profunda perturbación: el deseo de los cuerpos es sólo la parte física visible de una experiencia extática muy superior al placer del orgasmo13. La pasión de los amantes, diría Bataille, lleva consigo un desorden violento que revela la significación plena del éxtasis del deseo. Bataille es enfático en señalar que ese éxtasis erótico proviene de la conciencia individual de la intensidad del deseo expresada en una puesta en juego de sí (cfr. 1972: 211-216). Ponerse en juego quiere decir que el sujeto se libera de todo límite en un acto de transgresión14. La sexualidad liga la superación de los límites con el placer de la experiencia interior entendida como la conciencia de la transgresión. Por esa razón, dice Bataille en El Culpable:


Un cuerpo desnudo, exhibido, puede ser visto con indiferencia. Del mismo modo, es fácil mirar el cielo por encima de uno mismo como un vacío. Un cuerpo exhibido, empero, posee a mis ojos el mismo poder que en el juego sexual y puedo abrir en la extensión clara o sombría del cielo la herida a la que me adhiero como a la desnudez femenina. El éxtasis cerebral (el subrayado es mío) experimentado por un hombre que abraza a una mujer tiene por objeto la frescura de la desnudez; en el espacio vacío, en la profundidad abierta del universo, la extrañeza de mi meditación alcanza igualmente un objeto que me libera (1974: 31).


En el erotismo, el ‘yo’ se pierde en una experiencia íntima que no suprime el juego físico, pero lo lleva a un límite que ya no es placer sino deseo de ir más allá de sí. Eso se evidencia en el juego o contrapeso correlativo entre las interdicciones y la transgresión, pero sólo porque corresponde a una experiencia interior lúcida: el erotismo es un deseo de violar las regulaciones auto-impuestas. La transgresión es un gesto que concierne al límite de la interdicción; es un gesto que se revela como una experiencia personal y directa de la transgresión como una apuesta de sí mismo que hace emerger el éxtasis, esto es, el deseo que produce el momento en que se cede a la desnudez15 (Bataille, 2005: 33). La transgresión pone de manifiesto una alteración de la subjetividad que no esta únicamente referida a la satisfacción. Las interdicciones y las prohibiciones son los puntos límite de la experiencia a partir del cual los hombres saben del placer que produce pasar esos límites: el erotismo es el deseo de infringir esos límites, pero para gozar de la transgresión.

Sin embargo, es necesario tomar con cierta precaución la relación entre el erotismo y la transgresión para no reducir la experiencia interior a las ‘simples’ formas de abolir los límites que las reglas morales y sociales aplican sobre el acto sexual. Ya vimos que, tomada a la ligera, la tesis sadiana según la cual "point de voluptés sans crime (sin crimen, no hay placer)” es demasiado esquemática porque –en ocasiones– está directamente relacionada con la lapidación de los comportamientos comunes entre los amantes. Para nosotros, el énfasis estaría en otro lugar de la sexualidad. Creemos que hay que pensar la transgresión en términos del levantamiento de las prohibiciones sociales y las interdicciones morales, sin olvidar que lo que está en juego no es su desaparición, sino la ambigüedad presente en el deseo de la transgresión. En otras palabras, el sentimiento erótico de la transgresión no remite únicamente a la perversidad de unos actos que tiene como objetivo eliminar los prejuicios sociales o pudores compartidos por las personas frente a las relaciones sexuales.

Si entendemos el deseo como una irreductible ambigüedad de la voluntad podemos encontrar una dimensión erótica que lleva más allá del placer. Allí proponemos que la ambigüedad de la conciencia de la libertad es la clave para dar cuenta del deseo en términos que no están directamente vinculados con los hábitos en las situaciones sexuales. Eso quiere decir que no se trata de la influencia patológica de los objetos de la realidad ni del conjunto de intereses que le corresponden; la cuestión consiste en la constante contradicción de principios diferenciables que se imponen a la voluntad. En el encuentro equivalente entre las máximas subjetivas y los principios incondicionados, se puede identificar el concepto de deseo. Esa es la salida al fetichismo y a la lógica del placer: al evitar que el deseo se resuelva por vía de la satisfacción –como si su única posibilidad fuera la descarga seminal– se puede encontrar un concepto de deseo heterogéneo que se expresa en dimensiones de las relaciones eróticas radicalmente diversas, novedosas, extrañas.

Esa ambigüedad estaría presente al nivel subjetivo de la experiencia erótica y también al nivel de las prácticas sociales en Occidente. Una mirada de conjunto a la forma en que el erotismo está presente en los aspectos más fundamentales de las actividades humanas permite mostrar cómo se expresa la transgresión en la perspectiva individual de la experiencia interior, pero también en las prácticas propias de la vida social humana16. Habitualmente se admite que el concepto de erotismo, tal y como lo pensó Bataille, tiene que ver con experiencias sociales de transgresión de las prohibiciones al nivel de las relaciones sociales. Eso es cierto y, sin embargo, al tiempo el erotismo es un concepto radicalmente atado al concepto de experiencia interior de tal forma que sólo puede ser especificado en la interioridad de la experiencia erótica. Eso nos permite decir que, en cierto sentido, el erotismo remite a la ambigüedad de la experiencia interior puesto que supone una relación complementaria entre la interdicción –que es distinta de la prohibición social– y la transgresión que estaría expresada en la necesidad del deseo respecto de la regulación de la interdicción (o ley moral, ya veremos). Cuando se pasa de la determinación de los deseos a partir de reglas prácticas a su demolición por medio de la entrega voluntaria a esos deseos, se ponen en cuestión las reglas como motivo determinante, lo cual no indica su ruina o desaparición, sino prueba que la barrera –autoimpuesta– es atractiva en sí misma (Bataille, 2005: 35).

Y es que la transgresión no es irracional; siempre supone un motivo suficientemente fuerte como para ir más allá de la ley. Bataille insiste en que el carácter particular del sentimiento de la transgresión –constantemente presente en la literatura de Sade– se halla en la ambigüedad de la violación respecto de la ley: el deseo está ligado a la transgresión porque remite a un placer que levanta las interdicciones sin suprimirlas (2005: 40). Se puede decir que esa complicidad consiste en que ley moral y el deseo siempre están presentes: en un caso, lo que se juega es la posibilidad de la determinación racional sobre la facultad apetitiva y, en el otro, el enfrentamiento ante una elección que participa de la ley moral, pero para romper con ella. En el caso de la crítica kantiana las determinaciones de la razón práctica no pueden tener éxito si no están fundamentadas en principios objetivos (cfr. 1961: 36-39). En este caso, la voluntad es una balanza que se inclina hacia un aspecto superior de la razón. En el caso de la transgresión, la violación cometida en contra de las determinaciones racionales implican placeres poco respetables, apuntaría Kant, pero no la falta de conciencia del carácter racional de esas determinaciones.

Finalmente, Kant y Bataille aceptarían que la inclinación por el objeto responde a la interioridad del deseo; de la misma forma, aceptarían que la ley es una interdicción porque opera conforme a una actividad interior de regulación. Y es justamente por esa razón que surge la ambigüedad: las interdicciones están ahí, en la medida en que somos seres racionales, para ser violadas, en la misma medida en que permanecen en el campo de la conciencia. La violación de las proposiciones morales no es, como parece, solo una forma de desafío a las regulaciones, sino la forma de expresar una relación inevitable entre motivaciones de sentido contrario (Bataille, 2005: 39). El movimiento de la balanza entre las interdicciones y la transgresión expresa la ambivalencia o posibilidad de la determinación por el contenido de la ley (moral) o el deseo (de la transgresión). Bajo el impacto de la libre determinación moral, el sujeto debe obedecer la interdicción; la viola cuando hay una identificación del sujeto con el objeto en el que se pierde. Pero en ambas, no hay que olvidarlo, existe un aspecto racional del que no se pueden desprender ni la violación de las determinaciones ni la ordenación de la interdicción moral puesto que provienen de la conciencia de la ley.

La conclusión es, y aún reconociendo la afinidad de Sade con las descripciones ‘porno’ del sexo, que hay admitir una relación irreductible entre la transgresión y los placeres de los órganos dada por una ambigüedad propia de la voluntad. La dimensión pornológica de Sade –en la que el sexo escandaloso es la expresión de una ambigüedad esencial de la voluntad humana– es irreductible a la dimensión pornográfica –en la que aparecen claramente las consignas del libertinaje atadas al sexo escandaloso–. De acuerdo con Deleuze, los mandatos y las descripciones obscenas de Sade no tienen que ver exclusivamente con la idea de evocar las sensaciones placenteras de la cópula. El lenguaje libertino, más allá de la persuasión y el convencimiento, tiene la intención de demostrar cómo es posible acompañar la violencia del ultraje con un sentimiento substancialmente erótico. "Encontramos en Sade el desarrollo más asombroso de la facultad demostrativa”, dice Deleuze. Y continua más adelante:

Vemos como un libertino lee un panfleto redactado con todo rigor o desarrolla sus inagotables teorías, elabora toda una discusión o bien condesciende a dialogar o a discutir con su víctima […]. Estas situaciones son frecuentes, sobretodo, en Justine, que actúa como confidente de cada uno de sus verdugos. La intención de convencer, en el libertino, es sólo aparente; quizá da la impresión de que intenta persuadir y convencer, o incluso puede que trate de reclutar nuevos discípulos (como sucede en La philosophie dans le boudoir). Pero lo cierto es que nada más lejos del sádico que la intención de persuadir o convencer a alguien, nadie más ajeno que él a cualquier intención pedagógica (1973: 23) 17.

Dolmancé y Madame de Saint-Ange no tratan de persuadir a Eugenia (cuyas inclinaciones al placer le son naturales); de lo que se trata es de instruirla en los razonamientos que conducen de la prescripción imperativa de las interdicciones a la violencia erótica de la transgresión. Eso quiere decir que el sexo, la transgresión y el erotismo son elementos de las descripciones obscenas que están vinculados al hecho de poder despojarse de los propios límites y no tanto al placer de las desenfrenadas jornadas libertinas. Siguiendo el argumento de Deleuze, teniendo en cuenta que el asunto de Sade está relacionado con la demostración de las formas eróticas de la transgresión, ya podemos hacer explícito el sentido de los mandatos y las descripciones:


Las descripciones, las actitudes, ya no desempeñan otra función que la de ser figuras sensibles que ilustran demostraciones execrables. Y los mandatos, las órdenes proferidas por los libertinos son, a su vez, como los enunciados del problema, que nos remiten al entramado más profundo de los postulados sádicos <<Ya lo he demostrado teóricamente –dice Noirceuil– ahora tenemos que convencernos por la práctica>> (1973: 24).


En otras palabras, hay que tener claro que, pese a las connotaciones ‘porno’ de Sade, la perversión no viene dada por las alusiones al placer del sexo. Las deliciosas pasiones no son únicamente del órgano (pene o vagina); esos sólo sirven como condiciones necesarias –que la naturaleza dio a los hombres– para aproximarse a una voluntad de gozar que pondera los caprichos y los deseos en el plano de las pasiones por encima de los principios objetivos de la razón18. Una voluntad que goza es una voluntad que se inclina por los objetos de su interés y por las representaciones asociadas a ellos. Eso implica que los sujetos actúan en virtud del beneplácito en sus acciones más puras, pero también significa que pueden dejarse llevar por sus instintos en las acciones más ruines.

Eso es claro para Sade: en el fondo de las justificaciones de las acciones –tanto en las situaciones cotidianas como en las que involucran actividad sexual– están las pasiones que las motivan. Incluso, diría él, en la potencia de las pasiones se encuentra la ruta que lleva a una verdadera virtud y que conduce a las más halagadoras recompensas (cfr. Sade, 1971: 6). Sólo que en lo relativo a nuestras costumbres, el libertinaje es el modo en el que se más acentúan las pasiones en la voluntad. Los placeres del cuerpo en el sexo son imposiciones que no pueden ser eludidas. Hacen perder los estribos del más sensato; de la más virgen. Eugenia es un buen ejemplo de eso: aunque siente inclinaciones hacia la virtud, confiesa ella, tiene "mayores disposiciones al vicio” (Sade, 1977: 47)19. En efecto, el imperativo del goce tiene que ver con el incremento de las sensaciones en el sexo. "Folla, para esa has sido traída” dice Madame de Saint-Ange (Sade, 1977: 52). Allí podemos acabar con nuestros presuntos deberes; la agitación de las pasiones no debe encontrar barreras de ningún tipo. Pero es más que una defensa de la necesidad de las satisfacciones y de los actos viles. La transgresión compete a la continencia, a la autoimposición de los límites. El libertinaje tiene sentido en el hecho mismo de ultrajar las regulaciones morales. Gozar es el resultado de considerar los dictados que vienen de naturaleza. Como dice Sade, "compensémonos, pues, en secreto por toda esa imposición tan absurda, seguras [diálogo entre Eugenia y Mme de Saint-Ange] de que nuestros desordenes, cualesquiera que sean los excesos a que seamos capaces de llevarnos, lejos de ultrajar la naturaleza son sólo un sincero homenaje que a ella rendimos: ceder a los deseos que sólo ella ha puesto en nosotros es obedecer a sus leyes” (1977: 56).

De manera que la perversión es una lógica de la voluntad en la que los experimentos sexuales ensañados en encontrar y prolongar el placer introducen todo aquello que permite la transgresión, entendiendo que el sexo es un elemento provocador de la inclinación condicionada de la voluntad porque permite descubrir la fuerza del deseo en ella. La experiencia sadiana de la transgresión remite a un plano de las perversiones que no depende únicamente de las descripciones descaradas del acto sexual, sino a la actualización, en la escritura, de la conciencia de la transgresión. La práctica de las acciones descaradas de los personajes de Sade alcanza su sentido en el momento en el que no sólo se trata de la dilación del orgasmo sino de la posibilidad latente de la voluntad de no acatar las prescripciones de la razón práctica y sus principios incondicionados. La voluntad que se inclina –en la posibilidad de la determinación por la Ley o el Deseo– hacia las pasiones es una voluntad de goce. En otras palabras, la voluntad de gozar supone que los sentimientos de placer constituyen las prescripciones que determinan la realización de los actos más allá de las interdicciones autoimpuestas a través de los principios incondicionados de la razón práctica. Por eso, no hay que confundir la idea de la voluntad patológicamente inclinada hacia el deseo (o lo que se apetece) con el hecho de que Sade hace constante referencia al sexo, las penetraciones, etc.

La voluntad desea porque efectúa la transgresión de la normatividad que la razón práctica impone y no porque la voluntad se entregue irreflexivamente al placer–o, como diría Kant, al deseo de la realidad del objeto– (cfr. 1961:26). El ano y el pene son sólo las condiciones del placer, pero la transgresión es la posibilidad de ‘pasar por encima’ de los propios imperativos sin desconocerlos ni suprimirlos. La transgresión es más que la pura descarga de la energía sexual por vía de los actos sexuales y del orgasmo; más bien se trata de la posibilidad incesante del debate de la voluntad entre la autoimposición de la ley moral y la fuerza natural del deseo (cfr. Kant 1961: 37-38).

En últimas, la pregunta de Sade apunta al fondo del mecanismo de regulación: ¿por qué no dejarme arrastrar por las pasiones si me son tan inmediatas, tan naturales? Dice el moribundo nuevamente: "sólo me arrepiento de no haber reconocido la omnipotencia de la naturaleza y mis remordimientos sólo alcanzan al mediocre uso que he hecho de mis facultades (criminales, según tu; completamente simples, según yo), esas que se me han dado y a las que algunas veces he resistido” (Sade, 1969: 33). Sade constantemente se pregunta ¿porqué condenar a las pasiones por medio de la razón si estas superan por mucho a la potencia de la restricción? En otras palabras, ¿porqué entregarse a la satisfacción fría y racional dada en la acción moral, si ella nada tiene que pueda superar el deseo? La eficacia de la literatura de Sade radica en que hace evidente la inclinación de la voluntad ante su apetencia. Vista así, la vida libertina sadiana tiene que ver con una voluntad inclinada hacia el ultraje de las interdicciones por medio de los extremos del goce. Kant pondera la racionalidad, Sade la naturaleza.

Pero hay que tener cuidado en confundir la oposición entre Kant y Sade con el mero hecho de que, por un lado, existen unas inclinaciones que son el efecto de una animalidad que constantemente emerge y, por el otro, con el hecho de que siempre esta allí la razón práctica para indicarnos una condición superior de determinación moral. No se trata del simple antagonismo entre un aspecto corrompido –por los impulsos básicos– de los sujetos y la posibilidad de su depuración en el plano racional de la norma. Hemos insistido en que se trata de un paralelaje irreductible entre la facultad apetitiva y la ley como una dimensión necesaria de la conducta humana: el deseo. Por vía del concepto, Kant fue enfático en su rechazo a la servidumbre humana respecto de aquello que se desea y en la preeminencia racional de la ley moral; por vía de las descripciones libertinas, Sade radicalizó el deseo como una ambigüedad vinculante que conduce a la posibilidad de ultrajar las prescripciones morales para encontrar el sentimiento erótico (Bataille). De manera que cuando se reconoce que el erotismo no es un sentimiento atado únicamente a las experiencias sexuales sino a la experiencia límite de la transgresión, podemos descubrir una dimensión en la que el deseo se presenta de un modo que ya nada tiene que ver con el placer. En el momento en el que Sade se pregunta ‘¿qué manda la naturaleza?’ y que Kant insiste en el contenido necesariamente moral de los principios incondicionados de la razón práctica, emerge –literariamente en un caso y conceptualmente en el otro– la ambigüedad radical de los seres humanos en su relación con los objetos de la realidad y las pasiones que de ellos se derivan.

Entre Kant y Sade no sólo están en juego concepciones contrapuestas acerca de la legitimidad de las motivaciones morales, sino el deseo y la ley como términos de la antinomia de la libertad. Eso es fundamental en lo que sigue puesto que abre el camino para mostrar cómo nuestras relaciones con los objetos de la realidad no sólo tienen que ver con su constitución orgánica ni con la manera en la que puede ser representada. A través de la antinomia de la libertad podemos decir que el deseo es un vínculo que no se reduce a los objetos ni al estado de su realidad; el deseo es un afecto, esto es, la posibilidad de vincularnos con los objetos a través de una facultad de apetencia mediada por pasiones de distinta índole. En la contraposición entre las determinaciones morales y los condicionamientos de la Naturaleza podemos descubrir un concepto de deseo en órdenes heterogéneos como la experiencia erótica, teniendo claro que, en cada caso, habría que describir el régimen según el cual opera. Creemos que la contraposición entre la tesis sadiana de la reinvindicación de los derechos de la Naturaleza y la tesis de la Ley moral kantiana, esconde la puerta de salida a la lógica del fetiche de la pornografía: una vez que suspendemos la atención en el placer y en ‘todo aquello que lo recuerda’, podemos decir que el deseo consiste en una relación inmaterial –basada en la apetencia como la capacidad para ser afectados– que nos liga a lo real y no tanto a la satisfacción producida en lo real.


Revista Observaciones Filosóficas - Nº 7 / 2008

Categoría: Cultura | Ha añadido: esquimal (11.07.02)
Visiones: 892 | Tags: Erotismo Seducción, KANT, Kierkegaard | Ranking: 0.0/0

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