El pensamiento del afuera
I parte
(per Michael Foucault (1966). Ed PRE-TEXTOS. Valencia. 1989)
1. Miento, hablo
La verdad griega se estremeció,
antiguamente, ante esta sola afirmación: "miento”. "Hablo” pone a prueba
toda la ficción moderna.
Estas dos afirmaciones, a decir verdad no tienen el mismo peso. Ya se
sabe que el argumento de Epiménides puede refutarse si se distingue, en
el interior de un discurso que gira artificiosamente sobre sí mismo, dos
proposiciones, de las cuales la una es objeto de la otra. La
configuración gramatical de la paradoja (sobre todo si está urdida en la
simple forma de "miento” por más que trate de esquivar esta esencial
dualidad, no puede suprimirla. Toda proposición debe ser de un "tipo”
superior a la que le sirve de objeto. Que se produzca un efecto de
recurrencia de la proposición-objeto a aquella que la designa, que la
sinceridad del Cretense, en el momento en que habla, se vea comprometida
por el contenido d su afirmación, que pueda estar mintiendo al hablar
de la mentira -todo esto es menos un obstáculo lógico insuperable que la
consecuencia de un hecho puro y simple: el sujeto hablante es el mismo
que aquel del que se habla. En el momento en que pronuncio lisa y
llanamente "hablo”, no me encuentro amenazado por ninguno de esos
peligros; y las dos proposiciones que encierra ese único enunciado
("hablo” y "digo que hablo”) no se comprometen una a la otra en
absoluto. Estoy a buen recaudo en la fortaleza inexpugnable donde la
afirmación se afirma, ajustándose exactamente a sí misma, sin desbordar
sobre ningún margen y conjurado toda posibilidad de error, puesto que no
digo nada más que el hecho de que hablo. La proposición-objeto y
aquella que la enuncia se comunican sin ningún obstáculo ni reticencia,
no sólo por el lado de la palabra de que se trata, sino también por el
lado del sujeto que articula esta palabra. Es por tanto verdad,
irrefutablemente verdad, que hablo cuando digo que hablo. Pero podría
ocurrir que las cosas no fueran tan simples. Si bien la posición formal
del "hablo” no plantea ningún problema específico, su sentido, a pesar
de su aparente claridad, abre un abanico de cuestiones quizá ilimitado.
"Hablo” en efecto se refiere a un discurso que, a la vez que le ofrece
un objeto, le sirve de soporte. Ahora bien, este discurso está ausente;
el "hablo” no es dueño de su soberanía más que en la ausencia de
cualquier otro lenguaje; el discurso del que hablo no preexiste a la
desnudez enunciada en el momento en que digo "hablo”; y desaparece en el
mismo instante en que me callo. Toda posibilidad de lenguaje se
encuentra aquí evaporada por la transitividad en que el lenguaje se
produce. El desierto es su elemento. ¿A qué extrema sutileza, a qué
punto singular y tenue, llegaría un lenguaje que quisiera reivindicarse
en la despojada forma del "hablo”? A menos, precisamente, que el vacío
en que se manifiesta la exigüidad sin contenido del "hablo” no sea una
abertura absoluta por donde el lenguaje puede propagarse al infinito,
mientras el sujeto -el "yo” que habla- se fragmenta, se desparrama y se
dispersa hasta desaparecer en este espacio desnudo. Si en efecto el
lenguaje sólo tiene lugar en la soberanía solitaria del "hablo”, nada
tiene derecho a limitarlo, -ni aquel al que se dirige, ni la verdad de
lo que dice, ni los valores o los sistemas representativos que utiliza;
en una palabra, ya no es discurso ni comunicación de un sentido, sino
exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplegada; y
el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso (aquel que
lo detenta, que afirma y juzga mediante él, representándose a veces bajo
una forma gramatical dispuesta a estos efectos), como la inexistencia
en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del
lenguaje.
Se acostumbra creer que la literatura moderna se caracteriza por un
redoblamiento que le permitiría designarse a sí misma; en esta
autorreferencia, habría encontrado el medio a la vez de interiorizarse
al máximo (de no ser más que el enunciado de sí misma) y de manifestarse
en el signo refulgente de su lejana existencia. De hecho, el
acontecimiento que ha dado origen a lo que en un sentido estricto se
entiende por "literatura” no pertenece al orden de la interiorización
más que para una mirada superficial; se trata mucho más de un tránsito
al "afuera”: el lenguaje escapa al modo de ser del discurso -es decir, a
la dinastía de la representación-, y la palabra literaria se desarrolla
a partir de sí misma, formando una red en la que cada punto, distinto
de los demás, a distancia incluso de los más próximos, se sitúa por
relación a todos los otros en un espacio que los contiene y los separa
al mismo tiempo. La literatura no es el lenguaje que se identifica
consigo mismo hasta el punto de su incandescente manifestación, el
lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo; y si este ponerse "fuera
de sí mismo”, pone al descubierto su propio ser, esta claridad
repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más que
un retorno de los signos sobre sí mismos. El "sujeto” de la literatura
(aquel que habla en ella y aquel del que ella habla), no sería tanto el
lenguaje en su positividad, cuanto el vacío en que se encuentra su
espacio cuando se enuncia en la desnudez del "hablo”. Este espacio
neutro es el que caracteriza en nuestros días a la ficción occidental (y
esta es la razón por la que ya no es ni una mitología ni una retórica).
Ahora bien, lo que hace que sea tan necesario pensar esta ficción
-cuando antiguamente de lo que se trataba era de pensar la verdad-, es
que el "hablo” funciona como a contrapelo del "pienso”. Éste conducía en
efecto a la certidumbre indudable del Yo y de su existencia; aquél, por
el contrario, aleja, dispersa, borra esta existencia y no conserva de
ella más que su emplazamiento vacío. El pensamiento del pensamiento,
toda una tradición más antigua todavía que la filosofía nos ha enseñado
que nos conducía a la interioridad más profunda. La palabra de la
palabra nos conduce por la literatura, pero quizás también por otros
caminos, a ese afuera donde desaparece el sujeto que habla. Sin duda es
por esta razón por lo que la reflexión occidental no se ha decidido
durante tanto tiempo a pensar el ser del lenguaje: como si presintiera
el peligro que haría correr a la evidencia del "existo” la experiencia
desnuda del lenguaje.
2. La experiencia del afuera
La transición hacia un lenguaje en que
el sujeto está excluido, la puesta al día de una incompatibilidad, tal
vez sin recursos, entre la aparición del lenguaje en su ser y la
conciencia de sí en su identidad, es hoy en día una experiencia que se
anuncia en diferentes puntos de la cultura: en el mínimo gesto de
escribir como en las tentativas por formalizar el lenguaje, en el
estudio de los mitos y en el psicoanálisis, en la búsqueda incluso de
ese Logos que es algo así como el acta de nacimiento de toda la razón
occidental.
Nos encontramos, de repente, ante una hiancia que durante mucho tiempo
se nos había ocultado: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más
que en la desaparición del sujeto. ¿Cómo tener acceso a esta extraña
relación? Tal vez mediante una forma de pensamiento de la que la cultura
occidental n ha hecho más que esbozar, en sus márgenes, su posibilidad
todavía incierta. Este pensamiento que se mantiene fuera de toda
subjetividad para hacer surgir como del exterior sus límites, enunciar
su fin, hacer brillar su dispersión y no obtener más que su irrefutable
ausencia, y que al mismo tiempo se mantiene en el umbral de toda
positividad, no tanto para extraer su fundamento o su justificación,
cuanto para encontrar el espacio en que se despliega, el vacío que le
sirve de lugar, la distancia en que se constituye y en la que se
esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus
certidumbres inmediatas, -este pensamiento, con relación a la
interioridad de nuestra reflexión filosófica y con relación a la
positividad de nuestro saber, constituye lo que podríamos llamar en una
palabra "el pensamiento del afuera”.
Algún día habrá que tratar de definir las formas y las categorías
fundamentales de este "pensamiento del afuera”. Habrá, también, que
esforzarse por encontrar las huellas de su recorrido, por buscar de
dónde proviene y qué dirección lleva. Podría muy bien suponerse que
tiene su rigen en aquel pensamiento místico que desde los textos del
Seudo- Dionisio, ha estado merodeando por los confines del cristianismo:
quizá se haya mantenido, durante un milenio más o menos, bajo las
formas de una teología negativa. Sin embargo, nada menos seguro: pues si
en una experiencia semejante de lo que se trata es de ponerse "fuera de
sí”, es para volverse a encontrar al final, envolverse y recogerse en
la interioridad resplandeciente de un pensamiento que es de pleno
derecho Ser y Palabra, Discurso por lo tanto, incluso si es, más allá de
todo lenguaje, silencio, más allá de todo ser, nada.
Es menos aventurado suponer que la primera desgarradura por donde el
pensamiento del afuera se abre paso hacia nosotros, es, paradójicamente,
en el monólogo insistente de Sade. En la época de Kant y de Hegel, en
un momento en que la interiorización de la ley de la historia y del
mundo era imperiosamente requerida por la ciencia occidental como sin
duda nunca lo había sido antes, Sade no deja que hable, como ley sin ley
del mundo, más que la desnudez del deseo. Es par la misma época cuando
en la poesía de Hölderlin se manifestaba la ausencia resplandeciente de
los dioses y se enunciaba como una ley nueva la obligación de esperar,
sin duda hasta el infinito, la enigmática ayuda que proviene de la
"ausencia” de Dios”. ¿Podría decirse sin exagerar que en el mismo
momento, uno por haber puesto al desnudo al deseo en el murmullo
infinito del discurso, y el otro por haber descubierto el subterfugio de
los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perecer, Sade y
Hölderlin han depositado en nuestro pensamiento, para el siglo venidero,
aunque en cierta manera cifrada, la experiencia del afuera? Experiencia
que debió permanecer entonces no exactamente enterrada, pues no había
penetrado todavía en el espesor de nuestra cultura, sino flotante,
extraña, como exterior a nuestra interioridad, durante todo el tiempo en
que se estaba formulando, de la manera más imperiosa, la exigencia de
interiorizar el mundo, de suprimir las alienaciones, de rebasar el falaz
momento de la Entäusserung, de humanizar la naturaleza, de naturalizar
al hombre y de recuperar en la tierra los tesoros que se había
dilapidado en los cielos.
Así pues, fue esta experiencia la que reapareció en la segunda mitad del
siglo XIX y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que
nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el
secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera: en
Nietzsche cuando descubre que toda la metafísica de Occidente está
ligada no solamente a su gramática (cosa que ya se adivinaba en líneas
generales desde Schlegel), sino a aquellos que, apropiándose del
discurso, detentan el derecho a la palabra; en Mallarmé cuando el
lenguaje aparece como el ocio de aquello que nombra, pero más aún -desde
Igitur hasta la teatralidad autónoma y aleatoria del Libro- como el
movimiento en el que desaparece aquel que habla; en Artaud, cuando todo
el lenguaje discursivo está llamado a desatarse en la violencia del
cuerpo y del grito, y que el pensamiento, abandonando la interioridad
salmodiante de la conciencia, deviene energía material, sufrimiento de
la carne, persecución y desgarramiento del sujeto mismo; en Bataille,
cuando el pensamiento, en lugar de ser discurso de la contradicción o
del inconsciente, deviene discurso del límite, de la subjetividad
quebrantada, de la trasgresión: en Klossowsky, con la experiencia del
doble, de la exterioridad de los simulacros, de la multiplicación
teatral y demente del Yo.
De este pensamiento, Blanchot tal vez no sea solamente uno más de sus
testigos. Cuanto más se retire en la manifestación de su obra, cuanto
más está, no ya oculto por sus textos, sino ausente de su existencia y
ausente por la fuerza maravillosa de su existencia, tanto más representa
para nosotros este pensamiento mismo -la presencia real, absolutamente
lejana, centelleante, invisible, la suerte necesaria, la ley inevitable,
el vigor tranquilo, infinito, mesurado de este pensamiento mismo.
3. Reflexión, ficción
Extrema dificultad la de proveer a este
pensamiento de un lenguaje que le sea fiel. Todo discurso puramente
reflexivo corre el riesgo, en efecto, de devolver la experiencia del
afuera a la dimensión de la interioridad; irresistiblemente la reflexión
tiende a reconciliarla con la conciencia y a desarrollarla en una
descripción de lo vivido en que el "afuera” se esbozaría como
experiencia del cuerpo, del espacio, de los límites de la voluntad, de
la presencia indeleble del otro.
El vocabulario de la ficción es
igualmente peligroso: en el espesor de las imágenes, a veces en la mera
transparencia de las figuras más neutras o las más improvisadas, corre
el riesgo de depositar significaciones preconcebidas, que, bajo la
apariencia de un afuera imaginado, tejen de nuevo la vieja trama de la
interioridad. De ahí la necesidad de reconvertir el lenguaje reflexivo.
Hay que dirigirlo no ya hacia una confirmación interior, -hacia una
especie d certidumbre central de la que no pudiera ser desalojado más-
sino más bien hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente:
que una vez que haya alcanzado el límite de sí mismo, no vea surgir ya
la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a
desaparecer; y hacia ese vacío debe dirigirse, aceptando su desenlace en
el rumor, en la inmediata negación de lo que dice, en un silencio que
no es la intimidad de ningún secreto sino el puro afuera donde las
palabras se despliegan indefinidamente.
Esta es la razón por la que el
lenguaje de Blanchot no hace un uso dialéctico de la negación. Negar
dialécticamente consiste en hacer entrar aquello que se niega en la
interioridad inquieta de la mente. negar su propio discurso, como lo
hace Blanchot, es sacarlo continuamente de sus casillas, despojarlo en
todo momento no sólo de lo que acaba de decir, sino también del poder de
enunciarlo: consiste en dejarlo allí donde se encuentre, lejos tras de
sí, a fin de quedar libre para un comienzo -que es un puro origen,
puesto que no tiene por principio más que a sí mismo y al vacío, pero
que es también a la vez un recomienzo, ya que ha sido el lenguaje pasado
el que profundizando en sí mismo ha liberado este vacío. No más
reflexión, sino el olvido; no más contradicción, sino la refutación que
anula; no más reconciliación, sino la reiteración: no más mente a la
conquista laboriosa de su unidad, sino la erosión indefinida del afuera;
no más verdad resplandeciendo al fin, sino el brillo y la angustia de
un lenguaje siempre recomenzado. "No una palabra, apenas un murmullo,
apenas un escalofrío, menos que el silencio, menos que el abismo del
vacío; la plenitud del vacío, algo a lo que no se puede callar, que
ocupa todo el espacio, lo ininterrumpido, lo incesante, un escalofrío y
acto seguido un murmullo, no un murmullo sino una palabra, y no una
palabra cualquiera, sino distinta, justa, a mi alcance”
Al lenguaje de la ficción se le pide una conversión simétrica. Este debe
dejar de ser el poder que incansablemente produce y hace brillar las
imágenes, y convertirse por el contrario en la potencia que las desata,
las aligera de todos sus lastres, las alienta con una transparencia
interior que poco a poco las ilumina hasta hacerlas explotar y las
dispersa en la ingravidez de lo inimaginable.
Las ficciones de Blanchot
serán, antes que imágenes propiamente dichas, la transformación, el
desplazamiento, el intervalo neutro, el intersticio de las imágenes. Son
imágenes precisas. Sus figuras se dibujan únicamente en la existencia
gris de lo cotidiano y del anonimato; y cuando dejan sitio a la
fascinación, no se trata nunca de ellas mismas, sino del vacío que las
rodea, del espacio donde se encuentran sin raíz y sin zócalo. Lo
ficticio no se encuentra jamás en las cosas ni en los hombres, sino en
la imposible verosimilitud de aquello que está entre ambos: encuentros,
proximidad de lo más lejano, ocultación absoluta del lugar donde nos
encontramos. Así pues, la ficción consiste no en hacer ver lo invisible
sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo
visible.
De ahí su parentesco profundo con el espacio, que, entendido
así, es a la ficción lo que la proposición negativa es a la reflexión
(cuando precisamente la negación dialéctica está ligada a la fábula del
tiempo). Tal es sin duda el papel que representan, en casi todos los
relatos de Blanchot, las casas, los pasillos, las puertas y las
habitaciones: lugares sin lugar, umbrales atrayentes, espacios cerrados,
prohibidos y sin embargo abiertos a los cuatro vientos, pasillos en los
que se abren de golpe las puertas de las habitaciones provocando
insoportables encuentros, separados por abismos infranqueables para la
voz, abismos que ahogan hasta los mismos gritos; corredores que
desembocan en nuevos corredores donde, por la noche, resuenan, más allá
del sueño, las voces apagadas de los que hablan, la tos de los enfermos,
el estertor de los moribundos, el aliento entrecortado de que no acaba
nunca de morirse: habitación más larga que ancha, estrecha como un
túnel, donde la distancia y la proximidad, -la proximidad del olvido, la
distancia de la espera- se acortan y se ensanchan indefinidamente.
De este modo, la paciencia reflexiva, siempre de espaldas a sí misma, y
la ficción que se anula en el vacío en que desata sus formas, se
entrecruzan para formar un discurso que se presenta sin conclusión y sin
imagen, sin verdad ni teatro, sin argumento, sin máscara, sin
afirmación, independiente de todo centro, exento de patria y que
constituye su propio espacio como el afuera hacia el que habla y fuera
del que habla. Como palabra del afuera, acogiendo en sus palabras el
afuera al que se dirige, este discurso se abrirá como un comentario:
repetición de aquello que murmura incesantemente. Pero como palabra que
sigue permaneciendo en el afuera de aquello que dice, este discurso será
una etapa necesaria hacia aquello cuya luz, infinitamente tenue, no ha
recibido nunca lenguaje. Este singular modo de ser del discurso -regreso
al vacío equívoco del desenlace y del origen- define, sin duda, el
lugar común de las "novelas” o "relatos” de Blanchot y de su "crítica”.
En efecto, a partir del momento en que el discurso deja de resbalar por
la pendiente de un pensamiento que se interioriza y, dirigiéndose al ser
mismo del lenguaje, vuelve el pensamiento hacia el afuera, es además y
de una sola pieza: meticuloso relato de experiencias, de encuentros, de
gestos improbables, -lenguaje sobre el afuera de todo lenguaje, palabras
sobre la vertiente invisible de las palabras; y meditación sobre
aquello que del lenguaje existe de antemano, ha sido ya dicho, impreso,
manifestado-, escucha no tanto de aquello que se pronuncia en su
interior, cuanto del vacío que circula entre sus palabras, del murmullo
que está continuamente deshaciéndolo, discurso sobre el no-discurso de
todo lenguaje, ficción del espacio invisible donde aparece. Esta es la
razón por la cual la distinción entre "novelas”, "relatos” y "crítica”
se atenúa cada vez más en Blanchot, para terminar por no dejar hablar,
en Láttente lóubli, más que al lenguaje mismo, -lenguaje que no
pertenece a nadie, que no es de la ficción ni de la reflexión, ni de lo
que ya ha sido dicho, ni de lo que todavía no ha sido dicho, sino "entre
ambos, como ese lugar con su invariable aire libre, la discreción de
las cosas en su estado latente”.
4. Ser atraído y negligente
La atracción es para Blanchot lo que,
sin duda, es para Sade el deseo, para Nietzsche la fuerza, para Artaud
la materialidad del pensamiento, para Bataille la trasgresión: la
experiencia pura y más desnuda del afuera. Pero hay que entender bien lo
que con esta palabra se está designando: la atracción, tal como la
entiende Blanchot, no se apoya en ninguna seducción, no irrumpe ninguna
soledad, no funda ninguna comunicación positiva. Ser atraído, no
consiste en ser incitado por el atractivo del exterior, es más bien
experimentar, en el vacío y la indigencia, la presencia del afuera, y,
ligado a esta presencia, el hecho de que uno está irremediablemente
fuera del afuera. Lejos de llamar a la interioridad a aproximarse a otra
distinta, la atracción manifiesta imperiosamente que el afuera está
ahí, abierto, sin intimidad, sin protección ni obstáculo (¿cómo podría
tenerla, él que no tiene interioridad, sino que la despliega al infinito
fuera de toda clausura?); pero que a esta abertura misma, no es posible
acceder, pues el afuera no revela jamás su esencia; no puede ofrecerse
como una presencia positiva -como una cosa iluminada desde el interior
por la certidumbre de su propia existencia- sino únicamente como la
ausencia que se retira lo más lejos posible d sí misma y se abisma en la
señal que emite para que se avance hacia ella, como si fuera posible
alcanzarla.
Maravillosa simplicidad de la abertura, la atracción no tiene otra cosa
que ofrecer más que el vacío que se abre indefinidamente bajo los pasos
de aquel que es atraído, más que la indiferencia que le recibe como si
él no estuviera allí, más que el mutismo demasiado insistente como para
que se le resista, demasiado equívoco como para que se le pueda
descifrar y darle una interpretación definitiva, -nada que ofrecer más
que la seña de una mujer en la ventana, una puerta batiente, las
sonrisas de un portero a la entrada de un lugar ilícito, una mirada
abocada a la muerte.
La atracción tiene como correlato necesario la negligencia. De una a
otra, las relaciones son complejas. Para poder ser atraído, el hombre
debe ser negligente, -de una negligencia esencial que no concede ninguna
importancia a aquello que está haciendo (Thomas, en Aminadab, sólo
franquea la puerta de la fabulosa pensión por negligencia a entrar en la
casa de enfrente), y tiene por inexistente su pasado, sus parientes,
toda su otra vida que se encuentra de este modo proyectada hacia el
afuera (ni en la pensión de Aminadab, ni en la ciudad de Le très-Haut,
ni en el "sanatorio” de Le dernir homme, ni en el apartamento de Au
moment voulu, se sabe lo que ocurre en el exterior, ni importa saberlo:
se está fuera de ese afuera que no está representado, pero sí insinuado
continuamente en la blancura de su ausencia, en la palidez de un
recuerdo abstracto, o todo lo más en la reverberación de la nieve a
través de una ventana). Una negligencia semejante no es, a decir verdad,
más que la otra cara del celo -de esa aplicación muda, injustificada,
obstinada, a pesar de todos los contratiempos, en dejarse atraer por la
atracción, o más exactamente (puesto que la atracción no tiene
positividad) en ser en el vacío el movimiento sin fin y sin móvil de la
atracción misma. Klossowsky tiene mil veces razón al subrayar que Henry,
el personaje de Le Très-Haut, se llama "Sorge” (Inquietud), un nombre
que sólo aparece citado dos o tres veces en el texto.
¿Pero ese celo, está siempre despierto? ¿Acaso no perpetra un olvido
-más fútil en apariencia, pero cuánto más decisivo que el olvido masivo
de toda una vida, de todos los afectos anteriores, de todos los
parentescos? Este camino que hace avanzar sin descanso al hombre atraído
¿no es acaso, precisamente, la distracción y el error? ¿No hubiera sido
preferible "no moverse, quedarse quieto”, como se sugiere en varias
ocasiones en Celui qui ne m´accompagnait pas y en Le momen voulu? ¿Lo
propio del celo no es precisamente agobiarse con la propia inquietud,
hacer demasiadas cosas, multiplicar las gestiones, aturdirse con su
terquedad, ir por delante de la atracción, cuando precisamente la
atracción no se dirige imperiosamente, desde las profundidades de su
retiro, más que a aquel que está retirado? Forma parte de la esencia del
celo el ser negligente, el creer que aquello que está oculto es porque
está en otra parte, que el pasado va a volver, que la ley le concierne,
que él es esperado, vigilado y acechado. ¿Quién sabrá nunca si Thomas
-tal vez habría que pensar aquí en el "incrédulo”- tuvo más fe que todos
los demás, hostigando su propia creencia, pidiendo ver y tocar? Pero lo
que tocó sobre un cuerpo de carne y hueso, ¿era lo que él buscaba
cuando pedía una presencia resucitada? ¿Acaso la iluminación que le
transfigura no es tanto sombra como luz? Lucie quizá no sea aquella que
él buscaba; quizá debió preguntar a aquel que le había sido impuesto por
compañero; quizá, en lugar de querer subir a los pisos superiores para
encontrar a la improbable mujer que le había sonreído, debió seguir el
camino trillado, la pendiente más suave, y abandonarse a las potencias
vegetales de abajo. Tal vez no era él llamado, tal vez era otro el
esperado.
Tanta incertidumbre, que hace del celo y de la negligencia dos
figuras indefinidamente reversibles, tiene su origen sin duda en la
"incuria que reina en la casa”. Negligencia más visible, más disimulada,
más equívoca, pero también más fundamental que cualquier otra. En esta
negligencia todo puede ser descifrado como señal intencionada, orden
secreta, espionaje o emboscada: tal vez los perezosos criados sean
potencias ocultas, tal vez la rueda de la fortuna distribuye la suerte
escrita desde tiempos inmemorables en los libros. Pero aquí no es el
celo el que envuelve a la negligencia como su indispensable parte de
sombra, es la negligencia la que permanece tan indiferente a todo
aquello que puede ponerla de manifiesto o disimularla, que con relación a
ella cualquier gesto adquiere el valor de un signo. Thomas fue llamado
por negligencia: la abertura de la atracción forma una sola y misma cosa
con la negligencia que acoge a aquel que ella ha atraído: la coacción
que ejerce (y esta es la razón por la que es absoluta, y absolutamente
no recíproca) no es únicamente ciega; es ilusoria; no liga a nadie, pues
estaría ligada ella misma a ese lazo y no podría ser más la pura
atracción abierta.
¿Y cómo no iba a ser esencialmente negligente
-dejando que las cosas sean lo que son, dejando al tiempo pasar y volver
atrás, dejando a los hombres avanzar a su encuentro-, puesto que ella
es el afuera infinito, puesto que no hay nada que recaiga fuera de ella,
puesto que ella desata, en una pura dispersión, todas las figuras de la
interioridad?
Se es atraído en la misma medida en que por negligencia se nos rechaza; y
esta es la razón por la que era necesario que el celo consistiese en
ser negligente con esta negligencia, se convirtiese a sí mismo en
inquietud valientemente negligente, avanzase hacia la luz en la
negligencia de la sombra, hasta el momento en que descubre que la luz no
es más que negligencia, puro afuera equivalente a la noche que
dispersa, como una vela que soplase el celo negligente que ella misma
había atraído.
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