Hay dos grandes paradojas en la política exterior norteamericana. La
segunda, la más familiar, se resume en la proporción inversa entre
cañones y mantequilla. Como otros imperios anteriores –la España de los
Habsburgo o la Inglaterra posvictoriana vienen a la mente–, Estados
Unidos se enfrenta con una distancia creciente entre sus esperadas
obligaciones internacionales y la progresiva limitación de sus medios.
Baste recordar que el déficit fiscal previsto para el ejercicio 2009
estuvo en torno al billón y medio de dólares, ascendiendo al 11,2% del
PIB. Tanto Bush Jr. como Obama le han metido un buen tiento a la tarjeta
de crédito federal para pagar el salvamento del sistema crediticio y
hacer más llevadera la crisis económica. El nuevo presidente decidió
además impulsar un programa adicional de estímulo económico, crear un
seguro universal de salud y proponer la limitación de emisiones de
carbono mediante permisos cotizables (cap & trade). En los
próximos diez años, hasta 2019, se espera un aumento del déficit de
otros nueve billones. Aunque se cumplan las previsiones gubernamentales
sobre las que se basa el presupuesto de 2010, que prometen rebajarlo, lo
que es poco creíble, hay déficit y más déficit en el horizonte. Resulta
difícil creer que Estados Unidos pueda mantener así su actual papel de
garante del sistema internacional.
La primera paradoja pasa más inadvertida. Estados Unidos ha levantado a
lo largo de los años una impresionante maquinaria militar. No en balde
acarrea un presupuesto de defensa sin parangón en el mundo. En el año
fiscal que corre (2010), el presupuesto base de Defensa son 533,8
millardos de dólares. Con el añadido de otros 130 para operaciones
antiterroristas y otras atenciones militares, la cifra sube a 680. En
2008 los siguientes nueve países con mayores presupuestos de defensa
gastaron entre todos 476,4 millardos de dólares1.
Hoy en día, la máquina de guerra estadounidense no tiene rival. Cuando
interviene sola, o llevando el peso casi total de los ejércitos aliados,
lo hace de forma demoledora. La primera guerra del Golfo duró seis
semanas; la campaña aérea contra Serbia en 1999, tres meses; la primera
fase de la guerra en Afganistán se acabó en dos meses y diez días; en
2003, Bagdad cayó veinte días después de que empezara la invasión de
Irak. Por ahora nadie puede levantarle el gallo a Estados Unidos en
enfrentamientos convencionales.
Sin embargo, el país se enfrenta a otra clase de conflictos. Robert
Gates, el secretario de Defensa, lo decía hace unos meses. Los
adversarios potenciales de Estados Unidos, de terroristas a Estados
cimarrones, se han aprendido la lección. Las batallas de hoy poco tienen
que ver con los videojuegos de Donald Rumsfeld, que creía firmemente
que la tecnología iba a sustituir al factor humano en las guerras del
futuro, ahorrando así vidas propias y dinero. Nada más lejos de lo
sucedido. Los rápidos triunfos en Afganistán y en Irak encallaron en las
posteriores tareas de policía y reconstrucción. Y así nos encontramos
con un Gulliver desconcertado cada vez que tiene que habérselas con
liliputienses que lo atan con minúsculos nudos gordianos. Estados Unidos
puede ganar guerras, pero no sabe qué hacer después con las guerrillas.
Esa paradoja da pie para pensar que ese país ha entrado en una rápida
fase de decadencia, pues no otra cosa sucede con los poderosos que no
logran hacerse obedecer. Los libros de los que vamos a ocuparnos, todos
ellos escritos antes de la toma de posesión de Obama, dan salida a esa
preocupación y proponen al presidente recetas para evitar que el
diagnóstico pesimista acabe por ser certero. Aunque sus autores subrayen
distintos factores, los tres comparten las tesis de los progresistas
del mundo, ya sean los llamados liberales norteamericanos, ya los
socialdemócratas de la vieja Europa. ¿Se tiene de pie su sabiduría
convencional o son las suyas recetas que aseguran una mala digestión? LA MORAL...
La primera de las tesis progres tiene dos versiones: una fuerte y otra
débil. La fuerte se resume así: con escasas excepciones (participación
en las dos guerras mundiales; defensa de los derechos humanos por el
presidente Carter), la política exterior del país ha seguido un curso
hegemónico que confundía beneficio propio y superioridad moral. Su
actual desconcierto se debe a que, para propios y extraños, ambas cosas
han dejado de formar una unidad, lo que sólo puede corregirse reforzando
la primacía de la última. Un juicio que suscribirían muchos
fundamentalistas si no fuera porque ellos definen los valores morales de
forma por completo distinta.
George Herring es un profesor emérito de la Universidad de Kentucky, al
que la editorial de la Universidad de Oxford encargó un examen de las
relaciones internacionales de Estados Unidos para su prestigiosa
colección de historia del país. El largo libro (supera las mil páginas)
dedica tres cuartas partes al corto siglo XX, que diría Hobsbawn. En
cronología estadounidense, la etapa que va de Woodrow Wilson hasta que
Bush Sr. se encontrase entre las manos con una hiperpotencia, por usar
una redicha expresión gabacha. Pese a su condición de historiador, la
mirada de Herring pronto se torna en la de un político al que el pasado
inmediato le interesa sobre todo como una tribuna desde la que
aleccionar al presente y al futuro.
Su visión discurre por dos carriles paralelos de diferente elevación, lo
que produce numerosos sobresaltos. El carril de abajo se apoya en
estadísticas sin ilación interna para mostrar, por si fuere menester,
que Estados Unidos hace tiempo que dejó de ser la sociedad de
agricultores patricios con la que soñaba Jefferson para convertirse en
otra industrial y comercial. Con este simple esquema explica el
incesante expansionismo de Estados Unidos, pues industria y comercio
requieren un ejército, una armada y una diplomacia expansivas, salvada
la redundancia. Aunque aquí y allá se refiera a los conflictos internos,
brutal guerra civil incluida, sobre cómo combinar recursos para crear y
defender ese imperio, el autor se conforma con dejar al fantasma dentro
de la máquina y nos quedamos sin saber por qué la expansión tuvo lugar.
Otras sociedades también tenían ejércitos, armadas y diplomacias
expansionistas, pero no los mismos logros. Al final, se diría que
Estados Unidos creció porque tenía que hacerlo, con lo que, a su pesar,
el autor se ve envuelto en la astuta trama del Destino Manifiesto.
En realidad, a Herring le interesa poco la relación entre economía y
política exterior. Lo suyo es discurrir por el carril de arriba, en que
el expansionismo estadounidense se revela como un precipitado de varia
lección. A veces brota, como por partenogénesis, de la doctrina
calvinista de la predestinación; otras del deísmo elitista de Jefferson;
aquí, en la doctrina Monroe, es un reflejo defensivo; allá, como en el
recién mentado Destino Manifiesto, una pulsión agresiva; acullá, otro
desvarío de la frenología. Da igual, pues lo que al progre le importa de
la noche es que todos los gatos sean pardos. El expansionismo, pues,
tiene una raíz única: la falsa conciencia de la superioridad occidental
compartida por europeos y norteamericanos. Todos los pueblos no blancos
han demostrado ser incapaces de organizar mercados eficientes y
democracias. Nada más lógico, pues, que los que han sabido hacerlo
impongan sus reglas a los no aplicados y, de paso, se beneficien en la
operación. Rasque a su estadounidense y brotará el racista occidental
que lleva dentro.
Semejantes simplezas consuelan a las almas bellas, pero son de corto
recorrido. Tras de haberlas repetido en diversos lugares, Herring
informa, hablando de la apertura de China al comercio occidental tras
las guerras del opio (1839-1842 y 1856-1858), que «la política
aislacionista de China reflejaba un conjunto de ideas altamente
etnocéntricas que tenían al Reino del Cielo por el centro del universo y
a los demás pueblos por "bárbaros”. En este esquema, no había sitio
para la noción de relaciones iguales entre Estados soberanos»2.
El etnocentrismo, pues, vale igual para un roto que para un descosido.
Si se trata de los estadounidenses, explica su éxito; si de los chinos,
sus derrotas.
Ni por un momento se plantea Herring la posibilidad de una explicación
alternativa. ¿No podría deberse el éxito estadounidense a causas
distintas del racismo o, al menos, concurrentes con éste? ¿Acaso a que
muchas sociedades tradicionales no conseguían habérselas con la
modernidad y pagaron un alto precio por ello? La mera mención de estas
cosas enfurruña a la parroquia posmoderna porque, según lo creen, lleva
implícita una apuesta por la superioridad de Occidente, pero no es así.
Los japoneses de la era Meiji lo entendieron mejor. Si querían hacerse
respetar tenían que adoptar las fórmulas occidentales, cuyo éxito no se
debía a que sus autores fueran blancos (parece innecesario recordar la
profunda creencia japonesa en su propia superioridad racial), sino a que
eran más eficaces en punto a organización productiva y militar. De
haber publicado su obra entonces, Jared Diamond3
hubiera sido muy aplaudido en Tokio. Lo que cuenta no es dónde o
quiénes dieron con las recetas, sino su valor de verdad. Un siglo más
tarde, Deng Xiaoping llegaría a conclusiones similares.
El programa fuerte resulta a veces involuntariamente cómico por el ángel
que lo carga sobre los hombros. Véase la discusión sobre los logros
comparados de Carter y de Reagan. El tiempo no ha sido demasiado piadoso
con Carter, seguramente con buenos motivos. No se trata sólo de que,
como apunta Herring, pese a poner a los derechos humanos en la cúspide
de su política internacional, Carter tuviese que hacer numerosos ajustes
que desdecían de sus propósitos. No hay político al que no le haya
sucedido algo semejante. La creencia generalizada es que con él comienza
un crepúsculo de vacilaciones en la política internacional
estadounidense que aún no ha llegado a su fin. La decrépita cúpula
soviética, primero, y los comunistas chinos, después, jugaron con él a
su antojo, mientras que los clérigos iraníes, recién tomado el poder,
sometieron a Estados Unidos a la afrenta de la toma de su embajada en
Teherán y capturaron a sus funcionarios como rehenes. Un casus belli de
libro. Semejante provocación quedó sin respuesta, excepto por una
tentativa de rescate militar tan mal planeada que tenía que acabar en
desastre, como efectivamente sucedió. «Al cabo [...] sus logros –resume
Herring– se perdieron en una administración víctima de su propia
desorganización, lastrada por una oposición descontrolada y simplemente
superada por los acontecimientos»4.
Si todo fue culpa de los elementos, ¿queda alguna responsabilidad para
el presidente? Al parecer, no. Herring se refiere repetidamente a sus
«infortunios», a su «mala suerte» o a su «mal fario»5 y lamenta que «ni siquiera tuviera la satisfacción de ver a los rehenes de la embajada liberados bajo su mandato»6.
Vamos, que era gafe. Justo lo contrario de Reagan, informa Herring.
Reagan empezó creando un inmenso peligro con su pulso armamentista con
los rusos, que hacía presagiar el desencadenamiento de una guerra
nuclear. Sin embargo, cinco años después de tan mal augurio, el nuevo
presidente se paseaba apaciblemente por la Plaza Roja de Moscú en
compañía de Gorbachov. «Más que ningún otro factor, el cambio se debió a
la debilidad básica del sistema soviético y a las medidas tomadas por
un notable Gorbachov»7.
Si algo hay de notable en todo esto, ese algo no es, sin duda,
Gorbachov, sino la idea de que la nueva situación resultó de una
conjunción planetaria independiente de la política de Reagan. A la
postre, empero, fue la denostada carrera armamentista, no la gripe o un
mal invierno ruso, lo que dejó exangües a las momias del Kremlin. Pero
no para Herring, pues según él el cambio de paisaje se debe a un
misterioso antinuclearismo [sic] que le entró a Reagan en su segundo
mandato y no a sus bravatas anteriores ni al aumento de gastos militares8.
Tal vez el profesor emérito no ha oído nunca aquello de «si quieres
paz, cómprate una Parabellum», que decía el otro. A Reagan pueden
reprochársele muchas cosas (la estampida en Beirut o el malhadado Irangate,
sin ir más lejos), pero no que no supiese tomarles la medida a los
rusos, algo que al final acabaría con la Unión Soviética. «Mr.
Gorbachov, derribe usted este muro» no fue un exabrupto. Condensaba en
pocas palabras un epitafio y la prisión comunista tuvo sus días
contados. ¿Por qué las considera Herring muestras de una vieja retórica
belicista?
Quien piense que lo hace por cicatería no alcanza a ver el conjunto. No
es ésa su única ni su principal razón para negarle el pan y la sal a
Reagan en este asunto o en otros como que las acciones terroristas se
redujeron después del susto que le metió en el cuerpo a Gadafi en 1986 o
en que Estados Unidos tuviera un papel decisivo en la derrota sufrida
por la Unión Soviética en Afganistán9.
Herring no puede encontrar nada digno de elogio en Reagan, porque lo
contrario significaría renunciar a su propia retórica moralista. Pero
cuando un historiador explica procesos tan complicados recurriendo a la
fortuna está despidiéndose del uso de la razón. Si fuera honesto,
debería callar o, si prefiere sentar plaza de intelectual, limitarse a
una escueta cronología completando las fechas con una etiqueta de fausta
o infausta, según el caso.
... Y LAS BUENAS COSTUMBRES
Ahora la tesis débil. Gelb es todo un personaje. Ha sido redactor de The New York Times y
presidente del Council on Foreign Relations, un centro de estudios de
política internacional extremadamente influyente, conocido sobre todo
por publicar la revista Foreign Affairs. Gelb es también un
pedante insufrible. No ser académico le libra de adornarse todos los
días la cabeza con un poco de ceniza politcorrecta, así que no le asusta
compararse con Maquiavelo. Su libro se presenta como un florilegio de
consejos al príncipe según el itálico modo. Tan a gusto se siente en el
Renacimiento que se le trabucan otras fechas posteriores, y así
rejuvenece a Hobbes y lo coloca en el siglo XVIII10,
pero a quién pueden interesarle esos tiquismiquis sabihondos. Lo que
importa es la esencia con que reequilibrar la política exterior
estadounidense: más sentido común, un consejo habitual entre quienes no
suelen gozar de él.
Un poco de paciencia confuciana para seguir con la lectura de su plúmbeo
libro se ve recompensada con definiciones. El sentido común consiste en
no hacer lo que hizo Bush el Chico. No es que Gelb invite a hacer lo
contrario, sino algo distinto, que no es lo mismo. Uno imagina saber qué
significa hacer lo contrario. Por ejemplo, no justificar la guerra de
Irak con fabricaciones como que Sadam Hussein contaba con armas de
destrucción masiva; por ejemplo, no invadir el país con una fuerza
manifiestamente inferior a las posteriores necesidades de policía; por
ejemplo, no atormentar a las convenciones de guerra con interpretaciones
abusivas que permitían el uso de la tortura; por ejemplo, no abrir
Guantánamo; por ejemplo, no someter a consejos de guerra con nulas
garantías jurídicas a los declarados combatientes enemigos. Para
desdicha de la democracia estadounidense, eso fue lo que no hizo Bush
–por cierto, con la anuencia inicial de una mayoría de representantes y
senadores demócratas– cuando debería haber elegido otro camino.
Gelb, por supuesto, no lo defiende, pero su sentido común le empuja a
reprochar otras cosas. Básicamente son dos. La primera, su
unilateralismo; la segunda, su falta de realismo. En definitiva, sus
malos modos.
Eso del unilateralismo no es demasiado nuevo. Fue el argumento de
Chirac, Schröder y Putin para oponerse a la invasión de Irak. El coloso
estadounidense había perdido los nervios y quería imponer su voluntad a
quienes, de otra forma, habrían podido ser sus aliados. Con un poco de
consenso todo podría haber sido distinto. El argumento se hizo aún más
creíble cuando resultó que las armas de destrucción masiva no se
encontraban por parte alguna y Bush cambió a otro de tono mayor y aún
menos fidedigno: que la guerra de Irak se había hecho para plantar la
semilla de la democracia en Oriente Próximo. A pesar de toda su
incompetencia, empero, Bush hizo bien en no tragar el anzuelo
multilateralista que, en definitiva, como había sucedido en la antigua
Yugoslavia, no era más que una excusa europea para la inacción. Estados
Unidos debe estar preparado para actuar unilateralmente en defensa de
sus intereses aunque sus socios europeos le abandonen... si la ocasión
lo exige. Así lo hizo Obama en las negociaciones sobre el clima en
Copenhague hace poco. Si Bush erró no fue al insistir en el derecho de
ir por su cuenta, sino al reclamarlo para empresas que no lo merecían.
Sadam Hussein era, sin duda, un criminal y un indeseable, pero no el
único, ni el mayor. Ahí está la teocracia iraní, ésta sí, dispuesta a
dotarse de armamento nuclear para, entre otras cosillas, poder borrar
del mapa cuando le pete a Israel, la entidad sionista que dice el
presidente Ahmadineyad. Tras de los patinazos de Bush, empero, se ha
hecho más difícil que Estados Unidos tome las medidas necesarias para
evitarlo si es que, contra toda evidencia, el actual presidente quisiere
adoptarlas.
¿Le faltaba realismo a Bush? Posiblemente, pero no el de la clase que
añora Gelb. Este último cuenta con una larga tradición diplomática.
Generalmente consiste en aceptar que los eventuales enemigos pueden
convertirse en tan solo adversarios si uno comprende sus razones y tiene
la paciencia necesaria para negociar, negociar y negociar y, cuando la
negociación sea imposible, seguir negociando como recomienda el Financial Times.
No es de extrañar que Gelb se deshaga en elogios para con Kissinger y
Nixon. Posiblemente hubiera criticado al Chamberlain de Múnich por
radical y mal informado sobre las verdaderas intenciones de Hitler. Pero
volvamos a Bush. Sin duda, se dejó llevar por su imaginación o por sus
designios fementidos (tal vez algún día se sabrá) al creerle a Rumsfeld
que podía ganarse la guerra de barato en tropas y en medios logísticos o
al aceptar que Bremer, su primer virrey en Irak, purgase hasta a los
baasistas de menor cuantía y, como un buen trotskista, dispusiera la
disolución de los cuerpos represivos. Mejor aconsejado, Bush supo
reaccionar, aunque muy tarde. La pleamar que surge de 2007
supuso un aumento de las tropas estadounidenses para entrenar y apoyar
al ejército y a la policía iraquíes y, junto a otras medidas políticas,
ha sido muy eficaz y no ha llevado a Estados Unidos a sumergirse aún más
en el pantanal. Obama reconocía hace poco por boca del general Petraeus
que el aumento de tropas había sido un acierto y le había servido de
falsilla para su política en Afganistán11.
Cambio notable, pues, como un realista de la escuela Gelb, en 2007
mantenía que, lejos de aumentar las tropas, el gobierno debería iniciar
su retirada del país en cuatro o seis meses12. LA GUERRA DE CHARLIE WILSON
Sanger carece de tantos laureles como Gelb, pero es también redactor del Times,
y a menudo se le ven demasiado las ganas de convertirse en otro támpax
de la historia como Bob Woodward. Las intimidades que explora las
conocía muy poca gente antes de que él las escribiera. Su libro es más
entretenido e ilustra más que los dos anteriores. El análisis sobre la
evolución de China es especialmente interesante. Según Sanger, hoy por
hoy, no es China el problema mayor para Estados Unidos. La clave del
futuro inmediato está en Asia Meridional, en ese arco que va de Irán a
Pakistán pasando por Afganistán.
John Kerry, el candidato demócrata a la presidencia en 2004, había
votado a favor de la invasión de Irak en octubre de 2002 y para
distanciarse de Bush lo acusó de haber abandonado la verdadera guerra
que importaba, la de Afganistán. Pronto, los demócratas abrazarían esa
causa unánimemente. Obama volvió a usarla contra McCain en 2008 y, una
vez elegido presidente, tuvo que hacer buenas sus palabras presentándola
como una guerra necesaria frente a la opcional en Irak y aceptando un
aumento de las tropas estadounidenses en el país a finales de 2009.
Sanger canta con la misma partitura, pero añade algunos gorgoritos
propios. Si el lector ha visto la película de Mike Nichols del
titulillo, ya sabe por dónde van los tiros. Bush tendría que haber
reeditado en Afganistán el plan Marshall y haber reconstruido el país,
que necesitaba ayuda mucho más que Irak. Pero mientras en 2004 Estados
Unidos se proponía dedicar a Irak más de 18 millardos de dólares a lo
largo de varios años, a Afganistán sólo le cayeron 720 millones en la
pedrea.
Pese a los buenos deseos que mueven a Sanger, es dudoso que hubiera
tenido sentido gastar más. De país, Afganistán tiene poco más que el
nombre y una representación en la ONU. Efectivamente, es muy pobre, pero
ni es el único en esas circunstancias ni su pobreza es efecto directo
de la guerra. Sólo los muy ingenuos o los muy ofuscados pueden pensar
que su larga historia de enfrentamientos clánicos, su relativamente
escasa población y su desprecio hacia los derechos de las mujeres pueden
transformarse en pocas horas y con algunos dineros más, que, como tanta
de la ayuda occidental a los países pobres, acabarían pronto en cuentas
numeradas en algunos paraísos fiscales13.
Cuando se recuerda que, dentro de los planes para la reconstrucción del
país, Italia iba a encargarse de la reforma judicial, uno no puede
evitar un suspiro de alivio en nombre de los afganos.
Sanger se lamenta de que la falta de ayuda ha llevado a muchos
campesinos del país a volver al cultivo de opiáceos y ahí se detiene.
Tal vez, en lugar de excitar el sentimiento de culpa occidental, sería
más sensato proponer cambios en la estéril política estadounidense de
represión de las drogas y permitir a los afganos buscarse un lugar al
sol en la división internacional del trabajo dedicándose a ese negocio,
una vez debidamente regulado. No hace mucho que algunos ex presidentes
latinoamericanos proponían una reforma semejante. Tal vez esto no
acabase con los talibanes, pero les privaría de una de sus mejores
armas. Con un mejor ejército y policía locales, como propone el general
McChrystal, las tropas de la OTAN podrían replegarse y limitarse a
acciones de limpieza. Con las divisas obtenidas podría ayudarse a la
reconstrucción del país a cargo de sus propios habitantes. Pero
posiblemente esto sea demasiado para contarlo en el Times.
En resumen, ni la moralina, ni la negociación con quienes se niegan a
ella, ni una lluvia incontrolada de dinero son recetas para una buena
digestión. Bush cometió un sinfín de tropelías, pero lo que sus
consejeros progres proponen al presidente Obama y él parece haber
asimilado con gusto no lleva muy lejos. EL CANDIDATO QUE PODÍA ANDAR SOBRE LAS AGUAS
Como se ha apuntado, todo este poemario data de un tiempo anterior a la
llegada de Obama a la Casa Blanca. En la campaña electoral, el candidato
y sus abrumadores apoyos en los medios de comunicación llegaron a
convencerse y trataron de convencernos de que Obama podía andar sobre
las aguas. El candidato sabía expresarse y, desde luego, no podía
negársele su infinito deseo de paz. Así que el triunfo de la voluntad se
produjo. Un año y medio después, aquellas audaces esperanzas andan un
tanto ajadas y Obama tiene dificultades en mantenerse a flote. ¿Qué hubo
de pasar?
Gentes de buen corazón, como Timothy Garton Ash14,
disculpan al presidente. Tal vez las expectativas creadas por su
elección fueron excesivas. Tal vez; pero el eminente catedrático de
Estudios Europeos en Oxford y profesor titular de la Hoover Institution
de Stanford nos tranquilizaría más si explicase por qué a él se le pasó
este pequeño detalle cuando compartía con tantos otros plumillas la
ilusión levitatoria. Bueno, no nos pongamos estrechos. La herencia de
Bush el Chico estaba cargada de hipotecas y no podía aceptarse a título
de inventario; es verdad, pero esto lo sabía el causahabiente y, aun
así, peleó a fondo para hacerse con ella, amagando que su llegada al
poder bastaría para que todo cambiase. Que aquel a quien no se le haya
calentado alguna vez la boca y así sucumbido a la magia criselefantina
de su propia lengua tire la primera piedra. Además, culmina Garton Ash,
el nuevo presidente tiene que pechar con otra pesada losa. El mayor
problema de la política exterior estadounidense está en casa; es, amigo
Fabio, el Congreso –do el ambicioso muere y donde al más activo nacen
canas– el principal obstáculo para que el presidente pueda seguir, si no
andando sobre las aguas, sí al menos subido a su tabla de windsurf.
Si las anteriores disculpas eran promesas de mal pagador, esta última
especie resulta ciertamente inaudita, por más que Paul Krugman y la
izquierda demócrata la jaleen sin querer acordarse de que no decían lo
mismo cuando el Congreso demócrata amenazaba a Nixon con cortar la
financiación para la guerra en Vietnam o, más recientemente, bajo
¬George W. Bush, para la de Irak. Si un Congreso como el elegido en
noviembre de 2008, con mayoría demócrata en la Cámara de Representantes e
inicial supermayoría en el Senado, puede convertirse en el principal
obstáculo para la política exterior del presidente, qué no se propondrá
cuando esa ventaja se esfume. Más vale no pensarlo. Todos los Congresos
plantean problemas a los presidentes. Pero como, por el momento, los de
política exterior en éste no son de grueso calado, si al presidente se
le hace difícil mantener la cabeza por encima de las olas, uno debería
concluir que su problema de flotación se lo ha creado él solo.
Cuentan que, cuando se convirtió en Comisario del Pueblo para Asuntos
Exteriores, Trotski pensaba que pronto se quedaría sin trabajo. Cuando
el proletariado mundial escuchase sus proclamas y derrocase a los
gobiernos burgueses, los futuros Estados socialistas ya no tendrían más
conflictos de intereses, así que los de Asuntos Exteriores podrían
licenciarse. Cambien el nombre a los destinatarios, llámenlos, por
ejemplo, personas de buena voluntad o dispuestas a abrir esos puños
hasta ahora cerrados a las ofertas de diálogo, y verán que Obama también
cree que discursos y gestos (esa grávida inclinación de cabeza ante el
emperador japonés, esa negativa de 2009 a recibir al Dalai Lama) son la
esencia de las relaciones internacionales.
Lamentablemente, también él ha conocido su Brest-Litovsk. A la calle
árabe le dejaron impertérrita las zalamerías de su discurso en la
Universidad de El Cairo (4 de junio de 2009). El dunvirato ruso no ha
agradecido hasta la fecha la decisión unilateral de desmantelar sin
contrapartida el escudo de misiles estadounidense en Polonia y la
República Checa (17 de septiembre de 2009). A regañadientes, Obama tuvo
que prohijar la guerra de Afganistán (23 de febrero de 2010). Irán
continúa su desafío nuclear. En América Latina, la pasividad
norteamericana permite a Chávez y a sus amigos bolivarianos campar por
sus respetos. Las últimas semanas trajeron noticias de un creciente
empeoramiento en las relaciones con China y de un tirón de orejas a
Israel. Cuando todas estas cosas suceden en poco más de un año, parece
razonable pensar que la política exterior estadounidense carece de
prioridades y no sabe cómo utilizar adecuadamente sus todavía abundantes
medios. De ahí el desorden y la improvisación que han pasado a ser sus
rasgos más notables.
Cada día que pasa en silencio anima a militares y clérigos iraníes a
creer que podrán contar pronto, y a bajo coste político, con las armas
nucleares y los misiles que les permitirían usarlas en objetivos de
media distancia: por ejemplo, Israel. La teocracia iraní viola así el
Tratado de No Proliferación del que es firmante, y corresponde al
Consejo de Seguridad de Naciones Unidas imponer las sanciones necesarias
para detener su programa nuclear. Hace cosa de un año, la secretaria de
Estado Clinton anunció que, de no hacerlo, Irán sufriría «sanciones
paralizantes» y, cuando cogió a los iraníes con las manos en la masa de
la central nuclear clandestina cercana a Qom, el presidente Obama puso
fecha a esas sanciones: principios de 201015.
El año corre hacia su mitad y nadie explica por qué se ha dejado pasar
el plazo. Como era de esperar, ya se oyen en Washington algunas voces de
conocidos realistas16
que recomiendan prudencia: un Irán nuclear puede no resultar tan
peligroso; la posesión de la bomba hace a sus dueños más juiciosos; y
todo un cargamento de sindéresis a precios de saldo. No sería
sorprendente que el presidente acabe por escuchar consejos tan próximos a
sus deseos.
La situación en Afganistán está lejos de mejorar. Tras casi un año de
dudas, el presidente aceptó el aumento de tropas propuesto por sus
consejeros militares, pero es difícil saber si su determinación corre
pareja con la de aquéllos. Hace poco decía a unas reporteras de The New York Times que Estados Unidos no estaba ganando la guerra y abría las puertas a una reconciliación con los talibanes más moderados17. No es difícil imaginar cómo afectan estas cosas a la moral de las tropas en combate.
En Pakistán, por su parte, Obama parece haberle tomado gusto a la eliminación a distancia de cabecillas insurgentes18. Cuando el presidente se resiste a llamar combatientes enemigos a
los terroristas islámicos y defiende que se les trate con las mismas
garantías procesales que a Charles Manson, el empleo del asesinato como
arma política no deja de plantear un sinfín de problemas políticos y
morales que nadie se atreve a denunciar. Por el momento.
El régimen chino no es particularmente liberal ni simpático. Anda metido
en una especie de capitalismo sucio y dinámico (es decir, dirigido por
un sector público ineficiente y corrupto, pero abierto a la iniciativa
privada en sectores no estratégicos) y el Partido Comunista mantiene un
tácito, pero eficaz, contrato social con su población («disfruten
ustedes mientras puedan y no se metan en dibujos; de eso nos encargamos
nosotros») que no resulta una novedad para quienes conocimos el
desarrollo franquista. Gracias a sus bajos costes laborales y a la
desprotección de sus trabajadores, las empresas chinas han conseguido
avances notables en sectores de bajo valor añadido y han convertido al
país en uno de los primeros exportadores del mundo y, de paso, en uno de
los principales acreedores de Estados Unidos. Esa apuesta
neomercantilista se ve reforzada por unos tipos de cambio controlados
que mantienen un yuan relativamente bajo en relación con el dólar.
Durante los últimos años, y desde muy diferentes sectores de la vida
estadounidense, se ha instado a China a proceder a una revaluación de su
moneda que sólo se ha producido parcialmente. Recientemente la causa se
ha reactivado desde la izquierda del Partido Demócrata. Para Paul
Krugman, la rígida política cambiaria china se ha convertido en un freno
a la recuperación económica global19,
así que la administración estadounidense tendría que ponerse seria con
su Gobierno y exigirle una revaluación de su moneda. Krugman se apoya en
un trabajo del Peterson Institute for International Economics para
estimar que el yuan está entre un 20 y un 40% por debajo de su valor
real, es decir, que debería revaluarse en una proporción similar, lo que
sí sería una «sanción paralizante» para China. El presidente, algo más
diplomático, decía por las mismas fechas que Pekín debería adoptar un
tipo de cambio más alineado con el mercado para contribuir eficazmente
al esfuerzo global por reequilibrar la economía. Tan modosas palabras
pueden llevar a una guerra comercial en la que Estados Unidos perdería
tanto o más que China. Otro palo de ciego20.
Sin duda, los tiempos que corren no son fáciles para dirigir al país más
importante del mundo. Pero un presidente que cambia tan fácilmente de
criterio, que entiende el realismo como plegarse a quien más aprieta,
que se excusa continuamente ante los adversarios y quita la razón a
amigos y aliados no genera demasiada confianza. Por eso, también él,
como tantas casas estadounidenses que valen menos que su hipoteca, se
encuentra bajo el agua. Que nadie piense, si las cosas le salen mal, que
al presidente se lo ha llevado por delante la misma mala suerte que
hundió a Carter.
2. George C. Herring, op. cit., location 3742-53. La citas se hacen a partir de un lector electrónico que no sigue el sistema de paginación habitual. ↩
3. Guns, Germs and Steel: The Fates of Human Societies, Nueva York, Norton, 1997. ↩
13. Sobre este asunto, puede leerse con gran provecho a William Easterly, The White Man’s Burden. Why the West Efforts to Aid the Rest have done so much Ill and so Little Good, Nueva York, Penguin, 2006. ↩
14. «No basta un Mesías», El País, 21 de marzo de 2010. ↩
15. David Sanger, «New Efforts on Iran Sanctions Run into Familiar Snags», The New York Times, 19 de marzo de 2010. ↩
16. James M. Lindsay y Ray Takeyh, «After Iran Gets the Bomb», Foreign Affairs, marzo-abril de 2010. ↩
17. Helene Cooper y Sheryl Gay Stolberg, «Obama Ponders Outreach to Element of Taliban», The New York Times, 7 de marzo de 2010. ↩
18. «Lejos de recortar el programa de aviones de combate no tripulados (drones) heredado de [...] Bush, Obama lo ha extendido dramáticamente
[cursivas de los autores del estudio]. Este año [2009] se han producido
cuarenta y tres ataques (sólo hubo dos mientras Bush fue presidente) en
comparación con treinta y cuatro en 2008»: Peter Bergen y Katherine
Tiedemann, Revenge of the Drones. An Analysis of Drone Strikes in Pakistan, Washington, New America Foundation, 2009: http://www.newamerica.net/publications/policy/revenge_of_the_drones. ↩
19. Paul Krugman, «Taking on China», The New York Times, 14 de marzo de 2010. ↩
20. Un editorial de The Wall Street Journal
sobre este asunto concluía así: «Es especialmente desalentador ver que
los mismos economistas y columnistas norteamericanos y europeos que
vendieron un estímulo keynesiano como un curalotodo para la economía nos
digan ahora que sus políticas funcionarían mejor si el cambio
yuan-dólar fuera diferente. Tras del fracaso de sus ideas, ahora quieren
convertir al yuan en un chivo expiatorio y arriesgarse a una guerra
commercial con China. ¿No les basta con el daño ya hecho?» («The Yuan
Scapegoat», 18 de marzo de 2010)