Alimentar a la humanidad: aciertos del último medio siglo
Alimentar a la humanidad: aciertos del último medio siglo
Francisco García
Olmedo A unos pasos de la casa tucumana donde se declaró la independencia de
Argentina, le pregunto a Eduardo Trigo si piensa que la expansión de la
soja en el país ha sido un acierto o el grave error que algunos
pregonan. Eduardo, que es economista agrario y un reconocido experto en
cooperación para el desarrollo, medita antes de responderme que sin duda
ha sido un acierto, pero que no puede fundamentar su respuesta en pocas
palabras, y me remite a un capítulo al que ha contribuido en un libro
que pronto va a presentarse en Washington, Millions Fed. Proven
Successes in Agricultural Development.
La soja en Argentina y sus conflictos me han acompañado en las
frecuentes visitas a dicho país desde que, hace ocho años, una
conferencia mía en la Bolsa de Cereales de Buenos Aires fue interrumpida
por una airada manifestación de agricultores disconformes con el auge
del cultivo de la soja transgénica, cultivo cuya extensión en el país se
ha triplicado desde entonces hasta superar los 16 millones de
hectáreas.
La exportación de grano, aceite y harina de soja ha sido un
factor primordial de bonanza económica y, al mismo tiempo, un motivo de
conflicto constante, en un país que durante mucho tiempo viene
arrastrando una grave crisis. Hace dos años también me tocó vivir otro
episodio memorable, relacionado éste con el impuesto a la exportación de
soja, que Cristina Kirchner pretendía modificar de un régimen de
retenciones fijas (35%) a uno móvil (hasta el 48%) en función del precio
internacional del producto: una de las sedes de la acción cultural
española en Buenos Aires hubo de cerrar sus persianas metálicas en medio
de una conferencia porque en toda la ciudad, desde la Recoleta a la
Plaza de Mayo, estaba desarrollándose una de las más gigantescas
caceroladas de protesta de la historia. En el momento en que hablo con
Eduardo Trigo, finales de 2009, el conflicto agrario sigue siendo uno de
los factores determinantes de la creciente merma en la popularidad de
Cristina Kirchner: «En lo único en que estoy de acuerdo con ella es en
su declaración de que la soja no es más que un yuyo (maleza)», dice uno
de los contertulios, aludiendo a la facilidad de dicho cultivo en
Argentina.
En el libro mencionado, que me apresuré a obtener, el caso de la soja
ocupa su lugar entre una veintena de aciertos agroalimentarios que se
han elegido como representativos de un extenso conjunto de aportaciones
notables que han hecho del último medio siglo un período cuyo balance en
la producción de alimentos es claramente positivo, a pesar de las
indudables sombras. MEDIO SIGLO EN PERSPECTIVA
Si nos atenemos a las cifras absolutas, en torno a mil millones de
personas padecían hambre en los años cincuenta del pasado siglo y el
mismo número la padecen ahora. El hambre sigue siendo, sin duda, una de
las mayores lacras de la humanidad. Sin embargo, el número de personas
que reciben el mínimo de las calorías diarias que necesitan ha aumentado
de 2.000 millones a 5.700 millones en cincuenta años, lo que apunta a
que, en ese período, han debido abundar más los aciertos que los errores
en la producción del pan de nuestros días. Así, por ejemplo, China e
India, que en su día se consideraron como casos sin solución, se han
convertido en ejemplos de prosperidad agrícola. En China, el número de
hambrientos descendió de 303 millones en 1979-1981 a 122 millones en
2003-2005, y en India, a pesar del crecimiento vertiginoso de la
población, se pasó de 262 a 231 millones de subnutridos en el mismo
período. Y no sólo se han dado aumentos de la productividad y de la
producción agrarias, sino que se ha mejorado la calidad de los
alimentos, haciéndolos más adecuados a los grupos de población más
vulnerables: las mujeres y los niños.
Hasta hace un par de años, el número absoluto de hambrientos se había
reducido hasta los ochocientos millones, pero ha bastado el último
repunte de precios para que se haya deshecho parte del avance realizado.
Estamos ante una crisis alimentaria que forma parte indisoluble de una
crisis global de los recursos básicos, incluidos los energéticos, del
clima y, de modo general, de la economía. Antes del último aumento de
los precios agrícolas, el avance agropecuario en el último medio siglo
se había traducido en una reducción de éstos a la cuarta parte, en
divisa constante. Además, parece que dichos precios permanecerán
asociados en el futuro a los de la energía y ya nunca bajarán a los
niveles anteriores al repunte, rompiendo así una tendencia general que
los había reducido por un factor de 20 desde el siglo XVIII.
Según los expertos, la crisis alimentaria va a ser duradera y obedece a
factores múltiples: la subida del precio del petróleo, el bajo nivel de
reservas, la especulación, el incremento de la población y del consumo
per cápita, el desvío de una parte sustancial de la producción agraria
hacia la fabricación de biocombustibles, la disminución de los
rendimientos por el estrés debido al cambio climático y la falta de
inversión en innovación agropecuaria están entre los factores más
comúnmente citados como desencadenantes. Sin detenernos a considerar la
importancia cuantitativa de cada uno de estos factores, digamos que
parece como si el éxito relativo de las últimas décadas hubiera hecho
bajar la guardia. En particular, la tasa de crecimiento de la producción
de alimentos ha ido por detrás de la del crecimiento de la población
durante la última década, justo el tipo de comportamiento relativo que
propuso Malthus hace más de dos siglos y que no acabó produciéndose.
Hasta mediados del siglo XX, la amenaza malthusiana no se cumplió por la
continua expansión de la frontera agropecuaria y, en menor grado, por
el incesante desarrollo de nuevas variedades más productivas. En el
último medio siglo, ha sido la mejora genética la que ha tenido el
protagonismo técnico en la derrota de dicha amenaza, ya que la
superficie de suelo laborable apenas ha crecido. En la actualidad, se ha
adquirido de pronto conciencia de que no se sabe bien cómo va a
conseguirse el aumento de la producción de alimentos en un 70-100% para
el año 2050, necesidad que se considera mínima para alimentar a una
población proyectada de unos 9.000 millones de seres humanos que,
además, tendrán una demanda per cápita significativamente superior a la
actual. Si se quiere lograr dicho objetivo, habremos de ser aún más
eficaces en las próximas décadas de lo que lo hemos sido en las
precedentes. UNA INICIATIVA SINGULAR
Los poseedores de grandes fortunas pueden clasificarse en dos grupos: el
de los que deciden devolver a la sociedad parte de lo que ésta les dio y
el de los que se limitan a gestionar lo atesorado. Bill Gates, a través
de la Fundación Bill y Melinda Gates, se ha alineado decididamente con
los del primer grupo, dedicando cantidades muy sustanciales a la
investigación biomédica y a la agroalimentaria. En relación con esta
última, la fundación ha anunciado ayudas de investigación por valor de
120 millones de dólares para promover una agricultura sostenible a la
medida de los agricultores más pobres del planeta. Estas ayudas forman
parte de un esfuerzo más amplio que no se restringe a la ciencia y la
tecnología, y que ha supuesto desde 2006 la distribución de 1.200
millones de dólares para proyectos de desarrollo agrícola. Dentro de
este marco operativo, la fundación encargó al Internacional Food Policy
Research Institute (IFPRI) una evaluación de las iniciativas pasadas
que, habiendo contribuido a reducir el hambre y la pobreza, puedan
ofrecer pistas sobre posibles planteamientos futuros en la misma
dirección. Dicha evaluación, que se recoge en el libro que comentamos,
sigue el mismo esquema que otra anterior sobre la situación global de la
salud, encargada al Center for Global Development: un planteamiento
general y un análisis de las lecciones que pueden extraerse del
ejercicio, seguidos de la presentación de veinte casos sobresalientes,
seleccionados de una lista preliminar de doscientas cincuenta
candidaturas. La versión impresa se complementa con una veintena de
estudios más extensos en versión electrónica a los que se puede acceder
en la web del IFPRI1.
En enero de 2010, también se ha colgado un resumen en español de dicho
libro2.
David J. Spielman y Rajul Pandya-Lorch han coordinado esta obra que ha
involucrado a medio centenar de autores.
Antes de glosar algunos de los casos seleccionados, conviene detenerse
brevemente a considerar la metodología adoptada y los criterios seguidos
en la selección. Los casos considerados en el libro se escogieron entre
los propuestos en una convocatoria pública hecha a finales de 2008.
Como condición previa, se exigía que la intervención se hubiera
implementado en al menos un país en desarrollo y que hubiera incidido
directamente sobre la producción agrícola, actuando sobre algún
impedimento o freno a dicha producción. Luego se utilizaron cinco
criterios valorativos: importancia del reto, escala de la actuación,
tiempo y duración de la misma, impacto probado y grado de
sostenibilidad. Puede adelantarse que los casos elegidos son
representativos del último medio siglo y que, como suele ocurrir en este
tipo de criba, es seguro que todos cumplen los requisitos exigidos,
pero que probablemente no todos los que los cumplen están incluidos. La
naturaleza de dichas intervenciones es muy variada, del ámbito de los
avances tecnocientíficos, que es sin duda el más relevante, a otros que
tienen que ver con la integración de la población en el medio, la
expansión del papel de los mercados, la diversificación de la
producción, la reforma de los marcos políticos y la mejora de la calidad
y el valor nutritivo de los alimentos. MEJORA GENÉTICA VEGETAL
Un tercio de los casos seleccionados tienen como ingrediente principal,
aunque no único, el desarrollo de nuevas variedades vegetales por mejora
genética convencional. Entre éstos, ocupa un primer lugar destacado la
obtención de variedades de trigo resistentes a las royas, enfermedades
fúngicas que amenazaron seriamente la producción mundial de trigo en los
años cincuenta. Con la introducción de estas variedades se logró
proteger casi 120 millones de hectáreas de cultivo de este cereal y se
aseguró el alimento de entre 60 y 120 millones de hogares. Esta aventura
merece ser contada como la típica novela «rags to richess», aunque sea
sucintamente, porque no sólo supuso el éxito apuntado sino que cambió el
marco teórico de la mejora vegetal y fue el acto inicial de una
revolución global que acabaría conociéndose como la «Revolución Verde».
Las royas del trigo –la de la hoja, la parda y la amarilla– son causadas
por distintas especies de hongos del género Puccinia y pueden
llegar a devastar por completo las cosechas. Se han encontrado rastros
de sus lesiones en muestras de trigo de la Edad de Bronce, en el curso
de la cual fueron seguramente causantes de hambres catastróficas, y sus
daños quedaron registrados en los tratados agrícolas del imperio romano.
Una de las propiedades más insidiosas de estos hongos es la facilidad
con que mutan para burlar las barreras de resistencia de las plantas, y
en esto radica la dificultad de obtener plantas con resistencia
perdurable por mejora genética. En los años cincuenta apareció una nueva
cepa virulenta de estos hongos en los campos de México y Estados
Unidos. La alarma desencadenó la acción conjunta de siete países
americanos –Argentina, Chile, Canadá, Colombia, Ecuador, México y
Estados Unidos– para seleccionar variedades resistentes y, hacia la
mitad de la década, se logró controlar el ataque. Pero ya unos años
antes, Norman Borlaug había abordado el problema y realizado una
innovación que tendría gran repercusión teórica y práctica: sembrando en
mayo en las tierras altas de Toluca (2.600 metros de altitud, 18° N de
longitud), cerca de México DF, se podía recolectar en octubre, para
luego sembrar en noviembre en el valle de Yaqui (29 m, 28° N), situado
en las tierras bajas del norte del país, y cosechar en abril. Se
obtenían así dos cosechas por año y se reducía el tiempo necesario para
convertir en resistentes a las variedades de trigo mexicanas, de
diez-doce años a cinco-seis años, lo que permitió pasar rápidamente de
las variedades con resistencia lábil a las de resistencia duradera. A
este hito le siguió otro no menos revolucionario, que consistió en
cambiar la arquitectura de la planta mediante la incorporación de genes
de enanismo procedentes de la variedad japonesa Norin 10, una idea con
la que estaba previamente experimentándose en el Estado de Washington
(Estados Unidos). Los trigos semienanos resultantes no sólo convertían
en grano una mayor proporción de la biomasa conseguida a partir de unas
aportaciones dadas, sino que respondían con mayor eficiencia al abonado
nitrogenado.
La creación del Centro de Mejoramiento del Maíz y del Trigo (CIMMYT),
por convenio entre el Gobierno de México y la Fundación Rockefeller, se
produjo en 1943 y, once años más tarde, el país alcanzó la
autosuficiencia en trigo. Al llevar a cabo la selección de las nuevas
variedades en dos ambientes tan diversos como Toluca y Yaqui, Borlaug
fue contra el gran dogma de la mejora genética hasta ese momento, el de
que las variedades debían ser seleccionadas para cada localidad. Este
fue el fin del mito de la variedad local: las variedades de trigo
semienanas y resistentes a la roya superaron a las locales en los más
recónditos lugares del mundo. Por el éxito de esta aventura, Borlaug y
el CIMMYT recibirían con justicia el Premio Nobel de la Paz en 1970.
Los coordinadores de la obra que comentamos han tratado como caso aparte
el éxito de los nuevos trigos en Asia, entre 1965 y 1985. La razón para
hacerlo estriba en que el triunfo de la Revolución Verde en este
continente tuvo protagonismos adicionales a la mera introducción de las
nuevas variedades, pues dependió además de otras innovaciones, tales
como la disponibilidad de fertilizantes y plaguicidas, de nuevas
infraestructuras y políticas públicas, de la provisión de créditos a los
agricultores y de la estabilización de los precios agrícolas. En 1965,
Borlaug convenció al Gobierno de la India de que importara 18.000
toneladas de semilla producida en México, para tratar de incrementar una
producción de trigo que estaba en torno a los 11 millones de toneladas.
En 1971 se habían alcanzado los 33 millones de toneladas y la
producción actual supera ampliamente los 70 millones, un incremento que
supone las calorías anuales necesarias para unos 400 millones de
personas. Pakistán pasó en tres años de ser el primer receptor de ayuda
alimentaria a exportar trigo a Tailandia. Los trigos mexicanos no sólo
beneficiaron a los países en desarrollo sino también a los
desarrollados, incluida España, donde más del 90% de sus trigos actuales
se derivan de aquéllos.
La gesta de la mejora del trigo a escala global había sido precedida por
la de los maíces híbridos, en la primera mitad del siglo XX, y fue
seguida por el éxito paralelo de los arroces de ciclo corto,
desarrollados en Filipinas. Ninguna de las aportaciones de la mejora
genética que glosaremos a continuación llegó a tener las dimensiones
globales de las mencionadas, pero fueron aciertos indudables en ámbitos
regionales o nacionales.
El maíz y la yuca son dos cosechas de origen americano que llegaron a
África en el siglo XVI para convertirse en el alimento básico para
distintas regiones de dicho continente. En países como Kenia, Malawi,
Zambia y Zimbabue, a partir de 1900, el maíz fue desplazando al sorgo y
al mijo como alimento principal para la población humana. Entre los años
2000 y 2005, las nuevas variedades cubrirían las tres cuartas partes
del área dedicada al cultivo de este cereal. Lo que antes de los
respectivos procesos de independencia (1963-1980) había afectado a las
grandes propiedades de los colonos blancos y sus descendientes, acabó
extendiendo sus beneficios a los agricultores indígenas. Los
rendimientos de las variedades africanas en suelos favorables llegaron a
superar a los obtenidos en Norteamérica. Un factor fundamental del
éxito fue la continuidad del trabajo de las estaciones experimentales,
con sus programas de mejora, más allá de la independencia, pero esto de
nada hubiera servido sin el obligado acompañamiento de toda la letanía
de acciones de apoyo, de las infraestructuras a los microcréditos.
Lo que el maíz ha significado en los países africanos mencionados lo ha
hecho la yuca en el África subsahariana, donde se consume su raíz,
fresca o seca, así como en forma de pasta y productos granulados. La
cosecha estuvo al borde de la extinción por ser susceptible a
enfermedades virales y a plagas de insectos. Los esfuerzos por controlar
el virus del mosaico de la yuca se iniciaron en Tanzania en la época
colonial, pero no dieron lugar a variedades de alto rendimiento y
resistentes al virus hasta décadas después en Nigeria. De modo similar,
se necesitó un esfuerzo internacional para controlar a un insecto, la
cochinilla, por lucha biológica, esfuerzo que dependió de acciones
paralelas que se continuaron a menudo en climas sociopolíticos
inestables y que contribuyeron a una mejoría significativa de la
seguridad alimentaria de unos treinta millones de personas.
A los éxitos de la mejora genética en África vienen a sumarse los
ocurridos en Asia, entre los que se han seleccionado la introducción del
arroz híbrido en China, que ahora ocupa más del 60% de la superficie
dedicada a este alimento básico y cuyos mayores rendimientos han
permitido reducir el área que se destina a su producción, las nuevas
variedades de mijo perla y sorgo para tierras áridas en la India, que
han dado lugar a un incremento del 85% en los rendimientos de dichos
granos, y las variedades modernas de habichuelas mungo, desarrolladas en
el World Vegetable Center en Taiwán, que han llevado a un aumento de un
35% en su consumo en tierras asiáticas. Esta última leguminosa, aunque
poco conocida, es rica en proteínas, hierro y otros micronutrientes. SIEMBRA DIRECTA
El cultivo sin laboreo, la siembra directa, es una innovación que
consiste en conservar el rastrojo de la cosecha anterior, omitiendo la
roturación del suelo, para sembrar y abonar en hoyos practicados en él
mediante una maquinaria apropiada. Así se acorta el tiempo entre una
primera y una segunda cosecha, y, al omitir la quema o el enterramiento
del rastrojo y la roturación, se reduce la emisión de carbónico asociada
a estas prácticas. Además se conserva la biodiversidad en el campo de
cultivo y el agua disponible, bajan los costes de producción, se ahorra
energía, se evita la erosión y se regenera la estructura y la fertilidad
del suelo. La introducción de la siembra directa ha llevado a éxitos de
considerables dimensiones, como puede ilustrarse con los casos de la
soja en Argentina y del binomio arroz-trigo en la llanura indogangética.
La aplicación de la siembra directa se inició en la Argentina en
relación con la introducción de la soja transgénica tolerante al
glifosato y fue fruto de una inteligente alianza de agricultores,
agrónomos, agentes de extensión y empresas comerciales, generada a
finales de los años ochenta. La práctica de la siembra directa de soja y
otras cosechas se extendió entre 1991 y 2008 hasta ocupar unos 22
millones de hectáreas, unos dos tercios del suelo laborable argentino.
Se consiguió así revertir la progresiva degradación de estos suelos, se
crearon unos doscientos mil empleos agrícolas y se contribuyó a
satisfacer la creciente demanda global de grano, elevando a Argentina al
tercer puesto entre los productores mundiales, después de Estados
Unidos y Brasil. Al menos tres factores hicieron posible esta aventura:
la disponibilidad de variedades de soja transgénica resistentes al
herbicida glifosato, que facilitó un control esencial de las malas
hierbas sin el que la siembra directa sería imposible; el abaratamiento
de dicho herbicida, por vencimiento de la correspondiente patente, y la
implementación de unas políticas agrarias apropiadas. El conflicto que
la soja transgénica ha generado en el país nada tiene que ver con las
circunstancias agronómicas, sino que es fruto del régimen impositivo que
se aplica a su exportación. En una sociedad cuya fiscalidad es débil y
llena de agujeros, los impuestos a la exportación suponen la mayor
fuente de ingresos en un Estado centralista y poco transparente.
Las
provincias ya venían considerando dichos impuestos como un flujo
unidireccional de recursos del campo a la capital del que no se veían
retornos tangibles, como servicios o infraestructuras, por lo que cuando
se intentó elevar significativamente dichas cargas, estalló la
confrontación. Además, en la oposición al impuesto se han sumado oscuros
intereses políticos e ideológicos. Se trata, en cualquier caso, de una
pelea anecdótica en la bonanza.
En un régimen agrícola distinto, el de la rotación anual arroz-trigo
practicada en el norte de la India y en Pakistán, particularmente en los
Estados de Haryana y Punjab, la siembra directa ha dado lugar, desde el
final de los años noventa, a un incremento de $180-$340 anuales en los
ingresos medios de más de 620.000 hogares agrícolas, distribuidos por
1,76 millones de hectáreas. En esta región se siembra arroz en el
período monzónico y trigo en la época seca; el laboreo del suelo después
de cosechar el arroz retrasaba la siembra del trigo más allá del
momento óptimo y esto reducía significativamente los rendimientos,
inconveniente que se ha obviado con la siembra directa.
Elementos clave
en este desarrollo han sido la generación de una industria local para la
fabricación de la correspondiente maquinaria especializada y un
vigoroso programa de extensión y asistencia técnica.
Junto a las intervenciones cuyo rasgo dominante ha sido la innovación
técnica hay que mencionar un buen número de casos en los que el
componente crítico ha sido la gestión político-económica. Así, por
ejemplo, la implantación de la silvicultura comunitaria en Nepal, la
liberalización y fomento del regadío en Bangladesh, la gestión del
cultivo del algodón en Burkina-Fasso, o el estímulo de la producción
lechera a pequeña escala en la India, son casos que pueden encuadrarse
en esta categoría. Mención especial merecen los casos relativos al cambio de la tenencia y
uso de la tierra en China y Vietnam. A partir de los años setenta, en
China se emprendieron una serie de reformas políticas que transformaron
el sector agrícola y redujeron el hambre en una proporción sin
precedentes en la historia de dicho país. Más del 95% del suelo agrícola
pasó de un régimen de explotación colectiva, que duraba ya treinta
años, a uno familiar que permitía vender en el mercado libre los
excedentes que superaban unos determinados cupos.
Bajo las nuevas
normas, la producción de grano aumentó un 32% y los ingresos rurales, en
un 137%, reduciendo la pobreza en un 22%. Durante este proceso, se
liberó mano de obra del sector rural para servir a la creciente
industrialización del país. El abandono de la agricultura colectiva en
Vietnam, a partir de 1986, ha tenido efectos similares a los que tuvo en
China: la tasa media de crecimiento agrícola del país fue del 3,8% y
esto llevó a que, en poco tiempo, Vietnam se convirtiera en uno de los
principales exportadores globales de arroz y café, entre otros cultivos.
LECCIONES APRENDIDAS
En contra de la creencia popular, aprender de los fracasos no es tan
fácil como se pretende, ya que los factores que los originan suelen ser
en extremo elusivos y carentes de pistas o enseñanzas. Los aciertos, en
cambio, pueden tener un mayor potencial educativo, tanto por el estímulo
que suponen como por la oportunidad que ofrecen de ser diversificados y
prolongados en el tiempo; los aciertos se abren al futuro. Las
lecciones surgen del análisis de por qué han funcionado y de la crítica
de los resultados obtenidos. En cada uno de los casos seleccionados, el
acierto se ha basado en un elemento dominante, pero se ha necesitado
toda una constelación de otros factores y acciones para que ocurriera.
De nada hubiera podido servir una determinada innovación tecnocientífica
sin las inversiones complementarias, los incentivos públicos y
privados, la cooperación y la colaboración sin fronteras, la
planificación estratégica adecuada y, sobre todo, una implicación
comunitaria en todo su desarrollo.
El acierto, en este contexto, es un
proceso evolutivo de prueba y error, en el que la experimentación debe
ser continuada hasta el final mismo de su vigencia. En muchos de los
casos, el componente técnico no es innovador, sino que se reduce a la
extensión de los conocimientos más avanzados a nuevos ámbitos y el
factor dominante es la integración acertada de acciones sociales,
políticas y económicas. El acierto es como un fuego que, una vez
prendido, resulta más fácil propagarlo. «SI COMÉS CHANCHO, NO NECESITÁS VIAGRA»
En la vida real los aciertos no son completos del todo e incluso a veces
no son fácilmente reconocibles hasta que se examinan retroactivamente;
son casi siempre ambiguos y no es infrecuente que haya quienes los
pongan en duda. De esta circunstancia surgió probablemente la
impopularidad de la inversión en desarrollo agrícola que cundió entre
gobiernos y donantes en los años ochenta. Casi nunca los aciertos
responden a un nítido esquema planificado, sino que la conjunción de
factores favorables se produce con falta de sincronía y con no poco
juego del azar. Siempre se podía haber estado más acertado y conseguido
un éxito más pleno y más rápido. Los coordinadores de la obra son conscientes de esta circunstancia y a
ello se refieren en la introducción del libro. Sin embargo, los autores
de los distintos capítulos, aunque también hacen referencia a las
imperfecciones, no se han extendido en consignar las críticas que cada
caso ha recibido, y hacerlo hubiera sido muy instructivo. Ilustraremos
este comentario a un libro tan acertado y original con un par de
ejemplos. Hay que estar muy ciego a sus resultados, como ocurre en ciertos
sectores fundamentalistas, para concluir que la Revolución Verde,
personalizada en Norman Borlaug, fracasó. Millones de personas en
numerosos países han podido comer gracias a sus avances técnicos, y esta
consideración supera en importancia a las más severas críticas que haya
podido recibir. Un cambio productivo tan drástico como éste trajo
consigo numerosas e importantes alteraciones socioeconómicas, unas
favorables y otras no: la rápida desaparición de modos de vida
ancestrales, la migración del campo a las ciudades, la disminución del
número de propietarios agrícolas y el aumento de la mano de obra
asalariada, la pérdida de protagonismo de la mujer en este menester, la
creación de escuelas y de carreteras, la mejora de los niveles de
formación y de servicios y, en general, la mejora del nivel de vida son
sólo algunas de las consecuencias cuya valoración debe estar presidida
por el hecho fundamental de que millones de seres humanos hubieran
muerto de hambre sin esa revolución.
Volviendo al caso de la rápida implantación de la soja en Argentina, al
que nos referíamos al principio, debemos reafirmar que constituye un
éxito de considerables dimensiones que puede llevar a dicho país a
convertirse en uno de los cinco graneros del mundo. Sin embargo, abundan
las críticas a dicha implantación, unas justificadas y otras no. La
fiebre de la soja ha llevado a situaciones curiosas, tales como que el
ejército la cultive en sus terrenos, hasta convertirse en uno de los
grandes productores, o que alguna empresa de autopistas de peaje la haya
cultivado en los márgenes del asfalto. Se la hace responsable hasta de
la epidemia de dengue, cuando en todo caso el error habría consistido en
roturar suelos en el Chaco que nunca debieron dedicarse a dicho cultivo
y que han dado lugar a encharcamientos favorecedores de la
multiplicación del vector de la epidemia. Sin embargo, la acusación más
grave es la de achacarle el declive de la cabaña vacuna, que ha reducido
el número de reproductoras en un 20%, y de la disminución de la
producción de trigo. La producción de soja en Argentina es tan eficaz
que tolera un impuesto a la exportación que pasó del 25% al 35% sin que
ésta haya dejado de ser competitiva en el mercado internacional.
Las
acusaciones contra este cultivo son injustificadas, ya que los supuestos
desmanes son el resultado de la política agraria y de exportaciones de
los gobiernos Kirchner, que restringe las exportaciones de cereales y de
vacuno para mantener bajos los precios internos, y esto ha
descorazonado a los agricultores, que abandonan estas producciones. La
soja es compatible como segunda cosecha con la del cereal, pero de
manera creciente se deja el terreno baldío por falta de incentivo.
Algunos han llegado a predecir algo tan impensable como que Argentina
tenga que importar trigo, carne de vacuno o leche. Ante este temor,
pudimos oír a la señora Kirchner recomendar el consumo de carne de
cerdo, proclamando: «Si comés chancho, no necesitás viagra».