Lo maravillosamente normal. Desorientaciones (Henri Michaux)
Desearía desvelar lo
«normal», lo desconocido, lo insospechado, lo increíble, la enormidad
normal. Lo anormal me lo ha dado a conocer. Lo que ocurre, la prodigiosa
cantidad de operaciones que a lo largo de la hora más apacible llega a
realizar el hombre más vulgar, sin apenas darse cuenta, sin prestarle la
menor atención, como un trabajo rutinario que sólo le interesa por su
rendimiento y no por sus mecanismos, sin embargo maravillosos, bastante
más maravillosos que esas ideas de las que tanto se enorgullece, y a
menudo tan mediocres, manidas e indignas de ese aparato fuera de lo
corriente que las descubre y las maneja. Desearía desvelar los
mecanismos complejos que hacen que el hombre sea, ante todo, un
operador. Un buen
día, en el cine, después de haber tomado hachís, mientras seguía en la
oscuridad una película anglosajona, empezó a formarse en mí una carencia
desconocida, extraña, desagradable, que no tardó en hacerse
intolerable: no lograba saber, por más esfuerzos que hiciera por dar con
ello, en qué ciudad del mundo me encontraba. Como esa necesidad
excedió, por fin, mi goce y mi paciencia, acabé por salir. Afuera no
había más que París, París, la orilla izquierda, y eso era todo. ¿Debía
entrar de nuevo en el cine? Dudé. Renuncié a ello. Enfrentarme de nuevo a
aquella negrura sin jalones no me convenía. Sin duda había vuelto a dar
con la situación. Parte de la situación. Por momentos, la situación;
pero de modo inasequible, irregular, la volvía a perder de diez, de cien
modos distintos. ¿Qué ocurría? Me encontraba desorientado. ¿Qué quiere
decir? Desordenadamente desorientado por desorientaciones múltiples,
incesantes, incesantemente diferentes, imprevisibles; abrumado por
interrupciones de orientación. Era obligado reconocerlo: desde que había
nacido había dedicado la mayor parte del tiempo a orientarme. Obligatoriamente
alerta, golpeado sin tregua por los estallidos, los choques, las
llamadas que desde todas partes señalan, advierten, alertan, desde
siempre había deseado, como cualquier hombre, analizar la situación,
analizarla varias veces cada segundo, y volver a analizarla, como un
navío en medio de lo extraño, de la extranjería, obligado a esas
indispensables operaciones para mantenerme en un estado de conocimiento
de la situación indefinidamente cambiante.
Es
en esto en lo que se ocupa la inteligencia, de modo capital y
prioritario, y no en lecturas, estudios, exámenes. No acababa de
creérmelo. Había sido un adormecido y un soñador que, sin saberlo,
simultáneamente, había estado prodigiosamente alerta y rápido. Perezoso y
quimérico, no por ello había sido menos diligente, e indagador, y
hurgador, y explorador. Todos lo somos. ¿Cómo es posible?
Al
igual como el estómago no se digiere a sí mismo, porque es importante
que no se digiera, el espíritu también está hecho de tal modo que no es
capaz de percibirse a sí mismo, de captar directamente, constantemente,
su mecanismo y su acción, pues tiene otras cosas que percibir.
Yo
había precisado de la perturbación insidiosa de una droga, gracias a la
cual «eso» se había detenido, para permitir que, por fin, a edad ya
avanzada, percibiese verdaderamente, experimentalmente una función tan
importante, casi omnipresente, y su incesante acción que acababa de
cesar. Ese abismo de inconsciencia cotidiana, súbitamente descubierto,
desconcertante, y que jamás iba a poder olvidar, me advertía que debía
buscarla en otras partes, ya que era, también, omnipresente, al extremo
que casi se podría decir que el pensar es inconsciente. Y sin duda lo es
un 99%. Una centésima de consciente debe bastar.
Microfenómeno
por excelencia, el pensar, sus múltiples influencias, sus múltiples y
silenciosas micro-operaciones de dislocamiento, de alineamiento, de
paralelismos, de desplazamientos, de sustituciones (previas a alcanzar
un macropensamiento, un pensamiento panorámico) escapan y deben escapar.
Sólo pueden ser seguidas, y excepcionalmente, bajo el microscopio de
una atención desmesurada, cuando el espíritu monstruosamente
sobrexcitado, por ejemplo bajo el efecto de una fuerte dosis de
mescalina, modificado su campo, ve sus pensamientos como partículas, que
aparecen y desaparecen a velocidades prodigiosas. Entonces es cuando
capta su «captar», estado que, de hecho, se halla fuera de lo ordinario,
espectáculo único, y don que el drogado, sin embargo, llevado por otras
maravillas y por gustos nuevos, por juegos del espíritu de los que
anteriormente habría sido incapaz,apenas sueña con aprovechar.
Esta
revelación singular, sin embargo, no pertenece a la categoría de las
revelaciones capaces de convencer de inmediato a aquellos a quienes es
relatada, a pesar, y tal vez a causa, de su excesiva y aparente
evidencia, que puede resultar sospechosa. En ocasiones, el mismo
ex-visionario, después de volver a la norma, después de esa conciencia
tan viva de «eso» de la que sólo resta algo totalmente imperceptible, ya
no sabe qué pensar.
Por
fortuna esta manifestación reveladora no es la única. La droga, de
muchos otros modos, con gran variedad de maneras, desenmascara al
traidor, descubre, desvela las operaciones mentales, añadiendo
conciencia allá donde no existía y, paralelamente, quitándola de allí
donde siempre había estado presente, sorprendente juego de cajones que
precisan, según parece, que unos se cierren para que otros se abran.
Estos múltiples funcionamientos, normalmente ocultos, y que entonces
pasan a ser detectables, son los que constituirán, de aquí en adelante,
el objetivo de mi búsqueda -en frío. Necesito volver a encontrados, sin
duda modificados, pero no totalmente, utilización de un mismo
instrumento que no puede ser tan diferente.
Conscientes
o no, deben hallarse ahi las microinvestigaciones, los micro-manejos,
las micro-etapas, verdadero tejido del espíritu. Siento una especie de
deber por reunirme con ellos. Jamás, jamás podré subrayar bastante el
lado modesto, instrumental, del espíritu, su trabajo de obrero, después
de haberlo conocido a punto de caer averiado, escapándoseme por zonas
que, juntamente con otras zonas que empezaban a despertar, vigilaba a
duras penas, y se me escapaba aun más de otro modo cuando, maravillosa
pero peligrosamente activo, se desbocaba.
¿Qué podía hacer antes (cuando estaba normal) que no pudiese hacer
después (en el estado anormal) y que, vuelto de nuevo a la normalidad,
podía volver a hacer, y que, así, sucesivamente, decenas y decenas de
veces he podido hacer, he dejado de poder hacer o he tenido facilidad y
luego extrema dificultad en hacer? He aquí el examen que me propongo,
imperfecto, desde luego, pero indispensable.
Además
de mi propia experiencia, me ayudarán, apoyos y constantes puntos de
comparación, aquellos quienes han conocido el espíritu en su condición
lamentable y quienes, de modo más general, han tenido graves
dificultades con él -dificultades muy comprensibles.
Al
igual que el cuerpo (sus órganos y funciones) fue principalmente
conocido y desvelado, no gracias a las proezas de los fuertes, sino
gracias a los conflictos de los débiles, de los enfermos, de los
tarados, de los heridos (puesto que la salud es silenciosa y fuente de
esa impresión inmensamente errónea de que todo es miel sobre hojuelas),
así también las perturbaciones del espíritu y sus disfuncionamientos
serán mis maestros. Más que el demasiado excelente «saber pensar» de los
metafísicos, lo que verdaderamente está llamado a «descubrirnos» son
las demencias, los retrasamientos, los delirios, los éxtasis y agonías,
el «ya no saber pensar».
(Extraído
de "Las grandes pruebas del espíritu (y las innumerables pequeñas) ",
ed. Tusquets, col. Marginales, trad. Francesc Parcerisas)
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