La América Latina es cosa mentale. La gente ve en la región lo
que quiere ver. En el mejor de los casos, ve lo que su ignorancia y
prejuicios le permiten ver. Si se invierte la lente a la manera de las Cartas persas de
Montesquieu, los resultados son instructivos. Comparados con Brasil,
Chile, Colombia y México (vale decir la amplia mayoría de la población
del hemisferio), buena parte de los países europeos –por no mencionar
los de otras regiones– han sido, a lo largo de los últimos doscientos
años, republiquetas más o menos inestables, desiguales y pobres. Ningún
sátrapa latinoamericano se compara con los europeos, desde Napoleón
hasta Hitler; ningún período de violencia se equipara a los horrores de
la guerra civil europea de 1914-1945; la inestabilidad de varios
períodos de la vida republicana francesa o italiana poco tiene que
envidiar a la de Bolivia; la vida en las favelas de Río de
Janeiro no es mucho peor que en las de Nápoles o Marsella, o incluso que
en muchas de las residencias municipales gratuitas del Estado de
bienestar británico. Y, en compensación, Buenos Aires, São Paulo o
Ciudad de México tienen mejores librerías y restaurantes que París,
Madrid o Milán; se juega mejor fútbol y la gente de la calle es más
cortés. Quien no haya vivido en la América Latina no sabe lo que es la
dulzura de vivir, si es que puede pagársela.
La versión oficial es diferente. Los anaqueles de todo el mundo crujen
bajo el peso industrializado de la bibliografía miserabilista, según la
cual la América Latina es el peor de los mundos posibles y la culpa es
de España, Inglaterra y Estados Unidos con sus consecutivas modalidades
de imperialismo. De alguna manera, los pueblos de la región son víctimas
pasivas, ignorantes, de su propio destino (excepto en el caso de los
que escriben), a los que la historia simplemente les ocurre. Esta
versión constituye todo un género. Es cierto que, en el caso de la
historia latinoamericana, podemos agradecer que a esta versión noire no
corresponda otra color de rosa. Pero es alarmante que la abrumadora
mayoría de los libros disponibles sobre la región sean más ejercicios
retóricos antiamericanos o antiliberales que historias o
interpretaciones de la zona. Las alternativas son pocas, difíciles de
localizar y en ediciones casi siempre agotadas. Amigos y conocidos me
preguntan con frecuencia qué pueden leer para formarse una idea
aproximada pero cabal de la América Latina. Suelo responder, con algo de
malicia marxista (línea Groucho) que, si prefieren no creer a sus ojos,
traten de leer la decena de volúmenes de la historia latinoamericana de
la Universidad de Cambridge.
El defecto es que la benemérita historia de Cambridge, además de
enciclopédica y cara, no llega a cubrir el último cuarto de siglo, que
es sin duda el período más importante desde la época de la
independencia. Tres factores han cambiado todo desde entonces. El
primero es irreversible: la patria del buen salvaje tiene ahora una
población mayoritariamente urbana. Los otros dos podrían ser
transitorios: todos los países de la región tienen regímenes
democráticos (con la excepción de Cuba), y todos tienen que adaptarse a
la globalización (que puede desaparecer, como la del período 1870-1930).
En otras palabras, la América Latina, por primera vez en su historia,
comienza a participar de manera plena y concreta de la modernidad. Como
el resto del mundo –excepto los Estados Unidos, que son la
modernidad–, lo hace a rastras y pataleando, deseándola ardientemente al
mismo tiempo que se rehúsa a pagar el precio. De hecho, la versión
miserabilista de la historia latinoamericana forma parte de un género
más antiguo y cosmopolita: el rechazo de la modernidad como la invención
diabólica de un pequeño círculo de malvados, con el objeto de dominar,
explotar y oprimir al resto de la humanidad.
Es posible ver la historia latinoamericana de otra manera. Las «jóvenes
repúblicas» no son doncellas ingenuas y un poco bobitas, víctimas de
extranjeros codiciosos y brutales. La región está compuesta de algunas
de las repúblicas más antiguas de la Edad Moderna, con un denso
trasfondo cultural de siglos. Los doscientos años de independencia que
comienzan ahora a conmemorarse han sido genuinamente –trágicamente–
independientes, al margen de algunos episodios de opereta más
anecdóticos que decisivos para la región. (¿Son Vichy y la República de
Saló más o menos «representativos» de la moderna historia europea que la
ocupación de Haití o Nicaragua por infantes de marina estadounidenses?
¿Es la historia de Polonia y sus poderosos vecinos más o menos trágica
que la de México y Estados Unidos?). El colombiano Germán Arciniegas
tuvo la agudeza de señalar que el concepto mismo de independencia, en la
acepción moderna, cristaliza en la América Latina. Es decir, los
latinoamericanos han sido irrefutablemente dueños de su destino y,
comparativamente, lo han hecho tan mal como cualquier otro. Eso que
podríamos llamar una historia adulta de la América Latina existe y, hoy
en día vastamente minoritaria, ocupa los anaqueles menos visibles y
frecuentados de todas la bibliotecas (aunque no de las librerías). Pero,
como es el caso de tantas otras disciplinas en los tiempos que corren,
encontrar y estudiar esos textos es complicado, caro y laborioso, por lo
que queda restringido a los especialistas. Una síntesis completa y
breve de la historia latinoamericana moderna (desde la independencia), y
de su estado actual, es algo que muchos hemos esperado durante largo
tiempo. Forgotten Continent, de Michael Reid –que es, además, rigurosa y amena, honesta y lúcida–, satisface esa necesidad.
Los periodistas anglosajones, especialmente los ingleses, son una grey
industriosa que cree, como Mallarmé, que todo termina en un libro. Los
corresponsales estadounidenses tienen la ventaja de contar con un
mercado enorme e insaciable, aunque los limita el mito adolescente del
reportero duro pero sensible, y de prosa acartonadamente espartana.
También les perjudica que, en términos profesionales, no les conviene
quedarse mucho tiempo en un país o región. Sus libros tienden a ser
instantáneas de un corto período, o laboriosos reportajes sobre un tema
en particular, con dosis casi siempre excesivas de «color local». Los
británicos, tal vez gracias a su reciente pasado colonial, suelen
instalarse a largo plazo, aprenden mejor los idiomas, tienen lecturas
más detenidas y amplias, y frecuentemente «go native», es decir, toman
carta de naturalización cultural y sentimental. Se benefician, además,
del estilo más fluido y natural que adquieren desde el colegio
escribiendo essays –redacciones– todo el año (aunque entiendo que el
sistema está desapareciendo). No sorprende que sus libros nos presenten
un nítido espejo en el que frecuentemente nos reconocemos con mayor
fidelidad que en los que nos ofrecen nuestros propios autores. Ese es el
caso, por ejemplo, de John Hooper y los españoles, o John Ardagh
(recientemente fallecido) y Francia.
El libro de Michael Reid es mejor aún. Corresponsal en la América Latina
desde 1982, Reid es redactor de la sección latinoamericana del
semanario inglés The Economist desde 1999, con sede en Londres.
Al contrario de muchos de los latinoamericanistas clásicos de la prensa
británica y mundial, Reid se interesa en la región por lo que ella es y
no por lo que se imagina que debiera ser o le gustaría que fuera. Forgotten Continent,
sin embargo, no es lo que, con justificado desdén, suele llamarse «un
libro periodístico». No es una colección de artículos ni de refritos
hilvanados para parecer un libro, aunque ésa pudiera ser su materia
prima. Siguiendo el excelente consejo de Josep Pla, Reid ha escrito un
libro para entender mejor su tema. Algunos reseñistas, que no sólo no
han leído la obra, sino que tampoco leen The Economist, han
afirmado que era de esperar que un redactor de esa revista viera con
buenos ojos las reformas económicas con que la región ha tratado de
integrarse en la globalización. Reid aclara en la introducción que sus
opiniones no son las del semanario y que, incluso, «muchos de sus
colegas» no deben de compartirlas. Podemos creerle, pues la revista ha
dado un fuerte viraje a la izquierda (junto con el Financial Times,
del mismo grupo) en los últimos años, tan pronunciado que la actitud de
centroizquierda de Reid debe de parecer casi reaccionaria. No lo es, y
todas sus objeciones a los fetiches progresistas son fruto de una
obstinada probidad profesional. Acepta y comparte los nobles
sentimientos y las buenas intenciones, pero los hechos son los hechos y
las categorías no son intercambiables.
Al mismo tiempo, el libro no es una polémica, sino una investigación, y
en eso reside su principal mérito. Reid observa que la izquierda de los
países ricos, «mientras disfruta de la libertad y prosperidad de la
democracia capitalista», mantiene que los autoritarios caudillos
socialistas, supuestamente benevolentes, ofrecen una solución válida a
la miseria y corrupción de lo que consideran capitalismo. Capítulo tras
capítulo, Reid demuestra que la práctica democrática del capitalismo ha
sido tan rara como episódica en la totalidad de la región. Sin embargo,
Reid sostiene que la América Latina puede aspirar a «la prosperidad en
libertad» de los países ricos. Más aún, que «nunca ha estado tan cerca
[de ella] en ningún otro período de su historia». Después de décadas de
tropezones y reveses, «la región se ha convertido en el más importante y
arduo laboratorio de la viabilidad del capitalismo democrático como
proyecto global».
Esta no es una «tesis», sino una observación minuciosamente documentada.
Después de plantearla, Reid dedica tres densos capítulos en los que
indaga en las raíces históricas del fenómeno que estudia. Sus
incursiones en el terreno «académico», además de resumir con concisión y
transparencia la bibliografía que normalmente sólo es leída por los
especialistas, enriquecen la materia con el análisis de temas que suelen
esconderse en la impenetrable jerga profesional de politólogos y
economistas. Por ejemplo, el «lector común» de Virginia Woolf
–razonablemente bien informado– comprenderá mejor con Reid conceptos
básicos como populismo, neoliberalismo, teoría de la dependencia o
modelo exportador. Reid investiga sus orígenes históricos, carga
ideológica y evolución en la práctica, en oportunos ensayos en miniatura
que convierten el libro en sustanciosa obra de referencia. Las nueve
páginas de apretada tipografía que enumeran la bibliografía absorbida
por el autor equivalen a un curso de verano.
El meollo del libro, sin embargo, son las dos secciones sobre las
reformas económicas en el marco democrático de las últimas décadas. La
historia latinoamericana independiente se divide en grandes períodos de
crecimiento con políticas «liberales» –modelo exportador– y los períodos
de estancamiento o regresión bajo el signo populista-progresista, con
el modelo «desarrollo para adentro». La terminología al uso es equívoca y
desorienta. Por ejemplo, las dictaduras militares son consideradas
inevitablemente de derecha y conservadoras, brazo armado del
«neoliberalismo». Pero casi todas ellas –y no sólo las dictaduras
militares de izquierda, que también las hubo– eran favorables a un
Estado todopoderoso que dominaba, cuando no acaparaba, las principales
actividades económicas de manera poco distinguible del socialismo. Pocos
se acuerdan de que, antes del regreso del liberalismo, reinaron durante
más de medio siglo el populismo «social» y un keynesianismo
socializado, entre las recetas menos tóxicas. Y todos olvidan que el
plúmbeo y parasitario PRI mexicano era, como su nombre lo indica, la
institucionalización de un movimiento revolucionario, teóricamente lo
opuesto del reaccionarismo conservador.
Parece haber acuerdo en que el retorno «neoliberal» cuajó en el llamado
Consenso de Washington, formulado en 1989, que, según la mitología
radical, habría impuesto por la fuerza un modelo que ha empobrecido a la
región. Sin levantar la voz, Reid se limita a establecer la intrincada
cronología comprobable, acompañada de las estadísticas de uso común.
Queda así claro que las reformas atribuidas al Consenso de Washington
pueden precederlo no sólo en la práctica (como el «tratamiento de
choque» de 1985 en Bolivia), sino también en la teoría (la CEPAL
comienza a desdecirse en los ochenta). Más aún, lejos de ser dictado, el
Consenso se origina básicamente en la región, dado el fracaso épico de
todas las opciones «heterodoxas», y tan solo es descrito y bautizado, a
posteriori, en Washington. La globalización y sus efectos tuvieron
importancia. En 1966 Brasil era más rico que Corea del Sur; en los años
ochenta, la situación comienza a invertirse; en 2002 el modelo
exportador ortodoxo coreano había superado al rival brasileño. Tanto el
socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso como el socialista Lula da
Silva tomaron nota.
Reid es igualmente contundente sobre la relación entre las reformas, por
un lado, y la pobreza y desigualdad, por otro. La simple victoria sobre
la inflación, al mismo tiempo instrumento y cadalso de los populistas, y
endémica en la región, significó la abolicion del más injusto e
implacable impuesto que pueda recaer sobre los pobres. En Brasil, el
control de la inflación significó reducir la pobreza en un 20%. Además,
cuando las reformas son realizadas de manera sistemática y continua, sus
resultados son notables. Por ejemplo, la pobreza ha disminuido en la
región desde los noventa en apenas un 5%, lo que es claramente
insuficiente. Pero en Chile, donde las reformas económicas han echado
raíces y florecido, se ha reducido la pobreza desde un 45% en la década
de los ochenta a 13,7% en 2006. Incluso gobiernos menos competentes han
conseguido –al liberar los recursos antes acaparados por el Estado–
aumentar significativamente los gastos sociales, que la mitología
miserabilista considera virtualmente abolidos: entre 1989-1991 y
2002-2003 aumentaron en un 39%, creciendo incluso en la recesión de
1998-1999. Todo esto al tiempo que había que lidiar con gigantescos
problemas intratables, como la mencionada marejada migratoria, que
muchos países ricos no consiguen manejar con éxito. Lima ha aumentado su
población por ocho desde los años sesenta; habría que imaginarse el
equivalente en Nueva York o París.
El modelo alternativo, preconizado por Hugo Chávez y Evo Morales, ha
conseguido convertir a Cuba, uno de los tres países más prósperos de la
región en los años cincuenta, en el segundo más pobre, después de Haití y
por encima de Bolivia. En el resto de la región los ingresos per cápita
han aumentado en un 11%. Las reformas del último cuarto de siglo han
sido casi siempre pocas y tardías, y algunas veces desmañadas y
deshonestas. Reid enumera y cataloga sus triunfos y miserias
ecuánimemente. Pero el catalejo invertido de Montesquieu impone la
debida perspectiva. Es verdad que una quinta parte de los
latinoamericanos se debaten en la pobreza, pero también es cierto que
uno de los problemas de la región al tratar de aplicar el modelo
exportador es que sus salarios son demasiado altos para competir con
China e India (la legendariamente pobre Bolivia goza, según la ONU, de
un nivel de vida superior al de India, aunque su modestia le impida
exigir un lugar en el Consejo de Seguridad).
Pero hay algo más, de capital importancia: todo eso ha sido obtenido en
democracia. Brasil es la cuarta democracia más populosa del planeta, y
la región ocupa el tercer lugar como grupo de regímenes democráticos. En
1977 sólo cuatro países latinoamericanos no eran dictaduras. Hoy la
única excepción al consenso democrático es Cuba, pero ahora aun los
epígonos de La Habana cumplen con el requisito previo de elegirse con el
voto popular. Además, señala Reid, la democracia no ha sido impuesta
por las armas de un invasor. Y todo eso a pesar de que «uno de los
problemas a que se enfrentan las democracias latinoamericanas es la
persistente negación de todo y cualquier progreso por parte de muchos
universitarios, periodistas y políticos». El virtual monopolio en la
esfera pública de la versión miserabilista hace que resulte aún más
admirable el desarrollo democrático. Eso significa que el ciudadano
común –sin suficiente tiempo, recursos o educación para informarse– sabe
de ella de alguna manera y está dispuesto, por lo menos, a hacer la
prueba.
Con toda su prudencia, Reid es un optimista en la cuestión. Por una
parte cree que el actual período democrático impulsará el desarrollo
económico, al mismo tiempo que advierte de que «la democracia sólo puede
prosperar en la América Latina si va pareja a un crecimiento económico
acelerado, pues el crecimiento es en parte una tarea política». Es
verdad, como nos recuerda, que la democracia consiguió superar las
crisis de la «media década perdida» de 1998 a 2002. Pero hay motivos
para dudar. Una de las glorias de Colombia ha sido su secular tradición
democrática –que, como Reid apunta, compite con ventaja con buena parte
de los países europeos–, sin que eso haya resuelto el relativo atraso
económico, o siquiera el problema de la violencia política. Chávez en
Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en Ecuador fueron elegidos
democráticamente, así como la pareja Kirchner en Argentina, y se han
dedicado alegremente a demoler la economía de sus respectivos países; la
democracia podría ser la próxima en su punto de mira.
Todos los síntomas de la actual crisis económica mundial indican que el
segundo gran período de globalización podría estar llegando a su fin.
Reid narra con precisión las secuelas del derrumbe posterior a 1929 en
la historia y la economía latinoamericanas, una de las cuales fue el
surgimiento del populismo clásico. Sería tentador decir que la versión
actual repite esa historia trágica como farsa. Pero la «batalla por el
alma latinoamericana» que Michael Reid sitúa en el remate arquitectónico
de su excelente libro podría ser cruenta. Reid justifica su título algo
dramático, El continente olvidado, afirmando que la región no
es lo suficientemente pobre para inspirar piedad, ni lo suficientemente
peligrosa para incitar a cálculos estratégicos. Pero no puede desecharse
la posibilidad de que, entre mandones, aturdidos e indiferentes, se
incite a cálculos que terminen inspirando piedad.