En la primera novela de la célebre serie Guía del autoestopista galáctico,
una raza de seres hiperinteligentes y pandimensionales deciden
encontrar la respuesta definitiva a la cuestión suprema de la
existencia. Para ello construyen un gigantesco ordenador, al que
bautizan, apropiadamente, como Pensamiento Profundo1.
El computador pone manos a la obra y al cabo de siete millones y medio
de años contesta: «Cuarenta y dos». En ese preciso instante, los
creadores de la máquina se percatan de un detalle que se les había
escapado: averiguar la respuesta definitiva a la cuestión suprema de la
existencia vale de poco si no se conoce esta última.
En cambio, Stephen Hawking y Leonard Mlodinow parecen tener clarísimas
las preguntas trascendentales, que nos espetan a bocajarro ya en la
solapa de su reciente y controvertido libro, El gran diseño.
Entre ellas: ¿cuándo y cómo empezó el universo? ¿Por qué estamos aquí?
¿Por qué existe algo en lugar de nada? Y cómo no: ¿es el universo una
prueba de la existencia de Dios, o puede ofrecer la ciencia otra
explicación?
Eso sí, la respuesta que nos avanzan en el primer capítulo («El misterio del ser») es casi tan críptica como la que Pensamiento Profundo
da a los alienígenas. En lugar de «cuarenta y dos», Hawking y Mlodinow
declaran que: «Explicaremos [en este libro] cómo la teoría M puede
ofrecer respuestas a las cuestiones de la creación».
En caso de que algún desconfiado se pregunte qué hacen este par de físicos2
metidos a profetas, los autores nos informan, en la mismísima primera
página que: «Tradicionalmente, estas son preguntas para filósofos, pero
la filosofía ha muerto. La filosofía no ha sabido responder a los
modernos desarrollos de la ciencia, en particular de la física». Y por
si no quedaba lo bastante claro: «Los científicos se han convertido en
los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra cruzada por
el conocimiento».
Estas y otras perogrulladas por el estilo, junto con el aluvión de
sentencias grandilocuentes dejadas caer a matacaballo («La teoría M
predice que un gran número de universos fueron creados de la nada. Esta
creación no requiere la intervención de un ser sobrenatural o Dios»),
convierten la introducción en un auténtico cabo de Hornos que más de un
lector no logrará superar. Los que lo consigan se encontrarán, en el
segundo capítulo («Las reglas de la ley»), con una rápida, amena y algo
ingenua historia de la evolución del pensamiento científico, desde
Aristóteles hasta Newton, pasando por Kepler y Galileo. Sigue una
interesante discusión del concepto de «ley natural» (o ley física),
ejemplificada por las leyes de la gravedad de Newton, capaces de
describir las órbitas de los cuerpos celestes y fenómenos tales como las
mareas. Una vez establecida la noción de que la naturaleza está
gobernada por tales leyes, los autores plantean las siguientes
preguntas: 1) ¿Cuál es el origen de las leyes físicas? 2) ¿Hay un solo
conjunto posible de leyes físicas? 3) ¿Hay excepciones a dichas leyes,
esto es, milagros?
Mientras que la respuesta a las dos primeras preguntas queda aplazada a
capítulos posteriores, Hawking y Mlodinow despachan la última con una
contundente negativa, bien ilustrada por la conocida anécdota en que
Laplace, interpelado por Napoleón sobre el papel divino en el orden
natural, responde: «Señor, no necesito incluir a Dios entre mis
hipótesis». Como veremos más adelante, mejor hubieran hecho los autores
de El gran diseño en atenerse a tan sobria postura.
El tercer capítulo («¿Qué es la realidad?») es uno de los mejores del
libro. Se abre con una anécdota tan apropiada como divertida (el mundo
según los habitantes de una pecera) y razona de manera bastante
afortunada sobre el concepto de modelo científico y su papel a la hora
explicar la realidad, incluyendo la posibilidad de que ésta pueda
describirse por medio de modelos distintos pero equivalentes (capaces de
explicar con igual exactitud las observaciones).
La idea de una realidad dependiente de modelo, que en la introducción
sonaba a dislate, se explica aquí utilizando el excelente ejemplo de la
naturaleza de la luz. Newton la formula como una sucesión de
corpúsculos, una aproximación que le permite explicar los fenómenos de
reflexión y refracción, pero no los patrones de difracción. Estos
últimos requieren imaginarse la luz como una onda. El modelo ondulatorio
describe la reflexión y refracción de la luz con tanta exactitud como
la teoría de Newton, pero, además, la interferencia constructiva o
destructiva entre las crestas y valles de las ondas luminosas dan
precisa cuenta de los fenómenos de difracción que el modelo corpuscular
no consigue explicar. Y, sin embargo, en el modelo ondulatorio no tiene
cabida el efecto fotoeléctrico, que tantas aplicaciones rutinarias (el
control de las puertas de los ascensores, por ejemplo) ha encontrado hoy
en día. Así que Einstein resucita a Newton, en uno de los encores
más bellos de la historia de la ciencia, inventando el concepto de
fotón (esto es, un corpúsculo de luz, similar a los objetos newtonianos)
y casi inventando, de paso, la física cuántica, de la que luego
renegaría.
Sigue un capítulo igualmente feliz («Historias alternativas»), en el que
se introducen los experimentos de doble rendija. Cuando se dispara un
haz de electrones contra un blanco opaco en el que se han practicado dos
orificios o rendijas separados por una cierta distancia, se observa
(situando tras las rendijas algún tipo de detector, como una pantalla
fluorescente) un curioso fenómeno. Si imaginamos los electrones como
corpúsculos de materia (parecidos a balines, o diminutas pelotas de
golf), el patrón que esperamos observar es una concentración de señales
detrás de cada rendija, que decrece a medida que nos movemos hacia el
espacio entre ambas. Es decir, los electrones pasan o por una abertura o
por la otra y, por tanto, se detectan con alta probabilidad justo
detrás de cada orificio, pero no entre ambos.
En lugar de este dibujo, multitudes de experimentos extremadamente
precisos observan un patrón de difracción, en el que se alternan zonas
de alta y baja intensidad. Se trata de la misma respuesta que mediríamos
si, en lugar de electrones, hubiera pasado una onda de luz por las
rendijas. Pero si el electrón se comporta como una onda, entonces,
frente a la disyuntiva de por cuál rendija pasar, se diría que escoge
colarse por ambas a la vez. Elaborando a partir de tan sorprendente
fenómeno, los autores introducen los rudimentos de la física cuántica,
incluyendo el principio de incertidumbre –el cual nos asegura que es
imposible conocer con precisión absoluta la velocidad y la posición de
una partícula simultáneamente–, la noción de probabilidad
cuántica (y cómo ésta se diferencia de la probabilidad clásica) y la
formulación de Feynman en términos de sumas sobre las posibles historias
cuánticas que llevan desde un estado a otro, muy gráficamente
explicada, en términos de las trayectorias de los electrones entre la
fuente y la pantalla fosforescente. La formulación de Feynman asigna una
probabilidad (que puede ser muy pequeña, pero no nula) a todas las
posibles trayectorias, incluyendo las que pasan por ambas rendijas
simultáneamente.
A estas alturas el lector ya se encuentra bastante a gusto. Da la
impresión de que, tras los fuegos de artificio, nos encontramos, después
de todo, con un buen libro de divulgación, capaz de exponer, con un
lenguaje sencillo pero razonablemente preciso, los fundamentos de la
física moderna. La lectura, además, es amena y agradable, a pesar de los
frecuentes chistes –con poca gracia– que jalonan todo el texto.
Pero el romance dura poco. El quinto capítulo («La teoría de todo»)
parece escrito para acabar con el lector más arrojado. Arranca con
cuatro veloces páginas dedicadas a explicar el concepto de unificación,
utilizando el ejemplo de cómo las fuerzas eléctricas y magnéticas pueden
describirse mediante una sola teoría, el electromagnetismo, explicitado
por las leyes de Maxwell. Aún más veloz es la introducción a la teoría
de la relatividad y no menos rápida la descripción de las interacciones
que gobiernan el comportamiento de las partículas elementales (gravedad,
electromagnetismo, fuerza débil –responsable de las desintegraciones
radioactivas– y fuerza fuerte, responsable de las interacciones
nucleares).
Sigue un cursillo acelerado (otras cuatro páginas escasas) de teoría
cuántica de campos, incluyendo el uso de diagramas de Feynman y los
juegos malabares que permiten eliminar los infinitos (renormalizar) que
aparecen en los cálculos de electrodinámica cuántica y unificar la
teoría débil con el electromagnetismo, resultando en el llamado Modelo
Estándar. A los que superen el empacho les aguarda una todavía más
apresurada descripción de la cromodinámica cuántica (que gobierna el
comportamiento de los quarks, o componentes elementales de protones y
neutrones) y una incursión por las teorías de la Gran Unificación (o
GUTS).
Pero eso no es nada. Si queda algún superviviente, Hawking y Mlodinow le
han preparado, en las últimas páginas del capítulo, una maratón que
discurre por las teorías cuánticas de la gravedad, las fluctuaciones del
vacío y las teorías supersimétricas, hasta alcanzar las supercuerdas y
la federación, república o alianza de teorías denominada M. Conscientes
de que cualquiera que siga todavía leyendo es capaz de digerir lo que le
echen, los autores acaban con una traca final que incluye una
divagación sobre las once dimensiones que predica la teoría M y cómo
esta multiplicidad posibilita diferentes universos, dependiendo de la
manera en que uno escoja plegar las dimensiones sobrantes que la teoría
predice: «Y entonces llegó la incertidumbre cuántica, el espacio curvo,
los quarks, las cuerdas y las dimensiones extra y el resultado neto de
su trabajo es 100500 universos, cada uno con leyes diferentes».
Es una pena. Las ideas que se exponen en este capítulo son importantes, y
su exposición correcta, de haber seguido el modelo de los capítulos
cuarto y quinto hubiera requerido mucho más espacio y paciencia. También
más sentido crítico. No puede ponerse al mismo nivel la teoría de la
relatividad (comprobada minuciosamente por numerosos experimentos) o
incluso el Modelo Estándar, cuya validación nos ha mantenido ocupados a
los físicos de partículas durante las últimas cinco décadas, con otras
teorías aún no confirmadas experimentalmente, tales como la
supersimetría (que el LHC descubrirá, o no), y aún menos con
especulaciones todavía más lejanas de la verificación experimental como
las teorías de supercuerdas.
¿Y qué decir del capítulo seis («Escogiendo nuestro universo»)? Aquí se
despachan, también en un santiamén, el universo inflacionario, las
perforaciones del espacio-tiempo y el concepto de multiverso (la noción
de que el nuestro puede no ser sino uno de los numerosos cosmos que se
forman en una especie de sopa de burbujas primigenia, creada a partir de
las fluctuaciones del vacío cuántico) para llegar a la cuestión que
obsesiona a los autores. Si existe un vasto paisaje de posibles
universos, entre los cuales el nuestro parece especialmente afinado para
nosotros: ¿se trata de una evidencia de la existencia de la divinidad, o
bien ofrece la ciencia otra explicación alternativa a tan
cuidadosamente diseñado entorno?
La idea de que nuestro universo está increíblemente ajustado para
permitir la existencia de observadores inteligentes se desarrolla en el
capítulo siete («El milagro aparente») en términos del principio
antrópico, que, en su versión más radical, postula que las leyes de la
Física pueden explicarse exigiendo que sean exactamente las necesarias
para generar un cosmos en el que puedan aparecer precisamente esos
observadores inteligentes. A diferencia de los dos capítulos anteriores,
éste no se lee mal, aunque resulta paradójico que Hawking y Mlodinow le
dediquen mucho más espacio al principio antrópico (que para muchos
científicos practicantes no deja de ser pura especulación, por no decir
divertimento) del que le han dedicado a la unificación o a la
relatividad.
En todo caso, tras haber elaborado sobre cómo las leyes de la física
cuántica permiten la formación de múltiples universos, cada uno de los
cuales se crea con su conjunto particular de leyes físicas, y después de
explicar cómo el principio antrópico selecciona el especialísimo
subgrupo de leyes que hace posible la existencia de seres inteligentes
capaces de especular sobre éstas, Hawking y Mlodinow podrían haber
tomado ejemplo de Laplace. El universo que han esbozado (a toda prisa,
eso sí) es lo bastante rico y extraño, lo bastante prodigioso y bello,
como para que no sea necesario andarse con teologías de barrio. Mejor
hubiera sido dedicar más tiempo a explicar la arquitectura del universo
que perderlo con especulaciones sobre la existencia o no de un
arquitecto.
No es ese el plan de los autores. En el último capítulo («El gran
diseño») nos adentramos de nuevo en los procelosos mares de la filosofía
de taberna galáctica. Tras divagar un rato sobre el juego de la vida de
Conway –un sistema primitivo de vida artificial, con no poco interés,
pero cuya conexión con el universo y la existencia o no de un dios
redentor se nos escapa–, Hawking y Mlodinow nos informan de que la
creación espontánea es la razón por la que existe algo en lugar de nada.
O, en otras palabras –nos dicen–, ha llegado el momento de sustituir a
Dios por... M.
Regresemos por un instante a la guía del autoestopista galáctico, donde
nuestros hiperinteligentes alienígenas se rascan el pandimensional
cogote, rumiando el resultado de siete millones y medio de sesudos
cálculos: «Cuarenta y dos». Pero, ¿cuál es la pregunta cuya críptica
respuesta acaba de darles Pensamiento Profundo? Para
averiguarlo, los alienígenas construyen otro superordenador todavía más
potente, que resulta ser nada menos que la Tierra. Una vez puesto en
marcha el ingenio (con sus creadores a bordo, disfrazados de ratones),
el nuevo cálculo ocupa la friolera de diez millones de años. Pero, ay,
cinco minutos antes de que los curiosos ratones averigüen cuál es
exactamente la cuestión suprema, una raza de burócratas siderales
destruye el planeta. Los ratones se ven obligados, entonces, a
inventarse una falsa pregunta para salvar la cara.
Desgraciadamente, da la impresión de que en este libro nos encontramos
exactamente en la misma situación. La falsa pregunta que Hawking y
Mlodinow inventan es si la ciencia puede o no obviar la existencia de
Dios. Es una pregunta falsa porque la ciencia, por definición, se ocupa
de lo físico y la existencia de Dios se encuadra en el territorio de lo
metafísico.
Imagine el lector que nuestro universo no sea otra cosa que un
gigantesco programa ejecutándose en un ordenador sideral en el que hay
programadas una serie de leyes básicas, incluyendo una gravedad cuántica
que sostiene un vacío capaz de fluctuar en múltiples universos. Esas
leyes son accesibles a los físicos que viven en el multiverso (a su vez
parte del programa) y su estudio les permite concluir, como Laplace, que
Dios es una hipótesis innecesaria a la hora de describir los fenómenos
que les rodean. En otras palabras, les es posible afirmar que el
programa es coherente y no se detectan errores (las leyes de la Física
no fallan y no se observan milagros). Pero no les es posible saber nada
del Programador. Puede que haya uno solo, o varios, o ninguno (en un
universo en que nuestro programa es escrito por otro programa y así
hasta el infinito). Puede que tal programador, si existe, sea benévolo y
realice sistemáticamente un back-up del sistema, que de paso
nos garantice la vida eterna, y puede que no seamos más que un virus
informático que intenta eliminar a toda costa. En todo caso, no hay
forma de saberlo y, por tanto, la especulación sobre la naturaleza o no
del programador o programadores no pertenece al ámbito científico.
Es cierto que la ciencia ha eliminado la noción primitiva de un mundo
regido por el capricho de deidades. No es menos cierto que ninguna de
nuestras observaciones, desde la escala subatómica a la ultragaláctica,
ha detectado jamás elemento sobrenatural alguno. Parece de cajón que el
universo del hombre del siglo XXI no puede albergar el mismo tipo de
divinidad que regía los destinos de las tribus nómadas de hace tres mil
años. Puede que muchos, incluyendo el que suscribe, lleguen al
convencimiento de que tal divinidad no existe. Puede, incluso, que tal
conclusión suponga una liberación. Pero para este viaje no se precisaban
tales alforjas. Pretender que la teoría M –que, por cierto, nunca nos
explican– permite eliminar el concepto de Dios es meterse en camisa de
once varas, e invita, como ha sido el caso, a un aluvión de estéril
polémica.
La polémica ya había arrancado en nuestro país mucho antes de que el
libro llegara a las librerías el pasado 15 de noviembre. A pesar de que
poca gente había leído un texto que no estaba disponible en su idioma,
los blogs rezumaban ya opiniones para todos los gustos. Puede que el
problema que Hawking y Mlodinow encuentran es que el campo de la
divulgación científica se encuentra muy trillado. Es difícil competir
con obras maestras como Los tres primeros minutos del universo de Steven Weinberg o aportar algo nuevo a trabajos tan completos y coherentes como El universo elegante de Brian Green. Ciertamente, El gran diseño dista mucho de ambas obras.
Y, para vender –ya lo dijo Wilde–, que hablen de mí, aunque sea bien. Da
entonces la impresión de que nuestros autores parten de una respuesta
críptica («M») y deciden formular, en ausencia de un computador lo
bastante grande como para dar con la auténtica cuestión, una pregunta
mal planteada, que no viene al caso. Pero si el crimen lleva parejo el
castigo, El gran diseño probablemente se verá condenado a vagar
en el purgatorio habitado por blogueros y articulistas, que desde sus
respectivas trincheras le dedicarán loas o denuestos sin haberse
molestado en abrir jamás el libro.
1. En inglés, Deep Thought.
El nombre del ordenador es una referencia obvia al ingenio del mismo
nombre, desarrollado para jugar al ajedrez en la Universidad de Carnegie
Mellon y luego en IBM. Deep Thought fue derrotado fácilmente por Gary Kasparov, pero su sucesor, Deep Blue,
se cobró cumplida revancha con el campeón del mundo, imponiéndose por
dos a uno (con tres tablas) en un torneo a seis partidas celebrado en
1996. ↩
2.
Eso sí, de currículum desigual: Hawking es un prestigioso físico
matemático, titular, hasta el año 2009, de la cátedra lucasiana de
Matemáticas (Lucasian Chair of Mathematics) de la Universidad de
Cambridge, y ha sido galardonado, entre otros muchos premios, con el
Príncipe de Asturias. Mlodinow es, sobre todo un divulgador, cuya
trayectoria científica tiene algo de enfant raté. ↩