La hipótesis darwinista clásica
propone que la selección natural actúa siempre y cuando los individuos
difieran genéticamente en sus respectivas eficacias biológicas o, lo que
viene a ser lo mismo, cuando varía el número de descendientes que cada
uno aporta a la generación siguiente. Expresado así, el proceso
selectivo parece tan sencillo y evidente como para justificar de pleno
la conocida reacción de Thomas H. Huxley a la presentación en sociedad
de la teoría: «How very foolish not to have thought of that!». Sin
embargo, el asunto no es ni mucho menos tan elemental, como se ha podido
ir comprobando en las sucesivas ampliaciones o reformulaciones del
pensamiento evolucionista que se han registrado desde entonces hasta
hoy. Darwin era manifiestamente consciente de que la reproducción suele
ser cosa de dos, y dedicó parte de su esfuerzo intelectual a demostrar
que, en cada sexo, la selección puede obrar con diferente intensidad y
funcionar a través de mecanismos distintos. No obstante, su
planteamiento del problema era, por androcéntrico, parcial, al
presuponer unos machos esencialmente polígamos, cuya eficacia aumentaría
con el número de cópulas, y unas hembras predominantemente monógamas
que, en el mejor de los casos, sólo dispondrían de una cierta capacidad
de elección de pareja.Aunque, como veremos, la situación es mucho más
compleja, no deja de ser cierto que el potencial reproductivo masculino
es considerablemente mayor que el femenino y que, al mismo tiempo, el
éxito reproductivo de los machos es mucho más variable que el de las
hembras, de manera que ambos factores determinan que la selección
proceda con mayor intensidad en los primeros y sea la responsable
directa del dimorfismo sexual; pero esto es sólo una parte de la
historia.
Tuvo que pasar un siglo para que los evolucionistas modificaran esas
ideas, dictadas por los convencionalismos decimonónicos, haciéndolas más
acordes con la realidad biológica general, caracterizada tanto por la
rareza de la monogamia en el reino animal, condición que sólo atañe a un
tres por ciento de las especies pertinentes, como por la fragilidad de
la conexión entre cópula y fecundación, tantas veces pregonada por la
sabiduría popular. En primer lugar, es un hecho actualmente comprobado, a
pesar de la obvia dificultad a la hora de establecerlo, que las hembras
de la gran mayoría de las especies animales no participan pasivamente
en el coito, sino que son al menos tan promiscuas como los machos. En
segundo lugar, la competición entre esos machos por el acceso a las
hembras, el factor clásico de la selección sexual darwinista, no
finaliza con la cubrición sino que continúa, a través de la rivalidad
entre los correspondientes espermatozoides, hasta el preciso momento en
que uno de ellos logra fecundar el óvulo. Por último, la capacidad de
elección femenina también se prolonga más allá de la inseminación,
ejerciéndose seguidamente en el interior del tracto reproductor entre
los espermatozoides del mismo o distinto origen. En resumidas cuentas,
las modernas técnicas desarrolladas en las últimas décadas, entre ellas
las moleculares, han permitido incorporar al cuestionario neodarwinista
la respuesta a la incertidumbre que agobiaba al joven Pablos quevediano,
cuando preguntaba a su madre «si me había concebido a escote entre
muchos, o si era hijo de mi padre sólo».
Los factores referidos determinan lo que, metafóricamente, se ha denominado guerra de los sexos,
una permanente carrera de armamentos entre dos fuerzas condenadas a
entenderse, aunque, en cada etapa, quede por determinar cuál es el
precio; esto equivale, en términos evolutivos, a que la adquisición de
cualquier ventaja que permita ejercer cierto control sobre el proceso
reproductor a uno de los dos sexos contendientes redundará en la
inmediata puesta en práctica de contramedidas por parte del otro. En un
lenguaje más técnico, quizás menos sensacionalista, el conflicto entre
los sexos es el resultado de la relación inversa entre sus respectivos
intereses reproductivos, determinante de un proceso de coevolución
continuo que es responsable en buena medida de la diversidad de
estructuras, funciones y comportamientos sexuales entre los distintos
grupos animales.A la exposición de las opiniones del actual
neodarwinismo sobre estos asuntos está dedicado el primero de los libros
que aquí se reseñan.
Tim Birkhead es un conocido investigador británico que ha dedicado la
mayor parte de su vida profesional al estudio de la competición entre
espermatozoides como fuerza motriz de la selección sexual. El tema se
presenta en toda su amplitud en Promiscuidad, que es una obra de
divulgación excelentemente concebida, fácilmente comprensible y bien
escrita, donde se describen las distintas facetas de esa particular fase
del proceso selectivo con un detallado pormenor que incluye el examen
riguroso de multitud de datos obtenidos a partir de pacientes estudios
llevados a cabo en variadas especies y, al mismo tiempo, examina cada
uno de ellos a la luz de las distintas hipótesis propuestas para su
explicación. Ésta es una de las características que hace más
recomendable esta obra donde, lejos de ofrecerse una justificación
monolítica de unas determinadas observaciones, se desmenuzan distintas
posibilidades interpretativas y se exponen minuciosamente las razones
que empujan a su autor para aceptar unas y rechazar otras.
Birkhead recorre detenidamente la diversidad anatómica, fisiológica y
conductual asociada al sexo, desde la referente a los órganos genitales y
sus productos hasta la pertinente a la cópula, inseminación y
fecundación, en una exposición compuesta con soltura y no exenta de
humor. Este apabullante cúmulo de datos incluye observaciones sobre
asuntos tan diversos como la longitud del espermatozoide, cuyo factor de
variación entre las distintas especies de mamíferos sólo es de doce
veces, pero llega a alcanzar un valor de doscientas en los insectos del
género Drosophila, hasta el punto de que los de Drosophila bifurca miden
unos seis centímetros, casi cuarenta veces la longitud de su cuerpo, y
se almacenan enrollados para transferirse posteriormente de uno en uno,
como acaso cabría esperar. Por otra parte, las hembras de muchas
especies de insectos y aves son capaces de almacenar espermatozoides de
procedencia diversa, de manera que pueden utilizarlos a lo largo de
considerables períodos de tiempo (a veces durante años), mientras que
los mamíferos carecemos de esta facilidad, a excepción de los
murciélagos, que normalmente copulan antes de hibernar, aunque la
fecundación no tendrá lugar hasta la siguiente primavera. Por
sorprendente que a algunos pueda parecer, la posesión de un pene es cosa
rara en las aves, aunque frecuente en los insectos y también, de
acuerdo esta vez con la común opinión, en los mamíferos. Sin embargo, la
diversidad de sus formas puede sobrepasar lo imaginable y no me resisto
a mencionar aquí que el de los primates, nuestros más próximos
parientes, incluye un hueso de refuerzo apropiadamente denominado báculo
(os penis), aunque no estoy nada seguro de que mi autoridad
científica fuera suficiente para persuadir de la veracidad de este dato a
unos amigos con los que mantuve recientemente una conversación sobre
estos escabrosos temas, ni osé entonces mencionar que las hembras de
algunas especies de mamíferos también poseen una estructura equivalente (os clitoris).
Pocos tenemos dudas de que la posición normal de la cópula en el reino
animal consiste en que el macho se coloque sobre el dorso de la hembra,
aunque seamos conscientes de que éste no es nuestro caso; pero no es tan
sabido que compartimos esta peculiaridad con el chimpancé enano (mas no
con los restantes primates), y aún son menos los que están al tanto de
que algunas especies de crustáceos y aves también lo hacen a nuestro
modo. Hay especies que copulan una vez en la vida y otras que parecen no
hacer otra cosa, como una hembra de muflón que se apareó con siete
machos distintos durante cinco horas, a razón de una monta por cada dos
minutos. Concluiré esta cartilla de curiosidades biológicas mencionando
que los machos de muchos grupos taxonómicos, incluidos algunos
mamíferos, producen tapones con los que sellan el tracto reproductor de
las hembras que inseminan, con el fin obvio de asegurar así su
paternidad, aunque se dan casos en los que éstas pueden librarse del
estorbo con facilidad y otros en los que la obturación es muy eficaz.
Como Birkhead nos recuerda a cada paso, lo verdaderamente importante de
este recorrido por la inagotable diversidad biológica ligada al sexo es
que los árboles no deben impedirnos ver el bosque, es decir, que el
gabinete de las maravillas donde se exhibe esa exuberante pluralidad de
mecanismos no debe ocultarnos el hecho fundamental de que las variadas
estrategias evolutivas responden todas ellas a la operación de una
fuerza única: la acción diferencial y continuada de la selección natural
en cada sexo, cuyo resultado es una sucesión de equilibrios
caracterizados por su creciente complejidad estructural, funcional y
conductual y, en último término, por su intrínseca precariedad.
Es de rigor señalar la buena calidad de la traducción, con escasos
deslices atribuibles al automatismo. Por dar un par de ejemplos, los
«hermanos completos» (full sibs) son simplemente hermanos (p. 95), y lo visible «al ojo desnudo» (naked eye)
no es otra cosa que lo que puede observarse a simple vista (p.
151).También es muy de agradecer el apéndice que incluye la lista de
especies mencionadas en el texto, con sus nombres latinos y castellanos.
Como se apuntaba en el primer párrafo de esta reseña, la condición
necesaria y suficiente para que la selección natural actúe es la
presencia de diferencias hereditarias entre los individuos con respecto a
su eficacia biológica, pero, para que esta acción se transmita a otros
atributos distintos de la propia eficacia y, por tanto, pueda resultar
en una mayor adaptación, es igualmente precisa la concurrencia de genes
que tengan efectos sobre el primer carácter y los segundos. Dicho de
otro modo, la eficacia de un individuo es el producto final de la
composición de todos sus atributos morfológicos, fisiológicos y
conductuales, y la variación de cualquiera de éstos es un reflejo, más o
menos próximo, de la variación de la eficacia. Esto implica la
existencia de una compleja red de conexiones genéticas que relacionan
jerárquicamente cada uno de los distintos rasgos con la eficacia y, al
mismo tiempo, también ligan a los diferentes caracteres entre sí, aunque
no de una manera homogénea, sino subordinando grupos de ellos a otros
rasgos de mayor entidad evolutiva. El ejemplo más claro de estos
atributos que ocupan los nódulos principales de la red es el tamaño
corporal, y al análisis de su importante papel está dedicado el libro de
John Tyler Bonner, que podría considerarse como una síntesis
divulgativa de la labor científica que ha desarrollado en la Universidad
de Princeton a lo largo de más de cuarenta años. El tema tuvo un
ilustre arranque en los Discorsi de Galileo y cuenta con un
precedente bastante más próximo, pero no menos perspicaz, en el
estimulante artículo titulado «On being the right size» que escribió en
1927 John Burdon S. Haldane, uno de los tres fundadores del núcleo
teórico del neodarwinismo.
Una de las propiedades más llamativas de los seres vivos es la
inmensidad de las diferencias en tamaño que se aprecian entre distintos
grupos de organismos, desde las bacterias hasta las ballenas, pero lo
verdaderamente interesante de este rasgo es su doble condición de
subproducto de la evolución y de determinante evolutivo de muchas de las
funciones básicas que subyacen a la forma, estructura y función de la
materia viva. Entre estas funciones, Bonner destaca cinco: resistencia
de la estructura corporal al esfuerzo físico, dimensión de la superficie
corporal (de la que depende la forma), grado de complejidad fisiológica
(relacionada con el número de tipos distintos de células por organismo,
que es una medida del reparto de labores), abundancia (densidad de
población) y tasa a la que ocurren diferentes procesos vitales
(metabolismo, desarrollo, movimiento o longevidad). En la obra se
documenta muy convincentemente, con la ayuda de abundantes e
ilustrativos gráficos, la naturaleza alométrica de la conexión entre
cada uno de esos cinco atributos (x) y el tamaño (t), es decir, la proporcionalidad entre x y una potencia de t (x µ ta ), o bien, cambiando de escala para hacer que la vida sea algo más fácil, la linealidad de la relación entre los logaritmos de x y t (log x µ a log t).
Dicho de otra forma, si el tamaño cambia, cada una de las variables
dependientes también lo hace, pero el recíproco no es necesariamente
cierto. Aunque el exponente a varía de unas funciones a otras, su
valor suele ser positivo, con la única excepción del que corresponde a
la abundancia, por la razón obvia de que los organismos de mayor tamaño
forzosamente ocupan espacios más amplios.
Consideraré, para ilustrar lo anterior, las secuelas del ejemplo más
simple: la demostración de que los gigantes no pueden existir, al menos
si sus dimensiones corporales son proporcionales a las nuestras. El
argumento, ya desarrollado por Galileo, aunque desdeñado por la práctica
totalidad de los creadores de ficción, señala que si la dimensión
lineal se ampliara por un factor igual a 10, el peso del monstruo (que
es función del volumen, esto es, del cubo de la dimensión lineal) sería
10 3 veces mayor que el nuestro, pero la resistencia de sus huesos (que
depende de la superficie, es decir, del cuadrado de la dimensión lineal)
sólo sería 10 2 veces superior y, por tanto, sus apoyos se quebrarían
al ser incapaces de soportar su peso. De ahí que el factor a que
relaciona resistencia o superficie con peso (tamaño) sea igual a 2/3 en
ambos casos. Dicho de otra forma, el grosor de las piernas de los
gigantes debería ser diez veces mayor de lo que indicaría la simple
proporcionalidad, como ocurre si se comparan gacelas y elefantes.
Siguiendo un razonamiento similar, Haldane calculó que, si los ángeles
volaran, necesitarían un torso que fuera aproximadamente un metro más
ancho y profundo que el nuestro, con objeto de poder albergar los
músculos precisos para batir las alas, y, al mismo tiempo, sus piernas
serían delgadísimas, para así aligerar peso. Es evidente que Galileo
habría resuelto este problema de la misma forma, aunque, en su caso, es
comprensible que no dejara la solución por escrito.
Por las razones expuestas, cuando un órgano aumenta de tamaño, la tasa
de difusión de una determinada sustancia a través de su superficie
externa sólo puede mantenerse mediante cambios de forma que aseguren que
la razón superficie/volumen permanece constante. De ahí el
acrecentamiento evolutivo de la complejidad morfológica de los sistemas
respiratorio y digestivo, caracterizados, entre otras cosas, por la
multiplicidad de sus pliegues. Sin embargo, desde que Max Kleiber
analizó la relación entre la tasa metabólica y el peso en la década de
1930, sabemos que el coeficiente alométrico que liga a estos dos
atributos es a = 3/4 y no a = 2/3, indicando que la
evolución sólo ha sido capaz de producir aumentos del tamaño y la
superficie corporales de los seres vivos a expensas de una paralela
reducción de su actividad metabólica.
La relación entre tamaño corporal y eficacia biológica determinará en
cada caso la magnitud y el signo del cambio evolutivo del primero. Con
todo, en líneas generales, la evolución muestra una tendencia temporal
hacia el incremento del tamaño, porque las dimensiones de los primeros
seres eran muy próximas a los mínimos valores viables y, en la práctica,
éstos sólo pudieron modificarse en sentido ascendente; lo cual no
quiere decir que dicha tendencia califique a todos y cada uno de los
linajes fósiles, sino que es la que se observa de promedio, ni tampoco
que esa estrategia evolutiva sea invariablemente óptima. Lo importante
es que el agrandamiento, dentro de los límites impuestos por la
organización original, obliga a una serie de alteraciones de la forma,
de la complejidad estructural y fisiológica, y del ritmo al que ocurren
los procesos vitales, mientras que la disminución permite prescindir de
estos condicionantes en cierta medida, aunque no tiene por qué suceder
necesariamente así.
Tomado de: http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=31