Los retos de la cultura clónica
por Enrique Bustamante Letra Internacional nº 81
INTERROGANTES EN CASCADA
Recientemente, en un seminario internacional celebrado en Latinoamérica,
se me pidió que pronunciara la ponencia principal en un panel cuyo
lema central era el interrogante «¿Hombres de negocios u hombres
de medios?» [ 1 ] . Parecía inicialmente una pregunta simple e incluso
simplista, si se orientaba tan sólo de forma personal, para dirimir
si los dirigentes de los medios de comunicación debían ser
preferentemente periodistas sensibles a la información y sus funciones
sociales o podían proceder de cualquier otra profesión más
orientada a la gestión de los negocios y del dinero. Lo que nos llevaría
a una interminable discusión sobre si los periodistas, algunos periodistas
al menos, no podrían transformarse o se estaban efectivamente mutando
en hombres de negocios puros, o si los medios podían ser liderados
y hasta controlados por expertos en finanzas y marketing, mejor dotados
aparentemente para la selva del mercado moderno.
Sin embargo, la misma naturaleza de la pregunta y su reiterada formulación
en los últimos años, insólita en cualquier otro sector
económico, denotaba ya unas inquietudes y demandas sociales que exigían
otras cuestiones en cascada. La primera y central apela a la naturaleza
general o específica de la comunicación social en una economía
de mercado, y puede ser a su vez declinada en varias perspectivas: ¿desde
el mero punto de vista de la economía, tiene la comunicación
y, más aún, la cultura en general en la que se integra, una
singularidad que la diferencie sustancialmente del resto de los sectores
mercantiles, por ejemplo, de una fábrica de zapatos?; y, yendo más
lejos, ¿tienen la información y la cultura, desde una mirada
sociopolítica en una democracia, una especificidad que las distancie
de cualquier otro producto o servicio? Detrás de ambas disyuntivas
aparecen opciones diferentes, no sólo sobre la personalidad y formación
de los directivos de los medios, sino también sobre las condiciones
de trabajo de los comunicadores de los medios.
Pero, a su vez, de la respuesta a esa interpelación dependen otras
más relevantes aún: no sólo la ubicación de
ese siempre cambiante cuarto poder, identificado por algunos recientemente
con el poder económico después de haberse confundido peligrosamente
durante años con el poder político ejecutivo; sino, especialmente,
si el sistema de mercado, en sus diversas lógicas o modelos construidos
históricamente en los medios de comunicación, basta para asegurar
la competencia efectiva y transparente en un terreno en que, desde la perspectiva
política, adquiere los trazos vitales del pluralismo como base insoslayable
de la democracia representativa. Porque si consideramos este último
punto tenemos que hablar del servicio público y su papel, de su equilibrio
en cada sociedad con respecto a los medios mercantiles, pero también
de las condiciones concretas que pueden garantizar que los medios privados
compaginen su naturaleza mercantil con su sustancia de servicio social esencial.
Y todo ello nos conduce al debate sobre el respeto a los públicos,
en su doble cara de consumidores y de ciudadanos, y a los mensajes informativos
y culturales que pueden articular ambos perfiles.
He aquí cómo una pregunta aparentemente simple abre las
puertas de un gran debate pendiente en muchas de nuestras sociedades. Pero
las respuestas no pueden ser sino históricamente datadas, sobre las
tendencias comunes que atraviesan a todos los países democráticos
desarrollados, y sobre las tradiciones, herencias e hipotecas que determinan
cuadros nacionales bien diversos. Intentaré en este texto dar cuenta
de esas exigencias en cadena, aunque su complejidad, enraizada en la elección
entre grandes modelos sociales, se compagine mal con las simplificaciones
y los eslóganes.
CULTURA-COMUNICACIÓN: NUEVAS TENDENCIAS DEL MERCADO
Aun a riesgo de malentendidos, me gustaría explicitar mis bases
de partida sobre esta cuestión. Porque me siento muy lejos de las
visiones apocalípticas que identifican la perversión de la
comunicación y la cultura con su «caída» en la
mercancía. Partiendo de la base, creo que incontestable, de que ambas
cuestan caras y no se dan por generación espontánea al alcance
de los ciudadanos, he defendido desde hace veinticinco años el concepto
y la teoría de las Industrias Culturales, como término pragmático
pero no acrítico, superador desde los años 70 de las connotaciones
nostálgicas que acompañaron a su nacimiento, que reconoce
directamente que una parte importante de la cultura y la comunicación
prosperó y se desarrolló desde finales del siglo XIX gracias
a su transformación tecnológica y mercantil. La prensa y el
libro de masas, el disco y el cine y, finalmente, la radio y la televisión
alcanzaron gracias a esas circunstancias una expansión nunca antes
lograda en la historia de los contenidos simbólicos humanos.
En el haber del mercado está, pues, ese desarrollo de la creación
y la recepción de la cultura y la información, cuyo peso sobre
la generación de condiciones democráticas ha sido con frecuencia
minusvalorado, bien sea en el modelo editorial con pago directo del consumidor,
como en el libro-disco-cine-vídeo, bien en su lógica más
acabada de modelo de flujo, pagado por el consumidor en forma de tiempo,
a su vez trocado en el mercado por el dinero del anunciante, como en la
radio y la televisión y, en parte, en la prensa escrita. Aunque en
el debe de ese mercado pueda, lógicamente, apuntarse la raíz
de muchas discriminaciones y censuras económicas, de la misma forma
que muchos Estados consiguieron crear las condiciones para el acceso de
toda la población a la comunicación por medios electrónicos,
sin perjuicio de practicar muchas veces dinámicas políticas
dominantes de censura y manipulación.
El debate no debería centrarse pues, a estas alturas, en una maniquea
disyuntiva entre mercado y Estado, entre economía y política,
sino en una valoración efectiva de las transformaciones sufridas
por ambos planos en las últimas décadas, y en los principios
y misiones, en las desviaciones y contrapesos que ambos mantienen y perfilan
entre sí.
Comenzando por el mercado, el cambio más evidente en nuestro campo
durante los últimos quince a veinte años es, sin duda, el
gigantismo estructural que ha aquejado a los mayores grupos estadounidenses
y europeos, y de otras regiones en menor medida, que les ha hecho multiplicar
su facturación por muchas veces -por tres en los años 90-,
en la búsqueda de la mayor talla posible nacional e internacional,
y en una diversificación multimedia que ha ido derivando desde la
supuesta sinergia entre sectores culturales diversos hacia la máxima
integración vertical en cada sector y la colonización acelerada
de las nuevas redes. Grupos como AOL-Time Warner, Disney-Capital Cities,
Viacom-Paramount, Bertelsmann, tienen hoy ya dimensiones mastodónticas
por facturación, plantilla y catálogos de derechos, y algunos
como News Corporation de Murdoch operan en determinados soportes, en la
televisión en este último caso, con una envergadura de operaciones
prácticamente mundial. Sin embargo, esta realidad que ha llevado
a algunos expertos a lanzar el fantasma de una cultura McWorld se encuentra
atemperada por la todavía limitada internacionalización de
esos grandes grupos (AOL-Time Warner, por ejemplo, capta fuera de los EE
UU todavía sólo un 35% de su cifra de negocios), por su endeudamiento
muchas veces gigantesco como precio por un crecimiento externo aventurero
que ha llevado a algunos al desmantelamiento (como Vivendi) y, especialmente,
por las resistencias culturales de muchos países que demandan productos
cercanos a sus raíces culturales. La integración vertical
entre redes de distribución y contenidos, acelerada en los últimos
años, es la amenaza más dura para la diversidad al discriminar
fuertemente la difusión y la elección de los usuarios en función
de las articulaciones de propiedad e intereses.
Menos destacado en la literatura internacional es el proceso similar
que se ha llevado a cabo en el seno de muchos países industrializados,
en donde algunos grupos nacionales se han expandido y diversificado también
fuertemente en sentido horizontal y vertical hasta alcanzar características
multimedia hegemónicas en muchos campos de la información
y la cultura. Porque estos fenómenos no se habrían podido
dar en muchos casos sin la relajación -desregulación- de las
normas que a priori protegían el pluralismo de posiciones
oligopólicas e incluso de las que garantizaban a posteriori
las reglas de oro de la libre competencia, y hasta sin la complicidad directa
de muchos gobiernos en términos de sinergia entre poder político-económico
y mediático. En el fondo de tales tendencias se descubre un sustrato
común que minimiza los riesgos para la democracia y el mercado en
aras de unos grupos privados fuertes -campeones nacionales- capaces de sostener
por ello los colores y beneficios nacionales en la guerra comunicativa por
el mercado mundial. Y lo curioso es que esta ola ideológica mantiene
su auge, aunque la observación empírica nos muestre que los
mayores grupos diversifican sus intereses y censuras económicas en
lugar de reforzar supuestamente su independencia, que se alían con
los grandes grupos transnacionales en vez de resistirse a ellos y que, en
último término y para competir en la arena internacional,
precisarían concentrar tal peso financiero, devenir cuasi monopolistas
en la práctica, que resultaría insoportable para una democracia
en países de mercados pequeños o medianos. En cuanto a su
presunta neutralidad informativa, basta contemplar cómo ensalzan
la oferta de sus filiales o hermanas empresariales, cómo destacan
el más leve suspiro de sus directivos y propietarios e incluso, en
términos más recientes, cómo cultivan sus cuadras de
escritores e intelectuales y marginan a los de la compe-tencia, para entender
el poder comunicativo como un híbrido de censuras y sobre-informaciones.
Más allá de los riesgos, exagerados con frecuencia pero
no desdeñables en su ascenso y su potencia, de unos productos McDonald
uniformes y pan-difundidos a nivel internacional, y de las amenazas evidentes
de tales procesos transnacionales y nacionales sobre el pluralismo político
y de expresión, lo que se ha minusvalorado sorprendentemente son
los efectos que para los creadores, los contenidos y los receptores están
derivándose de tales fenómenos de crecimiento acelerado y
concentración. Porque no se trata sólo de la constatación
de que la información y la cultura son ya sectores de grandes expectativas
de beneficios capitalistas, y de influencia indirecta sobre otros negocios,
lo que supone un cambio sustancial de mentalidad que ha calado incluso en
los medios bancarios. Se trata más bien de las intensas necesidades
de capital y de beneficios que la expansión incontrolada lleva consigo.
Casi todos los grupos importantes, a escala multinacional pero también
muchas veces nacional, se han visto obligados así a acudir al mercado
de capitales, a importantes empréstitos, emisiones de obligaciones,
ampliaciones continuas de capital, entrada de accionistas financieros, salidas
a la bolsa en lo que podemos llamar una compulsiva tendencia a la financiarización,
que se perfila como la principal consecuencia de la globalización
sobre la cultura y la comunicación, la que se cierne sobre la gestión
misma de los medios y, en cascada, sobre todos los escalones del proceso
comunicativo desde el creador o comunicador hasta el receptor, sus hábitos
y usos.
En otras palabras, las tasas de beneficio de un dígito, consideradas
durante años como reveladoras de la buena salud de una empresa de
medios, ahora son inútiles o ruinosas y han de ser imperiosamente
trocadas en tasas de dos dígitos, a ser posible en crecimiento constante.
De forma que la simple presión financiera permanente va transformando
a los gestores principales de los medios de periodistas en hombres de negocios,
salvo cuando algún comunicador demuestra una capacidad de transmutación
considerable en ese sentido. Pero no se trata sólo de los máximos
directivos de las compañías, sino de las propias jerarquías
y poderes establecidos en el seno de los medios que, como muestra el caso
de la televisión, extensible a todos los medios y sectores culturales,
ha ido trasladando el estrellato de los creadores-comunicadores (realizadores,
productores, presentadores) a los programadores (los hombres del marketing)
y, finalmente, a los directores financieros.
El resultado de estas cada vez más insoportables dinámicas
es, en definitiva, que el marketing y los superbeneficios se colocan en
el puesto de mando, acabando con las delicadas ecologías que caracterizaban
al mundo de los medios, a la cultura masiva en general. En otras palabras,
la cara más palmaria de ese salto cualitativo en la mercantilización
(commodification) es la aplicación intensiva de las técnicas
de marketing testadas en los productos de consumo de masas a la distribución
y la venta de contenidos culturales, con enormes inversiones en promoción,
con lanzamientos intensivos de fast-sellers, de venta rápida
y masiva que, poco a poco, intentan también aplicarse al diseño
de la creación simbólica misma en la comunicación y
la cultura, para crear lo que se debe vender: desde libros o discos que
inundan los grandes almacenes hasta películas lanzadas en miles de
copias que deben conseguir altísimas ventas en pocas semanas. Aun
cuando, felizmente, el usuario de cultura muestre sistemáticamente
sus peculiaridades con el rechazo y el fracaso de muchos de esos lanzamientos
multimillonarios, tales estrategias van asfixiando paulatinamente a la creación
minoritaria, renovadora, vanguardista, a las pequeñas y medianas
empresas que tanto peso han tenido siempre en la renovación cultural,
a las producciones locales enraizadas verdaderamente con las identidades
nacionales. Y van poco a poco también instaurando el reino de la
repetición sobre fórmulas masivas de éxito, reiteradas
mil veces con ligeras variaciones sobre rituales básicos, en lo que
ha sido calificado de «reprocultura» (Yves Achille, l997), y
yo he propuesto denominar «cultura clónica», siempre
favorable a la glocalización, es decir, a la adecuación
local a cada «ventana» de mercado de productos diseñados
para el mercado transnacional, que tiende a domesticar las identidades culturales
locales.
Los grandes procesos televisivos me parecen en este sentido un observatorio
privilegiado de análisis, porque la televisión siempre ha
sido pionera en estos fenómenos de mercantilización desde
que la «dictadura del audímetro» por minutos o segundos
sobre cada programa se fue trasladando a los índices de venta en
el mundo editorial o al control electrónico de taquilla en el box
office cinematográfico. Pero podríamos extender estas
observaciones a la prensa diaria o las revistas periódicas, cada
vez más atadas por grandes campañas de marketing, por sus
fascículos o regalos de todo tipo de gadgets sin relación
con la cultura al tiempo que abiertas, incluso en el caso de la prensa de
referencia o de élite, a los supuestos gustos del lector medio: las
noticias del corazón, la crónica negra, al tratamiento sensacionalista
de todo acontecimiento y, en general, al seguidismo sistemático respecto
de la dinámica televisiva.
Más clara aún en su papel de pivote, la televisión
publicitaria competitiva ha dejado atrás la simple ley de la programación
menos rechazada y orientada a las grandes mayorías, para ahondar
su conservadurismo comercial y su autismo respecto a la realidad exterior.
Ya no se trata sólo de homogeneización de contenidos en las
horas de prime time, con la consecuente marginalización o
expulsión de los programas culturales [ 2 ] y educativos, sino de una
invasión universal de los programas auto-referenciales, generados
por la propia televisión, del mestizaje y de la contaminación
permanente entre ficción y realidad, de la eliminación sistemática
de la oferta y los gustos de las múltiples minorías que componen
la audiencia. El macrogénero de infoshow con sus múltiples
declinaciones, docushow, docugame, quizshow, más o
menos discutidas socialmente [ 3 ] , se expande invasoramente desde hace unos
años en casi todos los países según formatos internacionales
adaptados y de acuerdo con la teoría de la pepita de oro: descubierto
un filón todos los mineros se apresuran a explotarlo hasta el agotamiento,
para lanzarse inmediatamente, cada vez más rápidamente, hacia
la siguiente mina (Bustamante, 1999). Y peor aún, los propiamente
denominados killer format (formatos asesinos) -como Gran Hermano,
como Operación Triunfo- no sólo arrastran la audiencia
en un mercado horario sino que subordinan avasalladoramente a todo el resto
de la programación propia e incluso colonizan la de sus competidores,
multiplicando sus clones diversos en toda la gama posible durante un tiempo,
aunque tales adicciones sean cada vez más aceleradas y entren en
decadencia a la tercera o incluso a la segunda temporada [ 4 ] [ 5 ] Así,
el sentido de la programación televisiva como catálogo de
ofertas diversas para intereses múltiples, de subvención cruzada
de programas mayoritarios a los minoritarios, de los productos «ricos»
a los «pobres», queda seriamente dañado, prefigurando
las estrategias de saturación en presencia en el resto de la cultura.
Y más aún, el formato asesino televisivo, en cumplimiento
estricto de su calificativo, se expande hacia el resto de los productos
culturales, colonizando la venta de discos, libros, juegos, revistas, canales
temáticos, mensajes telefónicos, merchandising de toda
suerte, y alimentándose incluso de sus críticos en los medios.
[ 6 ] , mientras
que estos espectadores especiales tienen que concentrarse obligadamente
en los programas más lamentables para adultos. La propia ficción
nacional, de gran éxito en los últimos años como en
otros muchos países, y que permitía soñar con una industria
audiovisual en ascenso, se bate en retirada frente a realities que
apenas cuestan un 20% del gasto empeñado por un episodio de ficción.
Mucho más grave aún, los telediarios, antes contemplados como
un espacio público de vital importancia para la participación
democrática, en tanto que única fuente informativa para una
gran parte de la población, están sufriendo una rápida
desviación hacia el info-entretenimiento y alargan su metraje hacia
los 60 minutos para dar creciente cabida a los deportes, las historias de
personajes del corazón, la crónica negra, las noticias light
o soft, e incluso la publicidad o el patrocinio (prohibidos por las
normativas europeas) o la autopromoción. GH u OT, por ejemplo, han
gozado repetidamente de atención en esos espacios, y la gala de Eurovisión
de mayo de 2003 (Festival de Riga) disfrutó de espacios estables
en todos los informativos de las cadenas de Televisión Española
en tanto auténtico final de su Operación Triunfo. Una lógica
ferozmente comercial que, paradójicamente, no resulta incompatible
con dinámicas políticas y propagandísticas aparentemente
anti-comerciales [ 7 ] .
Desde otra perspectiva complementaria, el hecho de que estos formatos
circulen a nivel internacional con meras adaptaciones al gusto local, parece
elocuente sobre los caminos de la cultura glocal. Nacidos o reinventados
con frecuencia en los últimos años en Europa (sobre todo,
Endemol y sus filiales; enraizada en Holanda, es propiedad de Telefónica
de España) han dado pie a algunos autores para mostrar un curioso
orgullo por esta inversión de tendencia que permitiría al
«viejo continente» exportar su «cultura» hacia el
mundo, incluidos los Estados Unidos; aunque sean réplicas muchas
veces de viejos formatos estadounidenses remozados, lanzados a nivel internacional
bajo la curiosa vestidura comercial de las franquicias.
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito, como la
irrupción de quizz-shows
cada vez más agresivos, o
como la suplantación de los documentales -ya prácticamente
desaparecidos- y de los informativos mismos por múltiples programas
del corazón e incluso por algunos de cámara oculta en los
que el supuesto periodismo de investigación escoge temas anodinos
o colabora a provocar el delito para después denunciarlo. Pero la
conclusión es coincidente: el abandono de las potencialidades culturales,
educativas, cívicas del medio en beneficio de una concepción
de la comunicación---acontecimiento, autorreferencial y endogámica
al medio mismo, que se ampara siempre en la justificación de «el
público lo quiere», pero se orienta -mediando audímetros
y una concepción reductora y pasiva del público- hacia dinámicas
mercantiles puras de costes-beneficios y hacia lógicas publicitarias
extremas que nada tienen que ver con los deseos del público.
Sin embargo, todas estas transformaciones recientes no podrían
explicarse sin más por los cambios en la propiedad y sus lógicas,
sin tener en cuenta lo que sucede en la «caja negra» de los
medios en donde se producen los procesos de creación y empaquetamiento
de los significados simbólicos. Porque, una vez más, no se
trata de centrarse en una insuficiente visión conspirativa incapaz
de permitir una comprensión del mundo, sino de entender los complejos
procesos con los que se produce y re-produce la realidad. Lo que nos retrotrae
de nuevo hacia la pregunta inicial de «¿Hombres de negocios
u hombres de medios?», pero declinada en un abanico diverso que va
desde los directivos y los escasos periodistas-estrella hasta la masa más
bien anónima que elabora de forma sistemática los contenidos
de los medios.
Y aquí, en la prensa, la radio y, de nuevo de forma intensiva
en la TV, se han producido también cambios cualitativos importantes
en los últimos años que pasan por procesos de creciente precarización
de la profesión periodística -y, en general de los comunicadores
y los creadores- y por la imposición de elementos de flexibilidad,
movilidad y polivalencia, con sus correlatos en la des-especialización,
la subordinación tecnológica, la imposición de una
razón económica mucho más coercitiva que nunca (Rieffel,
2001). Es así cómo, en contradicción paradójica
con una mejora sustancial en los niveles de titulación y formación
de los comunicadores e incluso, en otro orden de cosas, con fuertes incrementos
de productividad constatados por la informatización, la capacidad
de resistencia de los informadores y creadores se va debilitando al tiempo
que se entroniza un tiempo coactivo y una velocidad propia del capital pero
hostil a la cultura y la información de calidad. Culminación
de un proceso de dos décadas, las redacciones digitales o newsroom
de muchas televisiones, y radios y periódicos, ejemplifican esa presión
temporal y productiva sobre comunicadores que no sólo realizan ya
la totalidad de las funciones necesarias sino que también tienen
que declinar la información elaborada en múltiples soportes
y lenguajes (lo que algunas multinacionales han deno-minado el anycasting),
sin tiempo ni medios para garantizar la veracidad y calidad de sus mensajes
[ 8 ] , en perjuicio de la diversidad y el pluralismo efectivos para los consumidores-ciudadanos.
Habría que preguntarse si estos fenómenos no vienen propiciados
por una enseñanza, universitaria incluso en muchos casos, que ha
dimitido de su función de formar comunicadores críticos y
responsables para conformarse con ser fábricas de técnicos
en información. Mediando después un adecuado proceso de cooptación
y de promoción interna, los creadores de información, -eslabón
débil del proceso comunicativo y cultural-, se encuentran así
en unas condiciones laborales que tienen también, añadidos
a las consecuencias de cualquier otro sector, graves efectos sobre los equilibrios
informativos y de poder en los medios y, en definitiva, sobre la libertad
de expresión misma. Especialmente cuando a tal debilidad en el seno
de las empresas, se unen las omisiones y dimisiones de una legislación
que, en muchos países y en España en concreto en el análisis
reciente de un jurista, no ha querido o podido proteger los derechos de
quienes tienen encomendada socialmente una función tan trascendental
(Escobar, 2003). La acumulación de casos extremos de periodistas,
en los EE UU y Europa, que inventan o manipulan descaradamente las noticias
no es más que la punta del iceberg de estos fenómenos y no
una simple aberración individual.
EL SERVICIO PÚBLICO EN LA ERA DIGITAL
En el marco de tendencias que hemos intentado sintetizar, parece indudable
que correspondería al servicio público el papel no sólo
de equilibrio del sistema y garantía del pluralismo, político
y sobre todo de expresión y creación, sino también
la misión de actuar como referencia de calidad, atemperando al menos
los procesos más perniciosos del mercado. Y sin embargo, su instrumento
más poderoso, la radiotelevisión pública gestionada
por el Estado, ha acentuado también, en el mismo movimiento de comercialización
general, sus crisis -de principios, financiera, de audiencias- hasta llegar
en muchos casos a su privatización o jibarización, o al menos
a dejarse tentar por los mismos objetivos de rentabilidad económica
y de audiencias, en lugar de medirse por su rentabilidad social. Aun así,
se presentan cuadros muy diversos según los países, incluso
en la propia Unión Europea, como función de las tradiciones,
las resistencias y la conciencia democrática de cada país
(Bustamante, 2003).
En el Reino Unido o Alemania, en donde una larga tradición permitió
paulatinamente asentar unas radiotelevisiones públicas autónomas
del poder político y estables económicamente, la crisis y
las polémicas no han podido evitar un reforzamiento de la financiación
pública y planes estratégicos que encaran el futuro, entre
ellos una expansión y diversificación del servicio público
a un entorno multicanal y multiservicios, en todos los soportes digitales
incluyendo Internet. Como proclamaba un reciente documento de la BBC, el
nuevo papel añadido de este organismo era asegurar los beneficios
del mundo digital a todos los ciudadanos, evitando el peligro de fractura
social entre los ricos y los pobres en información (The BBC Beyond
2000). También, aunque con menor firmeza y en medio de periódicas
polémicas, las televisiones públicas francesas han autolimitado
su captación publicitaria y reforzado sus misiones de servicio público.
En el polo opuesto, países con una escasa tradición de
servicio público como España y Portugal han apostado desde
hace años por la captación publicitaria como única
o dominante fuente de financiación, compatible con una tradición
de manipulación política sistemática por los partidos
en el poder. El resultado ha sido en ocasiones, como en el caso español,
una notable y mantenida tasa de audiencias, pero también un endeudamiento
acumulado gigantesco -más de 6.000 millones de euros en RTVE en 2003-
que se convierte en la fuente financiera hege-mónica, una sistemática
desviación de sus programaciones hacia la competencia comercial y
un cuestionamiento permanente de su propia existencia desde la sociedad.
Además, y en un entorno insoslayable de incremento de canales y de
fragmentación de los públicos que no puede hacer más
que crecer en el entorno digital del próximo futuro, estas televisiones
públicas y sus gobiernos se han mostrado incapaces de afrontar el
futuro digital, con estrategias caóticas y resultados mediocres (Bustamante,
2002).
En definitiva, y como numerosos documentos de la U E han constatado,
en un mundo de aparente abundancia y proliferación de la comunicación
como el que ha comenzado a construirse, en una proclamada sociedad de la
información en donde esta última es un elemento estratégico
de primer orden, el servicio público integral en la radiotelevisión
no sólo continúa siendo necesario sino que se ha convertido
en un elemento cardinal del Estado de Bienestar, como la sanidad, las pensiones
de jubilación o la educación con la que comparte muchas articulaciones
(Calabrese/Burgelmann, 1999). En resumidas cuentas, si no hay acceso general
a la información y la comunicación de calidad no es posible
defender, ni siquiera teóricamente, el mito fundador de la igualdad
de oportunidades que basamenta toda democracia. Pero su realización
efectiva y su peso referencial han de estar basados tanto en la independencia
y el pluralismo del servicio público como en la autonomía
financiera que sólo el dinero público puede asegurar. Lo que
no resulta incompatible -en tiempos de crisis fiscal del Estado- con una
captación publicitaria voluntariamente autolimitada, por debajo siempre
de lo que su propia tasa de audiencia permitiría acopiar y extremadamente
cuidada en fórmulas y tiempos, compatibles siempre con su naturaleza
esencial (Moragas y Prado, 2000).
EL SECRETO RESIDE EN EL EQUILIBRIO
No ignoro las polémicas y realidades que han marcado el sistema
televisivo y comunicativo de los países latinoamericanos. Y debo
expresar por anticipado mi respeto a sus peculiares dinámicas e incluso
mi admiración hacia algunas originales construcciones de partida,
como el sistema chileno. De forma que la salvaguarda del servicio público
debe adoptar en cada país una forma peculiar, adecuada a sus tradiciones
y sus realidades, más allá de un aparato estatal y centralizado
como en la mayor parte de los países europeos, difícil de
crear o restaurar ya en muchos otros países. Trascendiendo estas
experiencias y especificidades nacionales, podríamos asegurar que
el secreto común a todos los sistemas comunicativos y culturales
ricos reside en el equilibrio y en la armonía no sólo entre
competidores, entre grandes grupos y medianas empresas, entre medios nacionales
y locales, sino también entre el mercado y el no-mercado, y por tanto
entre la financiación publicitaria y la pública. Esa podría
ser la conclusión más destacada de dos investigaciones que
he llevado a cabo con un amplio equipo los últimos tres años
en los campos más destacados de la cultura y la comunicación,
incluyendo los preparativos para su transición al mundo digital (ver
Bustamante, 2002 y Bustamante, 2003).
Así, en el sistema de radiodifusión ese equilibrio debería
concretarse no sólo en unas televisiones públicas fuertes,
sino también en unas cadenas privadas saneadas y estables que colaboren
a la producción audiovisual y cultural, a la identidad cultural y
el enriquecimiento del espacio público. Pero para ello, además
del acceso a un mercado publicitario suficiente ha de existir una regulación
que garantice la competencia transparente y efectiva entre sí y con
el servicio público, el pluralismo real en su seno, la diversidad
de elección del usuario, los derechos del consumidor En primer lugar
porque la comunicación social, y los medios electrónicos en
particular no resultan asimilables a cualquier otro mercado y porque las
empresas privadas usufructúan un bien público como las ondas
que debe ser compensado por normas sobre la publicidad, la información,
la producción independiente, el derecho de réplica Además,
y como en tantas otros mercados crecientemente complejos, pero mucho más
en sectores políticamente tan sensibles, sólo la consolidación
de autoridades de regulación auténticamente autónomas
y potentes pueden asegurar esa reproducción armónica del sistema,
con competencias sobre las cadenas públicas y privadas, por encima
de toda sospecha. En fin, la DTT o televisión digital terrestre constituye
una ocasión única para asegurar ese equilibrio hacia el futuro,
a condición de situarla como motor de la renovación de la
televisión abierta y gratuita, y de repartir programas y múltiples
de forma equitativa entre canales públicos y privados (Bustamante,
2003).
Mutatis mutandi, esa línea es extensible al conjunto de
las Industrias Culturales en donde las nuevas redes y soportes digitales
brindan una ocasión de oro para reformar la comunicación y
la cultura en un sentido de profundización de la democracia al tiempo
que como sectores punteros de la creación de riqueza y de empleo.
A condición, naturalmente, de que lo público lidere una transición
en beneficio del interés general, con nuevas políticas públicas
unificadas y coherentes de cultura y comunicación.
Construir y mantener ese sistema de contrapesos y equilibrios no es ciertamente
fácil. Traducirlo y consolidarlo en el nuevo entorno digital que
está naciendo es un desafío más complejo aún.
Pero de ese reto depende algo tan vital para nuestro porvenir como el crecimiento
económico y el destino del espacio público democrático.
En definitiva, la articulación entre economía y democracia
en la comunicación y la cultura sigue estando en la raíz de
una opción básica: la elección del modelo de sociedad
y de desarrollo que cada país debe decidir. l
REFERENCIAS:
-Achille, Yves (1997), «Marchandisation des industries culturelles
et développement d´une réproculture», Sciences
de Société, nº 40, Toulouse.
-BBC (1999), The BBC Beyond 2000, (www.bbc.uk).
-Bustamante, Enrique (1999), La televisión económica,
Gedisa, Barcelona.
-Bustamante, Enrique (coord.) (2002), Comunicación y cultura
en la era digital. Industrias, mercados y diversidad en España,
Gedisa, Barcelona.
-Enrique Bustamante (coord.), (2003), Hacia un nuevo sistema mundial
de comunicación. Las industrias culturales en la era digital,
Gedisa, Barcelona.
-Calabrese, Andre, y Jean Claude Burgelmann (comps.) (1999), Communication,
Citizenship and Rethinking of the Welfare State Social Policy, Rowman
& Littlefield, Maryland.
-Escobar, Guillermo (2003), «Regu-la-ciones y déficit de
una profesión emblemática: el derecho de los periodistas»,
Telos, nº 54, enero-marzo, Madrid.
-Moragas, Miquel y Emilio Prado (2000), La televisió pública
a l´era digital, Barcelona, Portic.
-Rieffel, Rémy (2001), «¿Hacia un pe-rio-dismo móvil
y polivalente?»,Quaderni, Nº 44/45, otoño, París.
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